Vegeu aquí
No hay razón para pensar que el universo tiene un interés benévolo hacia el bienestar humano. Por naturaleza, las cosas tienden a ir peor. Por muchas razones. Una es la ley de la Entropía: si lo dejas solo, todo se desordena y empeora. Otra es la evolución: la naturaleza es un sistema competitivo y otros organismos evolucionan constantemente para derrotarnos, y así tenemos las pandemias. Otra razón es la propia naturaleza humana: no evolucionamos para ser perfectamente racionales y cooperativos, tenemos muchos sesgos cognitivos. Razonamos desde la anécdota, no desde la evidencia, y siempre pensamos que tenemos razón. Así que la pregunta no es por qué el progreso no ha solucionado todos los problemas, sino cómo ha sido posible que haya habido progreso.
(Pues) Porque los humanos, con todos nuestros sesgos cognitivos, tenemos raciocinio y hemos creado instituciones como las universidades, los gobiernos democráticos o el periodismo responsable para tratar de reducir errores y promover la verdad. El progreso es una batalla constante entre las fuerzas del desorden y la destrucción y la racionalidad y la empatía humana.
Josep Catá Figols, entrevista a Steven Pinker: "Entender que la utopía es imposible permite que haya tolerancia y democracia", El País 05/1172024
La amenaza del tedio tiene mucho que ver con las temporalidades de la modernidad, con la estructuración entre trabajo asalariado y tiempo de ocio. El ocio y el miedo al tedio parecen estar estrechamente relacionados: las conquistas de las clases trabajadoras en términos de horario de jornada y jornadas semanales, vacaciones y jubilación se han traducido en la más grande de las industrias contemporáneas, la de la modelación del tiempo de ocio en tiempo de atención controlada por dispositivos de fascinación.
Fue en este contexto, y en los primeros momentos de la digitalización de la cultura, cuando aparecieron los videojuegos. De hecho el videojuego y el desarrollo del ordenador y de internet están estrechamente entrelazados. Las fuerzas más poderosas de los primeros momentos del computador personal estuvieron representadas por los jugadores y diseñadores de videojuegos. Nació así una nueva narrativa, una estructura formal que todos reconocemos: marco de juego, objetivos, puntuación, niveles, ... Personales o colectivos, más o menos miméticos, más o menos sofisticados, los videojuegos impusieron una narrativa que fluyó y contaminó a los bestsellers, películas y series.
En los momentos álgidos de la primera crisis económica del capitalismo producida en y por el entorno digital, 2008, nació también la extensión de esta narrativa a todos los momentos de la vida: el orden gerencial del trabajo, la propia configuración de proyectos, el mito de la educación como juego. La gamificación (sigo usando el neologismo a pesar de que la RAE recomiende "ludificación", para preservar la distancia entre una concepción lúdica y una concepción gamificada). La nueva gerencia organizó las empresas como si fueran entornos de juego: el fordismo se dividió en proyectos, la competitividad en puntuación, las viejas órdenes del jefe en objetivos, las emociones de aburrimiento en la empresa se tradujeron en una suerte de diversión obligada por la jerarquía. Así, una y otra vez nos repiten el mismo mantra en el contexto de la educación: hacer del tiempo del aula un tiempo de diversión, competencia, logros, éxito.
Fernando Broncano, Tedio, políticas del goce y gamificación, El laberinto de la identidad 16/11/2024
La victoria de Donald Trump en las elecciones de 2024 se está comprendiendo bajo dos puntos de vista: el primero, como la derrota de los partidarios de la globalización de los mercados, junto a todo el aparato institucional y legal que la sostiene; el segundo, el que me importa aquí, como la derrota de la cultura de los movimientos sociales y del interseccionalismo, calificada como cultura “woke” por sus enemigos. El movimiento MAGA parece haber calado en muchas capas de la población apoyándose en brechas existentes en la cultura norteamericana: la brecha de quienes acceden y no a la educación superior, la brecha de la religión, y especialmente la de las iglesias evangélicas y, tercero, la brecha de género, en particular en lo que se refiere a los varones temerosos de los avances del feminismo.
En lo que respecta al punto de vista económico, la inflación y la presión o el pánico moral emigratorio han sido factores muy importantes en las decisiones de voto de las clases medias bajas, incluyendo las que tienen orígenes emigrantes, pero este factor es menos importante que la gran ola reaccionaria contra la cultura de los movimientos sociales, que, por unos medios u otros, ha logrado una cierta hegemonía en los medios de comunicación y los medios sociales. Este crecimiento, que irradia a otras muchas zonas del mundo, y especialmente a los países desarrollados occidentales, tiene bases profundas que tienen que ver tanto con la transformación económica y cultural de las clases sociales como con la fuerza política que adquirieron los movimientos sociales de género, raza, orientación afectiva y preocupación ecológica. Una fuerza que ha desbordado en sus límites a la de las puras políticas socialdemócratas del estado de bienestar y, en cierta forma, a las propias estructuras del capitalismo globalizador.
Esta fuerza cultural ha amenazado también y sobre todo a los más profundos elementos simbólicos que sostuvieron la historia norteamericana y, por extensión, la de buena parte de los países bajo su influencia. Me refiero a lo que se ha llamado el sueño americano y a la utopía asociada, que ha sido uno de los componentes básicos del neoliberalismo más tardío. El “sueño americano”, una expresión popularizada por el historiador Truslow Adams en 1931 (The Epic of America), se sostiene en varios pilares: el primero es la creación de un mito sobre lo que significa el sentido de la vida: formar una familia estándar, adquirir una casa amplia y confortable, tener una alta capacidad de consumo de bienes (automóviles, electrodomésticos,…), expectativas de un trabajo con rendimientos crecientes, que se amplía a los hijos. Este elemento tienen un importante componente de envidia por el éxito económico de otros ha sido analizado con muy buena intuición por la teórica australiana Caryl Osborn en su libro Tragic Novels. Renè Girard an the American Dream). Osborn sostiene que la ideología de superación de los estamentos sociales y la igualdad jurídica activa una suerte de emulación y mímesis de la riqueza, que conduce a que en el imaginario, el éxito económico y la legitimación de la idea de la patria vayan unidos. El segundo componente religioso, tal como enseñó Weber, une la idea de una vida digna con la de una vida económicamente productiva.
En tercer y no menos importante lugar está el valor de las familias. Este componente del sueño americano ha sido exhaustiva y luminosa por la, también australiana, Melinda Cooper en Los valores de la familia, que analiza la intrínseca relación del capitalismo y el fomento de un tipo particular de familia: aquel que puede hacerse cargo de todo lo que consideramos fracasos de mercado: el cuidado y formación de los hijos, la salud, la vejez, …, todo aquello que la socialdemocracia considera bienes públicos, pero que el capitalismo prefiere instalar en lo privado a través de leyes que protejan el derecho (de hecho la obligación) de las familias a hacerse cargo de todo lo que entraña la temporalidad de la vida humana.
Los movimientos “woke” han sido vistos como la gran amenaza a este modelo de familia y con el a toda la estructura de sentimiento asociada al sueño americano. La idea de una familia en peligro por la desindustrialización y la globalización, por las nuevas formas de afecto no heteronormativas, por el abandono de los valores puritanos religiosos, la idea de que una emigración culturalmente extraña (islámica, africana,…) será también una ruptura del modelo ideológico-económico de familia, forma es el centro de gravedad del miedo reaccionario que ha activado el movimiento MAGA lo mismo que el de sus variantes europeas.
Se ha iniciado así una guerra cultural, con su consiguiente carrera de armas culturales para defender este modelo frente a las amenazas. En este sentido, el interseccionalismo ha desarrollado un aparato cultural complejo con una audiencia amplia (las sociedades están polarizadas más o menos en una mitad contra otra mitad), pero también lo ha hecho en un formato que a veces no es entendido y, lo que es entendido, lo es como amenaza por parte de una gran parte de la población. La idea de “somos el 99%” de David Graeber en los años de la indignación no ha calado por muchas razones, una de ellas por incompetencia comunicativa, otras están relacionadas con que la misma fábrica del interseccionalismo está construida sobre fricciones y tensiones no fácilmente solubles. Algunos casos recientes en la política española muestran que estas fricciones son reales y no simples emanaciones de intereses o actitudes personales.
El clarividente libro de Carly Osborn ha optado por una línea que no me parece tan incompetente: la de buscar las fracturas de ese sueño utópico en sus mismas bases, recogiendo lo que ha sido la gran tradición de la literatura suburbana, que analiza las ansiedades y muros insalvables del sueño americano. Ella analiza varias obras que recorren varios aspectos de este sueño: Muerte de un viajante (Arthur Miller, 1949): es una de las mejores exposiciones de la utopía neoliberal del éxito social. Actual pese a la distancia temporal. Las vírgenes suicidas (Jeffrey Eugenides, 1993 y su versión cinematográfica de Sofía Coppola, 1999): un narrador colectivo, la vecindad suburbana, incapaz de duelo y de comprensión de su propio fracaso, situada en las crisis del Detroit de los primeros setenta. Revolutionary Road (Richard Yates, 1961 y su versión cinematográfica de Sam Mendes, 2008): la fractura del sueño masculino, vista desde la mirada de una esposa. La tormenta de hielo (Rick Moody, 1994 y su versión cinematográfica de Ang Lee 1997): una revisión trágica de la revolución sexual de los setenta y de las contradicciones del deseo como deseo ontológico. Son cuatro obras que tienen un trasfondo trágico, en el que el sacrificio de alguien es un resultado inevitable de la imposibilidad de resolución de las contradicciones internas del mito del sueño americano.
El mito utópico neoliberal, en sus versiones ahora neoconservadoras fundamentalistas, es una máquina de sufrimiento y ansiedad, la estructura de sentimiento básica del capitalismo avanzado. Esa ansiedad se proyecta contra el enemigo interno, pero es estructuralmente necesaria para las bases de la envidia mimética que sostiene el mito y que produce una temporalidad desgarrada, incapaz de hacerse cargo de la propia ubicación y del origen de las fragilidades propias.
Se ha dicho muchas veces, y tal vez con mucha razón, que el movimiento interseccional solo ha distribuido ira y no esperanza, que no ha sido capaz de elaborar un horizonte de vida alternativo, que no sea el de una constante y eterna guerra contra los adversarios. Seguramente, es mi hipótesis, porque la pura reacción cultural no entraña capacidades de creación de tiempos conjuntos de libertad, solo de fraternidades internas a las diversas variantes de los movimientos: gays y lesbianas que consideran que la utopía se puede vivir, pero solo en el mundo gay, o ecologismo de aislamiento en pequeñas granjas, o …
No se trata de una crítica más a las políticas culturales interseccionales. Por el contrario, reconozco que no es sencillo pensar una alternativa y que esta solo surgirá de nuevas prácticas, más que de las cabezas intelectuales. Mientras, las nuevas redes políticas que usan la desesperación y la ansiedad están teniendo un éxito notable aprovechando las contradicciones de sus propios seguidores. Ahora bien, en esta carrera de armas culturales, esta estrategia es una calle de doble dirección. Nuevos lenguajes, nuevas formas de entender las contradicciones de quienes están en el lado adversario pueden ayudar a cambiar esta marea que, por el momento parece un tsunami.
Fernando Broncano, MAGA y los wokes, El laberinto de la identidad 08/11/2024
¿Por qué los hombres “aceptan” tan bien los prejuicios y la superstición? ¿Por qué combaten por su servidumbre como si se tratara de su salvación? ¿Por qué el deseo de vida se convierte en la mayoría de los casos en su contrario, el deseo de opresión? Esta cuestión no existe, en Spinoza, más que de manera implícita. La expresión: los hombres “luchan por su esclavitud como si se tratara de su salvación”, está incluida en una larga frase del prefacio del Tratado teológico‐político, en la que Spinoza opone el interés mayor del régimen monárquico al de una República libre, desde el punto de vista de la libertad de juzgar. A la pregunta implícita del “por qué” no se encuentra en este pasaje más que una respuesta débil: a los hombres se les ha engañado. Sin embargo, la potencia de la pregunta, reclama una explicación más profunda, por la constitución misma del ser humano, es decir, el deseo. El apéndice de la parte I de la Ética y el escolio de la proposición 9 de la parte III nos dan los elementos para tal respuesta.
“Éste [el apetito] no es otra cosa que la esencia misma del hombre” y, por consiguiente, “juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (escolio). El apéndice afirma por otra parte que todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos poseen apetito de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí, se sigue, primero que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. La definición del hombre como deseo, la ilusión inmediata de su libertad (como libre albedrío), su comportamiento espontáneamente finalista en su búsqueda de la utilidad propia, son las tres entradas al problema de la servidumbre.
La ilusión de la libertad —que puede ser tomada en Spinoza como un dato inmediato de la conciencia— y el comportamiento espontáneamente finalista en la búsqueda de la utilidad propia, determinan necesariamente la orientación del conatus hacia la ficción finalista. En el fondo, en efecto —a causa de su impotencia nativa— el sujeto es temeroso, inquieto, de una inquietud fundamental frente al caos y a la fragmentación del universo. La ficción se construye pues para resistir y responder a esta “inquietud”, para que se disipe la angustia y que, por fin, según la expresión de Spinoza, los hombres “se tranquilicen”. Spinoza desvía así la representación (aquí la de la ficción) de la simple función de conocimiento (verdadero o falso) que era tradicionalmente la suya, para hacer de ella la relación existencial/imaginaria que los hombres mantienen, por una necesidad natural debida a su situación de impotencia, con la verdadera realidad. Nosotros constatamos, sin embargo, que en su elaboración misma, la representación como ficción va a contribuir a profundizar el desprecio original y por ello a perpetuarla, por otro lado, sin verdaderamente calmar la inquietud, sino por una huida hacia adelante... Los hombres son movidos más bien por la opinión que por la verdadera razón; pero si la fuerza de lo verdadero puede suprimir —por sustitución— la ilusión y la ficción, la ausencia de duda, que envuelve la creencia (que no es certidumbre pero que, para el ignorante vale como tal), las mantiene y las hace siempre más reales. La realidad de la representación, aquí ilusoria y ficticia, se vuelve así cada vez más impositiva y por ello alienante al separar a los hombres de su propia esencia o de su potencia, es decir, de su deseo como afirmación de la vida. Es que la ficción finalista se ha convertido en un verdadero sistema, la estructura a partir de la cual todos los hombres viven y piensan, de la que la idea de un Dios‐Persona es a la vez Fundamento, Origen y Fin.
Laurent Bove, "La servidumbre, objeto paradójico del deseo", La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza, Madrid, Tierradenadie 2009
La grandeza del hombre es grande, porque el hombre conoce su miseria.Un árbol no conoce su miseria. Es, pues, ser miserable el hecho de sentirse miserable; pero es ser grande, el hecho de conocer que se es miserable.
Algo ... que me parece muy interesante, son las tres paradojas de la democracia en las que se detiene Popper. Estas paradojas nacen de debilidades aparentes de las sociedades abiertas y están presentes en el ejemplo (más o menos) ficticio del arranque de esta carta.
1. La paradoja de la democracia. Una mayoría de los ciudadanos podría votar a favor de que nos gobierne un tirano. Popper saca esta paradoja de La República de Platón, donde el griego advierte de que la tiranía podría llegar al poder “por medio de la democracia”, al “convertir a un hombre en su campeón o conductor partidario” y “exaltar su posición, atribuyéndole una supuesta grandeza”.
2. La paradoja de la libertad. Popper también avisa de que “la libertad, en el sentido de ausencia de todo control restrictivo, debe conducir a una severísima coerción, ya que deja a los poderosos en libertad para esclavizar a los débiles”. Por citar un ejemplo de su libro, sin regulación laboral, los empresarios podrían aprovecharse de los trabajadores en situaciones desesperadas, que se verían en situación de “aceptar cualquier cosa para no morirse de hambre”. Sobre el papel, lo harían en libertad.
3. La paradoja de la tolerancia. Esta es la más conocida, sobre todo desde hace unos años, cuando viralizaron vídeos de ciudadanos dando tortas a nazis e incluso se publicó algún libro (buenísimo) sobre dilemas éticos en cuyo título se hacía referencia a puñetazos y fascistas. Según la paradoja, los intolerantes pueden aprovechar la libertad y la democracia para difundir sus mensajes antidemocráticos, lo que podría llevar a “la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia”.
A pesar de lo que se dice a menudo, Popper no cree que debamos impedir la expresión de ideas intolerantes (o pegar a nazis por la calle, salvo en defensa propia): “Mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, sin duda, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a encontrarnos en el escenario de los argumentos racionales”. Mientras los antidemócratas no rehúyan el debate y recurran “al uso de sus puños y pistolas”, nosotros no debemos reclamar “en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”. No hay que pegar a los nazis: basta con no votarles.
En esta idea han incidido pensadores posteriores como Martha C. Nussbaum y John Rawls. Rawls añadía algo muy interesante en Una teoría de la justicia: la actitud abierta por nuestra parte no es por hacerles un favor a los intolerantes. Los intolerantes no tienen derecho a quejarse si se vulneran sus libertades. Lo hacemos por nosotros, no por ellos, ya que tenemos el deber de preservar las condiciones que aseguran que la sociedad siga siendo libre y justa.
Para Popper, estas paradojas no son curiosidades intelectuales, sino problemas que pueden poner en peligro la democracia. El ejemplo más claro (y típico) es el de Adolf Hitler: el partido nazi fue el más votado en 1932 y 1933, aunque sin alcanzar la mayoría absoluta, y Hitler fue nombrado canciller. Y hay casos muy recientes: Vladímir Putin, Nicolás Maduro y Recep Tayyip Erdogan ganaron elecciones y luego procedieron a limar (o a seguir limando) las garantías democráticas, con el objetivo de perpetuarse en el poder. Como dijo el propio Erdogan, “la democracia es un tranvía: cuando llegas a tu parada, te bajas”.
No existe ningún medio infalible para evitar estas paradojas, escribe Popper, pero sí algunas salvaguardas que nos ayudan a enfrentarnos a ellas. Como, sobre todo, los mecanismos que nos permiten elegir al Gobierno y también desalojarlo cuando lo decidamos, además de preservar instituciones libres e independientes que ayuden a garantizar la libertad y la democracia, como la justicia, el parlamento o la prensa.
Esta es la diferencia (como ya comentamos hace unas semanas) entre la Venezuela de Maduro y los Estados Unidos de Donald Trump. Tras las elecciones de 2020, el estadounidense intentó quedarse en la Casa Blanca a pesar de haber perdido las elecciones, pero se encontró con instituciones independientes que le plantaron cara: el Congreso, el Senado, la prensa y su vicepresidente, además, por supuesto, de una gran parte de la ciudadanía. Maduro lo tiene, de momento, más fácil para quedarse en el poder a pesar de que todo indica que perdió las elecciones. Tras años de autocracia ha arrasado con la oposición interna y con la independencia de esas instituciones que deberían actuar de contrapeso a su poder.
El objetivo de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos no es averiguar cómo lograr el mejor Gobierno, sino cómo evitar totalitarismos y dictaduras: una mala política en democracia es preferible “al sojuzgamiento por una tiranía, por sabia o benévola que ésta sea”. El motivo está claro: al Gobierno malo siempre lo podemos echar, pero con la tiranía la cosa se complica. Es más, que podamos votar y cambiar un Gobierno es uno de los motivos que explican que las democracias sean más prósperas: podemos probar, corregir y mejorar. En cambio, autocracias como las de Putin o Maduro solo pueden ir a peor porque sus errores no tienen consecuencias.
Jaime Rubio Hancock, Las paradojas de la democracia, Filosofía inútil 23/10/2024
El historiador Robert Paxton pasó el 6 de enero de 2021 pegado a su televisor. Estaba en su piso de Upper Manhattan cuando vio a una multitud que se dirigía hacia el Capitolio, sobrepasaba las barreras de seguridad y los cordones policiales e irrumpía en el interior. Muchos asistentes llevaban la gorra de béisbol roja de MAGA, mientras que otros lucían la gorra de color naranja brillante propia del grupo de extrema derecha de los Proud Boys. Unos cuantos iban vestidos de forma más estrambótica. ¿Quiénes son estos personajes con ropa de camuflaje y cuernos? se preguntó. “Me quedé absolutamente atrapado”, me dijo Paxton cuando fui a verle este verano a su casa del valle del Hudson. “No imaginaba que pudiera haber un espectáculo así”.
Paxton, de 92 años, es uno de los mayores expertos estadounidenses en fascismo y quizá el mayor especialista estadounidense vivo en la historia europea de mediados del siglo XX. Su libro de 1972, La Francia de Vichy: vieja guardia y nuevo orden, 1940-1944, estudia las fuerzas políticas internas que llevaron a los franceses a colaborar con los ocupantes nazis y obligaron al país a hacer un exhaustivo examen de conciencia sobre lo ocurrido durante la guerra.
La obra resultó muy actual cuando Donald Trump obtuvo la nominación republicana en 2016 y empezaron a proliferar en la prensa estadounidense artículos que comparaban la política estadounidense con la de Europa en los años treinta. Michiko Kakutani, entonces jefa de la sección de libros de The New York Times, convirtió la reseña de una nueva biografía de Hitler en una alegoría poco disimulada sobre un “payaso” y un “imbécil”, un ególatra y un mentiroso patológico con el don de saber leer y explotar la debilidad. En The Washington Post, el comentarista conservador Robert Kagan escribió: “Así es como el fascismo llega a Estados Unidos. No con botas y manos en alto”, sino “con un charlatán televisivo”.
En un artículo escrito para un periódico francés y reproducido a principios de 2017 en Harper’s Magazine, Paxton pedía contención. “Debemos dudar antes de aplicar una etiqueta tan tóxica”, advertía. Paxton reconocía que el “ceño fruncido” y la “mandíbula prominente” de Trump recordaban a “los absurdos gestos melodramáticos de Mussolini” y que Trump tenía afición a echar la culpa de la “decadencia nacional” a “los extranjeros y las minorías despreciadas”; todos ellos, componentes básicos del fascismo, según escribía en el artículo. Pero la palabra se utilizaba con tanta ligereza que había perdido su poder esclarecedor. A pesar de las semejanzas superficiales, había demasiadas diferencias. Los primeros fascistas, decía, “prometieron vencer la debilidad y la decadencia nacional a base de fortalecer el Estado y subordinar los intereses de los individuos a los de la comunidad”. Por el contrario, Trump y sus compinches querían “subordinar los intereses de la comunidad a los de los individuos; al menos, los de los individuos ricos”.
(Sin embargo)El 6 de enero fue un punto de inflexión. Para un historiador estadounidense de la Europa del siglo XX, era difícil no ver en la insurrección ecos de los Camisas Negras de Mussolini, que en 1922 marcharon hacia Roma y tomaron la capital, o de la revuelta violenta protagonizada por veteranos de la guerra y grupos de extrema derecha en el Parlamento francés, en 1934, para trastocar la toma de posesión de un nuevo Gobierno de izquierdas. Pero las analogías importaban menos que lo que a Paxton le pareció una transformación del propio trumpismo. “Hubo un giro hacia el uso de la violencia tan explícito, descarado y deliberado que no quedaba más remedio que cambiar la forma de hablar sobre ello”, dijo Paxton. “Pensé que era necesario un nuevo lenguaje porque estaba ocurriendo algo nuevo”.
Un redactor de Newsweek se puso en contacto con Paxton y este decidió anunciar públicamente que había cambiado de opinión. En un artículo publicado en internet el 11 de enero de 2021, Paxton escribió que la invasión del Capitolio “elimina cualquier objeción que pueda tener a la etiqueta de fascista”. Las palabras de Trump que “alentaron la violencia civil para anular unas elecciones traspasaron una línea roja”, continuaba. “Ahora, la etiqueta parece no solo aceptable, sino necesaria”.
Este verano pregunté a Paxton si, casi cuatro años después, se reafirmaba en su pronunciamiento. Con cautela pero franco, me dijo que no cree que el uso de la palabra tenga ninguna utilidad política, pero reiteró el diagnóstico. “Está aflorando desde abajo en aspectos muy preocupantes, de forma muy parecida a los fascismos originales”, contestó. “Es lo mismo, de verdad”.
Llamar a alguien o algo “fascista” es la máxima expresión de la repulsión moral, un impulso emocional al que es difícil resistirse. Pero el fascismo tiene un significado específico y, en los últimos años, el debate se ha centrado en dos preguntas: ¿Es una descripción certera de Trump? ¿Y es útil?
La mayoría de los comentaristas responden sí o no a ambas preguntas. Paxton es, en cierto modo, el único que responde sí a la primera y no a la segunda. “Sigo pensando que es una palabra que caldea más que esclarece”, dijo mientras contemplábamos, sentados, el río Hudson. “Es como hacer estallar una bomba de pintura”.
Me dijo que lo que vio el 6 de enero le sigue afectando todavía; le ha costado “aceptar que los otros son unos conciudadanos con motivos legítimos para quejarse”. Eso no quiere decir, aclaró, que no haya quejas legítimas, sino que la forma política de abordarlas ha cambiado. En su opinión, el trumpismo se ha convertido en algo que “no es obra de Trump, curiosamente. Es decir, lo es, si pensamos en sus mítines. Pero él no ha enviado a gente a que organice estas cosas; han germinado sin más, por lo que yo sé”.
A Hitler no lo eligieron —señaló—, sino que lo designó legalmente el presidente conservador Paul von Hindenburg. “Una teoría”, dijo, “es que, si no hubieran convencido a Hindenburg para que eligiera a Hitler, la burbuja habría estallado y el nuevo canciller de Alemania habría sido un conservador normal y no un fascista. Y creo que esa es una hipótesis verosímil, porque Hitler estaba perdiendo peso”. En Italia, Mussolini también fue nombrado legítimamente. “Lo escogió el rey”, dijo Paxton, “a Mussolini no le habría hecho falta marchar sobre Roma”.
El poder de Trump, sugiere Paxton, parece diferente. “Da la impresión de que el fenómeno de Trump tiene una base social mucho más sólida”, dice. “Una base que no tenían ni Hitler ni Mussolini”.
Elisabeth Zerofsky, ¿Es Trump un fascista?, El País 03/11/2024
Se culpa ahora al feminismo del machismo de un político de la “nueva izquierda” como si la lucha por la igualdad solo estuviera en los partidos y fuera patrimonio exclusivo de los posmoalternativos. Pero fueron ellos quienes cometieron el grave error de ir a por lo que bautizaron como “feminismo clásico”. Porque decían que era del PSOE cuando era y es de todas las españolas. Atacaron sin complejos a figuras destacadas y activistas y despreciaron a las bases. Primero tildándolas de blancas privilegiadas colonizadoras (será que las que están en la cúpula de estas organizaciones son unas pobres obreras negras, será que no tienen chachas limpiando en casa mientras ellas cambian el mundo). Luego nos intentaron colar el oxímoron del feminismo islámico, como si la misoginia de Mahoma fuera mejor que la de la Curia Vaticana, como si a las moras nos encantara taparnos y convertirnos en trad wifes multicultis. Eso les daba una nota de color que disimulaba su racismo. Un racismo que llevó a una de sus más destacadas figuras a contarme a mí lo que significa ser mujer, inmigrante, musulmana y trabajadora de una fábrica y a tildarme de reaccionaria por afirmar que quiero igualdad de derechos.
Luego nos vinieron con la regulación de la prostitución. Ada Colau dio subvenciones tanto a islamistas como a entidades que daban cursos de prostitución. Pablo Iglesias elevó a los altares a una actriz porno. A ellos debemos la propagación de la idea de que los niños pueden decidir sobre su sexualidad sin el amparo de los padres. Nos presentaron lo que antes se consideraban perversiones como prácticas subversivas que desafían el orden establecido. Nos contaron que no había nada más revolucionario que maquillarte y ponerte falda y zapatos de tacón. “Feminismo es cuidar”, sentenció Pablo Echenique. Incluso nos expulsaron del “sujeto político del feminismo”. No, nunca nos representaron y prueba de ello son todas las veces que el movimiento señaló sus traiciones a la agenda por la igualdad. También intentaron convencernos de que no existen los sexos y no se sabe lo que es una mujer (Errejón parece que lo tiene claro). Teníamos que aceptar ser tildadas de mujeres cis o progenitoras gestantes o menstruantes. Ninguno de ellos se definió nunca por sus secreciones, ellos estaban por encima y dictaban lo que tenía que ser y cómo tenía que ser el feminismo. Fue una apropiación indebida, un intento de sustitución parasitaria. El feminismo está donde siempre estuvo: en pie por la igualdad con la agenda en la mano.
Najat el Hachmi, No son el feminismo, El País 01/11/2024
En la mayoría de las personas, el proceso mental del lenguaje tiene especial dominancia en el hemisferio izquierdo del cerebro. En el lóbulo frontal de ese hemisferio —en la llamada área de Broca, en honor al neurólogo que fue su descubridor— se hallan las neuronas ejecutoras del habla, las que organizan las secuencias o trenes de palabras y frases y llevan a la laringe y demás centros vocales periféricos las órdenes para emitirlas. Es el cerebro que nos permite hablar, el cerebro del habla, propiamente dicho, mientras que el cerebro que nos permite comprender el significado de las palabras y las oraciones se encuentra en el lóbulo temporal del mismo hemisferio izquierdo —la llamada área de Wernicke, igualmente en reconocimiento al neurólogo que fue su descubridor—. Simplificando, pues, podemos decir que el área de Broca contiene las neuronas que nos permiten hablar, y el área de Wernicke las que nos permiten comprender el habla, el significado de lo que hablamos y de lo que hablan las demás personas.
Pero esa simple dualidad parece ahora complicarse al entrar en juego la corteza prefrontal, región del cerebro humano implicada en las más altas funciones mentales, pues parece contribuir también significativamente a la esencia lingüística de las palabras, es decir, a su significado cognitivo. Hasta ahora, los análisis de imágenes del flujo sanguíneo cerebral habían permitido establecer mapas del significado de las palabras en pequeñas regiones cerebrales. Pero ahora, el neurocirujano Ziv Williams y sus colaboradores de la facultad de medicina en la Universidad de Harvard (EE UU) han ido más allá, poniendo de manifiesto que en la corteza prefrontal hay neuronas individuales que codifican en tiempo real el significado específico de las palabras. Es un importante descubrimiento para saber cómo el cerebro las almacena.
La exploración experimental que realizaron esos investigadores consistió en implantar electrodos en el cerebro de 10 pacientes sometidos a cirugía para determinar el origen de sus convulsiones epilépticas. De ese modo, registraron la actividad individual de alrededor de 300 neuronas de cada paciente en la corteza prefrontal del hemisferio izquierdo, el dominante para el lenguaje. Así, registraron las neuronas que se activaban y el momento en que lo hacían cuando los pacientes oían múltiples frases cortas de unas 450 palabras. Lo que observaron fue que para cada palabra se activaban dos o tres diferentes neuronas y que las palabras que activaban al mismo grupo de neuronas pertenecían a categorías similares, como acciones (verbos) o personas.
Igualmente, observaron que las palabras que el cerebro podía asociar entre ellas como “pato” y “huevo” activaban algunas de las mismas neuronas, y las que tenían un significado similar como “rata” y “ratón” originaron patrones similares de actividad neuronal. También hallaron neuronas que respondieron a conceptos menos precisos o abstractos como “detrás” o “encima”. Impresiona especialmente el que los investigadores fueran capaces de determinar, por los registros de su actividad, no solo las neuronas que correspondían a cada palabra y su categoría, sino también el orden en que fueron pronunciadas. Aunque no podían recrear las frases con exactitud, podían saber, por ejemplo, que una frase contenía un animal, una acción y una comida, por ese orden. Todo ello, como decimos, en base exclusiva a la actividad de las neuronas registradas.
Los investigadores afirman que las neuronas de la corteza prefrontal distinguen a las palabras por su significado, y no por su sonido, pues cuando, por ejemplo, una persona oye la palabra inglesa son (hijo en español) se activan las neuronas asociadas con la palabra familia, lo que no ocurre cuando la palabra es sun (sol en español), a pesar de que su pronunciación es la misma en inglés.
Aunque las observaciones se limitaron a una pequeña parte de la corteza cerebral prefrontal, la principal conclusión de este importante trabajo, publicado recientemente en la prestigiosa revista Nature, es que los significados de las palabras están agrupados del mismo modo en todos los cerebros humanos, los cuales utilizan las mismas categorías estándar para clasificarlas y dar sentido a los sonidos. Todo ello es un paso importante para saber cómo el cerebro almacena las palabras y sus significados. Más allá de eso, siempre sobrevive la incógnita de cómo el cerebro convierte la actividad de las neuronas (materia) en conocimiento semántico (imaginación).
Ignacio Morgado, Así almacena el cerebro las palabras: agrupándolas por significado, El País 28/10(2024
... ¿para qué sirve el periodismo?
El culto a la inmediatez y a la productividad, agravado por los ritmos vertiginosos de las redes sociales y el delirio del clic, ha transformado el periodismo hasta volverlo irreconocible. Mejor dicho: lo que ha cambiado, de forma más profunda y dramática, es la forma en que la sociedad entiende el periodismo y cómo los ciudadanos se acercan (o no) a él. Mientras que las redacciones libran batallas múltiples para ofrecer a sus lectores un espacio crítico y de calidad, la falta de recursos y el demérito de la verdad (por parte de un mercado que no parece ver en ella mucho más que un soporte para mensajes publicitarios) van ganando terreno y quemándolo a su paso.
El problema es a la vez económico y cultural. Nuestros ojos, hiperactivos y cansados por el exceso de estímulos, toman parte del periodismo como un outlet de entretenimiento más; sucumbimos al tic nervioso que nos lleva a abrir el teléfono y consultar a toda prisa el portal de un diario. El giro digital no solo ha acelerado los tiempos de redacción, sino también de lectura. Impera el consumo de contenidos superficiales, la acumulación de titulares y notificaciones de última hora sin una narración meditada que los contextualice o trascienda. Acercarse a la prensa en internet a menudo significa entrar en una rueda de hámster enfermiza: satisface una pulsión a corto plazo, aplaca momentáneamente la adicción a la información, pero no logra profundizar en la función principal del periodismo: fomentar el espíritu crítico, y democratizarlo. La necesidad de saber, de estar al día desplaza la voluntad de preguntarse, de reflexionar, incluso de empatizar con los otros sobre los que se lee.
Maximizar la velocidad de la información a costa de la reflexión reduce la verdad a una cuestión binaria: o sí o no, o falso o cierto, o malo o bueno. Su único fin es resolver un problema, zanjar una cuestión. Se pierde el valor más profundo de la verdad: su búsqueda. Es cuestionándonos cuando activamos nuestras ideas y percepciones, y alcanzamos un mayor entendimiento de cuanto nos rodea.
Amanda Mauri, La esperanza según Teresa, El País 28/10/2024
No es el preguntar por el ser un preguntarse vacío; no es discutir sobre si una persona en particular es «buena» o «mala» (en sentido moral), sino que es superar estas concepciones con tal de dotarnos de una profundidad de pensar y de sentir mucho más elevada. En definitiva, la pregunta por el ser no es más que la pregunta por lo más esencial de la existencia. Soy existente precisamente porque me muevo en el ser.
Y es que sería cuanto menos un insulto al pensamiento filosófico occidental si se ignorara a los hombres que, a partir de la sorpresa, indagaron en la pregunta que estoy planteando en el presente trabajo; hombres gracias a los cuales Aristóteles puso sobre la mesa la pregunta por el ser, oscura y densa, por cierto; y gracias a todos ellos se ha intentado seguir filosofando debidamente, a excepción de algunas épocas en las que nos alejamos de aquello esencial.
El asombro, la sorpresa y, en cierta manera, la angustia que genera la grandeza de la realidad es lo que nos da el empujón a preguntarnos por el más allá. Y no es un «más allá» en un sentido cristiano o teológico. Es más bien, como diría Edmund Husserl (1859-1938): «volver a las cosas mismas». ¿Por qué hay cosas que son como son y no son de otra manera? ¿Por qué esta cosa es esta cosa y no otra completamente diferente? ¿Qué es lo que hace que esta cosa haya llegado aquí, justo para que la perciban mis sentidos? Si tenemos estas cuestiones en cuenta: ¿hacia dónde debería tender la humanidad, y cómo deberíamos relacionarnos con el ser? Antes de todo: ¿qué es, o podría ser, el ser?
Ya Parménides abrió la puerta hacia el preguntar la pregunta por el ser y la Verdad (sin moralina). Y, tal y como nos enseñó, la Verdad jamás se dejará encontrar con facilidad. De hecho, aunque intentemos forzar su aparición, es improbable que ésta aparezca como si de una flor en primavera se tratase. Aunque, quién sabe; habrá que «darle vueltas» al asunto.
Ahora que se ha «preguntado la pregunta» por el ser, se puede empezar a indagar en él; a tratar de iluminar la pregunta más oscura y nebulosa de la filosofía.
Marcos Castells y Giménez, ¿Qué es preguntar la pregunta por el ser?, jotdown 26/10/2024
En la serie de televisión Vórtice, un policía que investiga un suceso en una playa con la ayuda de la realidad virtual descubre lo impensable. En un momento dado, y a causa de un error del sistema, el protagonista entra en contacto con el tiempo pretérito en el que su mujer fue asesinada. Por esa rendija temporal puede trasladarse a entonces y tratar de descubrir qué sucedió. Al poco de empezar su investigación se da cuenta de que las decisiones que toma en ese pasado para descubrir lo sucedido afectan irremediablemente a su presente. Las consecuencias, insospechadas e indeseadas, le afectarán no solamente a él. Al tratar de reconducir y modificar el pasado para evitar que su mujer vuelva a ser asesinada, va modificando también las vidas de los demás. Habrá personas que nunca llegarán a conocerse, amantes que no se entrelazarán, hijos que no llegarán a nacer y vivos que tampoco fallecerán. Todo por cambiar una coma del pasado.
Miquel Seguró, El tiempo no solo es oro: por qué intento ser puntual, El País 26/10/2024
... lo que se constata es que los muros rompen las reglas de la democracia que los erige. El actual régimen restrictivo de las democracias en materia migratoria tiene consecuencias en esa forma de vida que supuestamente quieren defender. Si la Unión Europea limita los derechos en sus fronteras exteriores, erosiona también los valores que dice defender; el hecho de enviar a los migrantes a otros países que no respetan los derechos humanos dice muy poco de los estándares que considera compatibles con la dignidad humana. ¿Quién nos asegura que lo que es considerado aceptable para otros no termine siendo considerado inevitable para nosotros? ¿Qué proyecto de sociedad tiene valor cuando se consigue fomentando o tolerando un ejercicio de violencia sin ley en la frontera? No es compatible la violencia en la frontera con la imagen idílica de una democracia liberal en el interior. “Nosotros” somos afectados por el trato que damos a “otros”. Wendy Brown lo formula de la siguiente manera: cuanto más militantes son los límites de los Estados al defender un interior bueno y ordenado frente a un exterior malo y caótico, tanto más entra el caos en esas sociedades.
Si hay violencia, racismo y exclusión en las fronteras, también los habrá dentro de ellas. La seguridad de las fronteras exteriores conseguida a través de la violencia se convierte en violencia en el interior. Se podría decir que de algún modo la frontera se extiende hacia dentro. El racismo en las fronteras implica también racismo dentro de ellas, sobre todo contra quienes comparten raza o religión con quienes vienen de fuera. La discriminación en las fronteras se reproduce dentro de ellas. No hay exclusión hacia fuera que no tenga efectos de exclusión también hacia dentro.
La suspensión de derechos en las zonas limítrofes se traduce en normalización de la violencia policial y los comportamientos autoritarios. Los muros disciplinan también el interior de las sociedades. Se genera dentro de las fronteras una opinión pública que o no se entera de la violencia ejercida sobre civiles inocentes o que la acepta y apoya. Todo esto no deja de tener repercusiones en el Estado de derecho, la calidad de la conversación pública y la cultura política. El problema comienza en el momento en el que se justifica que haya un grupo de seres humanos que no tienen derechos.
De este modo, además de hacer un daño a los pertenecientes a ese grupo, se erosiona el mismo principio de universalidad de los derechos. Con el rechazo a la migración comienza un deterioro progresivo que consigue, en primer lugar, instalar el marco de que los amenazados somos “nosotros” y, en segundo lugar, continúa estableciendo que hay más grupos sociales que constituyen una amenaza para quienes somos “normales”. Cuando se intercambian los papeles de víctima y victimario acaban siendo objeto de la violencia no solo los migrantes y quienes les apoyan, sino también quienes son identificados como “extraños”, las personas trans, los sin techo, etcétera.
Detrás de esta manera de actuar en las fronteras hay una idea cerrada de la sociedad y una concepción homogénea de la nación que tiende a infravalorar su propia pluralidad. Las operaciones en la frontera son rechazos inmunitarios de un cuerpo que reacciona ante las amenazas exteriores ejercidas contra una nación que se supone indefensa. Con el discurso de la nación impermeable se pierde de vista el hecho de que las culturas y las identidades, lejos de ser inmutables, son de naturaleza histórica y se transforman constantemente por la incorporación de nuevos elementos. Por eso la exclusión en las fronteras, que se justifica por una idea homogénea del nosotros, suele venir acompañada por una represión de la diversidad interior.
Una de las consecuencias más inquietantes de este modo de operar en los límites exteriores es la legitimación de la desigualdad. El rechazo a la migración pone de manifiesto hasta qué punto hemos renunciado a la incondicionalidad de los derechos, en este caso en función de la nacionalidad.
Hay un núcleo de incondicionalidad en la idea misma de tener unos derechos (el “derecho a tener derechos”, según la expresión de Hannah Arendt), que se neutraliza cuando son considerados como una concesión en función de las propiedades personales (nacionalidad) o el comportamiento (meritorio). El lugar común que afirma que no hay derechos sin sus correspondientes deberes es una obviedad que en ocasiones implica pensar que los derechos no son propiedades de las personas, de cualquier persona, sino concesiones de la autoridad o recompensas que solo merecen quienes se han esforzado. Esta manera de pensar suele venir acompañada de hacer depender los derechos, en lo que se refiere a las prestaciones sociales, del buen comportamiento o de la disponibilidad de recursos. Los derechos ya no se dan por supuestos, sino que hay que merecerlos. Se establece una división entre quienes los merecen y quienes no. Aquí se inscribe la lógica meritocrática que postula que las desigualdades no son injustas cuando sancionan la pereza o recompensan la creatividad. La extrema derecha realiza a este respecto una nueva legitimación de la desigualdad: obtiene los votos de ciertos desfavorecidos porque consigue convencerles de que las desigualdades que padecen no provienen de una dominación injusta, sino de una desigualdad entre los territorios o por culpa de los que han venido de fuera. El deterioro de los servicios públicos no se debería a los recortes de los gobiernos sino a la presión migratoria. El lugar completamente desproporcionado que ocupa hoy la cuestión migratoria en el debate político se explica por la estrategia de imponer este marco mental.
Los años de políticas de la austeridad han conseguido convencernos de que el bien común es un bien concurrencial y de que en un contexto de limitaciones presupuestarias no hay para todo el mundo. El debate sobre cómo financiar la solidaridad se ha deslizado hacia imponer el marco mental de que se trata de algo condicionado al comportamiento de quienes la reclaman y a que haya recursos, es decir, a negar su carácter incondicional y universal. Una de las tareas intelectuales y políticas más acuciantes es combatir este lugar común que ha conseguido instalarse en la mentalidad y en las prácticas políticas. La paradoja inquietante es que la extrema derecha sea más convincente quitando las ayudas médicas a los extranjeros que la izquierda cuando promete revertir los recortes sanitarios. ¿Cómo es posible que en aquellos lugares donde se ha producido un mayor deterioro de los servicios públicos aumente el voto a la extrema derecha (que no propone ningún programa en la materia) y no a la izquierda (que es quien se presenta como defensora de lo público)? Si la extrema derecha puede presumir hoy de alguna victoria cultural es de haber convencido a muchos de que no hay futuro sin recortar los derechos de algunos, de “otros”, ocultando el hecho de que nosotros también podemos convertirnos en otros y que la dinámica de reducción de derechos termina inevitablemente por afectar a aquellos que se pensaban protegidos. Cuando alguien asegura que no hay para todos y que primero hay que proteger a los de aquí, puede uno estar seguro de que está pensando en desproteger a los de aquí.
Daniel Innerarity, La democracia de la migración, El País 22/10/2024
Soy simplemente un sociólogo de la religión, muy feliz de disponer de un indicador preciso para situar el paso de la religión de un estado zombi a un estado cero. En mis libros anteriores, introduje el concepto de estado zombi de la religión: la creencia ha desaparecido, pero las costumbres, los valores y la capacidad de acción colectiva heredados de la religión permanecen, a menudo traducidos a un lenguaje ideológico: nacional, socialista o comunista. Al comienzo del tercer milenio, sin embargo, la religión ha alcanzado un estado de cero (un nuevo concepto), que yo entiendo en términos de tres indicadores -siempre estoy buscando indicadores estadísticos para evaluar fenómenos que son tanto morales como sociales: soy admirador de Durkheim, el fundador de la sociología cuantitativa, incluso más que de Weber.
En el estado zombi, la gente ya no va a misa, pero sigue bautizando a sus hijos; hoy en día, la desaparición del bautismo es evidente, se ha alcanzado la etapa cero. En el estado zombi, seguimos enterrando a los muertos, obedeciendo así al rechazo de la Iglesia a la cremación; hoy en día, la difusión masiva de la cremación se está convirtiendo en la práctica más extendida, práctica y barata, se ha alcanzado la etapa cero. Por último, el matrimonio civil de la época zombi tenía todas las características del antiguo matrimonio religioso: un hombre, una mujer, hijos que criar. Con el matrimonio entre personas del mismo sexo, que no tiene sentido desde el punto de vista religioso, hemos salido del estado zombi, y gracias a las leyes sobre el matrimonio para todos, podemos datar el nuevo estado cero de la religión.
Alexandre Devecchio, entrevista a Emmanuel Todd: "Estamos asistiendo a la caída final de Occidente", lahaine.org 28/01/2024
Mi valoración de la derrota de Occidente se basa en tres factores.
En primer lugar, la deficiencia industrial de EEUU, con la revelación del carácter ficticio del PIB estadounidense. En mi libro, desinflo este PIB y muestro las causas profundas del declive industrial: la insuficiencia de la formación en ingeniería y, más en general, el descenso del nivel educativo, que comenzó en 1965 en EEUU.
A un nivel más profundo, la desaparición del protestantismo estadounidense es el segundo factor de la caída de Occidente. Mi libro es básicamente una secuela de La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber. En vísperas de la guerra de 1914, Weber creía con razón que el ascenso de Occidente era en el fondo el ascenso del mundo protestante: Inglaterra, EEUU, Alemania unificada por Prusia, Escandinavia.
La buena suerte de Francia fue estar geográficamente cerca del pelotón de cabeza. El protestantismo había producido un alto nivel de educación, sin precedentes en la historia de la humanidad, la alfabetización universal, porque exigía que cada fiel pudiera leer por sí mismo las Sagradas Escrituras. Además, el miedo a la condenación y la necesidad de sentirse elegido por Dios condujeron a una ética del trabajo y a una fuerte moral individual y colectiva.
En el lado negativo, esto condujo a uno de los peores racismos que jamás hayan existido, antinegro en EEUU y antijudío en Alemania, ya que, con sus elegidos y condenados, el protestantismo renunció a la igualdad católica de los hombres. El avance educativo y la ética del trabajo produjeron un considerable avance económico e industrial.
Hoy, simétricamente, el reciente colapso del protestantismo ha desencadenado un declive intelectual, la desaparición de la ética del trabajo y la codicia masiva (nombre oficial: neoliberalismo): el auge se está convirtiendo en la caída de Occidente. Mi análisis del elemento religioso no es nostálgico ni moralista: es una observación histórica. Además, el racismo asociado al protestantismo también está desapareciendo y EEUU ha tenido su primer presidente negro, Obama. No podemos sino felicitarnos por ello.
El tercer factor de la derrota de Occidente es la preferencia del resto del mundo por Rusia. Rusia ha descubierto discretos aliados económicos en todas partes. Un nuevo poder blando conservador ruso (anti-LGBT) estaba en pleno apogeo cuando quedó claro que Rusia estaba a la altura del desafío económico. Nuestra modernidad cultural parece en gran medida demencial para el mundo exterior: una observación de antropólogo, no de moralista retro. Además, como vivimos del trabajo mal pagado de los hombres, mujeres y niños del antiguo Tercer Mundo, nuestra moralidad no es creíble.
(Los rusos) Son conscientes no sólo de su actual superioridad industrial y militar, sino también de su futura debilidad demográfica. Sin duda, el presidente Putin quiere alcanzar sus objetivos bélicos economizando en mano de obra, y se está tomando su tiempo. Quiere preservar la estabilización de la sociedad rusa. No quiere remilitarizar Rusia y desea que continúe su desarrollo económico. Pero también sabe que están llegando clases demográficamente huecas y que el reclutamiento militar será más difícil dentro de unos años (¿tres, cuatro, cinco?). Por tanto, los rusos deben derribar a Ucrania y a la OTAN ahora, sin darles tregua. No nos hagamos ilusiones. El esfuerzo ruso se intensificará.
Fue al observar el aumento de la mortalidad infantil en Rusia entre 1970 y 1974, y la suspensión de la publicación de estadísticas sobre este tema por parte de los soviéticos, que en mi libro La Chute finale (La caída final) (1976) juzgué que el régimen no tenía futuro. Es un parámetro que ha sido probado. EEUU está rezagado aquí respecto a todos los países occidentales. Los más avanzados son los países escandinavos y Japón, pero Rusia también está por delante. Francia lo hace mejor que Rusia, pero aquí sentimos los signos de una recuperación. Y, en cualquier caso, aquí estamos por detrás de Bielorrusia. Esto significa simplemente que lo que se nos dice sobre Rusia es a menudo erróneo: se nos presenta un país fracasado, haciendo hincapié en sus supuestos aspectos autoritarios, pero no vemos que se encuentra en una fase de rápida reestructuración. La caída fue violenta, pero el rebote es asombroso.
Esta cifra puede explicarse, pero en primer lugar significa que tenemos que aceptar una realidad distinta de la que transmiten nuestros medios de comunicación. Rusia es ciertamente una democracia autoritaria (que no protege a sus minorías) con una ideología conservadora, pero su sociedad está cambiando, volviéndose altamente tecnológica con cada vez más elementos que funcionan perfectamente. Decir esto me define como un historiador serio y no como un putinófilo. Cualquier putinófobo responsable debería haberle tomado la medida a su adversario. Además, señalo constantemente que Rusia tiene un problema demográfico, igual que Occidente, al que creía decadente. La legislación anti-LGBT de Rusia, aunque probablemente resulte atractiva para el resto del mundo, no está llevando a los rusos a tener más hijos que nosotros. Rusia no ha escapado a la crisis general de la modernidad. No existe un contramodelo ruso.
Sin embargo, no es imposible que la hostilidad general de Occidente esté estructurando y dando armas al sistema ruso, al suscitar un patriotismo aglutinador. Las sanciones han permitido al régimen ruso lanzar una política de sustitución proteccionista a gran escala, que nunca habría podido imponer a los rusos solos, y que dará a su economía una ventaja considerable sobre la de la UE. La guerra ha reforzado su solidez social, pero la crisis individualista también existe en Rusia, con los restos de la estructura familiar comunitaria actuando como moderador. El individualismo que muta plenamente en narcisismo sólo se desarrolla en los países donde reinaba la familia nuclear, especialmente en el mundo angloamericano. Nos atrevemos a utilizar un neologismo: Rusia es una sociedad de individualismo controlado, como Japón o Alemania.
Mi libro ofrece una descripción de la estabilidad rusa, luego, avanzando hacia el oeste, analiza el enigma de una sociedad ucraniana en descomposición que ha encontrado en la guerra un sentido a su vida, para pasar después a la naturaleza paradójica de la nueva rusofobia en las antiguas democracias populares, luego a la crisis de la UE y, por último, a la crisis de los países anglosajones y escandinavos. Esta marcha hacia Occidente nos lleva paso a paso al corazón de la inestabilidad mundial. Es una zambullida en un agujero negro. El protestantismo anglonorteamericano ha alcanzado el estadio cero de la religión, más allá del estadio zombi, y ha producido este agujero negro. En EEUU, al comienzo del tercer milenio, el miedo al vacío está mutando hacia la deificación de la nada, hacia el nihilismo.
Es necesario salir de la dicotomía entre "democracia liberal" y "autocracia loca". Las primeras son más bien oligarquías liberales, con una élite desconectada de la población: a nadie fuera de los medios de comunicación le importa la remodelación de Matignon. Por otra parte, necesitamos utilizar otro concepto para sustituir a los de "autocracia" o "neostalinismo". En Rusia, la mayoría de la población apoya al gobierno, pero las minorías -ya sean homosexuales, étnicas u oligarcas- no están protegidas: se trata de una democracia autoritaria, alimentada por los restos del temperamento comunitario ruso que produjo el comunismo. Para mí, el término "autoritario" tiene tanto peso como el término "democracia".
Alexandre Devecchio, entrevista a Emmanuel Todd: "Estamos asistiendo a la caída final de Occidente", lahaine.org 28/01/2024
El respeto por la dignidad humana solo se demuestra ante el rostro de un desconocido. Cuando quien implora ayuda, cobijo o protección es alguien próximo, es muy probable que sea la semejanza o la afinidad común la que motive nuestro afecto. Pero la dignidad universal, el inalienable valor inherente a toda vida humana, se expresa en nuestro compromiso con un dolor que no nos pertenece. Tal vez por eso, un texto antiguo del Mediterráneo oriental, al que debemos no poco, quiso hacer del extranjero —junto con el huérfano y la viuda— un sujeto preferente con el que ejercer la responsabilidad moral.
El Gobierno de Italia, país llamado a ser uno de los pulmones culturales y espirituales de Europa, ensayó la semana pasada una infame estrategia de deportación de migrantes a Albania, donde se busca establecer un régimen semicarcelario y uniformado que sería insoportable en nuestro territorio. La medida es singularmente aviesa, por cuanto externaliza la violación de derechos humanos elementales en suelo extranjero, y lo hace, para mayor vergüenza, a cambio de dinero. La primera experiencia de este ominoso experimento ha sido un fracaso y, gracias a la acción de un juez, las 16 personas que fueron internadas forzosamente en Albania ya están en Italia. Europa agoniza, pero la ley, afortunadamente, todavía fiscaliza el proceder de los malos gobernantes. Por fortuna, el gobierno de las leyes, y no de los hombres, es otro de los patrimonios políticos esenciales de la tradición europea.
Giorgia Meloni no está sola, y Ursula von der Leyen llegó a ponderar este experimento deshumanizador, calificando la medida de “innovadora”. El adjetivo no es casual: una sociedad en la que la innovación es un valor absoluto es, obviamente, una sociedad consagrada al absurdo. El problema, además, no es solo que quienes hacen gala de la insolidaridad se comporten conforme a sus principios deteriorados. Lo dramático es que quienes aspiran a liderar moralmente la acogida lo hacen usando argumentos de utilidad igualmente infames. La dignidad de las personas migrantes no puede depender de las necesidades del capital ni de nuestra crisis demográfica. No debemos gestionar responsablemente los flujos migratorios porque sea rentable, sino porque el compromiso moral y civilizatorio del que Occidente presume solo será real si se ejerce incluso en contra de toda rentabilidad. Europa debe elegir si quiere ser un refugio aislado de prosperidad y fortuna, o si verdaderamente aspira a ser algo parecido a la luz del mundo.
Diego S. Garrocho, La dignidad de Europa, El País 21/10/2024
La Constitución otorga a cada uno de los 50 Estados un número de electores en el Colegio Electoral equivalente a la suma de su representación en el Congreso (dos senadores por Estado y un número de miembros de la Cámara de Representantes en función de la población, entre 1 y 52). Con las excepciones de Maine y Nebraska, el candidato que vence en un Estado se lleva todos sus votos electorales, sin importar que gane por un voto o por tres millones. Para salir elegido presidente hay que lograr 270 de los 538 votos electorales. Pese a lo obsoleto y potencialmente antimayoritario de la figura, el Colegio Electoral tiene sus defensores. Como la personalidad de la derecha estadounidense Dennis Prager, para el que más que un obstáculo se trata de una “idea brillante” de los fundadores, que “no querían una democracia, querían una república”. Según Levitsky y Ziblatt, la idea de que el Colegio Electoral forma parte de un sistema de controles y contrapesos calibrados con minuciosidad “no es más que un mito”. Fue una solución de compromiso ante la falta de mejor acuerdo.
Colomer explica que el sistema se diseñó cuando no se esperaba que existiesen partidos. Se contaba con que, al no alcanzarse la mayoría suficiente en el Colegio Electoral, la elección del presidente pasase a la Cámara de Representantes. “Eso muestra el desconocimiento de cómo funcionaría la democracia en un país nuevo, sin experiencia, sin precedentes, sin referencias de otros países para consultar”.
La regla de que el ganador de un Estado se lleva todos sus votos, unida a la sobrerrepresentación de los menos poblados, permite ganar las elecciones a un candidato que pierda en el voto popular. Hoy por hoy, eso favorece a los republicanos, más fuertes en los Estados sobrerrepresentados en el voto popular. En la mayoría de los Estados hay un claro favorito y solo siete están realmente en juego: Arizona, Georgia, Míchigan, Pensilvania, Wisconsin, Nevada y Carolina del Norte. “La presidencia se dirime según los deseos de entre 150.000 y 200.000 votantes indecisos de unos pocos condados clave, en un puñado de Estados bisagra. Ellos serán los que decidan el próximo presidente”, advierte David Schultz, editor de Presidential Swing States (Estados péndulo presidenciales, sin edición en español).
Iker Seisdedos, Miguel Jiménez, Por qué estados Unidos es una democracia defectuosa, El País 20/10/2024
Lo imprescindible no cuenta. El relato dominante deja fuera a quien decide cuidar lo interior. La palabra “economía” proviene del griego oikos, “casa”; en su origen remoto, describía la administración del hogar. La gran paradoja es que, a lo largo del tiempo, la economía se ha mostrado displicente con el espacio hogareño. Nadie duda del beneficio de actividades como criar a los niños, limpiar, lavar la ropa o cuidar enfermos. Sin embargo, salvo que contratemos a alguien para ocuparse de ellas, no computan en la contabilidad productiva, no son relevantes ni crean riqueza o derechos. Incluso la profesión carece de reconocimiento y se paga mal. Arrinconamos esa esfera íntima que, más que una esfera, vendría a ser la cuadratura del círculo. Poco valoradas, excluidas de los grandes indicadores, las tareas domésticas y los cuidados subsisten en el subsuelo social. Parece que no respondiesen a una lógica económica, sino solo amorosa. La economía, nacida en el hogar, no quiere decir su nombre.
Contemplamos los cuidados como un asunto privado, olvidando su dimensión colectiva. Cada cual debe resolver sus necesidades como pueda, con sus solos recursos. Mientras algunos multimillonarios investigan cómo lograr una inmortalidad de élite, los sistemas públicos sufren recortes, y quienes cuidan caen en un desamparo cada día más asfixiante. En la tragedia griega Alcestis, de Eurípides, el dios Apolo concede al corrupto rey Admeto el don de la vida eterna. Para lograrlo, alguien debe acceder de manera voluntaria a morir en su lugar. Obsesionado, el monarca ofrece grandes sumas de dinero a los más pobres de su reino, pero nadie acepta. Al final, su esposa Alcestis, enferma, asume el pacto mortal y asegura así el futuro de sus hijos. Esta muerte canjeable ofrece una metáfora distópica de las sociedades donde el dinero compra la salud —cada vez más negocio y menos derecho—. A medida que gana terreno la lógica del sálvese quien pueda, una parte creciente de los esfuerzos recae en la red de afectos, sin apenas apoyos ni facilidades, y así emerge la soledad del cuidador de fondo.
Las personas que deciden acompañar a un ser querido enfermo afrontan renuncias constantes, agotamiento y aislamiento. Para todas ellas la entrega está penalizada: dejar el trabajo, reducir su jornada, salarios mermados, sueños enterrados, reproches, ansiedad, bregar tensas y demacradas de un sitio a otro. La sociedad entera descansa sobre esos trabajos no remunerados, pero a la vez condena a quien pretende conciliar profesión y cuidados.
En esa bóveda de amparo mutuo, todos podemos contribuir a hacer más leve el peso, también desde la periferia de la enfermedad. El filósofo estoico Epicteto, contemporáneo de Marco Aurelio, sabía que no es fácil acercarse a esas tierras de penumbra: ante el dolor ajeno, experimentamos torpeza, desconcierto y desazón. Escribió en su Enchiridion sobre el arte de ayudar y consolar sin hundirnos y sin tampoco esquivar a quien sufre: “Cuando veas a alguien llorar de pena, procura no dejarte vencer por el mal. Acompáñale en su pena y, si es necesario, comparte sus lamentos. Esfuérzate, sin embargo, por no gemir interiormente”. El contexto de individualismo creciente nos ha desentrenado en la colaboración. Hemos olvidado la pregunta más sencilla: ¿qué necesitas? Esas situaciones requieren sutileza para encontrar palabras simples, para decir: llámame cuando estés abrumada. Si, como suele suceder, la persona que cuida ya no tiene tiempo libre, quizá la única opción es acompañarla en sus tareas cotidianas. Nutrir la confianza, no criticar, no aconsejar, no sermonear. Colaborar no consiste en arengar a los demás explicando qué harías tú para resolver sus problemas, como un oráculo. Se trata de aligerar el peso, disminuyendo en lo posible el estrés y la ansiedad.
En algún momento de nuestra evolución, la carga compartida se afianzó como mecanismo adaptativo, no solo porque la unión hace la fuerza, sino también porque las amenazas parecen menos abrumadoras cuando se afrontan en comunidad. Quienes han tejido relaciones solidarias sufren menos miedo que quienes se sienten solos. Cuando aflora la angustia, es momento de mirar al invisible, alumbrar la penumbra y salvar los destellos. La persona enferma y sus acompañantes forman una unidad: son todas pacientes y reclaman atención.
Irene Vallejo, La soledad del cuidador de fondo, El País 20/10/2024
Auschwitz podría no ser únicamente el acontecimiento único que dejó mudos a los poetas —Theodor Adorno afirmó la imposibilidad de escribir poesía tras la profunda herida de lo allí sucedido—, podría no representar solo la excepción política que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad, como se ha venido interpretando con fuerza desde que sucedió. Tal vez hubo un Auschwitz antes de Auschwitz y lo hay también después de él.
La idea de la existencia de un Auschwitz antes de Auschwitz viene sustentada, ya lo sabemos, por las tesis del pensamiento decolonial, de las cuales viene hablándose recientemente en abundancia, y según las cuales muchos procesos coloniales utilizaron técnicas de deshumanización con rasgos muy parejos a los de Auschwitz. Pero, ¿y si Auschwitz, el paradigma, el ejemplo perfecto del campo de concentración, viniese repitiéndose a lo largo de nuestras democracias, adoptando disfraces que nos hacen no reparar demasiado en ello? ¿Y si los estados de excepción, donde hay una suspensión de la norma, como sucedió en los campos de concentración nazis, del que Auschwitz es culmen, no fuesen en realidad una excepción sino la norma misma, la estructura de nuestras avanzadas democracias? ¿Y si Europa no es más que una continua máquina de producción de pequeños estados de excepción?
El filósofo italiano Giorgio Agamben, recordemos, señalaba la existencia en el corazón mismo de nuestras democracias de una estructura de mutua dependencia entre zoés y bíos. Bíos son las vidas que tienen derechos, las vidas ciudadanas, las que tienen biografía, mientras que las zoés representan el vivir común a todos los seres vivientes, las formas de vida que están desposeídas de derechos, las que solo contienen el mero hecho de vivir, y a menudo en un grado tan alto que son matables, es decir, que se puede disponer de ellas sin que siquiera ese acto conlleve una respuesta. Son las vidas nudas. Sin duda el campo de concentración nazi es la culminación de esa suspensión de la norma, el lugar donde pueden suceder los crímenes más abyectos. Pero Agamben trae el modelo del campo a las políticas recientes y reconoce los mismos elementos constitutivos de los estados de excepción en sucesos tales como el del estadio de Bari, en el que en 1991 la policía italiana amontonó a inmigrantes albaneses antes de devolverlos a su país, o el Velódromo de Invierno, en el que las autoridades de Vichy agruparon a los judíos antes de entregarlos a los alemanes, o las zones d’attente de los aeropuertos internacionales franceses, en los que durante cuatro días los extranjeros que solicitan el reconocimiento del estatuto de refugiado pueden ser retenidos antes de que intervenga la autoridad policial. No obstante, también el patrón se reconoce en Guantánamo, o en las medidas que tomó EE UU a propósito del 11 de septiembre, saltándose la Declaración de Ginebra sobre prisioneros de guerra. Estas zonas y situaciones de exclusión son solo algunas muestras, pero si al abrir el periódico fuésemos capaces de tener otra mirada encontraríamos muchos más cada día.
Sin embargo, la tesis que sostiene Agamben es aún más fuerte: estas situaciones no son una excepción, sino, al contrario, una estructura necesaria de inclusión excluyente, una gestión política que necesita siempre la exclusión de algún otro para situarse donde está, un vínculo necesario que une el poder con la vida nuda y que está adornado de modo que resulte invisible sin una adecuada observación. Auschwitz es el paradigma del campo de concentración, del estado de excepción, es su hipérbole. Pero lejos de ser una anomalía en la historia de Europa es la expresión desmedida de lo que sucede una y otra vez. Por eso, Auschwitz no puede gozar del prestigio de la mística. Es cierto que es el epítome terrible, el lugar en el que se produjo el más ignominioso modo de hacer de la vida una vida nuda, de realizar la más absoluta condición de lo inhumano. Pero es también la terrorífica representación de lo que sucede cada día. Es importante que se relea desde esta perspectiva, que el concepto que es Auschwitz se ponga al día, que no quede como el altar del horror, si queremos avanzar en justicia social. Porque Auschwitz es la matriz oculta del espacio político en el que vivimos todavía y donde se suceden pequeños Auschwitzs. Un estado de excepción, un campo, sucederá siempre que encontremos un lugar de indiferenciación, una zona gris en que la vida nuda y la norma entren en un umbral de indiferenciación, independientemente de los crímenes que allí ocurran, solamente con que pudieran ocurrir al amparo de toda impunidad.
Aurora Freijo, El esqueleto de Auschwitz, El País 19/10/2024