Contra la impudicia de los defensores de la planificación y de los burócratas,
Hayek proponía la feliz ignorancia de los competidores en el mercado, que actuaban desde la modestia de “lo poco que necesitan saber quienes participan para tomar la decisión acertada”. Lo que
Hayek alababa en
Camino de la servidumbre, “las fuerzas impersonales y aparentemente irracionales del mercado”, se convirtió en un decálogo ontológico, en el maná profano del progreso histórico. “Lo que ha permitido en el pasado el crecimiento de la civilización ha sido el sometimiento de los hombres a las fuerzas impersonales del mercado”. El capitalismo constituye la más alta manifestación del Logos que recorre el universo.
Esa elevación por parte de
Hayek de la indeterminación fundamental del mercado desregulado hasta convertirla en un principio ontológico central, es clave para entender no sólo su elogio perverso de la ignorancia como virtud, sino su aversión mal disimulada hacia los gobiernos democráticos. Condenaba todo intento de los gobiernos por difundir el conocimiento acerca de las condiciones del mercado “como irracionalismo incompleto y por lo tanto erróneo”. Se oponía a los límites democráticos sobre los mecanismos del mercado, no sólo porque despreciaba la capacidad intelectual de los ciudadanos de a pie, sino porque en su opinión equivalía a un acto fútil de insolencia contra el orden sacrosanto de las cosas –entrometerse en las fuerzas primarias de la naturaleza. “No hay suficientes razones para creer que, si en algún momento la altura de conocimiento que poseen algunos estuviera al alcance de todos, se produciría una sociedad mejor”.
Hayek optaba por desacreditar cualquier esfuerzo por alentar el control popular sobre el poder del capital, y a menudo se alababa la supuesta sensatez de su apuesta por las limitaciones de la razón humana. “La altura de conocimiento que poseen algunos” era nefanda si se aplicaba a la regulación del ámbito empresarial y del desarrollo tecnológico, en interés de una sociedad democrática. “Es cuanto menos posible, en principio, que un gobierno democrático tenga una deriva totalitaria y que un gobierno autoritario se base en principios liberales” –léase aquí autoritario como cualquier intento antinatural de modificar o dirigir la espontaneidad cósmica del mercado.
Así, el control democrático del mercado representa un intento por sustituir taxis por cosmos –un escandaloso sacrilegio ontológico, una interferencia en las fuerzas primarias de la naturaleza.
Sin embargo, cosmos acabó siendo también una invención, toda vez que
Hayek dejó claro que detrás de la magia de la contingencia del mercado, se escondían el capital y el Estado. Como él mismo admitió, “el orden que aún deberíamos definir como espontáneo” de hecho se basaba en “normas que son por completo resultado de un diseño deliberado”. Cosmos no era más que taxis ocluido por toda la palabrería filosófica sobre la “espontaneidad”. La humilde sumisión del Logos al mercado no era de hecho un reconocimiento a la Sabiduría del Universo; era “un método de control social”,
Hayek admitía en
Camino de la servidumbre –una forma de reconciliarnos con un orden social capitalista que debería considerarse superior desde nuestra ignorancia de sus resultados concretos”. (En referencia al filósofo medieval islámico,
Ibn Rush, Mirowski caracteriza todo esto de “doctrina de doble efecto”: una para los dirigentes y la intelligentsia, y otra para la plebe ingenua.) Es más, miren a su alrededor, nos decía
Hayek: todos hemos concedido al mercado nuestro consentimiento para que gobierne porque, insistía con zalamería, “toda vez que aceptamos las normas del juego y nos beneficiamos de sus resultados, constituye una obligación moral respetar los resultados incluso si estos nos acaban perjudicando”. Es decir, la libertad es subordinarse si no a un mayor y mejor conocimiento, sí a las maquinaciones de la élite en el poder.
Eugene McCarraer,
El mundo es un negocio, ctxt.es 13/06/2018
[ctxt.es]