Hablar de frustración no es improcedente. Supone, de hecho, apuntar hacia una contradicción insoluble del régimen democrático. Fundado este último en la estructura narrativa y emocional de la promesa, que es el modo habitual de relación de los partidos con sus electorados, la frustración constituye su resultado inevitable. Por un lado, porque la política carece de herramientas para cumplir con todas sus promesas: ni la cuantía de las pensiones no puede doblarse ni es posible hacer felices a todos los ciudadanos. Y porque, como decía un personaje en esa entretenida alegoría de la incapacidad de los seres humanos para cooperar colectivamente que es
El día de los muertos, la película de zombies de George A. Romero, tenemos ideas distintas acerca de cómo deberían ser las cosas. De ahí que abunden las frustraciones: tan frustrados están quienes desearían el aborto libre como quienes lo prohibirían sin excepciones. En el caso que nos ocupa, la frustración de los partidarios de la independencia no es la única que puede identificarse. También están frustrados los catalanes no nacionalistas y lo están esos centralistas de izquierda y derecha a quienes disgusta el Estado de las Autonomías o, menos tajantemente, recentralizarían algunas competencias autonómicas por razones -acertadas o no- de eficiencia. De modo que frustraciones hay muchas: la sociedad es una suma de anhelos insatisfechos. Y no se ve por qué, en ausencia de mayorías aplastantes o razones morales incontestables, unas frustraciones han de contar más que otras.
Digamos entonces que, además de un mecanismo para la canalización de conflictos, la democracia es un régimen de ordenación y disciplinamiento de las frustraciones colectivas. Ya que, por mucho que ello pese a los irreductibles partidarios del agonismo, las democracias también están obligadas a construir órdenes viables que satisfagan las necesidades básicas de sus ciudadanos y hagan posible la convivencia pacífica entre ciudadanos; ciudadanos iguales, pero diferentes. Por ello, abandonarse al resentimiento y la desobediencia cuando una promesa no es satisfecha -no digamos una promesa imposible o viciada en origen- denota una actitud no ya infantil, sino hondamente antidemocrática.
Manuel Arias Maldonado,
Frustraciones democráticas, el mundo.es 20/04/2018
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