El siguiente paso en la marginación gradual de la conciencia en las ciencias fue la distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias. Una estrategia que parecía hacer posible un marco objetivo de conocimiento. La nube cambia de color desde el amanecer hasta el mediodía, por lo que el color no puede ser una cualidad «primaria» de la nube. Pero la nube en sí, su corporeidad, su materialidad, sigue siendo la misma a cualquier hora, por lo que estas supuestas cualidades sí que pueden considerarse primarias. En el fondo se trata de favorecer el tacto frente a la visión, el oído o el resto de los sentidos. La primacía de lo corporal convertirá la física, como apuntó
Borges, en esa componenda en la que unas cualidades se consideran sustantivos y otras adjetivos. Una distinción introducida por
Locke, pero de la que ya habían hablado
Descartes y
Galileo. Según el filósofo inglés, las cualidades primarias u objetivas eran el movimiento, la impenetrabilidad, la densidad, el encadenamiento de las partículas, la figura y la extensión; las secundarias o subjetivas –el color, el olor, el sabor o el sonido– «no se hallan en las cosas mismas» y dependen de las cualidades primarias. Ése es el primer gran paso hacia el mecanicismo moderno. Todas las cosas que no pueden explicarse desde el punto de vista de la mecánica se consideran secundarias, explicables únicamente por los estados subjetivos del observador. Así es como se va cercenando la participación de la mente en la construcción de la realidad y, al mismo tiempo, se va consolidando la idea de que hay una realidad «ahí fuera», independiente de la mente.
Berkeley y
Hume advirtieron sobre la incongruencia de esta postura, que facilitará la construcción de la objetividad y consolidará el materialismo metafísico. Incluso se atrevieron a incluir en el ámbito de lo subjetivo y lo mental las llamadas cualidades primarias. Pero su crítica no será escuchada, y lo que viene a continuación es el ascenso del modelo mecanicista, impulsado por el desarrollo de la física-matemática y que alcanzará su cénit en el positivismo de finales del siglo XIX.
Juan Arnau,
La fuga de Dios. Las ciencias y otras narraciones, Ediciones Atalanta, Girona 2017