Ya en el prólogo a la primera edición he explicado que mi filosofía parte de la kantiana y supone por ello un profundo conocimiento de la misma: lo repito aquí. Pues la doctrina de
Kant provoca en cualquier mente que la haya comprendido una transformación fundamental de tal magnitud que se la puede considerar un renacimiento intelectual. En efecto, solo ella es capaz de eliminar realmente el realismo innato al hombre y proveniente del destino originario del intelecto, cosa para la que no bastaron ni
Berkeley ni
Malebranche; porque estos se quedaron demasiado en lo general mientras que
Kant va a lo particular y, por cierto, de una forma que no conoce antecesor ni sucesor y que ejerce en el espíritu un efecto totalmente peculiar, podríamos decir que “inmediato, como resultado del cual este experimenta un profundo desengaño y en adelante ve todas las cosas a una luz diferente. Pero solo así se hace receptivo a las explicaciones positivas que yo he de ofrecer. En cambio, el que no domine la filosofía kantiana, haga lo que haga, estará, por así decirlo, en estado de inocencia, es decir, permanecerá sumido en aquel realismo natural y pueril en el que todos hemos nacido y que capacita para todo excepto para la filosofía. Por consiguiente, será a aquel primero lo que el menor al mayor de edad. El que esa verdad suene hoy paradójica, cosa que en modo alguno habría ocurrido en los primeros treinta años tras la aparición de la
Crítica de la razón, se debe a que desde entonces ha ido creciendo una generación que no conoce verdaderamente a
Kant, ya que para ello hace falta más que una lectura pasajera e impaciente o una información de segunda mano; y esto se debe a su vez a que, como consecuencia de una mala instrucción, ha despilfarrado su tiempo con los filosofemas de cabezas vulgares, es decir, incompetentes, o de simples sofistas fanfarrones que se le recomiendan de manera irresponsable.
Arthur Schopenhauer,
El mundo como voluntad y representación I, Prólogo a la segunda edición