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Al dogmatismo realista y al escepticismo conviene enseñarles, en primer lugar, que objeto y representación son lo mismo; luego, que el ser de los objetos intuidos es precisamente su actuar, que en este consiste la realidad de las cosas, y que pretender la existencia del objeto fuera de la representación del sujeto y un ser de la cosa real distinto de su actuar no tiene sentido y es una contradicción; que, por esa razón, el conocimiento del modo de acción de un objeto intuido lo agota en la medida en que es objeto, o sea, representación, ya que fuera de eso no queda en él nada para el conocimiento. En esa medida, el mundo intuido en el espacio y el tiempo, que se manifiesta como pura causalidad, es totalmente real y es aquello para lo que se da; y se da plenamente y sin reservas como representación que se enlaza según la ley de la causalidad. Esta es su realidad empírica. Mas, por otra parte, toda causalidad existe solo en y para el entendimiento, así que todo aquel mundo real, es decir, activo, en cuanto tal está siempre condicionado por el entendimiento y no es nada sin él. Pero no solo por eso, sino ya porque en general no se puede pensar sin contradicción un objeto sin sujeto, hemos de negar la realidad del mundo externo en el sentido en que la interpreta el dogmático: como su independencia respecto del sujeto. Todo el mundo de los objetos es y sigue siendo representación, y justamente por eso está condicionado por el sujeto absoluta y eternamente: es decir tiene idealidad trascendental. Mas no por ello es engaño ni ilusión: se da como lo que es, como representación y, por cierto, como una serie de representaciones cuyo nexo común es el principio de razón. Ese mundo es en cuanto tal comprensible para el sano entendimiento incluso en su más íntima significación y habla un lenguaje totalmente claro para él.
Arthur Schopenhauer,
El mundo como voluntad y representaciónI. § 5