Pero
Unamuno era consciente de que la fe de
Pascal no siempre olió a carbón. De hecho se refiere al gran científico como “un alma que llevaba cilicio”. Un alma, en definitiva, que murió a los 39 años “de vejez”. Su conversión, la que le sacó del “mar de distracciones” en el que navegaba, tuvo lugar, como él mismo informa, el 23 de noviembre de 1654 “ente las diez y media y las doce y media de la noche”. Al parecer se trató de una intensa experiencia religiosa, de una conmoción interior, de una sacudida mística. Algo muy diferente del sueño de
Descartes ante su estufa. Al autor del
Discurso del método se le reveló una “ciencia admirable” que le resolvió su duda metódica. Pero la duda de
Pascal, como la de don Manuel, era existencial, dramática, trágica incluso. La consignó en su
Memorial, un papel arrugado, cosido al forro de su levita, encontrado por un criado después de su muerte. La primera palabra lo dice todo: “Fuego”. A continuación,
Pascal contrapone el Dios de los filósofos y de los sabios al Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Jesucristo. Es de este último Dios de quien
Pascal espera “certidumbre, paz, alegría”. Si
Descartes había dicho “pienso, luego existo”,
Pascal optará por su conocido “creo, luego existo”. En su caso triunfaron las razones del corazón. La fe de
Pascal, afirma
Unamuno, no era fruto de la “convicción”, sino de la “persuasión”, tenía voluntad de creer, pero su inteligencia matemática se lo puso difícil. De ahí su insistencia en las razones del corazón. La frase que mejor revela su lucha interior tal vez sea esta: “Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Con ella, Pascal dejó atrás los días del agua bendita y la fe del carbonero para adentrarse en el misterio de la “caña pensante” que somos y en el “eterno silencio de los espacios infinitos” que nos sobrecoge y aterra. Al presentir su final, repartió su dinero entre los pobres y los hospitales de París y rogó a su hermana Gilberta que le trasladase al Hospital de los Incurables, algo a lo que Gilberta se negó; lo cuidó ella con todo esmero y cariño. Aún tuvo tiempo Pascal de acoger en su casa a una familia necesitada. Unos días después, el 9 de agosto de 1662, una extraña y terrible enfermedad que los médicos no acertaron a diagnosticar acabó con su vida. Pero con nosotros siguen sus
Pensamientos, obra genial que tanto ha dado que pensar.
En un conocido texto confiesa
Kant que tuvo que “anular el saber para dejar un sitio a la fe”. Es el sitio que siempre andan buscando todas las religiones, pero no solo ellas. El carácter enigmático del universo condujo a un científico de la talla de Severo Ochoa a afirmar que sentía “irse de este mundo sin saber exactamente dónde había estado”. Todos los espíritus profundos se han visto obligados a llevarse bien con la incertidumbre. Tal vez por eso acuñó
Nicolás de Cusa la fórmula “docta ignorancia”, fórmula que
Ortega y Gasset consideraba la mejor definición conocida de la ciencia. “Carboneros ilustrados” es otra forma de decir “docta ignorancia”. Los grandes teólogos son carboneros leídos, gentes que, como don Manuel y
Pascal, han pasado por las aulas del saber. Pero existe una asignatura que ni los más ilustrados aprueban, un asunto en el que todos compartimos la condición ignorante del pobre Blasillo. Me refiero al anuncio cristiano de la resurrección, al que
Unamuno consagró su
San Manuel Bueno, mártir. Es algo siempre “esperado” por muchos, pero nunca “sabido” por nadie. Cabe la opción generosa de
Nicolás de Cusa “quia ignoro, adoro” (justo porque lo desconozco, lo adoro), pero también hay espacio para la duda, incluso para la negación, dolorosa unas veces, despreocupada o airada otras. El carácter misterioso del tema deja muchas puertas abiertas.
Manuel Fraijó,
Carboneros ilustrados, El País 17/03/2018
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