Todo empezó con el movimiento. ¿Quién podía explicarlo? Se había intentado desde Aquiles y su tortuga, pero sin que nadie diera con una respuesta convincente. El genio de
Newton propuso una solución audaz que exigía un espacio y un tiempo absolutos, en que las distancias fueran permanentes y todas las horas duraran lo mismo. Un espacio irrevocable y un mismo reloj para todas las cosas.
Francis Bacon y
Galileo habían preparado el terreno. El primero sostuvo que el conocimiento no podía seguir siendo contemplativo, que era necesario transformar la naturaleza, manipularla. El segundo, que la naturaleza hablaba un lenguaje que era el de las matemáticas.
Ese marco general fue a afianzado por
Kant, principal valedor de
Newton entre los ilustrados alemanes. En su gran
Crítica, el espacio y el tiempo absolutos newtonianos se convierten en precondiciones de la experiencia. Primero uno debía habitar en el espacio y ser en el tiempo, y una vez cumplidas estas condiciones se podía experimentar las cosas o ser consciente de ellas. Obsérvese la inversión que supone el planteamiento desde un punto de vista empírico.
Berkeley había descubierto en ello una forma encubierta de idolatría. Espacio y tiempo no podían constituir precondiciones de la experiencia consciente precisamente porque la conciencia no admite mediador. Si uno quería ser fiel al empirismo, debía reconocer la conciencia como condición de todo lo demás, por tratarse de lo más inmediato y fundamental. Ser es percibir. Y en ese percibir está el saber que se percibe. A eso se refiere la experiencia de la duración de
Bergson. Duramos, eso es incuestionable, y dicha experiencia debería ser el arranque legítimo de cualquier teoría del conocimiento. Pero
Berkeley fue silenciado.
Juan Arnau,
La fuga de Dios. Las ciencias y otras narraciones, Ediciones Atalanta, Girona 2017