... el pluralismo es una cualidad del sistema que no es necesariamente compartida por los actores que operan en él, ya que éstos no practican exactamente un uso público de la razón orientado hacia el acuerdo ‒a partir de la convicción de que no existen verdades absolutas‒, sino que suelen defender su verdad convencidos de que no hay otra y se resignan a compartir la esfera pública con quienes sostienen «verdades» distintas. No existe, como quería
Hobbes a fin de evitar la discordia civil, un poder centralizado ‒un Leviatán‒ capaz de fijar el significado del bien y del mal, esto es, legitimado para determinar la verdad pública. Se espera por ello que los actores políticos y los ciudadanos que toman parte en la conversación pública sean educados por el sistema democrático: su convivencia forzosa, como sugería
Richard Rorty, debería enseñarles que no existen «vocabularios finales» y que, por lo tanto, no nos queda más remedio que aceptar la contingencia de todos los vocabularios particulares. Pero lo que no es en ningún modo contingente es el sistema democrático mismo, que crea el marco donde se encuentran ‒en las instituciones y fuera de ellas‒ quienes piensan de manera diferente. Es gracias a esta estructura moral que pueden surgir voces nuevas: desde el feminismo al animalismo. Conviene entender bien esto: las novedades morales no se producen a pesar de la democracia liberal, sino debido a la configuración de la democracia liberal. Hay aquí, pues, una epistemología que se asienta sobre la pluralidad de puntos de vista.
... una sociedad abierta admite distintos grados de apertura, pero una sociedad cerrada carece de los mecanismos que permitirían su apertura sin recurso a la revolución o la fuerza. En consecuencia, las ideas que son «sagradas» para una democracia liberal son aquellas que ‒materializadas en forma de derechos y procedimientos‒ le permiten seguir siendo ella misma: derechos civiles y políticos, imperio de la ley, protección de las minorías, independencia de los tribunales. De manera que ciertas posiciones ‒la negación de la igualdad ante la ley, la saturación étnica de la ciudadanía, el sexismo, la demonización de grupos humanos‒ serán contrarias a, o incompatibles con, la democracia liberal. De qué manera pueda en la práctica hacerse efectiva su neutralización es asunto distinto y nada sencillo, pero este criterio nos permite al menos orientarnos en el debate público. Nótese que hablamos de los elementos liberales del régimen representativo y que ninguna decisión democrática ‒por mayoritaria que sea‒ puede suprimirlos: ahí empieza, exactamente, el camino del iliberalismo.
Manuel Arias Maldonado,
Repudio y necesidad del centro, Revista de Libros 13/02/2019
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