Es obvio que la esfera pública ha experimentado una transformación de primer orden: ahora cada smartphone formula, reproduce y difunde opiniones. ¡Pero también emociones! Y no es fácil separarlas. La pensadora feminista
Sara Ahmed ha sugerido que las emociones no son algo que llevemos dentro, sino que las interiorizamos socialmente: como si nos contagiásemos de lo que otros sienten por medio de lo que dicen. Algo que se deja notar especialmente cuando el cuerpo social reacciona a un acontecimiento traumático.
Es lo que ha sucedido en España tras el espeluznante asesinato de la joven Laura Luelmo en un pueblo de Huelva: una vorágine expresiva donde la demanda de retribución se ha entreverado con un debate ideológico lleno de malentendidos. Así, la conducta de un probable psicópata se ha proyectado sobre todos los varones, creándose la sensación de que las mujeres españolas no pueden salir a la calle sin ser agredidas. Y eso que un hombre tiene en nuestro país más probabilidad de morir asesinado que una mujer; siendo ambos resultados, por fortuna, altamente improbables. Pero si la estadística no confirma el eslogan, peor para la estadística.
Ahora bien: un debate público contaminado por percepciones falsas puede tener efectos políticos peligrosos. Vemos cómo los partidos abanderan el populismo punitivo en sus distintas variantes y formulan una promesa irrealizable de seguridad total. Abundan las contradicciones: se exige un castigo ejemplar para el criminal, pero al tiempo se culpa a "la sociedad". Mientras tanto, ni el más transgresor de los pensadores críticos se atreve a mencionar el papel subalterno que ocupa la mujer en las culturas más tradicionalistas: es más fácil culpar al capitalismo.
Sin embargo, ¿no debería el trauma ser una ocasión para el aprendizaje? ¿No es eso lo que debemos a las víctimas? Según el psicólogo
Paul Bloom, la compasión racional es preferible a la empatía irreflexiva. No en vano, el problema es intrincado. En un reciente dossier, el semanario alemán Die Zeit identificaba hasta seis posibles causas de la agresividad masculina sin llegar a ninguna conclusión tajante; también llamaba la atención sobre una violencia femenina menos extrema pero no inexistente. Triste abismo del animal que somos.
Estamos, en fin, ante un fenómeno rabiosamente humano que conecta con los atavismos de la especie: haríamos bien en abordarlo con serenidad de ánimo y rigor científico. Pero qué humano es, también, hacer lo contrario.
Manuel Arias Maldonado,
Estados de opinión, el mundo.es 22/1272018