La oposición entre la democracia verdadera que sus movimientos supuestamente encarnaban y la que caracterizaba como falsa democracia parlamentaria, partitocrática o liberal siempre estuvo en arsenal de propaganda del fascismo. Y los regímenes fascistas, que, en Alemania e Italia, llegaron a tener un importante apoyo popular, nunca renunciaron a formas de legitimación que se presentaban como democráticas. Como los plebiscitos, los referéndums o, incluso, las elecciones plebiscitarias, como las que Hitler convocó el marzo de 1933, que describían como expresiones de una democracia directa más genuina que la representativa, en la que, según se solía añadir, los representantes no representaban la “voz del pueblo”.
Los planteamientos plebiscitarios basados en la producción de preguntas que se pueden responder con un “no” o, sobre todo, con un “sí” que significa la adhesión incondicional a lo que propone el gobierno, no sólo encajaban con la técnica de la movilización de las emociones. También ofrecían un instrumento muy funcional en el juego de la doble legitimidad que los fascismos jugaban cuando querían saltarse el principio de legalidad y transcender el ordenamientojurídico.
Carl Schmitt, que, antes de afiliarse al partido nazi, ya miraba con complicidad los experimentos plebiscitarios del fascismo italiano, solía remarcar que en la expresión “democracia liberal” se encontraban dos elementos contradictorios. Por un lado, la democracia, que asociaba a la idea de una voluntad nacional homogénea y unánime. Por otro lado, el liberalismo, donde los derechos y las libertades correspondían en exclusiva a los individuos y se asociaban a ideas como la división de poderes o el Estado de Derecho. Según
Schmitt, el fascismo no se oponía a la democracia, sino a una de sus formas históricas, la liberal, que describía como una disolución de la democracia verdadera.
Josep Maria Ruiz Simon,
Arqueología de Loewenstein (VII), La Vanguardia 02/04/2019
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