Resulta patente que las relaciones entre democracia y nacionalismo son intrincadas; su evolución podría describirse como el paso de la alianza constructiva a la tensión irresoluble. Y la razón de que esa alianza llegara a forjarse está en el hecho, señalado entre otros por
Pierre Manent, de que la democracia no puede definir democráticamente el espacio en que debe operar: depende para ello de otras ideas, como la nación, que se convierte así en una necesidad práctica. O sea, en un medio para asegurar la cohesión y la legitimidad necesarias para fundar un Estado en un determinado territorio. Así lo vio
Rousseau, para quien el nacionalismo constituía la más eficaz argamasa de la república, e incluso
Mill, quien escribió que las instituciones de un gobierno liberal son casi imposibles allí donde coexistan varias nacionalidades por impedir esta pluralidad el surgimiento de una identidad común. No es así de extrañar que el nacionalismo pueda concebirse como una de las ideologías de la Ilustración. Pero si pudo existir un nacionalismo liberal durante el siglo XIX fue porque se presumió que las libertades nacionales e individuales eran una sola y que las naciones en lucha por su independencia –a menudo contra imperios supranacionales– luchaban también por el gobierno liberal. Tal como planteó
Elie Kedourie, el nacionalismo prohijó la concepción kantiana de la autonomía individual, trasladándola al plano colectivo: levantó el sombrero y allí estaba el derecho de autodeterminación de las naciones.
A cada nación, pues, un Estado. O bien: un Estado, una nación. En ambos casos, qué duda cabe, se hace violencia. Y se hace violencia porque la creación de la identidad nacional a partir de una diversidad de identidades –ya sean locales o regionales– conlleva una presión homogeneizadora que se aplica sobre aspectos de la vida colectiva tales como la lengua, la religión, los símbolos o las tradiciones. Ya advirtió
Reinhart Koselleck que la correspondencia de pueblo, nación y Estado que se ha podido encontrar tradicionalmente en un país como Francia es una envidiable excepción, no la norma. Y una excepción relativa, cabe añadir, pues como recordaba recientemente
Juan Claudio de Ramón solo una octava parte de los franceses hablaba francés (y no un dialecto) a comienzos del siglo XIX. Es así patente la inevitable ambivalencia del Estado-nación: puede ser liberador contra legitimistas o colonizadores, pero excluyente y aun destructivo para las minorías. Así vinieron a confirmarlo con posterioridad la poco liberal Alemania de 1871, el imperialismo europeo, el darwinismo social y el nacionalismo fascista. Este siniestro recorrido histórico ha autorizado a
Jürgen Habermas a señalar que, si bien el nacionalismo fue una precondición histórica para la democratización del poder del Estado por ser la primera entidad política creadora de solidaridad entre extraños, la terrible historia del siglo XX dejó clara la necesidad de que los Estados democráticos prescindan del fundamento nacional y avancen hacia formas supranacionales y cosmopolitas de integración.
Y es que si la revolución no es una cena de gala, como avisó Mao, el nacionalismo no es una asociación cultural. Se trata de una ideología política con objetivos políticos: la preservación de la nación y su autodeterminación frente a cualquier obstáculo que se le oponga. A tal fin, el nacionalismo arbitrará los medios necesarios. Siendo el primero de ellos la construcción del sentimiento nacional por medio de procesos de nacionalización, destinados a convencer a los miembros de una sociedad de que son un grupo humano diferente –¿mejor?– que merece un Estado propio y de hecho lo necesita para asegurar su supervivencia cultural. O sea:
el nacionalismo nacionaliza. De ahí que no tengan mucha verosimilitud las descripciones del nacionalismo como un fenómeno popular, que avanza de abajo a arriba. La realidad es que los procesos de construcción nacional están dirigidos por las élites, con un especial papel para la intelligentsia que provee al movimiento de consistencia ideológica y de las necesarias coartadas históricas. Es superfluo añadir que el nacionalismo vive por y para la causa nacional. Por desgracia, la singular naturaleza de la ideología nacionalista es a menudo pasada por alto cuando se sopesan los argumentos favorables a la secesión. Resulta de aquí una discusión abstracta que desatiende un factor fundamental en la formación de preferencias, la movilización permanente y la creación de antagonismos irresolubles basados en la premisa de que las identidades culturales son incompatibles entre sí.
Manuel Arias Maldonado,
Nacionalismo, secesionismo y democracia, Letras Libres 01/0372018
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