Michel Foucault nos presenta la parresía como una práctica cruzada por tres rasgos definitorios. En primer lugar nos encontramos con la intención del sujeto que habla de decir la verdad. Lo relevante en la parresía no es la verdad del discurso, sino el compromiso del sujeto con esta verdad, es decir, su franqueza. Se establece un vínculo entre el sujeto que toma la palabra y la verdad que enuncia. En segundo lugar, la verdad de la parresía no es inofensiva, supone un riesgo para quien la enuncia, “puede decirse que alguien emplea la parresía y merece consideración como parresiastés solo si decir la verdad entraña un peligro o un riesgo pare él o para ella”. Además, apunta Foucault, el parresiasta está siempre en relación de inferioridad respecto a aquel a quien su verdad afecta, por tanto, al hablar se expone, se hace vulnerable. Tomar la palabra en esta situación puede tener un coste y el parresiasta “está dispuesto a pagar con su vida el precio de su verdad”. En tercer lugar, la parresía, este compromiso subjetivo con la verdad, exige un determinado coraje, una fortaleza de ánimo, sin la cual sería impracticable. El compromiso de decir la verdad, una verdad que puede encender la cólera de quien escucha, implica valentía.
Entonces tenemos que la parresía requiere por parte de quien habla la creencia en la verdad de lo que dice, lo que le expone, en el mismo acto, a un riesgo político (el exilio, la muerte, el castigo). El cuerpo del parresiastés está en peligro cuando toma la palabra. El ejemplo que da Foucault es el del “filósofo [que] se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable, porque la tiranía es incompatible con la justicia”. En tal caso se cumplen las tres condiciones: quien habla cree estar diciendo la verdad, quien habla asume un riesgo por el mero acto de hablar, es decir, pone en práctica un coraje.
Así pues, hablar como parresiastés implica asumir cierto riesgo. Puede ser el de perder amistades o popularidad, sufrir la marginación o el estigma. Incluso, de “forma extrema”, el acto de decir la verdad es un juego de vida o muerte. Y solo quienes están bajo el poder de otros pueden embarcarse en la parresía. El rey o el tirano, nos dice Foucault, no arriesgan nunca nada y, por tanto, no pueden ser parresiastés.
Xisca Homar, La 'parresía" o "el discurso valiente". De Michel Foucault a Judith Butler, elsaltodiario.com 09/10/2010
Michel Foucault nos presenta la parresía como una práctica cruzada por tres rasgos definitorios. En primer lugar nos encontramos con la intención del sujeto que habla de decir la verdad. Lo relevante en la parresía no es la verdad del discurso, sino el compromiso del sujeto con esta verdad, es decir, su franqueza. Se establece un vínculo entre el sujeto que toma la palabra y la verdad que enuncia. En segundo lugar, la verdad de la parresía no es inofensiva, supone un riesgo para quien la enuncia, “puede decirse que alguien emplea la parresía y merece consideración como parresiastés solo si decir la verdad entraña un peligro o un riesgo pare él o para ella”. Además, apunta Foucault, el parresiasta está siempre en relación de inferioridad respecto a aquel a quien su verdad afecta, por tanto, al hablar se expone, se hace vulnerable. Tomar la palabra en esta situación puede tener un coste y el parresiasta “está dispuesto a pagar con su vida el precio de su verdad”. En tercer lugar, la parresía, este compromiso subjetivo con la verdad, exige un determinado coraje, una fortaleza de ánimo, sin la cual sería impracticable. El compromiso de decir la verdad, una verdad que puede encender la cólera de quien escucha, implica valentía.
Entonces tenemos que la parresía requiere por parte de quien habla la creencia en la verdad de lo que dice, lo que le expone, en el mismo acto, a un riesgo político (el exilio, la muerte, el castigo). El cuerpo del parresiastés está en peligro cuando toma la palabra. El ejemplo que da Foucault es el del “filósofo [que] se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable, porque la tiranía es incompatible con la justicia”. En tal caso se cumplen las tres condiciones: quien habla cree estar diciendo la verdad, quien habla asume un riesgo por el mero acto de hablar, es decir, pone en práctica un coraje.
Así pues, hablar como parresiastés implica asumir cierto riesgo. Puede ser el de perder amistades o popularidad, sufrir la marginación o el estigma. Incluso, de “forma extrema”, el acto de decir la verdad es un juego de vida o muerte. Y solo quienes están bajo el poder de otros pueden embarcarse en la parresía. El rey o el tirano, nos dice Foucault, no arriesgan nunca nada y, por tanto, no pueden ser parresiastés.
Xisca Homar, La 'parresía" o "el discurso valiente". De Michel Foucault a Judith Butler, elsaltodiario.com 09/10/2010
Somos vulnerables. Cometemos errores y, lo que es peor, se trata de errores predecibles, lo que da lugar a que puedan ser explotados en beneficio de terceros, desde estafadores de barrio a políticos tan ambiciosos como poco escrupulosos. Helena Matute, catedrática de psicología experimental de la Universidad de Deusto, nos asoma a esta inquietante realidad.
Somos vulnerables. Cometemos errores y, lo que es peor, se trata de errores predecibles, lo que da lugar a que puedan ser explotados en beneficio de terceros, desde estafadores de barrio a políticos tan ambiciosos como poco escrupulosos. Helena Matute, catedrática de psicología experimental de la Universidad de Deusto, nos asoma a esta inquietante realidad.
La figura del intelectual y del experto valían para sociedades verticalmente organizadas, jerárquicas, pero su autoridad se debilita, afortunadamente. Unos y otros son voces –muy dignas de consideración pero no únicas– a la hora de realizar decisiones colectivas. Junto a ellas, la figura del tertuliano nos recuerda que la democracia es una discusión entre personas que opinan, con distinto grado de cualificación, por supuesto, y no un lugar donde el común de los mortales obedece a unos clarividentes o asiste al debate entre unos pocos declarados competentes.
Daniel Innerarity, Elogio del tertuliano, La Vanguardia 02/10/2020
Einstein publicó en 1905 un artículo titulado "Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento" en el dibujaba las bases de la Relatividad Espacial, y tras algunos tantos en 1916 publicaba la Teoría general de la Relatividad (aunque recibiese el Nobel en 1921 por el efecto fotoeléctrico, publicado también en 1905). Era algo novedoso, rompedor y difícil de comprender, pero por suerte actualmente siempre hay alguien con facilidad y recursos suficientes para hacerlo más sencillo
Anna Martí, Las Teorías de la Relatividad, explicadas de forma sencilla en estos 8 vídeos, xataka.com 28/09/2020
Sostengo que no hay nada más humano que una máquina, cuando todo el mundo tiende a pensar en las máquinas como lo opuesto a lo humano. Los robots son artificiales, fríos, desalmados, incapaces de sentir y de actuar moralmente… ¡Son lo inhumano por excelencia! Pues no, esa es una visión romántica y contrailustrada, que nada tiene que ver con la realidad. El ser humano, siguiendo la filosofía de Ortega y Gasset, se caracteriza por su capacidad de ensimismamiento, es decir, por su capacidad de dejar de hacer lo que está haciendo, para adentrarse en su mundo subjetivo. Eso le ha permitido imaginar realidades diferentes a la real, planificar alternativas, diseñar herramientas, contar historias… Lo propio del hombre es estar fuera del mundo para volver al mundo y modificarlo, es decir, para realizar en él tareas técnicas. El auténtico mundo del hombre no es el natural sino el artificial, y huir de eso apelando a una roussoniana vuelta a la naturaleza no sería más que una ridícula vuelta a las cavernas. Muchos movimientos ecologistas terminan por negar completamente al hombre al afirmarse en posturas tecnófobas que, yo creo, nadie se cree del todo. Las máquinas son nuestra mejor apuesta en el mundo, y si hay máquinas que se han usado mal, la solución no es, desde luego, renunciar a ellas, sino corregir, enmendar, reparar… pero de nuevo usando máquinas. Me gusta mucho la famosa cita de Asimov que dice: “No me dan miedo los ordenadores. Lo que temo es la falta de ellos”.
Santiago Sánchez-Migallón (entrevista), De humanos y máquinas, La nueva Ilustración evolucionista 19/09/2020Jacques Derrida, ¿Qué es la deconstrucción?
La esencia del asunto es que normalmente pensamos que ser inmoral es malo y que ser una persona moral es bueno. La realidad es que la moralidad es una fuente de graves problemas sociales, que impide el progreso y aumenta las divisiones, y que muchas de las grandes barbaridades que se han producido a lo largo de la historia las ha cometido gente que pensaba que estaba haciendo el bien y que se creía en posesión de la verdad.
La moralidad es el eje del buen funcionamiento social. Nuestra brújula moral mantiene nuestros instintos egoístas más básicos al servicio del bien del grupo y favorece la cooperación y el altruismo dentro de la comunidad. Los individuos que comparten unos valores morales cooperan mejor y gracias a los códigos y normas morales se resuelven mejor los conflictos que puedan surgir en la población.
La moralidad tiene una serie de características que la diferencian de forma muy importante de otras capacidades cognitivas o de otras actitudes humanas:
1- Las convicciones de que ciertas cosas son buenas y otras son malas se experimentan como universalmente aplicables y como “objetivamente ciertas”. Son indiscutibles y se asocian a emociones muy fuertes y poderosas (miedo, ira, amor, compasión, culpa, vergüenza y asco).
2- Las convicciones morales motivan a la acción, dictan lo que un individuo debe y no debe hacer.
Las reglas morales del individuo pueden dar lugar a unos valores sagrados o protegidos, que han sido definidos en la literatura como “cualquier valor que la comunidad moral implícita o explícitamente trata como poseedor de un significado infinito o trascendental que excluye cualquier comparación, compromiso o, de hecho, cualquier otra mezcla con valores limitados o seculares”. Un individuo que tiene unos valores protegidos tenderá a negar la necesidad de compromisos y se enfadará simplemente con pensar que tiene que entrar en esos compromisos o compensaciones a los que se llama “compromisos tabú”. Esto resulta en una falta de ganas de aceptar cualquier compromiso porque los valores sagrados están por encima de cualquier otro y son los que motivan la toma de decisiones. Cuando los individuos sienten que sus valores sagrados están en peligro, los individuos responden de una manera intolerante y peligrosa, por ejemplo con indignación moral y con limpieza moral.
La indignación moral supone que el individuo siente ira y desprecio por la persona que amenaza sus valores sagrados y reclama un castigo de esa persona; y todo aquel que no pida ese castigo debe ser castigado también. La limpieza moral consiste en que cuando un valor sagrado ha sido profanado o violado, esto evoca un sentido de contaminación personal, lo que requiere algún tipo de limpieza para eliminarlo.
Como decía más arriba, los valores y creencias morales se diferencian de otras actitudes porque se experimentan como universales y como objetivamente correctos -nuestras convicciones son hechos- y porque mueven a la acción. Pensar que el 13 es un número primo es correcto pero no mueve a la acción. Si algo se considera inmoral hay que luchar contra ello y hay que combatirlo, hay que pasar a la acción, no se puede permitir que otras personas lo hagan. Otro problema es que hay datos de que cuando la gente tiene razones para una venganza por razones morales, les preocupa muy poco cómo se consiga esa venganza, el fin justifica los medios. Por ejemplo, cuando la gente cree que un acusado es culpable antes del juicio, consideran que el castigo es obligatorio moralmente y no tienen en cuenta la presunción de inocencia, ni un juicio justo ni la necesidad de condenar en base a unas pruebas más allá de una deuda razonable.
Una de las formas en las que la moralidad puede ser perjudicial es por su rechazo de la ciencia y la tecnología. Cuando los individuos ven que los hechos o avances científicos suponen un desafío para sus convicciones morales, pueden interpretar de forma sesgada estos avances, pueden rechazarlos directamente por violar sus valores sagrados o pueden reinterpretarlos de manera que encajen con sus creencias morales. La educación y la formación científica predicen sólo débilmente las actitudes hacia la ciencia. El rechazo público de hallazgos científicos está motivado en gran medida por el razonamiento moral más que por los datos. Aportar más información a la gente sobre un tema (las vacunas o los alimentos transgénicos, por ejemplo) no consigue cambiar su opinión. Si la gente tiene que elegir entre moral y ciencia, elige moral.
Pablo Malo, Los problemas de la Moralidad, especialmente para la Democracia, Evolución y Neurociencias 22/09/2020
Las veladas de San Petersburgo (1821).
Joseph de Maistre, "Retrato del verdugo", El mayor enemigo de Europa y otros textos escogidos, El Paseo Editorial 2020
Què podem dir sobre la ira, la primera passió d’Europa? Repassem algunes coses que s’han dit sobre ella.
Igual que Aristòtil a la Retòrica, Clément Rosset destaca el vers 109 del llibre XVIII de la Iliada
És mel més dolça que la mel destil·lada gota a gota, quan creix en els cors humans
Segons el pensador francès, allò que avui en dia anomenem ira o còlera no està massa allunyat del que els grecs anomenaven hybris. Ambdues són com dues ventades apassionades que tenen en comú el fet que alhora són irreprimibles i agradables i que són, a més, la causa de les pitjors calamitats per a la humanitat.
Els europeus, diu Rosset, som deutors dels grecs dels segles VI i V de les virtuts de la mesura (res en excés) i la denúncia del seu contrari, la desmesura (hybris). Tot allò que es fa sense els límits que ens recomanen la mesura i allò raonable està abocat al fracàs i al desastre.
Sèneca, coherent amb els seus antecessors grecs, va afirmar que la ira, la “més ombrívola i incontenible” de totes les passions, anava inseparablement unida a l’instint destructiu de la naturalesa humana i insistí contra l’autoritat de de Plató i d’Aristòtil, que res de bo podria edificar-se sobre ella. La ira desafia la impertorbabilitat del savi considerada com la virtut suprema, desafia la raó entesa com la facultat superior i desafia la concòrdia civil, l’estat natural de la societat humana, segons el filòsof romà.
En la modernitat, l’opinió sobre aquesta passió canvia. En el liberal Locke la ira és el desencadenant del desig de castigar a l’ individu (en l’estat natural) o al govern (en l’estat civil) que ha transgredit les lleis naturals. O són els individus particulars o és el poble els encarregats en cada estat d’administrar el càstig, o el que és el mateix, la ira.
La ira és en els grecs allò que vulnera l’ordre. En els moderns, en canvi, és el component punitiu que ajuda a prevenir els actes que posen en perill l’ordre natural o el que és el mateix, el dret natural a gaudir de les nostres possessions: la propietat privada, la salut, la vida … La ira esdevé la passió justiciera d’aquell que tem perdre-ho tot. Els westerns del segle XX van anar forjant la imatge cinematogràfica de la ira moderna en les nostres ments: la venjança del que ha estat desposseït de tot quan no hi havia representant de la llei, el representant de la llei escollit a corre cuita per un poble atemorit que s’enfronta tot sol als bandolers, el que es rebel·la quan el representant de la llei s’ha convertit en un corrupte.
En l’actualitat, hi ha una mena de replantejament del que significa la ira. La ira entesa com a indignació, per exemple, està en la base de bona part de la teoria moral: no hi ha pensament moral sense indignació segons Ernst Tugendhat.
Cal reconèixer la grandesa de la ira política, ens demana Daniel Innerarity. Gràcies a ella descobrim el desordre darrera de l’ordre aparent de les coses. Sense ella no existiria la voluntat de canviar allò que és inacceptable. Tanmateix, també el politòleg basc reconeix les seves limitacions. A aquesta passió li manca reflexivitat, molt sovint les còleres majoritàries s’equivoquen a l’hora de localitzar l’enemic: l’estranger, l’islam, la casta, la globalització. Generalitzacions injustes dificulten la imputació equilibrada de les responsabilitats. El problema actual, continua Innerarity, és com traduir al llenguatge de la ira en política, és a dir, convertir aquesta barreja plural d’irritacions en projectes i transformacions reals.
El que resulta paradoxal és que just en el moment en què aquesta passió és rehabilitada, és quan ens adonem de les dificultats d’administrar-la d’una manera sàvia. A aquesta incapacitat dels moviments socials per formular alternatives a l’estat de coses present, alguns com German Cano l’anomenen “crisi de la indignació”.
Aquest fenomen no ha passat desapercebut a pensadors que ocupen l’altre extrem de l’espectre ideològic. Malgrat que les desigualtats entre classes socials creixen, que el malestar es desborda, que vivim en societats aïrades, el que més els sobta és que el sistema roman estable i la resistència al sistema tot i que en alguns moments és sorollosa de seguida s’esvaeix.
Segons Peter Sloterdijk, els partits d’esquerra ja fa temps que han deixat de representar el paper de bancs de la ira tal com ho van fer de forma eficaç en el segle XIX i bona part del segle passat. Els perdedors del sistema no troben avui en dia qui reculli les seves frustracions i es presenti amb un programa més o menys seductor que els ompli d’esperança.
Per la seva banda, en opinió de Byung-Chul Han, el neoliberalisme, la nova mutació del capitalisme, ha inventat un subjecte que és alhora treballador i empresari, explotat i explotador. Tan bon punt l’oposició de classes ha estat dissolta les condicions necessàries perquè es produeixi una revolució desapareixen. Només queda l’opció de descarregar la ira contra un mateix. Amb un exèrcit de deprimits, conclou Han, no hi ha manera d’iniciar una revolució.
Manel Villar
Al teatre la Gleva, Barcelona 17 de setembre de 2020
BIBLIOGRAFIA
ROSSET, Clément (2018), “La guerra y la paz”, El lugar del paraíso, Barcelona, Anagrama 2020
HAN, Byung-Chul (2014), “¿Por qué no es possible la revolución?”, El País 03/10/2014
SLOTERDIJK, Peter (2006), Ira y tiempo, Madrid, Ediciones Siruela 2014
LOCKE, John (1689), Assaig sobre el govern civil, Barcelona, Laia 1983
ARISTÒTIL (336 a. C), Retòrica, Barcelona, Laia 1985
CANO, Germán (2011) “La política paralitzada por el miedo”, El País13/05/2011
INNERARITY, Daniel (2016), “Sociedades exasperades”, El País12/06/2016
SÉNECA, Lucio Anneo (41 d. C), De la ira,
Juan Arnau Navarro, Leibniz: la mente se crea un cuerpo, El País 15/09/2020
Hemos dicho que la filosofía corpuscular está de moda en el Trinity College de Dublín, donde ingresa nuestro filósofo con 15 años. Su planteamiento es sencillo. Todo, cualquier sensación o intuición, debe explicarse en función del tamaño, la masa y el movimiento de unos corpúsculos (que nadie ha visto) y que se mueven en un vacío ilimitado. Cualquier otra explicación queda fuera del ámbito de la ciencia. El mundo es una compleja mesa de billar con bolas de diferentes tamaños. Conforme se desarrolla la partida surge diversos efectos y apariencias: olores, sabores e impresiones visuales cuya explicación debe buscarse en dichas colisiones. La coreografía mecánica de los átomos produce las sensaciones. Incluso la gravedad o el magnetismo, que parecen actuar a distancia, deben explicarse mecánicamente. Así lo aseguran los más ilustres hombres de ciencia de Inglaterra. Así lo cree Voltaire, que cree pocas cosas. La explicación es legítima si es mecánica. Y Berkeley se pregunta: ¿qué tipo de colisiones explicarían el sabor de una manzana?, o ¿cómo dividir un olor?, o ¿cuánto pesa la impresión de una melodía? Colores y sabores pasan a ser apariencias producidas por seres imperceptibles (aunque sólidos y compactos) que constituyen lo único real. ¿Cómo se ha obrado esa inversión del sentido común? ¿No hay aquí una usurpación de la experiencia? Los nuevos científicos prefieren experimentar con ratones a hacerlo consigo mismos, viven como extranjeros en su propio país. Las cualidades inalienables (que llaman primarias) no pueden ser la solidez, la impenetrabilidad o el movimiento, lo inalienable (que llaman secundario) son los colores, las melodías, el frío y el calor, las alegrías y las penas y, en fin, todo aquello que experimentamos en nuestra propia carne. ¿Qué sabemos de la impenetrabilidad de esas criaturas que nadie ha visto? ¿Por qué llamar primario a lo que no es sino una conjetura inaprensible? La filosofía corpuscular invierte el sentido común y es todo menos empírica: cae en la contradicción de empezar con lo imperceptible: el átomo insensible y compacto.
Juan Arnau Navarro, Las puertas de la percepción, El País 10/09/2020
El liberalismo es una cultura política que, sin renunciar a la verdad y el bien como aspiraciones humanas, diseña la vida pública de manera que nadie pueda representarlos absolutamente. La verdad y el bien son entendidos más como aspiraciones que como propiedades.
La verdad en política es una aspiración compartida, no una propiedad privada o un arma arrojadiza. La democracia es un régimen de opinión, que no se puede desarrollar sin respeto a las evidencias, por supuesto, pero en la que nadie ostenta el privilegio de representar a los hechos verdaderos. Hay hechos palmarios sin cuya aceptación el diálogo sería imposible; uno de los más básicos es, por cierto, nuestra tendencia a calificar como hechos evidentes lo que no son más que opiniones personales. John Rawls recordaba que cierta concepción de la verdad (“toda la verdad”) es incompatible con la democracia porque en una democracia la verdad posible es parcial, limitada, compartida, provisional y discutible. No tenemos democracias para encontrar verdades absolutas, sino para decidir los asuntos comunes sobre la base de que nadie —mayoría triunfante, élite privilegiada o pueblo incontaminado— tiene un acceso privilegiado a la objetividad que nos ahorrara el largo camino de la pública discusión. Si incluso en la ciencia, que cuenta con instrumentos de verificación, protocolos rigurosos, datos contrastados y evidencias, la verdad es algo construido cooperativamente, qué decir de la dimensión de verdad de la política, que es un arte práctico basado en el contraste, el equilibrio de las fuerzas contrapuestas y la negociación continua.
Seguramente en el origen del tensionamiento actual de nuestra vida política hay una hipermoralización de los discursos; enseguida recurrimos a la condena moral cuando hubiera bastado el rechazo político. La democracia moderna se configuró en paralelo con los procesos modernos de secularización y de ahí ciertos parecidos formales: se privatiza la concepción del bien y se desmoraliza la vida pública, no en el sentido de que los asuntos comunes carezcan de reglas, sino de que las normas políticas no pueden ser remplazadas por normas morales. No hace falta que consideremos a nuestros adversarios políticos como unos malvados, ni es necesario calificar de ilegítimo al gobierno que detestamos cuando basta que los critiquemos por sus malas políticas. De quien echa mano con demasiada frecuencia a descalificaciones morales podemos sospechar que le faltan argumentos propiamente políticos.
La democracia es una realidad dinámica, que se revitaliza por el cambio y la transacción, ampliando los acuerdos e incorporando a nuevas generaciones, mientras que se anquilosa cuando evita cualquier transformación, para lo cual una de las más eficaces estrategias es suponer las peores intenciones en quienes proponen su actualización constituyente.
Daniel Innerarity, La democracia y la verdad, El País 10/09/2020
Searle (nacido en Denver en 1932) planteó este experimento mental en “Minds, Brains, and Programs”, un artículo publicado en 1980 (pdf). Como explica a Verne Ana Cuevas Badallo, profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Salamanca, el estadounidense respondía así a los defensores de la llamada “inteligencia artificial fuerte”, que defiende que una inteligencia artificial podría igualar o superar la inteligencia humana en cualquier ámbito. Para el filósofo, poder procesar símbolos de modo puramente sintáctico no significa que haya capacidades mentales reales, ya que eso lo da la semántica, es decir, el contenido y la interpretación de ese contenido.
Es decir, un algoritmo no es equivalente al pensamiento consciente y el hecho de que un programa maneje símbolos no significa que comprenda lo que está haciendo.
Una de las ideas que ataca Searle con este experimento es el test de Turing, según el cual una máquina se podría considerar inteligente si una persona no supiera si está hablando con un ordenador o con otro interlocutor. Searle considera que su habitación podría pasar este test y hacer creer a los demás que sabe chino. Aunque no tenga ni idea.
Sin embargo, el matemático británico Alan Turing (1912-1954) escribió en el artículo donde habla de su test (pdf) que la pregunta “¿pueden pensar las máquinas?” no tiene sentido y no merece la pena discutirla. Lo importante para él es si nosotros podríamos darnos cuenta de la diferencia. Por ejemplo, ¿importa que la computadora Deep Blue y la IA Alpha Go tengan conciencia de lo que están haciendo, o solo importa que hayan ganado a los campeones humanos de ajedrez y de go?
Jaime Rubio Hancock, La habitación china: ¿puede pensar una máquina?, Verne. El País 16/08/2020
La democracia liberal establece límites al gobierno de la mayoría, normalmente con una Constitución que garantiza los derechos individuales y las libertades civiles, establece un sistema judicial independiente que hace que se respete esta garantía y abre el camino para una prensa libre que pueda defenderla. Las mayorías solo pueden actuar, o actuar legítimamente, dentro de unos límites constitucionales. Al igual que todo lo demás en la política democrática, los límites se debaten tanto en el plano legal como en el político. Pero estas controversias no se zanjan por la regla de la mayoría, sino mediante procedimientos mucho más complejos y dilatados en el tiempo, lo que dificulta que se anule cualquier conjunto de derechos y libertades existentes.
No pretendo negar la importancia de la intervención popular. El gran logro de la democracia es que incorpora a los hombres y mujeres corrientes, a ustedes y a mí, al proceso de toma de decisiones. De hecho, el adjetivo “liberal” garantiza que cada cual sea en efecto incorporado en dicho proceso de un modo que nunca se había dado en las democracias que han existido a lo largo de la historia, desde la de Atenas a la de EE UU. Los derechos y las libertades civiles son posesión legítima de cada uno de los miembros de la comunidad política, ya sean judíos, negros, mujeres, deudores, delincuentes o los más pobres entre los pobres. Todos nosotros intervenimos en los debates democráticos, en la organización de movimientos sociales y partidos políticos, y participamos en las campañas electorales. Pero, incluso cuando salimos victoriosos, existen límites que restringen el alcance de nuestras decisiones. Así pues, los demagogos populistas se equivocan al afirmar que, una vez que han ganado unas elecciones, representan o encarnan “la voluntad del pueblo” y pueden hacer lo que les venga en gana. La realidad es que hay muchas cosas que no pueden hacer.
Lo que quieren estos populistas, ante todo, es promulgar leyes que garanticen su victoria en las siguientes elecciones, que pueden llegar a ser los últimos comicios significativos. Atacan a los tribunales y a la prensa; menoscaban las garantías constitucionales; se apoderan del control de los medios de comunicación; reorganizan el electorado excluyendo a las minorías; acosan o reprimen de manera activa a los líderes de la oposición, todo ello en nombre del gobierno de la mayoría. Son, como ha dicho Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, “demócratas iliberales”.
Los límites liberales que se imponen a la democracia son una especie de prevención de desastres para todos los implicados. Reducen las expectativas que están en juego en el conflicto político. Perder unas elecciones no priva a nadie de sus derechos civiles —entre los que está el derecho a la oposición, que entraña la esperanza de una victoria la próxima vez—. La alternancia en el poder es una característica habitual de la democracia liberal. Evidentemente, nadie quiere rotar y tener que dejar su cargo público, pero todos los cargos públicos aceptan y conviven con los riesgos de la alternancia. Sin embargo, dichos riesgos no conllevan la represión ni el encarcelamiento. Uno pierde las elecciones, pierde el poder y se va a casa. Precisamente así entiende los límites impuestos por el adjetivo “liberal” el socialista italiano Carlo Rosselli, uno de los líderes de la resistencia antifascista en las décadas de 1920 y 1930, y autor del libro Socialismo liberal (...) “Liberal”, escribe Rosselli, describe “un conjunto de normas del juego que todas las partes rivales se comprometen a respetar, unas normas destinadas a garantizar la coexistencia pacífica de los ciudadanos (…); a restringir la competencia dentro de unos límites tolerables, a permitir que todas las partes se turnen en el poder”. Así que el socialismo liberal de Rosselli incorpora la democracia liberal. Para él, así como para los demócratas a los que él sigue, el adjetivo “liberal” supone una fuerza, además de limitadora, diversificadora: garantiza la existencia de “varios partidos” (es decir, más de uno) y posibilita que cada uno de ellos alcance el éxito (...)
Los nacionalistas son personas que ponen en primer lugar los intereses de su país. Los nacionalistas liberales hacen eso y, al mismo tiempo, reconocen el derecho de otras personas a hacer lo mismo (...) Reconocen la legitimidad y los legítimos intereses de las diferentes naciones. Del mismo modo que los demócratas liberales ponen límites al poder de las mayorías triunfalistas y los socialistas liberales ponen límites a la autoridad de las vanguardias obsesionadas con la teoría, los nacionalistas liberales ponen límites al narcisismo colectivo de las naciones.
Michael Walzer, A lo mejor eres liberal y ni siquiera lo sabes, El País 30/08/2020