Tal vez, debiéramos olvidarnos un poco de los nombres.
Heidegger repetía que los griegos, antes de
Platón, ni siquiera tenían una denominación especifica para esa forma inédita de interrogarse sobre mundo. Debiéramos olvidarnos también de esa obsesión por inculcar una veneración devota por las grandes figuras del pensamiento: la Filosofía nace de la admiración, pero no de la adoración. Menos
Platón, por tanto, y más problemas filosóficos, esos que interpelan a cualquier adolescente con una intensidad que luego van amortiguando las ficciones de la vida adulta. Resulta un fracaso clamoroso que precisamente la disciplina que ha hecho del cuestionamiento radical de la realidad su razón de ser no sea capaz de espolear la curiosidad de unos seres humanos que se encuentran en la edad de la problematización por excelencia. Los diálogos platónicos, en tal sentido, más allá de sus infinitas virtualidades de todo tipo, nos dan una pauta incomparable de cómo plantear una práctica concreta de lo que debería ser la Filosofía: preguntas y más preguntas, aprendizaje a no dar por sentado nada que no haya sido sometido a una estricta evaluación crítica. Desde luego, no toda opinión vale y la mayor parte de los razonamientos no son sino ilusiones groseras de la razón para dar por sentadas sus propias premisas.
Precisamente, para eso debería está la figura del profesor: para plantear los problemas, canalizar las discusiones, señalar los errores en los procesos discursivos, introducir las preguntas claves, incentivar el debate. Y al final, pero sólo al final, apuntar los planteamientos de los grandes pensadores. La Filosofía, en tal sentido, no debería ser otra cosa, en las enseñanzas medias, que una propedéutica al pensamiento.
Manuel Ruiz Zamora,
El lujo de la Filosofía, Diario de Sevilla 03/11/2018
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