La calidad como la creatividad, ambos conceptos reinsertados en nuestro vocabulario por las grandes empresas, bancos y partidos en el poder, deberían ser palabras a cuestionar, a destruir, a desintegrar. Contra la calidad, siempre.
La calidad es un terrible virus devorador de todo, y el arma necesario para dinamitar silenciosamente un sistema democrático, pero igualmente es una enfermedad dentro del sistema fabril, dentro del sistema educativo, dentro de una carnicería e, incluso, dentro de una asociación de vecinos. La palabra calidad es poderosa porque no dice absolutamente nada, no significa objetivamente nada, lo que provoca que aquellos que están sometidos a ella no tengan a qué agarrarse mientras que los que la esgrimen como material desde el poder pueden ejecutarla arbitrariamente.
Un ejemplo. Un caso próximo. La ley de Calidad de la Educación. Leemos: “Una educación de calidad como soporte de la igualdad” y luego “Equidad y calidad son dos caras de la misma moneda”. Estas frases no dicen absolutamente nada. En la primera, la calidad es el soporte de la igualdad (¿por qué no a la inversa, por qué no la igualdad como soporte de la calidad?); y en la segunda, la igualdad y la calidad son lo mismo, aunque con matices. Luego, en la misma ley: “las acciones de calidad educativa […] deberán ser competitivas”. Aquí ya pasamos del ser al deber ser. La calidad ya no importa tanto si se relaciona con la igualdad porque con lo que DEBE vincularse es con la competitividad. ¿Igualdad, calidad y competitividad son lo mismonbsp;Esto es sólo un ejemplo de lo aberrante en el uso de este término.
Alberto Santamaría,
Contra la calidad, siempre, El Confidencial 02/06/2014
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