El actual movimiento antivacunas se originó en un
estudio fraudulento del exmédico Andrew Wakefield. Ese solo estudio fraudulento, que nadie pudo replicar jamás, ha provocado que se invierta una incalculable cantidad de recursos, dinero, tiempo y dedicación de numerosos científicos.
¿Cuánto ha costado la mentira de Wakefield?
Cada uno de los embustes que se le puedan ocurrir a cualquiera, literalmente a cualquiera, en cualquier lugar del mundo, puede dar lugar a un dispendio en recursos científicos que muy probablemente habrían estado mejor dedicados a otras investigaciones.
La presión de la opinión pública, que frecuentemente no sólo dispone de escasa información, sino que además está sometida al bombardeo de la desinformación, motiva a instituciones e investigadores a emprender estos estudios incluso si no hay un mecanismo plausible para la correlación establecida por el proponente del fenómeno.
No es necesario demostrar que algo ocurre, que un fenómeno es real. Ni siquiera es necesario presentar un solo caso de estudio bien analizado. Basta decir que el cáncer se cura con alguna pócima o alimento milagroso y curanderos, alternativistas, pseudomédicos, conspiranoicos y periodistas poco avisados se encargarán de difundirlo y presentarlo, frecuentemente, como un descubrimiento o una denuncia que valerosamente enfrentan a algún villano poderoso y malévolo.
Sin embargo, las investigaciones raras veces consiguen que los creyentes en una u otra afirmación maravillosa y disparatada acepten siquiera la posibilidad de estar en el error. Todavía en distintos países hay corporaciones militares y policiacas que arriesgan la vida de su personal y de civiles inocentes confiando en los improbables “detectores moleculares”. Los movimientos antivacunas están influyendo en nuevos brotes preocupantes de enfermedades prácticamente erradicadas. El reiki se difunde con cada vez más practicantes que simulan y cobran sin control alguno. Y, por supuesto, todas las pseudoterapias son uno de los mayores negocios del mundo, con ventas sólo en Estados Unidos de más de 34 mil millones de dólares en 2007 según el
Centro Nacional de Estadísticas de Salud de ese país.
Esto subraya el absurdo de la inversión que puede hacer la sociedad para confirmar cosas que ya se saben, pero con la esperanza o bien de encontrar un verdadero milagro o de convencer a los creyentes y ayudarles así a conservar su dinero y mejorar las probabilidades de tratamiento exitoso de sus afecciones, labor en la cual ciertamente no tienen interés en colaborar.
Investigar las afirmaciones de aspecto más incongruente no es forzosamente un desperdicio. Pero una mayor alfabetización científica de nuestra sociedad al menos pondría, como es lógico, la carga de la prueba sobre los hombros de quienes hacen tales afirmaciones, y les exigiría pruebas sólidas antes de lanzarse a financiar la búsqueda del monstruo del Lago Ness, las hadas en el fondo del jardín o la capacidad del bicarbonato de sodio para curar todos los cánceres. O simplemente rendirse ante ellos y admitir como medicamentos diversos preparados, pócimas o mejunjes sin exigirles que demuestren que sirven para lo que afirman en su publicidad.
Mauricio Schwarz,
Las facturas de la mentira, Cuadernos de Cultura Científica 20/06/2014
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