Text de
Pierre Manent [https:]] Populismo contra política respetable: aquí está, según
Manent, la nueva polaridad democrática; la política que unos hacen y no deberían estar haciendo frente a la política que puede hacerse legítimamente. Lo hemos visto en España: dejando a un lado al independentismo catalán, indigno de respeto por recurrir a formas de acción contrarias al orden constitucional y la legalidad penal, tanto Podemos como Vox representarían un populismo inaceptable al que –un poco según convenga– se opondría la política respetable de los demás partidos. Y aquí encuentra
Manent una mutación del orden democrático: mientras que la polaridad izquierda/derecha atribuye una igual legitimidad a ambas partes, incluida una zona gris representada por los extremos de la izquierda y de la derecha, ahora sólo uno de los polos del espacio político es considerado legítimo: aquel que no es populista. Hablar de populismo sería una forma de exclusión; en la democracia sólo caben quienes renuncian a esa forma de hacer política.
Salta a la vista que un aspecto crucial del conflicto político será entonces la identificación de los «populistas», pues quien se vea así etiquetado podrá –¡deberá!– en lo sucesivo ser aislado del resto: si no en la plaza pública, al menos en las instituciones de gobierno. En consecuencia, observa
Manent, el nuevo orden democrático descansa en creciente medida sobre «el contraste entre opiniones legítimas y opiniones ilegítimas». No malas o desacertadas: ilegítimas.
Tanto la izquierda como la derecha han solido descansar, señala, sobre una comunidad de referencia. Para la izquierda, era la clase social, en concreto la llamada clase trabajadora o
classes populaires; para la derecha, la nación. Son dos versiones del «pueblo»: el pueblo
nacional y el pueblo
social. De aquí extrae
Manent una conclusión llamativa: en el viejo orden, tanto la izquierda como la derecha eran igualmente «populistas». Ambas descansaban sobre una idea del pueblo, definida una con arreglo al eje izquierda/derecha y otra a partir del eje dentro/fuera. Ahora, advierte, tanto izquierda como derecha han abandonado sus populismos: se han agrupado en el centro. En ese proceso, el proyecto europeo desempeñaría un papel crucial, pues proporciona el techo común bajo el cual pueden cohabitar izquierda y derecha. Al final de este proceso –que se habría hecho visible en Francia de manera gráfica con ocasión del fenómeno Jean-Marie Le Pen– cualquier referencia al pueblo, ya sea la nación o la clase, «dejó de ser respetable y pasó a ser no sólo herético, sino potencialmente criminal». Ni el pueblo ni la clase pueden ya constituir el marco para la acción humana: «Las únicas realidades humanamente significativas, las únicas que pueden reclamar derechos incontestables, son los individuos, por un lado, y la humanidad, por otro». Es así, concluye
Manent, como se ordena la relación de cada uno de nosotros con la totalidad, educándosenos por medio de la práctica –a menudo ascética– de la «globalización».
En particular, su denuncia de la globalización tiene que ver con el hecho de que la nación ha sido desde sus orígenes modernos el lugar donde la igualdad y la democracia han podido realizarse: una nación soberana capaz de acabar con los cuerpos intermedios –como describiese Tocqueville para el caso francés– y de fusionar los distintos elementos de la vida civil en una sola entidad. Asimismo, el gobierno representativo encontraba su legitimidad en la necesidad, sentida a lo largo del siglo XVIII, de obtener consentimiento popular para la reforma social y política: formar parte de la nación era condición para la movilidad social. Por el contrario, esa legitimidad democrática no parece hoy necesaria e incluso, como sucedió con los referendos de ratificación de la fracasada Constitución Europea, rechazada, sin embargo, por franceses y holandeses, constituye un estorbo ...
Por mucho que nos empeñemos, advierte
Manent, la legitimidad política nacional jamás podrá ser reemplazada por la europea; más bien usaremos el prestigio de Europa para «aplastar la legitimidad nacional y dar aún más poderes despóticos a las reglas de la movilidad, de cosas tanto como de personas»...
... la promesa globalizadora de un progreso sin marcha atrás no fue únicamente formulada por unos representantes incapaces de decir la verdad a los votantes. Junto a ellos se desplegó una ideología globalizadora que dio una nueva dimensión a la promesa tradicional de progreso e invitó a cada persona –aquí asoma el
Manent conservador– a «ignorar los límites que antes imponían a sus deseos su época, las maneras de su entorno, los hábitos de su nación». Un cosmopolitismo disolvente ha venido sugiriendo, por el contrario, que el individuo libre carece de límites y puede actuar como quiera porque «se lo merece».
Tal es, por tanto, el fanatismo del centro que denuncia el pensador francés: el lugar desde donde se reparten carnets y se trazan cordones sanitarios. Es un centro que no ha representado la moderación, sino la apuesta por una universalización disolvente que ha dejado a los individuos sin referencias con arreglo a las cuales orientarse. Y un centro, en fin, cuya obstinación nos habría traído a Trump, el Brexit, los chalecos amarillos. Es un centro que descentra, pues lo que queda fuera de él ya no serían izquierdas y derechas, sino un populismo desacreditado moralmente e incapacitado para actuar como actor político. De ahí que
Manent, como la Declaración de París, sólo encuentre una solución: una resoberanización nacional que devuelva el debate democrático a su lugar natural, situándolo en una escala inteligible para el ciudadano y haciendo posible que la comunidad política pueda arbitrar medidas defensivas contra la globalización. Esto implica, asimismo, la desaparición de la artificiosa distinción entre partidos respetables y partidos inaceptables, así como la oposición entre opiniones legítimas y opiniones ilegítimas. La democracia, en fin, volverá a ser lo que debe ser.
Manuel Arias Maldonado,
Repudio y necesidad del centro (I), Revista de Libros 30/01/2019
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