"Després de les lliçons de les últimes dècades, pocs creuen en el lliure comerç, excepte alguns ideòlegs acèrrims. És una teoria que mai va funcionar enlloc. Totes les grans economies es van construir gràcies a un mur de protecció i amb diners del govern"
“La mala comprensión que tienen las élites de la situación parte de que no aprecian el componente social del trabajo. Quienes están obsesionados con la eficiencia lo ven con un medio para asignar recursos. Al hacerlo, subestiman la dignidad que los individuos obtienen de un trabajo con sentido”.
"La pérdida de dignidad que nace de la ausencia de empleo estable y bien pagado no se comoensa con bienes baratos ni con control social.
"Los países con superávits persistentes son los verdaderos proteccionistas. ôr lo tanto, lo más adecuado para forjar algo similar al verdadero libre comercio es introducir potentes mediadas que restablezcan el equilibrio".
Esteban Hernández
19/05/2024
"El problema del trabajo es el problema del tiempo; el problema del tiempo es el problema del valor; el problema del valor es el problema del sentido de la vida. Y todos ellos se resumen en nuestra contradicción fundamental entre nuestros deseos de vivir el reino de la libertad y tener que vivir minuto a minuto en el reino de la necesidad. En particular, de la necesidad de "ganarse la vida" en vez de producir y reproducir, y cuidar juntos la vida."
Remedios Zafra 16/05/2024
Com declararies a aquesta persona si fossis un jutge o jutgessa, culpable o innocent? Justifiqueu les vostres raons a partir de la lectura del text anterior.
El Homer del futuro. En una escena del episodio 467 de los Simpsons, Homer se está comiendo un tarro de mayonesa mezclada con vodka. Entonces dice: «Esto es problema del Homer del futuro. ¡No me gustaría estar en su pellejo!». De hecho, si pensamos que la continuidad de consciencia es una ilusión, ya que nuestra consciencia va haciendo barridos de forma discreta cada pocos milisegundos, nuestro yo desaparece a cada momento ¡Morimos contínuamente! Entonces, lo que le pase a mi yo del futuro no debería importarme mucho ya que será una persona diferente a mi yo del presente. Yo no creo demasiado en esa idea porque, en cualquier caso, si mi continuidad es una ilusión, en tanto que ilusión es muy real para mí. Pasa como con el libre albedrío. Aunque no sea cierto que elijamos libremente no podemos vivir de otra forma ¿Cómo se pueden tomar decisiones sin creer que se están tomando decisiones? De la misma manera, creo que mi yo de hace diez minutos era yo aunque no lo fuera, y mi yo del presente se preocupa un poco (quizá menos de lo que debería) de mi yo del futuro. De todas maneras, cuando uno está demasiado agobiado por las infinitas obligaciones de la vida adulta, siempre es saludable posponer ciertas preocupaciones y dejárselas a nuestro Homer del futuro.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, Herramientas cognitivas IV, La máquina de von Neumann 27/04/2024
Carta a Georges Bernanos[1]
(¿1938?)
Estimado señor:
Por ridículo que resulte escribirle a un escritor que, dada la naturaleza de su profesión, siempre está inundado de cartas, no puedo evitar hacerlo después de leer Los grandes cementerios bajo la luna. No es la primera vez que un libro suyo me conmueve: el Diario de un cura rural es a mis ojos el más bello, al menos de los que he leído, y verdaderamente un gran libro. Sea como fuere, el hecho de que me hubieran gustado otros libros suyos no me daba motivos para importunarlo comunicándoselo por escrito. Pero algo distinto ocurre con el último: yo he tenido una experiencia que se corresponde con la suya, aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otro lugar y vivida aparentemente –solo aparentemente– con un espíritu por completo distinto.
Aunque no soy católica –lo que voy a decir, dado que no lo soy, sonará sin duda presuntuoso para cualquier católico, pero no puedo expresarme de otra manera–, lo cierto es que jamás me ha parecido ajeno lo católico, lo cristiano. A veces me he dicho a mí misma que si simplemente se pusiera en las puertas de las iglesias un cartel que prohibiese la entrada a cualquier persona con una renta superior a tal o cual pequeña suma, entonces yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías han estado dirigidas a los grupos que afirman pertenecer a las capas despreciadas de la jerarquía social, hasta que me he dado cuenta de que tales grupos desalientan por su naturaleza todas las simpatías. El último que me inspiró algo de confianza fue la CNT española. Yo había viajado un poco por España antes de la guerra civil, poco pero lo suficiente para sentir el inevitable amor a sus gentes; había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y de sus defectos, de sus aspiraciones más y menos legítimas. En la CNT y en la FAI había una mezcla asombrosa; cualquiera era admitido y, en consecuencia, la inmoralidad, el cinismo, el fanatismo y la crueldad se codeaban con el amor, el espíritu de fraternidad y, sobre todo, esa reivindicación del honor que resulta tan hermosa entre los hombres humillados; me pareció que quienes llegaban allí movidos por un ideal prevalecían sobre aquellos impulsados por su afición a la violencia y el desorden. En julio de 1936 me encontraba en París. No me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha horrorizado más de ella es la situación de quienes se hallan en la retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esa guerra, es decir, de desear cada día, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de otros, me dije que París representaba para mí la retaguardia, y tomé el tren a Barcelona con la intención de alistarme. Eso fue a principios de agosto de 1936.Un accidente hizo que mi estancia en España fuese corta. Estuve unos días en Barcelona, después en el campo aragonés, a orillas del Ebro, a unos quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar por el que recientemente las tropas de Yagüe cruzaron el Ebro; luego en el palacio de Sitges transformado en hospital y después otra vez en Barcelona; en total pasé en España unos dos meses. Salí de allí en contra de mi voluntad y con la intención de regresar. Pero después, de manera deliberada, no hice nada al respecto. Ya no sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era, como me había parecido al principio, una de los campesinos hambrientos contra los terratenientes y contra un clero cómplice de estos, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.
Conozco ese olor de guerra civil, sangre y terror que desprende su libro; lo he respirado. Debo decir que no he visto ni escuchado nada que alcance el grado de ignominia de algunas de las historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos, esas juventudes fascistas italianas que hacían correr a los viejos a porrazos. Pero lo que escuché fue suficiente. Estuve a punto de presenciar la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me pregunté si simplemente me quedaría mirando o si me dispararían al intentar intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas historias abarrotan mi pluma… Pero se haría demasiado largo contarlas todas; además, ¿para qué? Bastará con una. Me encontraba en Sitges cuando regresaron derrotados los milicianos de la expedición a Mallorca. Habían sido diezmados. De los cuarenta jóvenes que habían salido de Sitges, nueve habían muerto; nos enteramos cuando regresaron los otros treinta y uno. A la noche siguiente se llevaron a cabo nueve expediciones punitivas, y nueve fascistas o supuestos fascistas fueron asesinados en esta pequeña ciudad en la que en julio no había sucedido nada. Entre esos nueve estaba un panadero de unos treinta años, cuyo delito, según me dijeron, era el haber sido miembro de un somatén; su anciano padre, de quien era hijo único, y único sostén, se volvió loco. Otra historia: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países apresó, tras una escaramuza, a un joven de quince años que luchaba como falangista. Tan pronto como lo cogieron, temblando al ver morir a sus compañeros junto a él, dijo que había sido reclutado por la fuerza. Lo registraron y encontraron una medalla de la Virgen y un carné de falangista; fue enviado ante Durruti, jefe de la columna, quien, tras explicarle durante una hora la belleza del ideal anarquista, le dio a elegir entre morir o alistarse inmediatamente en las filas de quienes lo habían hecho prisionero, para luchar contra sus camaradas de la víspera. Durruti le dio al muchacho veinticuatro horas para que se lo pensase; pasado el plazo, el joven dijo que no y lo fusilaron. No obstante, Durruti fue en algunos aspectos un hombre admirable. La muerte de este pequeño héroe no ha dejado de pesar en mi conciencia, aunque no me enteré de lo ocurrido hasta más tarde. Y una historia más: en un pueblo que rojos y blancos habían tomado, perdido, reconquistado y vuelto a perder no sé cuántas veces, los milicianos rojos, tras haberlo reconquistado definitivamente, encontraron en los sótanos a un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro hombres jóvenes. Y razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos retiramos, se quedaron esperando a los fascistas, es porque ellos mismos son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron de inmediato, y después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos. Una última historia, esta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; uno fue asesinado en el acto, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después le dijeron a ese otro que podía irse. Cuando estaba a unos veinte pasos de distancia, lo abatieron. El que me contó la historia se sorprendió mucho al no verme reír.
En Barcelona, una media de cincuenta hombres eran asesinados cada noche en las expediciones punitivas. Proporcionalmente, eran muchos menos que en Mallorca, ya que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes. Además, durante tres días tuvo lugar allí una sangrienta batalla callejera. Pero quizá los números no sean lo principal en este asunto. Lo esencial es la actitud ante el asesinato. Ni entre los españoles ni entre los franceses que habían ido allí a luchar o a darse una vuelta –estos últimos eran casi siempre intelectuales aburridos e inofensivos–, vi yo jamás a nadie expresar, ni siquiera en la intimidad, repulsión, desagrado o incluso desaprobación ante la sangre derramada innecesariamente. Usted habla del miedo. Y sí, el miedo tuvo algo que ver con estos asesinatos; pero donde yo estuve, no vi que tuviese el peso que usted le atribuye. En una comida presidida por la camaradería, hombres aparentemente valientes –vi con mis propios ojos el coraje de al menos uno de ellos– contaron con una sonrisa fraternal cómo habían matado a sacerdotes o a “fascistas” –término este con un sentido muy amplio–. Por lo que a mí respecta, tuve la sensación de que, cuando las autoridades temporales y espirituales colocan a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuyas vidas tienen un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin correr el riesgo de ser castigado o culpado, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a quienes matan. Y si por casualidad se siente al principio un poco de asco, entonces se guarda silencio y pronto se sofoca tal desagrado, por miedo a parecer falto de virilidad. Hay ahí un impulso, una embriaguez a la que es imposible resistirse sin una fuerza del alma que debo considerar excepcional, ya que no la he visto en ninguna parte. Me encontré con franceses pacíficos, a quienes hasta entonces yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido por sí mismos ir a matar, pero que disfrutaban visiblemente de esa atmósfera impregnada de sangre. Jamás podré tenerles ningún respeto en el futuro.
Semejante atmósfera borra de inmediato el objetivo mismo de la lucha. Porque solo podemos formular el objetivo reduciéndolo al bien público, al bien de los hombres –y los hombres resultan aquí irrelevantes, carecen de valor–. En un país donde los pobres son en su gran mayoría campesinos, el objetivo esencial de cualquier grupo de extrema izquierda debe ser el bienestar de dichos campesinos; y esta guerra ha sido quizá sobre todo, al principio, una guerra por y contra el reparto de tierras. Sin embargo, esos pobres pero magníficos campesinos de Aragón, que tanta dignidad han conservado bajo las humillaciones, no eran para los milicianos ni siquiera un “objeto de curiosidad”. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad –al menos yo no vi nada parecido, y sé que los robos y las violaciones, en las columnas anarquistas, se castigaban con la muerte–, un abismo separaba a los hombres armados y a la población desarmada, un abismo bastante similar al que separa a pobres y ricos. Ello se manifestaba en la actitud siempre algo humilde, sumisa y temerosa de los unos, y en la desenvoltura, despreocupación y condescendencia de los otros.
Uno parte hacia España como voluntario, con la idea del sacrificio, y se encuentra en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con mucha más crueldad y menos respeto hacia el enemigo. Podría continuar con estas reflexiones indefinidamente, pero debo ponerles un límite. Desde que estuve en España, he escuchado y leído todo tipo de consideraciones al respecto, pero no puedo citar a nadie, aparte de usted, que, hasta donde se me alcanza, haya estado inmerso en la atmósfera de la guerra de España y haya resistido. Usted es monárquico, un discípulo de Drumont.[2] ¿Qué me importa? Me resulta incomparablemente más cercano que mis compañeros de la milicia aragonesa, esos camaradas a quienes, sin embargo, yo amaba.
Lo que usted dice sobre el nacionalismo, la guerra y la política exterior francesa después de la guerra me ha llegado también al corazón. Yo tenía diez años cuando se firmó el Tratado de Versalles. Hasta entonces había sido patriota, con toda esa exaltación que los niños manifiestan en tiempos de guerra. El deseo de humillar al enemigo derrotado, que entonces (y en los años siguientes) se desbordaba de manera tan repugnante por todas partes, me curó de una vez por todas de ese patriotismo ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país me resultan más dolorosas que las que este pueda sufrir.
Temo haberle importunado con una carta tan larga. Solo me queda expresarle mi profunda admiración.
S.Weil3, rue Auguste-Comte, París (distrito VI)
P.D.: He escrito mi dirección de forma mecánica. Porque, para empezar, supongo que tendrá usted mejores cosas que hacer que contestar a las cartas. Además, pasaré uno o dos meses en Italia, adonde quizá no me llegaría una carta suya, al quedar retenida esta en la aduana.
Notas:
[1] Publicada por primera vez en 1950, en el Bulletin de la Société des amis de Georges Bernanos, e incluida con posterioridad en Écrits historiques et politiques, Gallimard, París, 1960.
[2] Édouard Drumont (1844-1917), periodista, escritor y político católico francés, célebre por su antisemitismo y su nacionalismo.
Este texto forma parte del libro La guerra de España. Textos escogidos, que, con prólogo de Alexandre Massipe y traducción de Luis González Castro, acaba de publicar la editorial Página Indómita.
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Durante estos días ha habido un montón de elucubraciones no solo sobre lo que iba a hacer Pedro Sánchez, sino también sobre lo que le pasaba por la cabeza: ¿era sincero? ¿Era todo una artimaña política? ¿Se quedará por el PSOE? ¿Se quedará porque no quiere soltar la silla? ¿Se querrá ir a alguna silla de la Unión Europea?
Los que acertaron en que continuaría en el cargo pueden pensar que analizaron correctamente la situación. Y a lo mejor es verdad. Pero no necesariamente:
A lo mejor tuvieron suerte y su creencia no estaba justificada por nada, aunque resultó ser correcta.
O a lo mejor su creencia estaba justificada, resultó ser correcta y, aun así, tuvieron suerte.
A veces creemos que sabemos algo, esa creencia está justificada y acertamos. Pero incluso así, puede ser que no tuviéramos ni idea. Y por eso hoy hablamos de los problemas de Gettier.
Ejemplo:
Supongamos que mi compañero Pablo y yo nos enteramos de que la directora quiere nombrar un subdirector nuevo y, en un exceso de optimismo, nos presentamos al cargo.
Sé que Pablo tiene 5 euros en el bolsillo porque se los acabo de dar (se los debía) y me ha dicho: “Gracias, no tenía ni un céntimo”.
Uno de los directores adjuntos se me acerca y me dice: “Me ha dicho la directora que el cargo de subdirector es para Pablo”.
Teniendo en cuenta todo esto, yo puedo llegar a la siguiente conclusión:
El cargo de subdirector se lo llevará una persona con un billete de 5 euros en el bolsillo.
Pero, a pesar de todo lo dicho, resulta que la directora me escoge a mí para ser subdirector. Cuando me entero de la noticia, saco mi cartera para invitar a todo el mundo a una cerveza y me doy cuenta de que solo tengo un billete de 5 euros.
Resulta que mi conclusión era una creencia verdadera, pero no puedo decir que se tratara de conocimiento.
Este ejemplo está sacado (y adaptado) de un artículo del filósofo estadounidense Edmund Gettier (1927-2021), publicado en 1963: Is Justified Belief True Knowledge? (¿El conocimiento justificado es conocimiento verdadero?", en pdf). En este artículo, Gettier explica que tener una creencia justificada no es suficiente para hablar de conocimiento.
Jaime Rubio Hancock, Estoy seguro: ganará el candidato más alto, Filosofía inútil 30/04/2024
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Mueve al filósofo el deseo de retornar a la frontera en la que, por arrancar a hablar, se separó de su mera animalidad, convirtiéndose en animal de razón. Y ello no para retornar al otro lado, para identificarse a su mera animalidad, sino para venir a ser espejo de tal frontera y contemplar el desarraigo intrínseco respecto a la condición natural que la misma supone. Y aquí el segundo propósito.
Asumiendo que la razón y el lenguaje son el marco al que se adapta todo lo que acontece para el hombre y todo proyecto que este emprende, mueve al filósofo la exigencia de apurar las potencialidades de los mismos, aspirando a alcanza ese extremo simétrico de lo que constituyó el origen en la animalidad: aspiración paradigmáticamente encarnada en el proyecto platónico de encontrar la matriz del campo eidético, el soporte último de la red de ideas que filtra nuestra existencia global: tanto nuestra percepción del entorno natural, como el lazo con los otros seres de razón y el “diálogo consigo mismo” que da pie al sentimiento de subjetividad.
Esta segunda aspiración encierra quizás la misma dificultad que el proyecto de alcanzar el horizonte. Y ello por razones intrínsecas a las que se añade aquello que el mismo Platón denominaba “la cárcel del alma”, el hecho de que nuestra animalidad frena en la tarea, de que, por su origen en la carne “el verbo se despeña” y, en consecuencia, no ignorando ser tierra (de nuevo Octavio Paz) “saberse desterrado en la tierra”:
“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/ Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.
Victor Gómez Pin, Desterrado en la tierra, El Boomeran(g) 19/04/2024
... descubrí es que siempre estaba equivocado en un 99,5 %. Vamos a ver esta idea. ¿Tenéis dos folios, dos papeles por ahí? Gracias. Imagina, Diego, que este folio representa toda la información que hay ahora mismo en este lugar. Es decir, las ondas electromagnéticas del espectro visible que podemos ver, las ondas acústicas que podemos oír, la temperatura que podemos sentir… Toda esa información y también toda la que no podemos percibir a través de los sentidos también está aquí. Por ejemplo, las ondas de radiofrecuencia que utiliza tu teléfono móvil. Por ejemplo, los rayos cósmicos que vienen del espacio. Toda esa información que no tenemos sentidos capaces de captar está dentro de este folio. Si yo me pregunto cuánta información, cuánta cantidad de información es mi organismo capaz de recibir, de captar a través de los sentidos, siendo muy, muy, muy benevolentes estaríamos hablando de que mi cerebro solo es capaz de captar el 5 % de la información que ahora mismo está aquí, alrededor nuestro. Estaréis conmigo en que si yo doblo este folio por la mitad, esto sería el 50 % de la información. Si yo lo vuelvo a doblar, estaríamos hablando del 25 %. Si yo lo vuelvo a doblar, estamos en el 12,5 %. Si lo vuelvo a doblar, estaríamos en el 6 % de información, ¿vale? Como hoy me he levantado de buen humor, en lugar de un cinco, vamos a dejarlo en un seis.
Ahora bien, el 90 % de los procesos que ocurren en nuestro cerebro son procesos inconscientes. Y eso quiere decir que nosotros no podemos acceder a esos procesos de manera voluntaria. Por lo tanto, yo, de este 5 % de la información que mi cerebro es capaz de captar, tengo acceso consciente a aproximadamente un 10 % de esa información. Entonces estaréis conmigo en que si de este papelito que mi cerebro puede captar, yo lo doblo por la mitad, sería un 50 %, ¿sí o no? Si lo vuelvo a doblar, sería un 25. Si lo vuelvo a doblar, sería un 12,5. Vamos a dejarlo ahí. Esto de aquí, que es el 0,5 % de toda la información que nos rodea, es lo que yo uso, Diego, para determinar si tú me caes bien o mal. Es lo que yo uso para iniciar una guerra. Entonces, lo primero que la ciencia me enseñó es que todo el tiempo mi cerebro está dejando el 99,5 % de la información de lado. Es en base a esta información que yo decido si estudiar peluquería o si decido estudiar biología. Y esto es muy fuerte, porque significa, por ejemplo, que si mi cerebro lanza la propuesta de “David, eres infeliz”, ese pensamiento también está en un 99,5 % equivocado. Y aquí descubrí mi ignorancia.
La ciencia me permite acceder a ese 99,5 % de la información que David, que el cerebro de David no ve. Es decir, la ciencia, con sus dispositivos, con sus electrodos, con sus cacharros, con sus pruebas me permite acceder a un campo de información que David no ve. Y ese es el verdadero potencial de la ciencia.
David del Rosario, Deja en paz a tu cerebro, aprendemosjuntos.bbva.com
La heroína griega que viene a la mente es Filomela, cuya lengua le fue mutilada por decir la verdad (femenina) al poder (masculino), según lo cuenta Ovidio. Después de que su cuñado la violó, y luego le cortó la lengua para que no lo dijera, aun así, logró delatarlo —y derrocarlo como rey de Tracia— tejiendo en un tapiz el relato de su vejación. Arriesgarse y decir algo peligroso es un indicio de parresía, etimológicamente “decir todo”. Quien la promulga dice lo que tiene en mente, no esconde nada —abre su corazón y su mente a través de su discurso—. Está vinculada a la valentía ante el peligro: te arriesgas, incluso a morir, para decir la verdad. En sus reflexiones sobre la noción griega de parresía, el filósofo Michel Foucault afirma: “Romper el silencio al hablar es un acto político particularmente urgente frente a lo que es inconcebible e inadmisible en el nivel simbólico”.
David Dorenbaum, ¿Y si intentamos decir todo lo que pensamos?, El País semanal 11/04/2024
Creences Mundanes i Creences Grupals:
“Si una creença guia accions pràctiques, funciona millor si és certa, però si una creença defineix la identitat d'un grup, pot funcionar, o fins i tot funcionar millor, si no és certa.”
“Com sosté Anthony Appiah a The Lies That Bind, les "creences" i els relats que defineixen les identitats de grup són majoritàriament mites -la majoria falsos- que s'ensorren sota un escrutini racional. Les històries d'orígens nacionals, les teories sobre l'essència racial, parlar-ne o allò que "porto a la sang", les llegendes de grans avantpassats i (sí) les mitologies religioses sobrenaturals... si es furga en qualsevol d'aquests sacs d'idees que defineixen la identitat, brolla una allau de falsedats. El punt que afegeixo a Appiah és que, a l'efecte de definir un grup intern, la manca de veritat sol ser una característica, no pas un defecte. Això no vol dir que totes les "creences" constitutives d'identitat siguin falses o incoherents, només que, atès el seu paper, sovint ho són, i no pas per accident.
Heus aquí un esbós de per què és així: si una idea és certa i verificable, aleshores (en absència de pressions en sentit contrari) la majoria de la gent s'inclinarà a creure-la de fet, però en aquest cas, no serà una bona " creença" identitària, ja que no distingirà els que "creuen" dels que no. Podríem, per exemple, formar un culte al voltant de la creença que als gats els agrada la tonyina? Una secta així no funcionaria, perquè tothom creu això, i distingir els “creients” dels “no creients” és en gran part el propòsit de les “creences” que defineixen la identitat”. Per tant, per a les identitats de grup, és més eficaç que les narratives rellevants o altres "creences" continguin falsedats, o idees improbables o incoherents. Aquestes "creences" seran llavors eficaces com a insígnies internes que poden revelar-se de forma variable a través del comportament simbòlic.”
Pablo Malo
[https:]] 13/04/2024
Yo puedo haber elegido algo en un momento concreto: si quiero un helado de un sabor u otro, si aprieto o no el gatillo de un arma o si escribo un libro o no lo hago. En momentos así, existe una sensación de elección, de múltiples posibilidades de futuro. Sin embargo, la elección que acabas tomando es el resultado de todo lo que sucedió antes, del tipo de persona que has terminado siendo por todas las circunstancias que te han rodeado. Así que no. En absoluto hubo libre albedrío en esa decisión. Está claro que en el momento en el que la gente eligió tener hijos o no; vivir de alquiler o comprarse una casa, estaban tomando una decisión. Eran conscientes de lo que estaban haciendo y de sus consecuencias. Podrían haber optado por otra vía; nadie les estaba obligando. Pero se interpretan este tipo de decisiones como intuitivas, como un acto de madurez. Suficiente como para verlo como un acto de libre albedrío. Así lo interpretan también los sistemas judiciales, por ejemplo. Mi perspectiva es que esas decisiones son totalmente irrelevantes porque no van al fondo de la cuestión: ¿cómo alguien ha acabado siendo el tipo de persona que toma determinada decisión en un momento concreto?
Hace unos meses tuve una reunión con unos cuantos jueces. Les expliqué que el incremento del apetito durante su jornada laboral tiene un impacto directo en el aumento de las sentencias condenatorias. Hubo uno que me dijo que todo este trabajo científico sobre la toma de decisiones está muy bien, pero que la semana pasada había dictado una sentencia que al principio tenía clarísima y que, cuando llegó a su casa y se puso a pensar en el tema, acabó cambiando de opinión. Argumentaba que era una prueba de su libre albedrío. ¿Pero cómo ha llegado esa persona lo suficientemente segura de sí misma como para admitir que había cometido un error?, ¿cómo ha alcanzado ese nivel de desarrollo personal? Tenemos que diseccionar cuántas decisiones bajo nuestro control hemos tomado para acabar siendo como somos. ¿Has elegido la cultura que tienes?, ¿el útero en el que te gestaron?, ¿elegiste quiénes querías que fuesen tus padres?, ¿el barrio en el que te criaste? Si no tienes en cuenta todo esto y solo ves el momento concreto, la conclusión está clara: estás tomando una decisión y actuando con intención. ¿Pero cómo se ha formado esa intención?
Pensemos, por ejemplo, en el piloto de una aerolínea que se quedó dormido durante un vuelo provocando una terrible tragedia. Parece una negligencia monstruosa. Pero, con el paso del tiempo, se descubre que este piloto, a estas alturas del año, solía padecer alergia; que estaba tomando antihistamínicos que le provocaban somnolencia. Es difícil mantenerse despierto si estás tomando antihistamínicos. Hace décadas, la versión hubiese sido simplemente que el piloto se quedó dormido, que es un criminal y un irresponsable. Pero de repente, encontramos otra explicación, una biológica que no tiene nada que ver con elecciones personales y libres. ¿Lo meterás en la cárcel? No, surgirá una nueva normativa que incorporará la incompatibilidad de pilotar bajo los efectos de esta medicación y que nada tendrá que ver con el libre albedrío ni con la culpa. Así, protegeremos a la gente sin necesidad de decir que nadie es malvado o que fue un acto provocado por un alma perversa. Es un escenario del que hemos extirpado por completo el libre albedrío y que ahora nos resulta obvio. Pero no siempre ha sido obvio. Es que venimos de un lugar donde la gente achacaba las consecuencias de cualquier cosa al libre albedrío, donde se solía pensar que la enfermedad y la moralidad estaban relacionadas o que un Dios nos castigaba. Afortunadamente, hemos dejado de creer que cuando alguien estornuda en primavera sea porque tiene el alma podrida. Ya no pensamos que nadie merezca ser encerrado por quedarse dormido a causa de una medicación. Al igual que hemos expulsado al libre albedrío del avión, lo hemos hecho en otros muchos ámbitos.
Si crías a un hijo para que sea exactamente como tú, evidentemente no existirá el libre albedrío; si tu crianza produce un adulto que odia el tipo de padre que tuvo y trata de hacer exactamente lo contrario de lo que hicieron con él, tampoco. Y si crías a un niño que es básicamente igual que tú, pero de repente se encuentra con un profesor que le influye muchísimo y cambia, tampoco habrá sido una decisión libre. Simplemente se trata de las influencias que hayan supuesto un mayor impacto a la hora de formar a una persona. Tenemos esta idea de que si crías a tus hijos para que piensen como tú, acabarán siendo todo lo contrario. ¿En serio nos creemos que se trata de una decisión propia y libre? Por supuesto que no, simplemente habremos estado en contacto con elementos que acabaron por influenciarnos más y esa es la razón de que tengas una visión política completamente opuesta. Pero es resultón decir: «Cuando te conviertes en padre, acabas siendo distinto a cómo era el tuyo», como si hubiésemos elegido un camino.
Cuando ves a alguien que tiene sobrepeso, surgen todo tipo de atribuciones sociales. Se suele pensar que son personas que no tiene disciplina ni autocontrol, que desde algún nivel de su subconsciente se odian a sí mismos. Se produce un rechazo y se les considera poco atractivos. Pero un buen día se descubre una hormona en el riego sanguíneo llamada leptina. Cuando comes, segregas leptina desde tus células grasas y se introduce en tu cerebro, activando señales. Por eso dejamos de sentir hambre cuando comemos. De repente, alguien descubre que existe gente que tiene mutaciones en el receptor de la leptina y que estas provocan que sus cerebros no respondan a esta hormona de la manera adecuada. Y así, acaban sufriendo obesidad mórbida. Oh, vaya, no es que estas personas se odiasen a sí mismas o que no tuviesen autocontrol, sino que algo estaba funcionando mal en su organismo, que no estaban recibiendo las señales que biológicamente deberían después de una comilona. Y aquí entran en juego muchísimas cosas, como la cantidad de estrés fetal al que fuiste sometido debido durante el embarazo porque tu madre estaba pasando una mala época. Y esto repercutirá en la cantidad de neuronas dopaminérgicas que acabarás teniendo en una parte de tu cerebro adulto. Y esto repercutirá a su vez en tu vulnerabilidad ante posibles adicciones. Y te aseguro que no vas a disponer de control sobre el desarrollo de esa parte de tu cerebro encargada de los impulsos y los antojos. Y eso, a su vez, va a influir en que, si un día ves un bar abierto en una esquina de una calle, acabes entrando o no. Es exactamente el mismo funcionamiento que hace que a una persona le guste el helado de vainilla y a otra el de chocolate. Mucho más desafiante biológicamente, sí, pero biología.
La ciencia no deja de enseñarnos una y otra vez que debemos sospechar cuando creamos que hemos alcanzado una decisión racional sobre lo que sea. Porque cuando escarbas un poco, descubres que suele haber elementos que condicionan nuestros comportamientos de los que no tenías ni idea. Tenemos que ser muy cautos cuando creamos entender por qué alguien ha hecho algo. Especialmente si nos toca juzgarlo. Atreverse a pensar que entendemos por qué una persona ha actuado de una manera o de otra implica una alta probabilidad de equivocarse. Cuando digas que alguien es amable, digna, empática o un criminal, debes saber que no tienes ni la más remota idea de los factores que han acabado interactuando para que esa persona acabase siendo como es. Y, sobre todo, debes entender que no ha tenido ningún tipo de control sobre todo ello. Es la única conclusión posible viendo lo que la ciencia pone delante de nuestros ojos. Pero es tremendamente complicado vivir de esta manera.
Hace ya tiempo tuvimos a un niño que era algo fuera de lo normal, tenía un oído y una capacidad de afinación perfecta. Le pedías que te diese un la en 440 Hz —la nota de referencia para afinar los instrumentos musicales— y te la daba. Pero es que eso un rasgo genético, es completamente absurdo sentir admiración por la maestría de aquel niño a la hora de afinar. Si no asumimos cosas como esta, será realmente complicado no culpabilizar a la gente que comete un crimen, no recompensar a alguien que trabaja más duro que los demás o pensar que alguien que mide 2,20 metros y que gana un salario estratosférico porque juega muy bien al baloncesto se lo ha merecido. Es duro asumir que nada de esto tiene ningún sentido, pero tenemos que seguir empujando para entenderlo. Porque cada vez que aprendemos estas cosas, el mundo se convierte en un lugar mejor. No son solo avances científicos enormes, sino también morales.
Somos maquinaria biológica, al igual que un renacuajo o una bacteria. Somos algo más complicados, pero somos ingeniería biológica. La única diferencia real es que mientras que el resto de especies no pueden saber que son un producto de engranajes biológicos, nosotros sí. Somos la única especie capaz de entenderlo. Somos los únicos capaces de entender qué hacen los botones y qué pasa si muevo esta palanca. Y esta percepción nos permite aprender los cambios que se producen. Y si mi trabajo es ser juez, puedo aprender cuáles son los botones involucrados en mis decisiones; entender que me vuelvo mucho menos empático con los acusados conforme descienden mis niveles de glucosa. Somos máquinas, pero tenemos la posibilidad de cambiar. No porque decidamos libremente que queremos hacerlo, sino porque las circunstancias nos cambian.
Lois Balado Tomé, entrevista a Robert Sapolky: "Pedir pruebas de que el libre albedrío no existe es como querer probar que los duendes son reales", lavozdegalicia.es 09/04/2024