Los positivistas jurídicos establecieron una distinción radical entre el derecho y la moral. Afirmaron que el el derecho debía justificarse y valer por sí mismo, independientemente de cualesquiera consideraciones morales, con lo cual dejaron sin respuesta la pregunta acerca de por qué la ley obliga, pues son las razones morales, y no las meramente jurídicas, las que incorporan el carácter afectivo a la ley. Razones derivadas del sustrato moral que constituye a la humanidad como tal, y que es común, son la necesidad de hacer justicia, la preocupación por la suerte de los demás, la confianza mutua, la reciprocidad, la empatía, la voluntad de no hacer daño. Es la vergüenza que sentía
Primo Levi en los campos de concentración, la vergüenza de
Camus por haber osado avergonzarse de que su madre fuera una criada, la vergüenza que aún sentimos ante el triste espectáculo de las pateras que arrojan a las playas a los exhaustos emigrantes que solo quieren poder trabajar. Esa vergüenza no es inútil ni vana. Es necesaria y debiera formar parte del predicamento humano (129-130).
Victoria Camps,
El gobierno de las emociones, Herder, Barcelona 2011