Vox, como el Frente Nacional, el Partido de la Libertad, Amanecer Dorado, Alternativa para Alemania, la Liga Norte y tantos otros movimientos surgidos en los últimos años en Europa, va mucho más allá del populismo. Defiende una democracia arcaica y antiliberal. Invoca un comunitarismo sentimental que funda en una idea absoluta de nación-Estado. Y quiere, para ello, brutalizar la política democrática. Anularla mediante el silenciamiento de la alteridad y la tolerancia, conceptos que desprecia porque debilitan la dialéctica amigo-enemigo sobre la que quiere refundar una política desnuda de complejos liberales y socialdemócratas. El objetivo es preservar el orden político y moral de la comunidad. Lo demás, la democracia, el liberalismo o los derechos, es lo de menos, pues reviste una instrumentalidad que puede ser excepcionada si el orden se ve amenazado.
Su arcaísmo radica en desterrar la racionalidad política weberiana por su asepsia ideológica y su frialdad sin testosterona. Reclama un lenguaje desprejuiciado que combata el respeto al otro porque no merece ni siquiera su tolerancia. De ahí su brutalidad política, expresión que acuñó George L. Mosse, y que podríamos equiparar a una empatía cero que impide el pacto o el consenso por principio. Si la otredad es inaceptable moralmente, entonces, al otro sólo se le puede someter al negarle su legitimidad para ser un interlocutor con el que negociar. Y es que el objetivo final es preservar el poder indiviso sobre el que pivota la comunidad. Un poder unitario, que no nace de pactos ni consensos. Surge de la historia. No se instrumenta en derechos, sino que es derecho y gira alrededor de mitos patriarcales que ensalzan las creencias, la autoridad, la familia o la propiedad.
José María Lassalle,
Vox o la brutalidad política, La Vanguardia 19/01/2019
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