Cuando, a finales del 2016, el diccionario Oxford eligió
post-truth como palabra del año, su alternativa en español,
posverdad, se incorporó rápidamente a nuestra lengua para nombrar a un fenómeno que muchos contemplábamos perplejos. La lengua suele ser muy precisa y aquí el prefijo
post- no encierra su sentido habitual de posterioridad, como sí ocurre en
posguerra, sino que da el sentido de superación del concepto designado, la verdad, que pasa a considerarse irrelevante o carente de importancia. Es lo mismo que sucede, por ejemplo, con la voz
posindustrial, que define el periodo en el que la gran industria continúa, pero ha sido desplazada o ha perdido relevancia frente a otro sector, el de las tecnologías. Y es aquí donde uno debe comenzar a preguntarse
qué es lo que ha desplazado a la verdad. Los expertos lo achacan a la fuerza que han tomado en nuestro mundo las emociones frente a la objetividad de los hechos, pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí?Conviene señalar que la posverdad es algo distinto de la mentira. La mentira, como dice el filósofo americano David Livingstone Smith, es una habilidad que crece en lo más profundo de uno mismo. Es un factor evolutivo ventajoso, que siempre ha estado entre nosotros. La posverdad, sin embargo, no es tanto una presentación falseada de una manera simplista de los hechos como un aprovechamiento descarnado de la actitud acrítica que tiene el sujeto receptor del mensaje, al que no le importa que le distorsionen la realidad porque ya hace tiempo que no espera la verdad del emisor. El sujeto receptor es un descreído que se ha rendido ante la manipulación de la realidad.En este mundo del disparate, se apela directamente y sin cortapisas a las filias y las fobias del destinatario del mensaje, al que los datos le aburren, las estadísticas le confunden y hasta agradece un relato de la realidad que convierta la verdad de los hechos en una manipulada verdad de las pasiones. Nunca antes ha sido tan fácil ser engañado, pues, como indica el periodista mexicano Esteban Illades en su último libro, a la censura y el espionaje se han sumado
la sobreinformación y las fake news. En este escenario que parece sacado de una distopía orwelliana, la ética periodística, la contrastación de los hechos y el rigor yacen como reliquias olvidadas.Diría que todo en este mundo tiene una vis comercial que ha convertido en armas muy válidas las argucias que la publicidad y la mercadotecnia han ido desarrollando a lo largo de las últimas décadas. Emblemática es, en este sentido, la campaña de Apple de 1997 «Think different», en la que Steve Jobs renuncia a contar las características del producto y acude a otras cuestiones, aparentemente muy valoradas, para venderlo; o mucho antes, en 1988, en Chile, en la campaña del referéndum para la permanencia de Pinochet, la izquierda sucumbe ante un publicista (hijo del exilio y del partido comunista) que no les permite referirse al pasado y al dolor causado por el dictador y les fuerza a una campaña de ilusión, de escenas de caballos galopando por el campo y de gente guapa y joven merendando alegremente. La izquierda renuncia a la verdad para asegurarse la victoria, en este caso, necesaria. La campaña deja de dirigirla la política para asumirla la publicidad. La gente no quiere negatividad ni problemas ni dolor. Quiere la Coca-Cola en el mundo feliz,
hippie y natural que
inventa Don Draper al final de la magnífica serie
Mad Men. Hemos forjado una sociedad, la nuestra, con un modelo de moral derivado de la consecución del éxito y de la felicidad a través del consumo, relegando otros valores, como el de la verdad, a la intrascendencia.
Joaquín Müller-Thyssen,
La posverdad somos nosotros, ethic 25/05/2018
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