En realidad las distopías apocalípticas, reinas de nuestra literatura y nuestro cine, ayudan a soportar la crisis y, de algún modo, a retrasar la toma de conciencia o, mejor dicho, a acomodarnos en la toma de conciencia. La distopía, por ejemplo, de
Black Mirror, al menos en sus primeras temporadas (luego se ha netflixizado), va sólo algunos minutos por detrás de la realidad, hasta el punto de que, más que una distopía, a veces se ofrece como una informe administrativo de nuestra ciudadanía tecnologizada. Lo mismo pasa con
Years and years, pese a su desastroso final irrealista y complaciente. Es fácil reconocer ahí nuestra sociedad presente; y nuestro inminente porvenir. Ahora bien, el problema es que los mismos cautivos tecnológicos que siguen estas series con pasión no se reconocen en ellas; no les parece que describan nada que les esté pasando a ellos; nada que pueda pasarles a ellos. Estamos protegidos por las condiciones mismas de la recepción. El psicoanálisis conoce bien este efecto agnósico de la ficción: ningún neurótico se sentirá acusado por el Robert de Niro de
Taxi Driver, ninguna madre castradora por
Bernarda Alba, ningún marido maltratador por el marido de Nicole Kidman en
Big Little Lies. Los espectadores somos siempre sanos, buenos y honrados. Así que podemos asustarnos sin sentir miedo, indignarnos sin cuestionarnos y juzgar con lucidez a los otros sin cambiar nuestras propias vidas. Nos pueden fascinar los “malos” –como Walter White– sin sentirnos malos ni rebelarnos contra el mal.
Chernobyl, por otro lado, es algo que sólo puede ocurrir en la Rusia comunista; y
El cuento de la criada en una sociedad religiosa –islámica quizás– que no es la nuestra.
Toda distopía, en definitiva, es una advertencia siempre inatendida: una amenaza que tranquiliza y una tensión que relaja. Que las desatendamos, pese al tino anticipatorio y la calidad artística de muchas de ellas, tiene que ver con su propia condición ficticia, en cuya autonomía saciamos nuestra sed de belleza y de justicia (o de todo lo contrario), pero también, como digo, con las “condiciones de recepción”: con las antropológicas y con las sociales. Estamos –digamos– humanamente incapacitados para “creer” en lo que vemos si lo vemos bajo el sol y con amigos; y estamos –añadamos– socialmente incapacitados para “ver” lo que creemos porque nos resulta cada vez más difícil mirar. No atendemos porque vivimos en una sociedad tecnológica y económicamente desatenta en la que la renovación vertiginosa de las mercancías y la incuria colectiva asociada a los formatos tecnológicos del ocio proletarizado convierten en digestión cualquier pensamiento y en gag visual cualquier narración. El mundo verdaderamente distópico que ya es el nuestro es justamente este: el de unas vidas sin manos ni mirada, líquidas y rápidas como una hemorragia mortal.
Santiago Alba Rico,
Distopías, ctxt 11/12/2019
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