El genocentrismo es hoy una opción ideológica, más que científica. Porque los genes no son más que estructuras químicas carentes del poder metafísico que algunos biólogos y ciertos divulgadores le quieren adjudicar. Los genes y con ellos el resto del cuerpo son el resultado de una compleja interacción con un medio ambiente que en los humanos adquiere la categoría de cultura. Una interacción de doble flujo. Los genes, ciertamente, influyen en la cultura y la cultura también en los genes. Hoy sabemos que la genética es además epigenética y que el genoma es una estructura dinámica, llena de elementos que pueden moverse entre diferentes parte del genoma, capaces de modificar el ADN en sus inmediaciones. Y es de esta interacción de donde surge la diversidad biológica y cultural que son la base y la única garantía de la libertad. Es de la diversidad de lo que deberíamos de preocuparnos y no tanto del libre albedrío. No soy genetista ni sociólogo y no quisiera seguir por aquí, pero me temo que, mal que le pese a los
Harari(s), el hombre es un animal inacabado que no ha llegado hasta aquí a base de escuchar a sus genes (solo), sino porque en un momento se produjo una especialización adaptativa que después se llamó cultura (en la que se incluye la ficción de la libertad) a la que probablemente no puede renunciar por las mismas razones biológicas que
Harari y todos los
Harari están empeñados en que lo hagamos.
Federico Soriguer,
El siglo de los filósofos, Sur 10/01/2019
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