Un reproche clásico, pero siempre vigente, a las democracias occidentales es la acusación de hipocresía: que empleen distintas varas de medir, que hablen de derechos humanos y traten con regímenes opresores, que digan ser de
Kant y en realidad obedezcan a
Hobbes y
Foucault. En Trump, pero también
en Bolsonaro o en Duterte, vemos una especie de rechazo a esa hipocresía. ¿Para qué hablar de aliados, si nuestros intereses son diferentes, y si puedo imponer mis condiciones porque soy más poderoso?Muchas veces, la hipocresía es, como escribía
La Rochefoucauld, el tributo que el vicio paga a la virtud. Si quien abandona ese discurso es Estados Unidos, el efecto puede ser más grave: el problema no es solo que Trump se convierta en un tirano —el sistema estadounidense tiene recursos que lo frenan—, sino también una sensación de impunidad en líderes que tienen más facilidades para comportarse como tiranos cuando una parte decisiva de Occidente ni siquiera finge creer en los valores que decía defender.Como sabemos, el aparente rechazo a la hipocresía no significa que esos líderes no mientan. En la hipocresía hay también un reconocimiento de la tozudez de la realidad y de las limitaciones de la voluntad, de lo difícil que es moldear las cosas a tu gusto y de que tu interés a corto plazo quizá no sea lo mejor para todos a largo plazo: a ningún Gobierno le gusta mucho la prensa libre, pero a la larga es mejor que una democracia tenga una prensa libre. El lenguaje embarullado sirve para ocultar, pero un lenguaje demasiado simple busca cegar y esconder la verdad desagradable de que en algún momento —como ahora con
las negociaciones del Brexit— habrá que afrontar una realidad que no se puede negar solo con palabras.
Daniel Gascón,
El fin de la hipocresía, El País 17/11/2018
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