El caso es que, al entrar en esta fase de política posverdad, ya no hay forma de imponer “verdades” que valgan. Vengan de los intelectuales, los expertos o los
public intellectuals. No en vano, todos ellos pertenecen a una élite y eso les coloca ya
a priori bajo sospecha. A menos, claro, que defiendan las posiciones que nos importan. La actual vituperación de las élites se ha extendido también a quienes tenían la función de orientarnos. Ortega se equivocaba. Ha habido que esperar a la expansión de las redes sociales para que se produjera la auténtica rebelión de las masas, aunque ahora hayan cobrado la forma de enjambres virtuales. Detrás de esto se encuentra, desde luego, el proceso de desintermediación, que ha roto con el monopolio de los medios tradicionales para ejercer su tutela sobre la opinión pública. O la posibilidad potencial de acceso directo a conocimientos que hasta ahora solo eran accesibles para un grupo de iniciados. O el predominio de los afectos sobre la cognición —“solo me parece convincente lo que encaja con mis sentimientos”—. O la enorme polarización política que se nutre de un consumo tribalizado de la información y la discusión (
las famosas cámaras de eco). O la desaparición de la deliberación detrás de lo meramente expresivo.
El resultado de todo esto es una pérdida generalizada de
auctoritas por parte de instituciones, grupos o personas que hasta entonces cumplían esa función orientadora de la que antes hablábamos. Y entre ellos se encuentran, cómo no, los intelectuales. Porque haberlos haylos, solo que su influencia cada vez es menor en esta sociedad que se proyecta sobre un escenario cada vez más fragmentado y está dominada por una fría economía de la atención. Se atiende a quien más ruido hace, no a quienes aportan mejores argumentos; o al más feo y provocador, como
Michel Houellebecq, que siempre es entrevistado con fruición; o a quienes se valen de novedosas estrategias en defensa de una determinada causa. No es de extrañar así que
la ecologista adolescente Greta Thunberg haya conseguido captar mucha más atención que cualquiera de los escritos de
Bruno Latour, el filósofo que más y mejor se ha venido ocupando del desastre climático.
Fernando Vallespín,
Cómo los tertulianos suplantaron a los intelectuales, El País 01/09/2019
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