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En cierto modo, es natural: el impulso de todos es castigar con más ahínco aquello que más se aleja de nuestro ideal moral, ético, personal y político. Sin embargo, que sea natural no quiere decir que sea bueno, ni deseable. Nuestra condición humana tiene, potencialmente, tantas virtudes como defectos, y lo característico de una sociedad abierta y en libertad es que todos ellos se expresan por igual. La ley es la manera que tiene la democracia de protegerse contra sí misma.
Pero la ley no es inmutable, ni debe serlo, sino que está sujeta precisamente a nuestras preferencias, y por tanto también a nuestros impulsos. Además, quienes la elaboran, la ejecutan y la hacen cumplir no son sino personas, claro está. El dilema está servido, y ¿cuál es la solución con la que hemos dado? Aceptar nuestras limitaciones y ponernos barreras a nosotros mismos. Que no nos impiden avanzar, sino que nos obligan a hacerlo despacio, considerando nuestro entorno. Partidos, Parlamentos, comisiones, subcomisiones, cuerpos funcionariales, jueces, fiscales, sistemas de apelación, códigos penales, códigos civiles, constituciones: es todo lo que hay y debe haber entre las redes sociales, la conversación de bar, la columna airada, el grito en la calle, la urna… y el castigo.
Jorge Galindo, Entre la urna y el castigo, El País 16/03/2018 [https:]]