22384 temas (22192 sin leer) en 44 canales
Las declaraciones de J. K. Rowling me enfadaron. Con sus palabras niega la dignidad de las personas trans. Reniega de la realidad. Y las feministas que sustentan sus declaraciones siguen creyendo que la anatomía y la biología definen el género. Eso significa rechazar a Simone de Beauvoir, rechazar la segunda ola del movimiento feminista. El feminismo es una lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, pero también es una investigación sobre el género en sí mismo, más allá de las categorías de hombre o mujer, y ello no nos viene determinado a partir del sexo asignado cuando naces. Incluso cuando hablamos de sexo biológico, de lo que dictan las instituciones médicas y legales, son muchas las personas que no aceptan esta asignación, porque tratar de vivir dentro de los muros de esa asignación sexual impuesta les supone una fuente de sufrimiento enorme. Esas personas tienen derecho a vivir como ellas consideren, a ser y expresarse como ellas decidan, sea en cuestión de sexo o género. Y nadie, ni siquiera J. K. Rowling, puede arrogarse el derecho a negar esa realidad.
Si no aprendemos que no hay solo dos, sino múltiples realidades, estamos siendo crueles con millones de personas. Si imponemos compartimentos estancos en sus vidas estamos produciendo sufrimiento. Las instituciones deben escuchar lo que dicen las comunidades sobre su propia realidad.
Mar Padilla, entrevista a Judith Butler: "Si Trump gana, destrozará la democracia tal y como la conocemos", El País 17/10/2020
Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin:0cm; mso-para-margin-bottom:.0001pt; mso-pagination:widow-orphan; font-size:12.0pt; font-family:"Calibri",sans-serif; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-bidi-font-family:"Times New Roman"; mso-bidi-theme-font:minor-bidi; mso-fareast-language:EN-US;}
Los desastres (término que etimológicamente significa “desventura”, estar “bajo un mal signo”) transforman a la vez el mundo y la manera en que lo percibimos. La perspectiva cambia, cambia lo relevante. Lo débil se rompe bajo una presión inédita, lo que era fuerte resiste, lo que estaba escondido se hace visible. El cambio no es solo posible, es inevitable: nos arrolla y arrastra consigo. Cambiamos también nosotros, reordenamos prioridades y una conciencia más acuciante de la propia mortalidad hace que abramos los ojos al preciado valor de la vida. Ni siquiera ese “nosotros” es ya el que era, pues, separados de los compañeros de clase y del trabajo, compartimos la nueva realidad con desconocidos. El ser humano formula su propia identidad a partir del mundo que le rodea. Lo que ahora tenemos entre manos es una nueva versión de nosotros mismos.
Mientras la pandemia ponía la vida patas arriba, escuché a muchos quejarse de su dificultad para concentrarse en algo o para ser productivos. Sospecho que era porque todos estábamos inmersos en otra tarea, más importante. Pasa lo mismo durante un embarazo, o cuando nos recuperamos de una enfermedad, o cuando somos pequeños y damos el estirón: estamos trabajando, no dejamos de trabajar, sobre todo cuando parece que no hacemos nada. Por debajo del nivel de la conciencia, nuestro cuerpo crece, se cura, produce, transforma, alimenta. Mientras nos esforzábamos por entender los datos y los procesos científicos del desastre en curso, nuestra psique hacía algo equivalente. Había que adaptarse a cambios sociales y económicos profundos y estudiar las posibles lecciones del desastre. Había que prepararse para un mundo que no vimos venir.
Cuando el statu quo se tambalea, quienes se benefician de él están más preocupados de mantenerlo o restablecerlo que proteger la vida de nadie. Lo hemos visto en la coral de mandamases empresariales y altos cargos conservadores que afirmaron que todo el mundo debía volver al trabajo para salvaguardar el mercado bursátil y que las muertes resultantes serían un precio aceptable. Es habitual que, en las crisis, los poderosos intenten acumular más poder —ahí está el Departamento de Justicia de la Administración de Trump tratando de suspender los derechos constitucionales— y los ricos acumular más riqueza: dos senadores republicanos son hoy el blanco de las críticas por, presuntamente, utilizar información interna sobre la pandemia para obtener dividendos en bolsa (aunque ambos han negado haber obrado con mala fe).
Los sociólogos del desastre utilizan el término “pánico de las élites” para describir el comportamiento vil de los poderosos a partir de la creencia de que la gente corriente se comportará de manera reprobable. Por lo general, cuando las élites hablan del “pánico” y los “saqueos” en las calles, están dando nombres desacertados a los mecanismos que la población pone en práctica para sobrevivir y cuidar de los demás en situaciones de urgencia. A lo mejor la posibilidad de que lo más sensato era huir del peligro cuanto antes o reunir provisiones para repartirlas entre los necesitados.
Esas mismas élites son las que tienden a anteponer el beneficio y las propiedades a la comunidad y las vidas humanas. En los días que siguieron al terremoto de San Francisco, el 18 de abril de 1906, el ejército estadounidense, convencido de que la población suponía una amenaza y que los disturbios serían un grave problema, se hizo con el control de la ciudad. El alcalde dio permiso para “disparar a matar” contra todas las personas descubiertas en actos de pillaje. Los soldados lo hicieron, seguros de que así restauraban la paz social. En realidad, su única contribución en el desastre fue abrir cortafuegos inútiles que contribuyeron a la propagación de las llamas y disparar o golpear a los ciudadanos que contravenían las órdenes (aunque las órdenes fueran permitir que el fuego acabara con sus hogares y sus barrios). Noventa y nueve años después, tras el huracán Katrina, la policía de Nueva Orleans y las patrullas urbanas de individuos blancos hicieron lo mismo: disparar contra personas negras en nombre de la propiedad y de su propia autoridad. El Gobierno, a nivel local, estatal y federal, aún veía en la población desplazada, mayoritariamente pobre y negra, un peligroso enemigo que había que controlar, y no a víctimas de una catástrofe que requirieran su ayuda.
Tras el huracán, los principales medios de comunicación contribuyeron a extender la obsesión con el saqueo y el pillaje. Se diría que los bienes de consumo producidos en masa y expuestos en los centros comerciales eran más importantes que la gente que no disponía de alimentos ni de agua potable, que las ancianas atrapadas en el tejado de sus casas. Murieron casi mil quinientas personas en un desastre provocado más por el mal gobierno que por el mal tiempo. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos no supo dar una respuesta adecuada; la ciudad no disponía de planes de evacuación para los pobres y la Administración del presidente George W. Bush fue incapaz de enviar ayuda eficaz a tiempo. Es la misma situación que vivimos estos días. Un miembro de la oposición brasileña afirma que el presidente derechista Jair Bolsonaro“representa a los intereses económicos más perversos, los que no sienten preocupación alguna por las vidas de la gente. Lo único que les importa es mantener el margen de beneficios” (Bolsonaro asegura, mientras tanto, que está tratando de proteger tanto a los trabajadores como a la economía).
En el mundo desarrollado, los cambios más inmediatos han sido espaciales. Nos hemos quedado en casa, quienes tenemos casa, y hemos evitado el contacto con los demás. Hemos dejado las escuelas, los centros de trabajo, los congresos, las vacaciones, los gimnasios, las tareas y los recados, las fiestas, los bares, las discotecas, las iglesias, las mezquitas, las sinagogas; hemos dejado de lado el bullicio y el ajetreo del día a día. La filósofa y mística Simone Weil le escribió a una amiga que se encontraba lejos: “Amemos esta distancia, toda ella entretejida de amistad, pues quienes no se aman no pueden ser separados”. Nos hemos separado para protegernos. Y a pesar de la necesidad de mantener la distancia física, hemos encontrado formas de ayudar a los más vulnerables.
Hace siete años, Patrisse Cullors escribió una especie de declaración de intenciones para el movimiento Black Lives Matter: “Seremos esperanza e inspiración para la acción colectiva capaz de construir un poder colectivo dirigido a la transformación social. Nacemos del dolor y de la rabia, pero nos dirigimos a la consecución de las visiones y los sueños”. No resulta hermoso solo por esperanzador, porque Black Lives Matter llevara a cabo una labor transformadora, sino también porque reconoce que la esperanza puede cohabitar con el dolor y las dificultades. Que no es incompatible con la tristeza de las profundidades y la furia que arde en la superficie. Somos, al fin y al cabo, criaturas complejas, capaces de diferenciar la esperanza de ese optimismo que afirma que todo irá bien, siempre, pase lo que pase.
Gracias a la esperanza sabemos que, entre todas las incertidumbres que nos depara el futuro, habrá batallas que merezca la pena luchar, que incluso podemos ganar algunas de ellas. Sin embargo, esa esperanza se enfrenta al peligro de creer que todo iba bien antes del desastre y que debemos regresar a ese estado. Antes de la pandemia, la vida de muchos seres humanos era ya un desastre de desesperación y marginalidad, una catástrofe ambiental y climática, una obscenidad de desigualdades. Aún es pronto para saber qué emergerá de esta emergencia, pero no para buscar oportunidades de contribuir a lo que sea que nos depare. Creo que ese es el desafío para el que muchos nos estamos preparando.
[https:]]El sorteo cívico permite reunir a un grupo de ciudadanos elegidos al azar, que conformen una muestra representativa de la población, para que mediante la deliberación tomen decisiones de políticas públicas. Todas las personas somos capaces de tomar decisiones de políticas públicas mientras estemos informadas y tengamos tiempo y recursos para deliberar.
Los expertos son fundamentales, la cuestión es quién tiene acceso a los expertos. En un sorteo puede ser elegida cualquier persona, pero la idea es que tenga luego acceso directo a esos expertos. Y cuando hablamos de expertos no nos referimos solo a los académicos, como se entiende desde las élites, sino también a expertos de la sociedad civil, pues hay mucho conocimiento en la calle (sociedades de vecinos, ONG...). En la Convención Ciudadana por el Clima de Francia, los elegidos por sorteo estuvieron trabajando durante siete fines de semana con expertos para poder tomar decisiones.
Grupos de personas diversas en su manera de ver el mundo toman mejores decisiones que grupos homogéneos de expertos y expertas. Personas elegidas por sorteo que tienen acceso a conocimiento durante un tiempo determinado y que tienen acceso a técnicas de deliberación.
El sorteo es un buen sistema para afrontar tres tipos de cuestiones: las relacionadas con las propias reglas del sistema democrático, que no tienen que ver con el cambio climático, y luego las complejas donde hay controversia en la sociedad y las que son de largo plazo, donde entra de lleno el cambio climático. El sistema de partidos tiene sus periodos electorales que hacen muy difícil afrontar decisiones de muy largo plazo o cuestiones que supongan replantear de manera tan radical nuestra manera de vivir, de producir, de consumir… A menudo estas decisiones radicales son difíciles de tomar desde los partidos porque necesitan ser reelegidos. El sorteo sirve para resolver marrones de los Gobiernos para los que es difícil tomar decisiones.
El problema del cambio climático, por ejemplo, es tan grave que necesitamos añadir capas y esta capa de la ciudadanía es fundamental, porque ahora hay una separación entre todo lo que se ha producido de forma científica, la forma en la que se está gestionando desde la política y la ciudadanía. La asamblea ciudadana es un mecanismo esencial para abordar la crisis climática. Se ha visto muy bien en Francia, donde la Convención Ciudadana por el Clima ha generado un gran debate en la sociedad. Necesitamos estar todos en este barco y pensar colectivamente cómo afrontar este desafío.
El problema no son los políticos, las personas, sino el sistema de partidos, que fomenta esto. Primero porque el pensamiento político se crea dentro del partido, dentro de un grupo de personas que ya piensa como tú, con acceso a expertos que también piensan como tú. Y luego porque en el Parlamento la lógica de partidos hace que los debates estén hechos de antemano. Ahí no pasa nada, muchos políticos te lo dicen en privado. Es un desastre, no existe una deliberación, ni un debate de verdad.
Debatir es: yo te cuento algo y trato de convencerte, mientras la otra persona dice algo e intenta convencerme. Deliberar es que tenemos que dialogar para llegar a un acuerdo común.
Cuanto más se junta la gente con otros que piensan igual, más se polariza todo. El sorteo permite romper esto. Vivimos en silos, muy conectados con gente que piensa como nosotros: nuestros amigos, nuestra familia, nuestro entorno laboral, las redes sociales… y tenemos muy pocas oportunidades de hablar con personas que piensan diferente. Estas asambleas ciudadanas permiten llegar a posiciones mucho menos polarizadas. Hay dos grandes problemas ahora mismo en la política: la polarización y las fake news. El sorteo lucha contra la polarización por lo que acabo de decir y contra las fake news porque tienen un acceso directo al conocimiento, conocimiento científico y de la sociedad civil. Cuando decimos sorteo, esta es solo una parte de todo un mecanismo que tiene muchas piezas. Después del sorteo está la deliberación y luego está la rotación. Esto es muy importante porque con el sorteo siempre so mandatos cortos. En general son mandatos entre tres meses, un año, dos años como mucho. Y como son personas elegidas por sorteo, en principio no suelen tener vínculos con grupos de intereses, aunque también puede pasar. Pero es mucho más difícil que la corrupción pueda llegar a esas personas o que esas personas puedan tener la tentación de la corrupción.
Hay una crisis de confianza brutal en las instituciones y en la política, y esto lleva a pensar que lo que necesitamos son Gobiernos de expertos o líderes populistas. Nosotros pensamos que esa no es la vía. Hay que permitir que la ciudadanía participe en las grandes decisiones que tienen que ver con el futuro de la humanidad.
En la Atenas clásica el idiota era el que no se interesaba por la cosa pública y solo se interesaba por los intereses privados. Además, luego se ha producido una división en las tareas: unas personas se encargan de la acción política y los demás de otras cosas. Pero cada vez hay más gente que pone en cuestión esta división de tareas. Pensar en el mundo debería ser una tarea común.
Clemente Álvarez, entrevista a Arantxa Mendiharat: "La asamblea ciudadana es un mecanismo esencial para abordar la crisis climática", El País 12/10/2020
Uno de los descubrimientos más decisivos de Whitehead fue constatar que la vida no es matemática. La vida puede ser burla sangrienta o ironía mordaz, teatro, contradicción y caos, todos ellos elementos que no encajan en un mundo ideal y perfecto de las matemáticas. La vida puede ser chapucera y deforme y seguir siendo vida. La espontaneidad, la sorpresa y el asombro del vivir se encuentran muy lejos de la armonía y perfección matemática. Las matemáticas son maravillosas (cualquiera que las haya estudiado lo sabe), pero son una ciencia abstracta, cuantitativa y, sobre todo, incolora. Mientras que la vida es color, mezcla de luz y oscuridad. Newton fue capaz de reducir el color a un número (el ángulo de refracción) y, al hacerlo, trasmutó, como el alquimista que siempre quiso ser, lo cualitativo por lo cuantitativo. En esa operación está la clave del mundo moderno, la piedra filosofal que nos ha dado riqueza y prosperidad, al precio inevitable de una creciente crisis climática y ecológica.
Otras de las grandes genealogías de Whitehead fue mostrar que, desde Newton, las ciencias se han ocupado de reducir lo cualitativo a lo cuantitativo. Y ha otorgado “realidad” a lo segundo, rebajando lo primero a la categoría de la ilusión. Los colores y los sonidos son una ilusión creada por partículas diminutas que no vemos a simple vista, pero que podemos ver con los instrumentos adecuados. Lo que ve el instrumento prima sobre lo que se ven nuestros propios ojos, tiene “más realidad”, como si el detalle fuera ontológicamente superior a la impresión, como si la pintura de Courbet estuviera por encima de la de Monet.
El imperio de la cantidad puede satisfacer a ciertos temperamentos, mientras que para otros consagrar la atención a una ciencia incolora y abstracta resulta deprimente. Sea como fuere, la ciencia de lo cuantitativo goza hoy día de la aprobación general. De hecho, es la única ciencia admisible. En esa cultura llevamos ejercitándonos más de trescientos años. Pero más que afirmar que el universo habla el lenguaje de las matemáticas, sería más adecuado decir que el universo es “matematizable”, que se presta a la “matematización”. Es importante entender la matemática no como una verdad que se oculta tras las apariencias fenoménicas, sino como un modo particular de leerlas, una lectura complementaria de otras.
Esa cultura científica hace creer que la ciencia “descubre” una realidad subyacente, que existe como “objeto” o “relación” antes de que se inicie la investigación. Pero lo que ocurre simplemente es que la naturaleza es capaz de responder la inquisición analítica y cuantitativa. Eso no quiere decir que la naturaleza sea matemática, sino que las matemáticas son un modo eficaz (en algunos casos y para algunos fines) de leerla. De hecho, la “verdad” de la física matemática es algo que puede ser realizado en la historia (la conquista del espacio o la energía nuclear lo prueban), pero no es algo que está detrás, como esencia verdadera, de los fenómenos. Eso sería hacer metafísica. El éxito de estas empresas no significa que comprendamos el fenómeno, significa únicamente que somos capaces de controlarlo y manipularlo según nuestros propósitos y, como diría Wittgenstein, la exactitud depende de nuestros intereses.
La naturaleza viva no puede desligarse de los valores, de las emociones estéticas, del asombro mismo de la existencia. La vida, cada vida en particular, es un huerto de valores, un pequeño cultivo donde crece la generosidad o la nobleza, la ira o el resentimiento. Whitehead, el matemático convertido a filósofo, recogió así dos herencias olvidadas: el elogio de la atención (del asombro, que dirían los antiguos) y la idea romántica de la naturaleza como experiencia.
Juan Arnau Navarro, Whitehead: el hombre que escapó de la prisión matemática, El País 02/10/2020
Uno de los descubrimientos más decisivos de Whitehead fue constatar que la vida no es matemática. La vida puede ser burla sangrienta o ironía mordaz, teatro, contradicción y caos, todos ellos elementos que no encajan en un mundo ideal y perfecto de las matemáticas. La vida puede ser chapucera y deforme y seguir siendo vida. La espontaneidad, la sorpresa y el asombro del vivir se encuentran muy lejos de la armonía y perfección matemática. Las matemáticas son maravillosas (cualquiera que las haya estudiado lo sabe), pero son una ciencia abstracta, cuantitativa y, sobre todo, incolora. Mientras que la vida es color, mezcla de luz y oscuridad. Newton fue capaz de reducir el color a un número (el ángulo de refracción) y, al hacerlo, trasmutó, como el alquimista que siempre quiso ser, lo cualitativo por lo cuantitativo. En esa operación está la clave del mundo moderno, la piedra filosofal que nos ha dado riqueza y prosperidad, al precio inevitable de una creciente crisis climática y ecológica.
Otras de las grandes genealogías de Whitehead fue mostrar que, desde Newton, las ciencias se han ocupado de reducir lo cualitativo a lo cuantitativo. Y ha otorgado “realidad” a lo segundo, rebajando lo primero a la categoría de la ilusión. Los colores y los sonidos son una ilusión creada por partículas diminutas que no vemos a simple vista, pero que podemos ver con los instrumentos adecuados. Lo que ve el instrumento prima sobre lo que se ven nuestros propios ojos, tiene “más realidad”, como si el detalle fuera ontológicamente superior a la impresión, como si la pintura de Courbet estuviera por encima de la de Monet.
El imperio de la cantidad puede satisfacer a ciertos temperamentos, mientras que para otros consagrar la atención a una ciencia incolora y abstracta resulta deprimente. Sea como fuere, la ciencia de lo cuantitativo goza hoy día de la aprobación general. De hecho, es la única ciencia admisible. En esa cultura llevamos ejercitándonos más de trescientos años. Pero más que afirmar que el universo habla el lenguaje de las matemáticas, sería más adecuado decir que el universo es “matematizable”, que se presta a la “matematización”. Es importante entender la matemática no como una verdad que se oculta tras las apariencias fenoménicas, sino como un modo particular de leerlas, una lectura complementaria de otras.
Esa cultura científica hace creer que la ciencia “descubre” una realidad subyacente, que existe como “objeto” o “relación” antes de que se inicie la investigación. Pero lo que ocurre simplemente es que la naturaleza es capaz de responder la inquisición analítica y cuantitativa. Eso no quiere decir que la naturaleza sea matemática, sino que las matemáticas son un modo eficaz (en algunos casos y para algunos fines) de leerla. De hecho, la “verdad” de la física matemática es algo que puede ser realizado en la historia (la conquista del espacio o la energía nuclear lo prueban), pero no es algo que está detrás, como esencia verdadera, de los fenómenos. Eso sería hacer metafísica. El éxito de estas empresas no significa que comprendamos el fenómeno, significa únicamente que somos capaces de controlarlo y manipularlo según nuestros propósitos y, como diría Wittgenstein, la exactitud depende de nuestros intereses.
La naturaleza viva no puede desligarse de los valores, de las emociones estéticas, del asombro mismo de la existencia. La vida, cada vida en particular, es un huerto de valores, un pequeño cultivo donde crece la generosidad o la nobleza, la ira o el resentimiento. Whitehead, el matemático convertido a filósofo, recogió así dos herencias olvidadas: el elogio de la atención (del asombro, que dirían los antiguos) y la idea romántica de la naturaleza como experiencia.
Juan Arnau Navarro, Whitehead: el hombre que escapó de la prisión matemática, El País 02/10/2020
La filosofia és una disposició vital, un deixar-se tocar per la paraula conceptual, un disposar-se a ser transformat en el més íntim de l’ésser, una pràctica de vida sense garanties. Qualsevol problema que abordem des d’una mirada filosòfica, és un problema que està inscrit sempre en els cossos dels qui els donen vida i ho suporten. Si partim d’una concepció de la filosofia com a praxi conceptual, és a dir, la filosofia com un tipus de racionalitat que opera construint realitats, inventat, desestabilitzant i movent conceptes, llavors la pràctica de la filosofia no tracta de paraules teòriques buides, mer joc de paraules, sinó de paraules inscrites en el món i en el cos de qui les enuncia, des de les preguntes que ens posen les situacions de vida que travessem. Així, la història de la filosofia no és la història de les discussions i batalles de corrents de pensament i tradicions a què apropar-se i conèixer a través de les seves teories, torsions, talls interns i projeccions hermenèutiques amb voluntat enciclopèdica; la història de la filosofia és la història de la batalla de cossos contra cossos.
La filosofia no és una teoria que té un objecte. Més aviat, és un acte d’indisciplina radical, com a procediment sense garanties, “sense baranes”, segons el dir d’Hannah Arendt. Filosofar no garanteix res, però “la filosofia és un bell risc que cal córrer”, diu Sòcrates en les últimes pàgines de Fedó. És un punt de foc, però no un lloc de refugi. És un principi de pànic. No tracta de construir falses i petrificades veritats eternes, sinó viure el nostre propi temps incorporant tot l’ordre i el desordre del món. No és un saber acabat, és un ethos, un hàbit, una tasca d’elucidació filosòfica de l’experiència. Cal sempre algun trencament, alguna fissura que iniciï la pregunta filosòfica. Aquesta no pot ser mai reduïda a una unitat, només podem penetrar-hi des de les esquerdes de les seves formes desbordants, disruptives, proliferants i rizomàtiques.
G. Deleuze deia que el pensament ens impedeix ser immanents a l’estupidesa. I és que un món sense pensament seria un horror, perquè el pensament és sempre performatiu, el fet de pensar és acció tant com l’acció és pensar. No hi ha accions que responguin, de manera automàtica, a l’efectuació d’un receptari previ i normat. No hi ha identitats preestablertes ni agendes tancades. La idea filosòfica més pertinent no és aquella que millor es vincula, i es correspon, a alguna idea de veritat, sinó aquella capaç de crear mons habitables. Però un món habitable no és només un lloc d’aixopluc, és també un espai en què ser danyat, un lloc que sembra el terror sobre això que anomenem “sentit comú”. Trencar codis és sempre un acte violent. Pensar és obrir un camp de batalla que no està donat.
La filosofia és, doncs, una potència que elabora preguntes, llenguatges, sabers sobre l’existència col·lectiva. El pensament és essencialment públic. Però el filòsof no emprèn aquesta tasca de manera solipsista, aïllat del món i dels altres. Contrari al que podria pensar-se, per la complexitat que comporta alguns textos que la tradició ha nomenat com “filosòfics”, el fer de la filosofia s’inscriu en una falta de codificació, en una absència d’un vocabulari conceptual apropiat. Potser per això diu J. Rancière a l’Inconscient estètic que “el filòsof no surt per anar de visita a casa dels altres, del terreny que li pertanyeria. La casa del filòsof sempre està en algun lloc a la cruïlla de les cases dels altres”. El mètode que posa en pràctica la filosofia és el d’un coneixement situat, “començar en si per no quedar en si”, resava la consigna del col·lectiu Precarias a la Deriva, fent de la subjectivitat un procés de subjectivació desterritorialitzant, performatiu. El monopoli de la pràctica filosòfica no pertany al filòsof-geni, aquell que posseeix grans dots inventius; hi ha sempre un -se impersonal, convergències de processos dissímils traçats per molts éssers anònims. Cossos anònims que pensen.
Antonio Gómez Villar, Què és filosofia?, catalunyaplural.cat 11/10/2020
La filosofia és una disposició vital, un deixar-se tocar per la paraula conceptual, un disposar-se a ser transformat en el més íntim de l’ésser, una pràctica de vida sense garanties. Qualsevol problema que abordem des d’una mirada filosòfica, és un problema que està inscrit sempre en els cossos dels qui els donen vida i ho suporten. Si partim d’una concepció de la filosofia com a praxi conceptual, és a dir, la filosofia com un tipus de racionalitat que opera construint realitats, inventat, desestabilitzant i movent conceptes, llavors la pràctica de la filosofia no tracta de paraules teòriques buides, mer joc de paraules, sinó de paraules inscrites en el món i en el cos de qui les enuncia, des de les preguntes que ens posen les situacions de vida que travessem. Així, la història de la filosofia no és la història de les discussions i batalles de corrents de pensament i tradicions a què apropar-se i conèixer a través de les seves teories, torsions, talls interns i projeccions hermenèutiques amb voluntat enciclopèdica; la història de la filosofia és la història de la batalla de cossos contra cossos.
La filosofia no és una teoria que té un objecte. Més aviat, és un acte d’indisciplina radical, com a procediment sense garanties, “sense baranes”, segons el dir d’Hannah Arendt. Filosofar no garanteix res, però “la filosofia és un bell risc que cal córrer”, diu Sòcrates en les últimes pàgines de Fedó. És un punt de foc, però no un lloc de refugi. És un principi de pànic. No tracta de construir falses i petrificades veritats eternes, sinó viure el nostre propi temps incorporant tot l’ordre i el desordre del món. No és un saber acabat, és un ethos, un hàbit, una tasca d’elucidació filosòfica de l’experiència. Cal sempre algun trencament, alguna fissura que iniciï la pregunta filosòfica. Aquesta no pot ser mai reduïda a una unitat, només podem penetrar-hi des de les esquerdes de les seves formes desbordants, disruptives, proliferants i rizomàtiques.
G. Deleuze deia que el pensament ens impedeix ser immanents a l’estupidesa. I és que un món sense pensament seria un horror, perquè el pensament és sempre performatiu, el fet de pensar és acció tant com l’acció és pensar. No hi ha accions que responguin, de manera automàtica, a l’efectuació d’un receptari previ i normat. No hi ha identitats preestablertes ni agendes tancades. La idea filosòfica més pertinent no és aquella que millor es vincula, i es correspon, a alguna idea de veritat, sinó aquella capaç de crear mons habitables. Però un món habitable no és només un lloc d’aixopluc, és també un espai en què ser danyat, un lloc que sembra el terror sobre això que anomenem “sentit comú”. Trencar codis és sempre un acte violent. Pensar és obrir un camp de batalla que no està donat.
La filosofia és, doncs, una potència que elabora preguntes, llenguatges, sabers sobre l’existència col·lectiva. El pensament és essencialment públic. Però el filòsof no emprèn aquesta tasca de manera solipsista, aïllat del món i dels altres. Contrari al que podria pensar-se, per la complexitat que comporta alguns textos que la tradició ha nomenat com “filosòfics”, el fer de la filosofia s’inscriu en una falta de codificació, en una absència d’un vocabulari conceptual apropiat. Potser per això diu J. Rancière a l’Inconscient estètic que “el filòsof no surt per anar de visita a casa dels altres, del terreny que li pertanyeria. La casa del filòsof sempre està en algun lloc a la cruïlla de les cases dels altres”. El mètode que posa en pràctica la filosofia és el d’un coneixement situat, “començar en si per no quedar en si”, resava la consigna del col·lectiu Precarias a la Deriva, fent de la subjectivitat un procés de subjectivació desterritorialitzant, performatiu. El monopoli de la pràctica filosòfica no pertany al filòsof-geni, aquell que posseeix grans dots inventius; hi ha sempre un -se impersonal, convergències de processos dissímils traçats per molts éssers anònims. Cossos anònims que pensen.
Antonio Gómez Villar, Què és filosofia?, catalunyaplural.cat 11/10/2020
Nos han educado para creer que somos la cumbre de la creación, que estamos enfrentados a la naturaleza, que la hemos trascendido gracias a la razón, que debemos enseñorearnos de ella. Así hemos dado rienda suelta a la codicia corporativa, que presenta la mera acumulación monetaria como crecimiento. Así hemos confundido los caprichos de las élites dominantes con necesidades universales humanas, el éxito con la felicidad y el buen vivir con el mucho poseer.
Un diminuto virus vino a recordarnos que nuestra independencia es una vana y peligrosa ilusión, que somos una criatura entre otras y que no hay dueños de la vida. Tal vez el desafío más importante que tengamos sea el de aprender a pensar y a vivir de un modo no predatorio, entendiendo que somos parte y no amos de la tierra, y que nuestro destino está enlazado al de lo demás.
Nos han educado para creer que somos la cumbre de la creación, que estamos enfrentados a la naturaleza, que la hemos trascendido gracias a la razón, que debemos enseñorearnos de ella. Así hemos dado rienda suelta a la codicia corporativa, que presenta la mera acumulación monetaria como crecimiento. Así hemos confundido los caprichos de las élites dominantes con necesidades universales humanas, el éxito con la felicidad y el buen vivir con el mucho poseer.
Un diminuto virus vino a recordarnos que nuestra independencia es una vana y peligrosa ilusión, que somos una criatura entre otras y que no hay dueños de la vida. Tal vez el desafío más importante que tengamos sea el de aprender a pensar y a vivir de un modo no predatorio, entendiendo que somos parte y no amos de la tierra, y que nuestro destino está enlazado al de lo demás.
The Age of Surveillance Capitalism de Shoshana Zuboff es actualmente la obra de referencia cuando se habla de la gran máquina de explotar datos creada alrededor de Google y Facebook. Publicado en 2019, el libro ha sido ampliamente citado en las conversaciones sobre la forma que está adoptando la sociedad digital(izada) del siglo XXI.
The Age of Surveillance Capitalism de Shoshana Zuboff es actualmente la obra de referencia cuando se habla de la gran máquina de explotar datos creada alrededor de Google y Facebook. Publicado en 2019, el libro ha sido ampliamente citado en las conversaciones sobre la forma que está adoptando la sociedad digital(izada) del siglo XXI.
Michel Foucault nos presenta la parresía como una práctica cruzada por tres rasgos definitorios. En primer lugar nos encontramos con la intención del sujeto que habla de decir la verdad. Lo relevante en la parresía no es la verdad del discurso, sino el compromiso del sujeto con esta verdad, es decir, su franqueza. Se establece un vínculo entre el sujeto que toma la palabra y la verdad que enuncia. En segundo lugar, la verdad de la parresía no es inofensiva, supone un riesgo para quien la enuncia, “puede decirse que alguien emplea la parresía y merece consideración como parresiastés solo si decir la verdad entraña un peligro o un riesgo pare él o para ella”. Además, apunta Foucault, el parresiasta está siempre en relación de inferioridad respecto a aquel a quien su verdad afecta, por tanto, al hablar se expone, se hace vulnerable. Tomar la palabra en esta situación puede tener un coste y el parresiasta “está dispuesto a pagar con su vida el precio de su verdad”. En tercer lugar, la parresía, este compromiso subjetivo con la verdad, exige un determinado coraje, una fortaleza de ánimo, sin la cual sería impracticable. El compromiso de decir la verdad, una verdad que puede encender la cólera de quien escucha, implica valentía.
Entonces tenemos que la parresía requiere por parte de quien habla la creencia en la verdad de lo que dice, lo que le expone, en el mismo acto, a un riesgo político (el exilio, la muerte, el castigo). El cuerpo del parresiastés está en peligro cuando toma la palabra. El ejemplo que da Foucault es el del “filósofo [que] se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable, porque la tiranía es incompatible con la justicia”. En tal caso se cumplen las tres condiciones: quien habla cree estar diciendo la verdad, quien habla asume un riesgo por el mero acto de hablar, es decir, pone en práctica un coraje.
Así pues, hablar como parresiastés implica asumir cierto riesgo. Puede ser el de perder amistades o popularidad, sufrir la marginación o el estigma. Incluso, de “forma extrema”, el acto de decir la verdad es un juego de vida o muerte. Y solo quienes están bajo el poder de otros pueden embarcarse en la parresía. El rey o el tirano, nos dice Foucault, no arriesgan nunca nada y, por tanto, no pueden ser parresiastés.
Xisca Homar, La 'parresía" o "el discurso valiente". De Michel Foucault a Judith Butler, elsaltodiario.com 09/10/2010
Michel Foucault nos presenta la parresía como una práctica cruzada por tres rasgos definitorios. En primer lugar nos encontramos con la intención del sujeto que habla de decir la verdad. Lo relevante en la parresía no es la verdad del discurso, sino el compromiso del sujeto con esta verdad, es decir, su franqueza. Se establece un vínculo entre el sujeto que toma la palabra y la verdad que enuncia. En segundo lugar, la verdad de la parresía no es inofensiva, supone un riesgo para quien la enuncia, “puede decirse que alguien emplea la parresía y merece consideración como parresiastés solo si decir la verdad entraña un peligro o un riesgo pare él o para ella”. Además, apunta Foucault, el parresiasta está siempre en relación de inferioridad respecto a aquel a quien su verdad afecta, por tanto, al hablar se expone, se hace vulnerable. Tomar la palabra en esta situación puede tener un coste y el parresiasta “está dispuesto a pagar con su vida el precio de su verdad”. En tercer lugar, la parresía, este compromiso subjetivo con la verdad, exige un determinado coraje, una fortaleza de ánimo, sin la cual sería impracticable. El compromiso de decir la verdad, una verdad que puede encender la cólera de quien escucha, implica valentía.
Entonces tenemos que la parresía requiere por parte de quien habla la creencia en la verdad de lo que dice, lo que le expone, en el mismo acto, a un riesgo político (el exilio, la muerte, el castigo). El cuerpo del parresiastés está en peligro cuando toma la palabra. El ejemplo que da Foucault es el del “filósofo [que] se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable, porque la tiranía es incompatible con la justicia”. En tal caso se cumplen las tres condiciones: quien habla cree estar diciendo la verdad, quien habla asume un riesgo por el mero acto de hablar, es decir, pone en práctica un coraje.
Así pues, hablar como parresiastés implica asumir cierto riesgo. Puede ser el de perder amistades o popularidad, sufrir la marginación o el estigma. Incluso, de “forma extrema”, el acto de decir la verdad es un juego de vida o muerte. Y solo quienes están bajo el poder de otros pueden embarcarse en la parresía. El rey o el tirano, nos dice Foucault, no arriesgan nunca nada y, por tanto, no pueden ser parresiastés.
Xisca Homar, La 'parresía" o "el discurso valiente". De Michel Foucault a Judith Butler, elsaltodiario.com 09/10/2010
Somos vulnerables. Cometemos errores y, lo que es peor, se trata de errores predecibles, lo que da lugar a que puedan ser explotados en beneficio de terceros, desde estafadores de barrio a políticos tan ambiciosos como poco escrupulosos. Helena Matute, catedrática de psicología experimental de la Universidad de Deusto, nos asoma a esta inquietante realidad.
Somos vulnerables. Cometemos errores y, lo que es peor, se trata de errores predecibles, lo que da lugar a que puedan ser explotados en beneficio de terceros, desde estafadores de barrio a políticos tan ambiciosos como poco escrupulosos. Helena Matute, catedrática de psicología experimental de la Universidad de Deusto, nos asoma a esta inquietante realidad.