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The Matrix es un canto refrescante al valor de la filosofía. El velo puesto entre la realidad y la simulación creada en la que vivimos, es la traducción al lenguaje del cine de la caverna platónica, en la que la realidad para quienes allí estaban encerrados desde su nacimiento eran las sombras proyectadas en la pared, creyendo, acríticamente, que la vida a eso se reduce, cuando la verdadera existencia es exponencialmente superior. El poder se encarga de arrebatar las herramientas necesarias para salir de esa realidad generada ad hoc, porque el conocimiento es libertad, y la realidad verdadera supone, para acceder a ella, un alzamiento y un cuestionamiento de las imposiciones. Quienes tienen un criterio, una razón cultivada, y relativizan todo lo que se les presenta como indudable, son los que emprenden el camino de salida de la caverna y llegan a un jardín luminoso.
La película sigue esta senda, presentándola en el contexto de una humanidad completamente dormida —y con gusto de así estarlo— rodeada de una tecnología que ha adquirido consciencia y que ha comprendido que eliminando el esfuerzo intelectual, el pensamiento verdadero y disciplinado, que consiste no en reproducir el conocimiento, sino en su aplicación a la práctica y en la generación de nuevas ideas, tiene vía libre para hacer de la sociedad un ente desprovisto de criterio, pues ese criterio se lo ha entregado voluntariamente, abandonando todo ánimo de esfuerzo, de investigación, de inquietud, de estudio.
Cuántos autores tan importantes se han referido a la necesidad de despertar y ver así la realidad. Desde René Descartes, cuando aludía a volverse hacia el interior y comprobar que nadie puede pensar por nosotros, sino que somos nosotros mismos quienes pensamos y con ello revelamos nuestra propia existencia; Kant, al agradecer a Hume que le despertó del sueño dogmático, de las imposiciones, y le abrió las puertas a sus dos críticas, de la razón pura y de la razón práctica; antes de ellos los escolásticos incluso, al argumentar ontológicamente que hay algo mayor de lo cual nada puede pensarse, o al demostrar que desde la razón individual se puede llegar al conocimiento verdadero, a justificar la propia existencia de la realidad trascendente. Y qué decir de aquellos grandes intelectuales, como Wittgenstein, que se dieron cuenta de que no todo se reduce a los confines de lo que entendemos por realidad, sino que hay algo más allá del lenguaje significativo; hasta llegar a Orwell y Huxley, con la plasmación novelada del control por parte del poder, en un mundo aparentemente feliz que dista mucho de serlo.
La clave para poder llegar a comprender la realidad oculta, e incómoda para quien desea mantener el control, está, incuestionablemente, en proporcionar una educación plena, en el desarrollo del pensamiento sin límites, en la potenciación de la filosofía en todos los niveles. El hecho de que esto no sea así se manifiesta en la falta de dotación de los medios necesarios para poder correr esa cortina de irrealidad que nos separa de llegar a ser seres brillantes, y, en consecuencia, que aquello y aquellos que ahora se presentan como necesarios dejen de serlo. La tecnología, las inteligencias artificiales, no acompañadas de ese pensamiento crítico, sirven al cometido de separarnos de la realidad, construyendo otra alternativa en la que el medio se convierte en un fin en sí mismo, generando unas píldoras de felicidad, tan artificiales como la propia inteligencia cibernética que las produce, que alienan al individuo y hacen que, con satisfacción por su parte, no solo no rompa las cadenas que se le han puesto, sino que las apriete con mayor fuerza, creyendo que en ellas va a encontrar la razón de su vida y existencia.
Diego García Paz,
Matrix: una realidad incómoda, jotdown.es 02/06/2024
Kahneman y Tversky tenían como objetivo mejorar la comprensión de la toma de decisiones del agente económico a través de la psicología. Las dos ideas fundamentales que moldean el trabajo de los economistas conductuales son: La mayor parte de los juicios y de las elecciones se realizan de manera intuitiva y no responden siempre a las reglas del cálculo de probabilidades; las reglas que gobiernan la intuición son generalmente similares a las de la percepción. Por ello, el tratamiento de las reglas de las elecciones y los juicios intuitivos se basa ampliamente en el uso de analogías visuales.
De estas dos ideas fundamentales surgieron tres líneas de estudio que se fueron desarrollando desde mediados de los años 70 y que hoy se siguen ampliando: utilizando heurísticas (estrategias para llegar al conocimiento) y sesgos, la teoría prospectiva y el efecto marco.
Heurísticas y reflexionesLos individuos emplean principalmente dos sistemas para tomar decisiones y resolver problemas:
1. El intuitivo o automático, que opera mediante la intuición y realiza operaciones de forma rápida y asociativa, utilizando heurísticas (estrategias para llegar al conocimiento).
Las heurísticas más comunes son:
2. El analítico o reflexivo, que implica una toma de decisiones más lenta, deliberada y basada en reglas precisas.
Dado el gran volumen de decisiones diarias que enfrenta el ser humano, se tiende a utilizar preferentemente el sistema 1, es decir, las heurísticas. A pesar de la teoría de que las heurísticas generalmente conducen a errores, algunos científicos del comportamiento sostienen que el uso de estas estrategias suele llevar a resultados acertados gracias a la evolucionada capacidad del cerebro humano.
La teoría prospectivaSe fundamenta en la disparidad en la evaluación de pérdidas y ganancias: se tiende a dar mayor peso a las pérdidas que a las ganancias. Nos afecta más perder 100 unidades que ganar la misma cantidad. Este fenómeno es conocido como el efecto dotación; esto es, la tendencia a asignar de manera irracional un valor excesivo a las cosas que consideramos nuestras.
Otra implicación del efecto dotación es el concepto de costes hundidos: cuanto más hayamos invertido en algo más tiempo estaremos dispuestos a conservarlo, incluso si no lo utilizamos, no nos resulta útil o es una mala estrategia. Solo cuando nuestra contabilidad mental del objeto llega a cero, nos deshacemos de él.
El efecto marcoLa manera en que expresamos y enunciamos un problema puede influir en la percepción que tenemos de él. Los economistas conductuales a menudo recurren a analogías visuales para explicar el efecto del marco, ya que consideran que las decisiones se resuelven utilizando los mismos mecanismos que estas. Un enunciado diferente puede cambiar completamente la decisión y la opinión sobre un asunto.
Benito Pérez-González, ¿Somos seres racionales o más bien intuitivos? ..., ethic.es 01/04/2024
Supongamos que un rayo cae sobre un árbol muerto en un pantano; yo estoy parado cerca. Mi cuerpo queda reducido a sus elementos, mientras que por pura coincidencia (y a partir de diferentes moléculas) el árbol se convierte en mi réplica física, Mi réplica, el Hombre del Pantano, se mueve exactamente como yo; de acuerdo con su naturaleza, sale del pantano, encuentra y parece reconocer a mis amigos, y parece devolverles el saludo en inglés. Se muda a mi casa y parece escribir artículos sobre interpretación radical. Nadie nota la diferencia.
Pero hay una diferencia. Mi réplica no puede reconocer a mis amigos; no puede reconocer nada, ya que, para empezar, nunca conoció nada. No puede conocer los nombres de mis amigos (aunque, por supuesto, parece que sí), no puede recordar mi casa. No puede querer decir lo mismo que yo con la palabra «casa», por ejemplo, ya que el sonido «casa» que profiere no fu aprendido en un contexto que le diera el significado, o ninguno en absoluto. De hecho, no veo cómo puede decirse que mi réplica significara nada [que sus palabras tengan algún significado] con los sonidos que hace, ni que tuviera algún tipo de pensamiento. (Donald Davidson)
Davidson dice que el hombre del pantano no puede pensar porque está defendiendo una versión de la teoría externalista del significado: las palabras no significan algo debido a que se da un determinado estado interno de la mente o del cerebro, sino que deben su significado a una historia causal. Así, yo conozco a mis amigos porque llevo mucho tiempo siendo amigo suyo, porque comparto muchas experiencias vitales con ellos. Hay un proceso causal que va configurando mi comprensión de mis amigos que va desde el primer momento que los conocí hasta la actualidad, y todo ese proceso ocurre, como mínimo en parte, fuera de mi mente (de aquí externalismo. Aunque parezca extraño hay muchos filósofos que defienden que muchos procesos cognitivos no se dan en el cerebro). El hombre del pantano carece de todo ese aprendizaje pasado, por lo que no puede saber absolutamente nada de lo que sabía el auténtico Davidson.
Cuando hablamos de la identidad de alguien solemos hablar de una continuidad biológica o biográfica: yo soy yo porque he sido el mismo organismo biológico durante toda mi existencia, o yo soy yo porque he sido el protagonista de mi vida, el sujeto de todos los acontecimientos vitales que han formado mi biografía. William James, el gran padre de la psicología norteamericana, sostenía que nuestra consciencia es como un río, un chorro continuo de experiencias subjetivas, subrayando su continuidad como elemento esencial. Bien, pues el hombre del pantano no tiene ninguna continuidad con Davidson, ya que comienza a existir en el momento en el que el rayo combina sus moléculas. Hay una clara ruptura biológica y biográfica con el Davidson original.
Vale, respondemos, pero quizá no es así. Los recuerdos, las vivencias que han constituido la personalidad y la identidad de Davidson sí que han tenido continuidad, porque si el cerebro del hombre del pantano es idéntico al de Davidson, todos sus recuerdos y vivencias están allí almacenados. Si partimos de una perspectiva materialista o naturalista de la mente, las experiencias se codifican de alguna manera que la ciencia todavía no tiene muy clara, dentro del cerebro. Dos cerebros absolutamente idénticos a nivel físico tendrán exactamente los mismos recuerdos, por lo que el hombre del pantano tendrá exactamente la misma forma de ser, pensar y actuar que Davidson… ¡Incluso creerá firmemente ser Davidson!
Problema para el materialismo-naturalismo: propongamos una variante. Resulta que el rayo no mató al Davidson original, sino que éste aparece, de repente, manchado de ramas, hojas y barro ¿Cual de los dos Davidsons es ahora el auténtico Davidson? Todos diremos al unísono: ¡El original! ¡El renacido que creíamos muerto! ¡El otro solo es una vulgar copia! ¡Un impostor! Pero, parad un momento, ¿no habíamos dicho que el hombre del pantano tenía los mismos recuerdos y vivencias que el original? Claro, ¿y qué? ¿Entonces por qué decimos que el original es mas Davidson que el hombre del pantano? ¿Qué es lo que tiene uno de lo que carece el otro para ser el auténtico Davidson? ¡Ehhhh…! ¡Malditos filósofos liantes!
Santiago Sanchez-Migallón Jiménez, El hombre del pantano, La máquina de Von Neumann 06/06/2024
El cambio radical que animalismo propone se basa en sacrificar aquello que nos hace humanos (la defensa de los vulnerables) para construir una nueva ética anclada en principios de eficacia propios de la filosofía utilitarista. Según esta corriente, que pensadores como Durkheim, Weber, Rawls o Nozick consideraban como incompatible con la naturaleza humana, la sintiencia (la capacidad de experimentar sufrimiento o placer) es la única fuente originaria de derechos, que serán tenidos en cuenta, en mayor o menor medida, dependiendo de la capacidad de autoconciencia y la probabilidad de ser felices, no solo en el presente sino también en el futuro. Por ejemplo, en libros como Liberación animal o Ética Práctica, Singer defiende que en los experimentos clínicos habría que sustituir a animales por humanos con retraso mental severo, pues así “el número de experimentos realizados con animales se reduciría de forma significativa”, puesto que “existen humanos discapacitados intelectualmente que tienen menos derecho a que se les considere conscientes de sí mismos o autónomos que muchos animales no humanos”.
El peligro de abrir la caja de Pandora de la animalidad se hace evidente cuando Singer defiende el derecho al infanticidio, ya que, según argumenta, “si podemos dejar a un lado los aspectos emocionalmente conmovedores, pero estrictamente sin pertinencia alguna, que surgen al matar un bebé, veremos que los motivos para matar personas no se aplican a los recién nacidos”. Esto sería así según este premiado y alabado impulsor del “progreso moral” porque “si el derecho a la vida debe basarse en la capacidad de querer seguir viviendo, o en la capacidad de verse a sí mismo como un sujeto con mente continua, un recién nacido no puede tener derecho a la vida”. Anticipándose a las posibles objeciones, Singer explica que “si estas conclusiones parecen demasiado escandalosas para ser tomadas en serio, quizá merezca la pena recordar que nuestra actual protección absoluta de la vida de los niños es una actitud típicamente cristiana más que un valor ético universal” y que “quizá ahora sea posible pensar en estos temas sin asumir el marco moral cristiano que ha impedido, durante tanto tiempo, cualquier revaloración fundamental”. Estas “preguntas inaugurales” que Pablo de Lora parecía celebrar en su artículo ponen fin a un tabú que según el filósofo australiano hace que “desde la derrota de Hitler, no ha[ya] sido posible (…) comparar el valor de la vida humana y no humana”.
Es quizás por eso que en un texto titulado “Heavy Petting” Singer va más allá y defiende la zoofilia tras asegurar que la vagina de una vaca puede satisfacer sexualmente a un hombre, que las mujeres se sienten más atraídas hacia los caballos que hacia los seres humanos o que es muy normal que un orangután tenga una sincera erección al ver a una mujer por ser los límites entre especies algo artificial. Es más, Singer asegura que nuestro rechazo a la zoofilia “se ha originado como parte de un más amplio rechazo al sexo no reproductivo” como el sexo oral o el anal, pero que “la vehemencia con la que esta prohibición se mantiene mientras otras prácticas sexuales no reproductivas han sido aceptadas sugiere que hay otro poderoso motivo: nuestro deseo para diferenciarnos, eróticamente y de cualquier otra manera posible, de los animales”.
David Souto Alcalde, La desposesión de lo humano: el animalismo como barbarie, vozpopuli.com 08/05/2023
El universalismo cristiano que Singer crítica como base de la vieja moral que nos impide matar a inocentes (niños, personas con retraso mental, etc.) y que prohíbe que humanos y animales tengamos los mismos derechos tiene su origen en el teólogo español Francisco de Vitoria (1483-1546). En su ensayo (relectio) “Sobre los indios”, considerado como el fundamento de los derechos humanos actuales, Vitoria explora las posibles razones ilegítimas que, de acuerdo con la ley natural, impedirían a los españoles ejercer su dominio sobre los indios del Nuevo Mundo, aun cuando leyes creadas por humanos lo permitiesen. Las conclusiones de Vitoria son claras: no existe ninguna razón por la que los españoles puedan dominar a los indios, ya que estos tienen dominio (dominium) sobre sus propios cuerpos, territorios y son perfectamente capaces de gobernarse a sí mismos sin importar que sean paganos, herejes o delincuentes. En su argumentación escolástica, Vitoria invierte avant la lettre los razonamientos animalistas de Singer y afirma que aunque los indios fuesen como niños pequeños, tuviesen algún retraso mental o estuviesen locos, no habría razón para dominarlos, pues de hacerlo serían víctima de una injusticia (iniura) por ser imágenes de Dios (imago dei).
El argumento de Vitoria es especista de principio a fin, y muestra que la igualdad y los derechos solo son posibles desde postulados especistas. Hablando en plata, los indios tienen tantos derechos como los españoles por la sencilla razón de que son humanos. Pese a las acusaciones de canibalismo, su humanidad se confirma mediante dos argumentos complementarios: tienen dominio, es decir, derecho natural a gestionar los recursos naturales y a autogobernarse, que se basa en que han sido creados a imagen y semejanza de Dios (son imagen de dios, no Dios, como parecen creer los posthumanos y los animalistas). Este dominio, que tiene un soporte legal humano o positivo mediante derechos como el de propiedad, es ajeno por completo a los animales, quienes según Vitoria no pueden ser víctimas de una injusticia pues “privar a un lobo o león de su presa no supone una injusticia”. Si los animales tuviesen dominio, prosigue, “cualquier persona que vallase un terreno con hierba que antes era consumida por ciervos estaría cometiendo un delito, pues estaría robando comida sin permiso del propietario”.
La lógica argumental de Vitoria es implacable. Pensemos, de hecho, que la mayor prueba de que los animales no tienen dominio la constituye la propia doctrina animalista que en su despiadada defensa de lo animal se arroga el derecho, por ejemplo, a esterilizar gatos sin su consentimiento o a intervenir en hábitats naturales si consideran, en base a principios utilitarios, que obtendrán un balance ecológico más justo aunque maten a miembros de tal o cual especie. Este mismo derecho a esterilizar o matar animales no existe con respecto a los seres humanos por la sencilla razón de que esterilizar o matar a miembros de una población (o a un individuo), fuese cual fuese la causa, sería visto como una injusticia. Es más, los miembros humanos de esa comunidad podrían declararle la guerra o directamente matar a los humanos que hubiesen esterilizado a su población, puesto que uno de los objetivos de los derechos humanos consiste en asegurar, en la medida lo posible, que aquellos que son capaces de agredirse a sí mismos con unos niveles de eficacia no poseídos por otras especies -los seres humanos- no lleguen a hacerlo.
En un contexto de desposesión humana como el actual solo nos queda mirar hacia adelante con un prudente retrovisor que nos permita visualizar en toda su complejidad teorías del pasado como la de la ética universal de Francisco de Vitoria, que hace de la vulnerabilidad humana la fuente de derechos y no un principio de exterminio. Vitoria, como Hegel, dio lugar a una izquierda y a una derecha vitoriana (cierta interpretación de sus teorías legitimó atrocidades cometidas en tierras extranjeras en nombre de lo que hoy denominaríamos libre mercado), pero defendió ante todo las bases naturales de la libertad humana y la necesidad de crear legislaciones que protegiesen esta. En un ejercicio de preventiva anticipación a la actual izquierda hobbesiana, que donde ve un ser humano detecta un criminal, el teólogo español aseguró, por medio de Ovidio, que “El hombre no es un lobo para el hombre, sino un hombre”.
David Souto Alcalde, La desposesión de lo humano: el animalismo como barbarie, vozpopuli.com 08/05/2023
Retomo el texto de ley citado en la columna anterior, referente al trato de animales de compañía. Se estipula la prohibición de “Utilizarlos de forma ambulante como reclamo” y se añade “Sin que este precepto cuestione el derecho de las personas sin hogar a ir acompañadas de sus animales de compañía”
Más allá de la incongruencia que supone reconocer un derecho que supone excepción a la ley en base a la aceptación de una evidente injusticia, el espíritu mismo de este y otros párrafos, remite a un problema filosófico de fondo. Se considera que el ser a tomar como fin y no como medio no es aquel que habla y razona, sino el ser que dotado de sentidos es en consecuencia susceptible de sufrir: hay que amar a los seres animados como se ama al ser humano”, viene a decirse; hay que homologar la condición humana a la condición de seres que nos son cercanas en la historia evolutiva, pero que no dieron ese salto abismal que constituye la conversión de sus códigos al servicio de la subsistencia en algo tan singular como el lenguaje humano.
Si se pregunta: ¿por qué tal imperativo? La respuesta en última instancia viene a ser que lo primordial es la vida, que ésta constituye el valor supremo y que las diferencias en el seno de la vida poco pesan. Uno puede sin duda objetar:
La indisociabilidad de inclinación social y tendencias naturales en el hombre hace que nuestros sentidos estén siempre mediatizados por el orden de los símbolos, de tal manera que una actividad sensorial puramente inmediata, no atravesada por lo simbólico sería una actividad deshumanizada. Sólo en base a una concepción antropológica sustentada en estas premisas se hace inteligible esta radical afirmación del Marx filósofo: “Es evidente que el ojo humano goza de modo distinto que el ojo bruto, no humano, que el oído humano: goza de manera distinta que el bruto, etc”. (Manuscritos Económico filosóficos del 44).
No hay manera de reducir a bruto el ser cuya esencia natural es la superación del lazo inmediato con el orden natural. Lo que sí puede acontecer- y de hecho acontece- es que el ser humano entre en una suerte de paréntesis, que el ser humano deje en acto de responder a su esencia, es decir deje de responder a una naturaleza que es la medida de la humanización y viceversa. Nuestra relación con la naturaleza es así un criterio determinante del fracaso o triunfo de la causa del hombre, Criterio (de nuevo Marx) de “en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza o en qué medida la naturaleza se ha convertido en esencia humana”.
En cualquier caso, si no hubiera seres pensantes, partidarios o no de la homologación animal, todo este problema carecería de sentido y habría simplemente seres vivos confrontados o aliados, habría convivencia, incluso cooperación, sin que todo ello tuviera sentido moral alguno.
Objetará entonces la otra parte, que también hay cultura y ética en otras especies animadas. A lo cual se opondrá el argumento de que no se trata de cultura inserta en el seno del lenguaje, como lo son todos los productos culturales de la especie humana. La discusión podría continuar, soslayando quizás la pregunta fundamental: ¿dónde reside el enorme poder de tal idea?
Victor Gomez Pin, Artículo 25, apartado F: La disputa, El Boomeran(g) 11/06/2024
El cuidado de uno mismo como medicina del alma
La práctica de uno para consigo mismo: va desde la ignorancia (como marco de referencia) a la crítica (de uno mismo, de los otros, del mundo, etc.). La instrucción es la armadura del individuo frente a los acontecimientos. La práctica de uno mismo ya no se impone simplemente sobre un fondo de ignorancia (Alcibíades), de ignorancia que se ignora a sí misma; la práctica de uno mismo se impone sobre un fondo de error, sobre un fondo de malos hábitos, sobre un fondo de deformaciones y de dependencias establecidas y solidificadas de las que es preciso desembarazarse. Más que de la formación de un saber, se trata de algo que tiene que ver con la corrección, con la liberación que da la formación de un saber. Es precisamente en este eje en el que se va a desarrollar la práctica de uno mismo, lo que constituye algo evidentemente capital. Uno siempre está a tiempo de corregirse, incluso si no lo hizo en su época de juventud. Siempre existen medios para volver al buen camino, incluso si ya estamos endurecidos; siempre puede uno corregirse para llegar a convertirse en lo que se habría debido ser y no se ha sido nunca. Convertirse en algo que nunca se ha sido tal es, me parece, uno de los elementos y uno de los temas fundamentales de esta práctica de uno sobre sí mismo.
La primera consecuencia del desplazamiento cronológico del cuidado de uno mismo —desde finales de la adolescencia a la edad adulta— es por tanto esta crítica de la práctica de uno mismo. La segunda consecuencia va a ser una aproximación muy clara y muy marcada entre la práctica de uno mismo y la medicina. La práctica de uno mismo es concebida como un acto médico, como algo terapéutico. Los terapeutas se sitúan en la intersección entre el cuidado del ser y el cuidado del alma. Se produce aquí una correlación cada vez mas marcada entre filosofía y medicina, entre práctica del alma y práctica del cuerpo (Epicteto consideraba a su escuela filosófica como un hospital del alma).
Michel Foucault, ¿Cómo puede uno conocerse a sí mismo?, bloghemia.com 11/06/2024
Con la solidez de su base popular asegurada, Reagrupamiento Nacional está conectando ahora con grupos de población que antes no estaban a su alcance, como los altos cargos y, sobre todo, una novedad: nada menos que los jubilados. En este grupo de edad, base del electorado macronista, es en el que se va a disputar verdaderamente la elección para la presidencia. Así que, en contra de lo que pensaba Emmanuel Macron, y François Mitterrand antes que él, la extrema derecha ha dejado de repeler como antes. La criatura se le ha escapado al sistema. RN está en condiciones de obtener una mayoría de votos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Para empezar, hay que señalar que este empuje populista no debe absolutamente nada al “talento” de los dirigentes de RN (ni al activismo de sus miembros, que es casi inexistente). Los populistas contemporáneos no son demiurgos, sino profesionales de la mercadotecnia. Su fuerza no consiste en convencer a las masas ni mucho menos en guiarlas, sino, por el contrario, en adaptarse y dejarse llevar por un movimiento existencial. Ese movimiento, autónomo e impulsado por el poderoso sentimiento de desposesión social y cultural de las clases medias y trabajadoras, es imparable. Puede adoptar la forma de una protesta social (gorros frigios, chalecos amarillos, campesinos), pero no se puede programar ni manipular. Es un movimiento que nunca ha dejado de reactivarse y rearmarse, cada vez que hay una reforma, un referéndum o, en este caso, unas elecciones europeas; ¿y ahora en las elecciones legislativas?
Desde hace décadas, los populistas se han limitado a seguir la corriente, dejarse llevar por los vientos de ese movimiento social y adaptarse en cada instante a las demandas sociales y culturales de la mayoría. A su éxito ha contribuido el hecho de que los demás partidos, preso cada uno de su electorado, su ideología y sus estrategias, no han comprendido los motivos de fondo de ese descontento.
En este contexto, la estrategia de Emmanuel Macron de renunciar y dejar a la extrema derecha los temas que dan votos a Reagrupamiento Nacional ha ido demasiado lejos. Al negarse a tomar en serio diversas cuestiones que están entre las que más preocupan a los franceses, como la inseguridad (física y cultural), los flujos migratorios, la defensa del Estado del bienestar y el soberanismo, Macron empuja inexorablemente a muchos de ellos en brazos de RN. Esta extremaderechización de la realidad contribuye a encerrar a los poderosos en sus ciudadelas (las metrópolis) y en una base electoral que ya no está formada más que por los jubilados y las clases altas. El confinamiento geográfico y cultural ha creado una fractura antropológica radical entre los habitantes de las grandes ciudades y las clases trabajadoras y medias que viven en la Francia periférica. Y es en esa Francia de las ciudades pequeñas y medianas y de las zonas rurales donde cada vez es más precaria una “clase media” sujeta desde hace 30 años al mayor plan social de la historia y donde está el caldo de cultivo electoral de los populistas.
Esta división contribuye de manera fundamental al voto de Reagrupamiento Nacional. En Francia, como en toda Europa, el populismo se nutre de la formación de burbujas geográficas y culturales que no se hablan entre sí y que están debilitando la democracia en todos los países occidentales porque radicalizan el debate público sobre la cuestión de los límites.
Las nuevas clases urbanas, sin ningún interés por el bien común y seguidoras del modelo neoliberal, son la encarnación de una burguesía egoísta que ensalza el individualismo y la cultura del “sin restricciones”. Grandes beneficiarias de un modelo neoliberal que ha pulverizado toda noción de control, creen que todo es posible, que lo que es bueno para ellas es bueno para la humanidad y, en ese sentido, que la idea de unos límites comunes es un impedimento, un retroceso para su libertad individual.
Las clases trabajadoras, por el contrario, apartadas de esa burbuja cultural y geográfica y debilitadas por el modelo económico y cultural, exigen cierta regulación. Quieren unas barreras que impidan ampliar el espacio del mercado y del individualismo. Y esta exigencia cada vez más frecuente de límites culturales, sociales y económicos por parte de los más humildes es, en toda Europa, el combustible de los partidos populistas.
Ahora que es evidente un nuevo auge populista, resulta verdaderamente sorprendente la resignación de una parte de las clases dirigentes ante el punto de inflexión político que se avecina y la estrategia de alto riesgo del presidente. Este fatalismo es sintomático de una forma de nihilismo que se extiende peligrosamente entre las clases altas occidentales. Hoy ya no parece que la esperanza venga “de arriba”; ni de la clase política, ni de los intelectuales, ni mucho menos todavía de los ideólogos. Esta realidad debe servirnos de aviso y, sobre todo, obligarnos a ver las demandas de la gente corriente no como un problema, sino como una solución. El movimiento existencial de las clases trabajadoras y medias, impulsado por el instinto de supervivencia y el deseo de preservar el bien común, es también una reacción frente al nihilismo que viene de arriba.
Cristophe Guilluy, ¿Populismo desde abajo y nihilismo desde arriba?, El País 13/06/2024
Los economistas antes decían que debíamos tomar decisiones de manera racional, teniendo en cuenta toda la información y proyectando las consecuencias futuras. Pero no siempre tomamos decisiones racionales. A veces sí, y es un gran logro en términos evolutivos. Hemos desarrollado el córtex prefrontal para ello. Pero tomamos decisiones a partir de la experiencia personal, probando. Si nos equivocamos, generamos una emoción negativa. Si acertamos, una positiva. Y hay un tercer modo de decidir: según reglas morales, culturales, operativas… Incorporan la experiencia colectiva y evitan la maximización utilitaria egoísta.
La psicología examina qué emociones son mejores para catalizar un cambio de comportamiento. Sabemos que perder algo nos duele el doble de lo que nos satisface ganarlo. Las emociones negativas —el miedo, la culpa— son un motor poderoso. Funcionan cuando basta con hacer algo simple para remediar un problema; queremos salir de ese estado de ánimo negativo, hacemos algo para resolverlo. Es el caso del cáncer: hace que vayas al médico, te hagas pruebas y así sabes si estás enfermo o no. Pero, una vez sales de dudas, dejas de preocuparte. Es lo que llamamos el “sesgo de la acción única”.
Macarena Vidal Liy, entrevista a Elke Weber: "Perder algo nos duele el doble de lo que nos satisface ganarlo", El País 07/06/2024
“De esta forma parece que, en el lenguaje ético y religioso, constantemente usemos símiles. Pero un símil debe ser símil de algo. Y si puedo describir un hecho mediante un símil, debo ser también capaz de abandonarlo y describir los hechos sin su ayuda. En nuestro caso, tan pronto como intentamos dejar a un lado el símil y enunciar directamente los hechos que están detrás de él, nos encontramos con que no hay tales hechos. Así, aquello que, en un primer momento, pareció ser un símil, se manifiesta ahora un mero sinsentido (…) Es decir: veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas era, precisamente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje significativo. Mi único propósito -y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión- es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado. La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría."
Ludwig Wittgenstein, Conferencia de ética
"No fue Isaac Newton. Hoy en día, por lo general, se reconoce que Newton no solo era un científico, sino el más grande de todos los científicos que hayan vivido jamás, a pesar de que Newton nunca se consideró un científico. No podía hacerlo, puesto que la palabra no existía en aquel momento.
Newton se consideraba a sí mismo como un «filósofo», palabra que describe a los pensadores de la antigua Grecia y que proviene de las palabras griegas que significan «amante del conocimiento».
Por supuesto, podemos amar diferentes tipos de conocimientos. Los filósofos que estudian principalmente la naturaleza son, por lo tanto, «filósofos naturales».
Newton se consideraba un filósofo natural, y el tipo de cosas que estudiaba tenía que ver con la filosofía natural. Así, cuando escribió el libro en el que describía cuidadosamente las tres leyes del movimiento y su teoría de la gravedad universal —el libro científico más importante que se ha escrito—, lo llamó (en latín) Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, que significa Principios matemáticos de la filosofía natural.
La palabra griega equivalente a «natural» es physikos, que se traduce como «física». La filosofía natural también puede ser considerada como la «filosofía física», concepto que se abrevia en la palabra «física».
La física fue dejada de lado, en cierta manera, ya que no era adecuada como palabra general para referirse a la filosofía natural. No obstante, se necesitaba una palabra corta, ya que los términos «filosofía natural» contienen demasiadas sílabas.
Existía, por ejemplo, la palabra «ciencia», del término latino que significaba saber. Sin embargo, debido a que se necesitaba una palabra que fuera corta y adecuada para expresar el tipo de conocimiento en el cual estaban interesados los filósofos naturales, se comenzó a utilizar gradualmente el término «ciencia» para referirse a la filosofía natural.
Más tarde, alrededor de 1840, un filósofo natural inglés llamado William Whewell comenzó a utilizar la palabra «científico» para referirse a alguien que estudiaba y comprendía este tipo de ciencia. En otras palabras, los filósofos naturales comenzaron a ser considerados 'científicos'.
Solo después de 1840, pues, pudieron existir personas que se consideraran «científicos». En este caso, ¿quién fue el primer científico? Whewell era un buen amigo de Michael Faraday y sugirió algunas palabras nuevas para conceptos que Faraday había elaborado, palabras como «ión», «ánodo», «cátodo» y demás. Es más: Faraday fue el mayor filósofo natural de su época, y uno de los diez mejores de todos los tiempos con toda seguridad, y probablemente el experimentador más grande que haya existido.
Si Whewell pensaba en alguien como científico, apuesto a que pensó primero en Faraday. ¡Y si no lo hizo, lo haré yo!
Sostengo que Michael Faraday fue el 'primer científico'. Y el 'primer físico', por cierto, ya que Whewell también inventó ese nombre".
Isaac Asimov, Viaje a la ciencia (1995)
Cualesquiera que sean las razones profundas del ocaso de Occidente, cuya crisis vivimos actualmente en todos los sentidos decisivos, es posible resumir su desenlace extremo en lo que, retomando una imagen icónica de Ivan Illich, podríamos llamar el «teorema del caracol». «Si el caracol», afirma el teorema, «después de haber añadido un cierto número de espirales a su concha, en lugar de detenerse, continuara su crecimiento, una sola espiral más aumentaría 16 veces el peso de su casa y el caracol sería inexorablemente aplastado». Esto es lo que está ocurriendo en la especie que un tiempo se llamó homo sapiens con respecto al desarrollo tecnológico y, en general, a la hipertrofia de los dispositivos jurídicos, científicos e industriales que caracterizan a la sociedad humana.
Siempre han sido indispensables para la vida de ese mamífero especial que es el hombre, cuyo nacimiento prematuro implica una prolongación de la condición infantil, en la que el pequeño es incapaz de proveer a su supervivencia. Pero, como suele ocurrir, precisamente en aquello que asegura su salvación se esconde un peligro mortal. Los científicos que, como el brillante anatomista holandés Lodewijk Bolk, han reflexionado sobre la condición singular de la especie humana, han extraído, de hecho, consecuencias por decir poco pesimistas sobre el futuro de la civilización. Con el paso del tiempo, el creciente desarrollo de las tecnologías y las estructuras sociales produce una inhibición real de la vitalidad, que es preludio de una posible desaparición de la especie. De hecho, el acceso a la etapa adulta se aplaza cada vez más, el crecimiento del organismo se ralentiza cada vez más y la duración de la vida ―y, por tanto, de la vejez― se prolonga. «El progreso de esta inhibición del proceso vital», escribe Bolk, «no puede sobrepasar un cierto límite sin que la vitalidad, sin que la fuerza de resistencia a las influencias nefastas del mundo exterior, en resumen, sin que la existencia del hombre se vea comprometida. Cuanto más avanza la humanidad por el camino de la humanización, más se acerca a ese punto fatal en el que el progreso significará destrucción. Y ciertamente no está en la naturaleza del hombre detenerse ante esto».
Es esta situación extrema la que vivimos hoy en día. La multiplicación sin límites de los dispositivos tecnológicos, el sometimiento cada vez mayor a limitaciones y autorizaciones legales de todo tipo y especie, y la sujeción integral a las leyes del mercado hacen a los individuos cada vez más dependientes de factores que escapan por completo a su control. Günther Anders ha definido la nueva relación que la modernidad ha producido entre el hombre y sus instrumentos con la expresión: «desnivel prometeico» y ha hablado de una «vergüenza» ante la humillante superioridad de las cosas producidas por la tecnología, de las que ya no podemos en modo alguno considerarnos dueños. Es posible que hoy este desnivel haya alcanzado el punto de máxima tensión y el hombre se haya vuelto completamente incapaz de asumir el gobierno de la esfera de los productos que ha creado.
A la inhibición de la vitalidad descrita por Bolk se añade la abdicación de esa misma inteligencia que podría frenar de algún modo sus consecuencias negativas. El abandono de ese último vínculo con la naturaleza, que la tradición filosófica llamaba lumen naturae, produce una estupidez artificial que hace aún más incontrolable la hipertrofia tecnológica.
¿Qué le ocurrirá al caracol aplastado por su propia concha? ¿Cómo podrá sobrevivir entre los escombros de su casa? Éstas son las preguntas que no debemos dejar de hacernos.
Giorgio Agamben, Il guscio della lumaca, quodlibet.it 23/05/2024
Es probable que muy pocos de los que van a votar en las elecciones europeas se hayan cuestionado el significado político de su gesto. Puesto que están llamados a elegir un «parlamento europeo» no mejor definido, pueden creer más o menos de buena fe que están haciendo algo que corresponde a la elección de los parlamentos de los países de los que son ciudadanos. Conviene aclarar desde ahora que no es así en absoluto. Cuando se habla hoy de Europa, lo que se reprime es ante todo la propia realidad política y jurídica de la Unión Europea. Que se trata de una verdadera represión se desprende del hecho de que se evite a toda costa llevar a la conciencia una verdad tan embarazosa como evidente. Me refiero al hecho de que, desde el punto de vista del derecho constitucional, Europa no existe: lo que llamamos «Unión Europea» es técnicamente un pacto entre estados, que sólo afecta al derecho internacional. El tratado de Maastricht, que entró en vigor en 1993 y dio a la Unión Europea su forma actual, es la sanción extrema de la identidad europea como mero acuerdo intergubernativo entre Estados. Conscientes de que hablar de una democracia con respecto a Europa carecía por tanto de sentido, los funcionarios de la Unión Europea trataron de enmendar este déficit democrático elaborando el proyecto de la llamada constitución europea.
Es significativo que el texto que lleva este nombre, redactado por comisiones de burócratas sin ningún fundamento popular y aprobado por una conferencia intergubernativa en 2004, fuera rechazado rotundamente cuando se sometió a votación popular, como en Francia y Holanda en 2005. Ante el fracaso de la aprobación popular, que anuló de hecho la autodenominada constitución, el proyecto fue tácitamente ―y quizás habría que decir vergonzosamente― abandonado y sustituido por un nuevo tratado internacional, el llamado Tratado de Lisboa de 2007. Sobra decir que, desde el punto de vista jurídico, este documento no es una constitución, sino una vez más un acuerdo entre gobiernos, cuya única sustancia se refiere al derecho internacional y que, por tanto, se cuidaron de no someter a la aprobación popular. No es de extrañar, por tanto, que el llamado parlamento europeo que se va a elegir no sea, en verdad, un parlamento, porque carece del poder de proponer leyes, que está enteramente en manos de la Comisión europea.
Algunos años antes, el problema de la constitución europea había suscitado, por otra parte, un debate entre un jurista alemán cuya competencia nadie podía poner en duda, Dieter Grimm, y Jürgen Habermas, que, como la mayoría de los que se llaman filósofos, carecía por completo de cultura jurídica. Contra Habermas, que pensaba que en última instancia podría fundar la constitución en la opinión pública, Dieter Grimm tuvo buen juego al sostener la inviabilidad de una constitución por la sencilla razón de que no existía un pueblo europeo y, por tanto, algo parecido a un poder constituyente carecía de fundamento posible. Si bien es cierto que el poder constituido presupone un poder constituyente, la idea de un poder constituyente europeo es el gran ausente en los discursos sobre Europa.
Desde el punto de vista de su supuesta constitución, la Unión Europea carece, por tanto, de legitimidad. Así pues, es perfectamente comprensible que una entidad política sin una constitución legítima no pueda expresar una política propia. La única apariencia de unidad se consigue cuando Europa actúa como vasallo de los Estados Unidos, participando en guerras que en modo alguno corresponden a intereses comunes y menos aún a la voluntad popular. La Unión Europea actúa hoy como una sucursal de la OTAN (que es a su vez un acuerdo militar entre estados).
Por eso, retomando con no demasiada ironía la fórmula que Marx utilizó para el comunismo, podría decirse que la idea de un poder constituyente europeo es el espectro que acecha hoy a Europa y que nadie se atreve a evocar. Sin embargo, sólo un poder constituyente de este tipo podría devolver la legitimidad y la realidad a las instituciones europeas, que ―si un impostor es, según los diccionarios, «el que obliga a los demás a creer cosas que no son ciertas y a obrar de acuerdo con esa credulidad»― no son en la actualidad más que una impostura.
Otra idea de Europa sólo será posible cuando hayamos despejado el campo de esta impostura. Para decirlo sin tapujos ni reservas: si realmente queremos pensar en una Europa política, lo primero que tenemos que hacer es quitar de en medio a la Unión Europea, o al menos estar preparados para el momento en que, como ahora parece inminente, se derrumbe.
Giorgio Agamben, Europa o l'impostura, quodlibet.it 20/05/2024
Todos sabemos qué es el progreso —la abolición de la esclavitud, el crecimiento en los derechos, la eliminación de la desigualdad…—, pero también que ciertos movimientos que solemos calificar como progresistas o no lo son del todo o no sabemos exactamente por qué lo son. Hace tiempo, constatamos el carácter problemático y controvertido del progreso, abandonamos su concepción lineal, su mecanicismo e incontestabilidad, la praxis consistente en hacerlo avanzar acelerando el movimiento en la dirección conocida. Ya no es tan fácil reconocer “el movimiento real” de la historia, como pensaban Marx y Engels. Es mucho más certera aquella idea de Adorno de que el progreso articula el movimiento social y al mismo tiempo lo contradice. Por eso tiene sentido que se planteen propuestas de desaceleración con objetivos que no tienen nada que ver con las motivaciones reaccionarias, aunque guarden ciertas similitudes formales. El progreso no es el camino hacia un fin prescrito, sino la apertura hacia lo mejor. Sin la posibilidad de cambiar, si no fuera posible el nacimiento de realidades alternativas, el progreso no tendría sentido. Pero si eso es así, entonces la idea misma de progreso es más un problema que una solución; es un espacio de posibilidades que tiene que ser explorado y no tanto una insistencia en lo que ha dado buenos resultados hasta ahora.
Muchos cambios sociales que calificamos como progresivos son ambivalentes, con resultados secundarios no deseados: liberaciones que nos hacen más vulnerables; profusión de la información disponible que no mejora el conocimiento, sino que desorienta; aumento de las posibilidades de intervención de cualquiera en el espacio público que es tanto una conquista democrática como la causa de la desinformación. Frente a la idea de una acumulación lineal está la realidad de soluciones que generan otros problemas o que tienen un alto coste del tipo que sea.
Si el progreso ya no es lo que era, ¿en qué puede consistir hoy la regresión? Un cambio regresivo es algo distinto del mantenimiento de lo presente. Querer conservar algo no es necesariamente regresivo. Hay casos en los que recuperar una práctica tradicional puede ser una forma de progreso, como se plantea en la rehabilitación de viejas formas de producción alimentaria o en las propuestas de desaceleración, desconexión o reivindicación de la cercanía. Pueden ser discutibles o utópicas, pero no necesariamente regresivas cuando responden al intento de corregir algún efecto secundario de lo que se consideraba progresivo sin haber reflexionado suficientemente sobre ello.
Los reaccionarios tienen otras motivaciones y objetivos. Su posición responde a la nostalgia de las certezas estables, de los roles incuestionados, los límites respetados y la seguridad a cualquier precio. Los reaccionarios se sienten sobrepasados por la dinámica social, que rechazan, en todo o en parte, a diferencia de los conservadores, que pretender equilibrar esa dinámica. La regresión es el intento de volver o mantener algo que no se puede conservar. Por eso se puede discutir con los conservadores acerca de la magnitud o necesidad de lo que se pretende conservar, pero no es posible negociar con los reaccionarios sobre el alcance de la regresión.
Daniel Innerarity, Los reaccionarios, El País 21/05/2024
La historia está poblada de fanáticos que han leído muchos libros: basta echar un vistazo a las guerras de religión o poner la oreja en una discusión académica caliente sobre el comercio de la lana en la Segovia del siglo XII. Sea como sea, que la cultura vacuna contra el fanatismo es un brindis al sol del tamaño de este otro, relacionado y socorrido, que reza que los problemas sociales se arreglan con más educación. Esto se convirtió en una creencia extendida desde los tiempos de la Ilustración, pero hoy tenemos suficientes pruebas de que la ignorancia puede galopar con más brío que el conocimiento por las carreteras de un sistema educativo obligatorio y universal. También sabemos que el fanático es como el paranoico, y encuentra pruebas de que tiene razón hasta en el dibujo que dejan las cagadas de paloma. Dale muchos libros a un fanático y obtendrás un fanático pedante. Entonces, ¿tiene realmente la cultura el poder que normalmente se le atribuye? Y más importante, ¿es manejable, se le pueden fijar objetivos?
Juan Soto Ivars, "De la cultura se dicen muchas tonterías en la academia, internet y el Ministerio", elconfidencial.com 19/05/2024
Las ultraderechas tipo Milei y Vox no apoyan el judaísmo. Como herederos ideológicos del fascismo lo siguen despreciando. Lo que apoyan es el sionismo ya que este les dota de un marco supremacista que les sirve para romper todo vínculo con el otro que consideran inferior.
Cuando el desquiciado Milei llora ante el muro de los lamentos en Jerusalén no lo hace desde el judaísmo por siglos asediado y perseguido. Aquel que precisamente construyó una ética del otro (Levinas). Su emoción es porque ese acto lo conecta con el sionismo supremacista.En la medida de que el actual Israel (estado fundado por judíos socialistas) ha girado hacia ese sionismo extremo e integrista, es que las ultraderechas han dejado atrás -en parte- su antisemitismo para glorificar un país en el que ven concretado su ideario supremacista.
De ahí devoción del franquista y fascista español Santiago Abascal por Israel. Así como la del delirante Milei quien dice que habla con Moisés (sic). Y del neonazi Bolsonaro. Lo que les vincula con el actual Israel es, pues, una visión supremacista, violenta e inhumana.
Por ello es importante que quienes defendemos una ética humanista y universal basada en el otro (la cual reivindica la dignidad del más débil y sufrido ante toda consideración) debemos denunciar el falso pro judaísmo de estas ultraderechas herederas ideológicas del fascismo.
Elvin Calcaño Ortiz. 25/05/2024
Al amparo de la democracia ateniense, Aristóteles definió a los humanos como seres sociales, animales cívicos inseparables de las redes de afectos, vínculos, intercambios, solidaridades y sueños compartidos que nos anudan y sostienen. En su Política, argumentó que un individuo no logra ser feliz en una ciudad infeliz: las penalidades de tus vecinos son también tu desgracia. “Quien es incapaz de vivir en comunidad o quien nada necesita por su propia suficiencia no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. El ideal de independencia y arrogante autonomía puede ofrecer una vida divina o fiera, pero en todo caso inhumana. También había sombras en la comunidad imaginada por Aristóteles; las mujeres y esclavos quedaban excluidos de la ciudadanía. Sin embargo, un mensaje poderoso late en sus palabras: todos los seres humanos somos políticos, y no solo los profesionales del gremio parlamentario.
Loables o detestables, las decisiones del poder nos afectan siempre. Quizá por eso, los griegos llamaban “idiota” —cuya raíz significa “propio”— a quienes se desentendían de los asuntos públicos, pendientes solo de sus intereses particulares. En tiempos de sobresalto, la política se vuelve sospechosa y las sociedades se fragmentan en archipiélagos de esfuerzos aislados, privados —de aliento colectivo— y desconfiados. En esos momentos, cuando se ignora lo que nos anuda y abundan los idiotas, suben al poder quienes se las saben todas.
En uno de los más famosos diálogos de Platón, el filósofo Protágoras —portavoz intelectual de aquella joven democracia— se pregunta cómo logramos convivir en sociedad, pese a los conflictos y los exabruptos. Para explicarlo, cuenta un mito donde las ideas respiran, tienen carne, músculo y rostro. Cuando los dioses crearon el mundo, encargaron a dos titanes, Prometeo y Epimeteo, distribuir dones entre la multitud de seres vivos. Y, ay, el atolondrado Epimeteo —cuyo nombre significa “el que actúa primero y piensa después”— insistió en ocuparse a solas del reparto; como todos los grandes incompetentes, estaba muy seguro de sí mismo. Empezó por los animales: a unos dio garras y dientes afilados; a los más débiles, velocidad para huir o un hábil camuflaje. Sin embargo, olvidó reservar un regalo para la especie humana. Ahí quedamos, inermes, torpes, sin alas ni aletas, patilargos, cabezones, vulnerables… una calamidad. Para resolver el desastre, Prometeo robó del cielo la chispa del fuego y así aprendimos a encender hogueras. Apiadándose de nuestra especie desvalida, el dios Zeus nos regaló la justicia y el sentido político. Protegidos de la oscuridad y el frío por ambos dones —el fuego y la palabra que une—, inauguramos las veladas en torno al círculo hospitalario de luz para contar cuentos, coser y cantar, crear comunidad. Al amor de la lumbre, incluso antes de inventar las mesas, la humanidad practicó las sobremesas.
De esa manera, aunque seamos débiles por separado, nos hicimos fuertes al colaborar. No tenemos zarpas, pezuñas, aguijones o caparazones, pero aprendimos a tejer sociedades. Solos valemos poco, nuestra verdadera ventaja competitiva es el talento para cooperar. La filósofa María Zambrano nos definía como “soledades en convivencia”. En Persona y democracia reclamó “una sociedad humanizada donde lograr que la historia no se comporte como una antigua deidad que exige inagotable sufrimiento”. Frente al desamparo que siempre nos acecha y, a falta de colmillos, nos protege actuar como animales políticos, capaces de compartir, cuidarnos y divertirnos juntos. Gracias a los dioses, tenemos chispa. Y en la densa oscuridad, somos breves fulgores que se buscan.
La antropología y la biología evolutiva confirman las intuiciones de aquellos mitos originarios. En su ensayo The Secret of Our Success, Joseph Henrich actualiza a Epimeteo: el ser humano es una criatura débil, lenta y no particularmente hábil para trepar a los árboles; nacemos gordos, prematuros y con el cráneo abierto. En una casa de apuestas prehistóricas, nuestra cotización habría sido nula. Heinrich sostiene que los logros de nuestra especie no son fruto de una inteligencia innata o habilidades mentales especializadas. El motivo es que crecemos aprendiendo de otras personas. Cada generación construye sobre los cimientos de las estrategias y sabiduría acumuladas por generaciones previas. Este bagaje supone una ventaja tan grande que la selección natural ha favorecido durante milenios a quienes mejor aprenden socialmente. La trenza entre la cultura y los genes nos volvió peculiares, un nuevo tipo de animal: aprendices adaptativos. Heinrich afirma que la innovación depende de nuestra habilidad para colaborar más que de nuestro intelecto, y el gran reto es evitar la fragmentación y la disolución de nuestras comunidades.
La ciencia muestra que los mayores avances no son destellos de mentes excepcionales, únicas e irrepetibles. Al contrario, los grandes descubrimientos son resultado de hallazgos previos, colaboración y saber compartido a lo largo del tiempo. Sin embargo, en la escuela aprendemos nombres estelares asociados a tecnologías revolucionarias. Idolatramos una mitología protagonizada por líderes carismáticos y paternalistas, gobernantes providenciales, emprendedores solitarios y genios disruptivos. En una perversa paradoja de nuestra política, las habilidades necesarias para ganar elecciones —ferozmente competitivas— eliminan de la carrera a quienes gobernarían de forma serenamente colaborativa. Ser un pedazo de pan cotiza a la baja —y al hambre— en el mundo del apego al ego.
Como enseñan los cuentos infantiles y Aristóteles, el mito del triunfador hecho a sí mismo es irreal: todo avance solitario es en realidad solidario. Por algo llamamos “compañías” a las empresas y, por eso, el lugar donde aprendemos —el colegio— nos reclama ser buenos colegas. De hecho, separarnos y enfrentarnos disminuye nuestra prosperidad. Divididos somos más combativos y conflictivos, menos efectivos. No es casualidad que las palabras sólido, salud y solidario tengan el mismo origen lingüístico. Hemos construido sociedades sobre una paradoja: a la debilidad debemos nuestra fortaleza. La indigencia del ser humano se convierte en el principio de nuestro poder, escribe Zambrano. La evolución cultural favoreció el crecimiento de las tribus, la cooperación, la armonía interna y la valentía para compartir riesgos. Ante los problemas ajenos, milenios de selección premiaron el compañerismo, no el “con su pan se lo coman”. Lo que nos hizo diferentes es no ser indiferentes a los demás.
Irene Vallejo, Animales, dioses, idiotas, milenio.com 04/05/2024
Cuando se siguen estas reglas, un efecto inmediato es que los blancos de tus críticas se vuelven más receptivos a ellas: ya has mostrado que comprendes su postura tan bien como ellos, y también has demostrado tener buen juicio (coincides con ellos en algunos asuntos importantes e incluso algo que han dicho te ha convencido).
"El teu Déu és jueu,
la teva música és negra,
el teu carro és japonès,
la teva pizza és italiana,
el teu gas és algerià,
el teu cafè és brasiler,
la teva democràcia és grega,
els teus números són àrabs, les teves lletres són llatines.
Sóc el teu veí I encara em dius estranger?"
"Tu Dios es judío,
tu música es negra,
tu carro es japonés,
tu pizza es italiana,
tu gas es argelino,
tu café es brasilero,
tu democracia es griega,
tus números son árabes, tus letras son latinas.
Soy tu vecino ¿Y todavía me llamas extranjero?"
Eduardo Galeano