La fe en el progreso es una superstición. Para el humanismo liberal tiene el mismo poder que antes tenía la religión revelada. La cosmovisión laica es un pastiche de ortodoxia científica y esperanzas devotas. Todo esto nos dice John Gray en un libro ya clásico que ahora reedita Sexto Piso. La idea no es nueva, fue agriamente debatida por Naphta y Settembrini en aquella montaña mágica. Lo que sí es nuevo es el empeño de desenmascarar a cristianos viejos tras la careta del humanismo. Liberales que nunca se cansan de predicar que somos libres de vivir como queramos. Para Gray, la idea de que el libre albedrío nos diferencia de los animales es una herencia (nefasta) del cristianismo. Y lo mejor sería desembarazarse de ella. La doctrina cristiana de la salvación se ha transformado en un proyecto de emancipación humana universal.
La ciencia, al aumentar el poder humano, aumenta al mismo tiempo los defectos de la naturaleza humana. Y eso empieza a ser un problema. No es lo mismo ser ambicioso con un tirachinas que con un ordenador cuántico o armas biológicas y genéticas. La idea del progreso descansa en la creencia de que el incremento del conocimiento produce un avance de la especie. En esa falacia hay un peligro real y una amenaza para la libertad, que es el meollo de todo lo vivo.
Al inglés, que tiene nombre de pintor, le gustan también el taoísmo, el hinduismo y el animismo, donde todos los seres están emparentados. “El error esencial del cristianismo es considerar a los humanos diferentes del resto de los animales”. Pero no identifica que el origen de esta idea (que detesta) lo encontramos en el Génesis y en Descartes. Frente a la physis animista y pagana de Aristóteles, el francés apostó por una physis mecanicista. De ahí el triunfo de la física. Desde entonces, los perros y el resto de los animales son máquinas, mientras que los humanos son libres y pensantes.
Gray advierte, como hacen hoy muchas otras voces, que la humanidad nunca llegará a dominar la tecnología. No es la competencia de los Estados lo que hace a la tecnología ingobernable, sino la propia tecnología. “La capacidad de diseñar nuevos virus para su uso en armas genocidas no precisa enormes recursos de dinero”, escribe en 2003. Los gobiernos son cómplices de su propia impotencia, al ceder el control sobre la tecnología al mercado. El capitalismo tiene estas cosas. “Aunque se prohíba la modificación genética en cultivos, animales o humanos, en determinados países seguirá adelante”. Y cuando sea posible clonar humanos, se desarrollarán prototipos de combate en los que ciertas emociones como la compasión estarán inhibidas. “La ingeniería genética podrá erradicar enfermedades antiguas, pero se convertirá en el arma favorita de futuros genocidas”. Ignorar el potencial destructivo de las nuevas tecnologías supone ignorar la historia. El progreso de la técnica deja un único problema sin resolver: la debilidad de las pasiones humanas. Mientras tanto, “los fundamentalistas científicos seguirán afirmando que la ciencia es la búsqueda desinteresada de la verdad”.
Juan Arnau. El paganismo, la vía de escape, El País 17/02/2024
La expresión IA es equívoca porque estos algoritmos ni son inteligentes, ni son tan artificiales. Naturalmente, estamos lejos de saber con precisión qué es la inteligencia, pero sí sabemos que los llamados seres inteligentes, nosotros mismos, somos capaces de comprender, razonar, pensar, hacer abstracciones, atributos que no parecen poseer los nuevos productos de la IA. En realidad, «no hay evidencia ni matemática, ni física, ni se conoce la existencia de ningún prototipo equivalente a las capacidades pensantes de un cerebro humano» (Etxebarria 2023), y ni siquiera sería acaso inteligente la atractiva OS2, Samantha, de Her, que perturba a Theodore y tanto lo ama. Por poner algún ejemplo revelador, un algoritmo dirigido por buenas instrucciones (prompts) puede demostrar un teorema pero, según dicen los matemáticos, no puede inventar un teorema. Es cierto que estos algoritmos tienen algo así como inteligencias, mejor sería decir capacidades, específicas, sistemas que generan respuestas, identificaciones que producen avances: identifican áreas en el ADN que pueden causar enfermedades, pueden sintetizar y reconocer voces, pero no poseen inteligencia general. Y no son tan artificiales porque los algoritmos los inventan humanos (aunque puedan automodificarse). Asimismo, no olvidemos que en los modelos generativos trabajan personas (turks), humanos subcontratados que revisan sus producciones y evitan que tengan sesgos o digan demasiadas tonterías.
Los seres humanos estamos dotados de una capacidad cognitiva única, una «competencia lingüística» que nos permite no solo construir oraciones bien formadas sintácticamente, y a partir de ahí hacer discursos con una cierta coherencia, sino ser capaces de «comprender / entender», «explicar», «evaluar», «improvisar», «juzgar», entre otras cosas. Mediante el lenguaje expresamos y atribuimos intenciones, formulamos objetivos, suscitamos el reconocimiento de estados de la «mente» de los otros, hacemos inferencias, expresamos relaciones causales, tenemos una percepción de la comprensibilidad (por eso escribimos diez veces un texto hasta que diga lo que queremos decir), deducimos cuál es el point de nuestro interlocutor/a, hacemos chistes, podemos ser rápidos e ingeniosos (witty), tenemos «retranca», en general nos damos cuenta de qué es relevante, disponemos de formas diversas de manifestar deseos, emociones, dudas, certezas. Y todas estos, llamémoslas así, estados de la mente / cerebro o acciones (cuando externalizamos), los expresamos con inmediatez y con una relativa solvencia, mediante el lenguaje. Todas estas actividades requieren pensamiento, razonamiento, comprensión y conocimiento.
Un filósofo pensará que esto es justamente lo que significa ser inteligente, tener inteligencia general no inteligencia orientada a un objetivo, y tener «consciencia» (sea lo que sea la consciencia, que muy pocos se atreven a definir). Por otro lado, la comprensión, el diálogo, o la utilización tanto creativa como funcional del lenguaje implica poder manejar y resolver vaguedades, dudas, presuposiciones que hacen que la actividad lingüística codifique un nivel alto de sugerencia, incertidumbre, duda, cuestiones todas que plantean un problema serio para cualquier «simulación» de la competencia y la actuación lingüística. ¿Cuáles son los argumentos que asientan la suposición de que la sustituibilidad entre lenguaje humano y modelos grandes de lenguaje no es nada obvia?
Los algoritmos que pudiesen hablar con nosotros, «comunicarse», ser discursivos y capaces de actos de habla, tendrían que ser objetos intencionales que capten las intenciones de los otros y actúen con una gran labilidad a estos respectos, como nos sucede a los humanos. Los seres intencionales advierten, o deberían advertir ―para qué engañarnos y olvidarnos de los sesgos cognitivos―, qué es lo relevante en cada momento. No se me ocurre que la IA lingüística / comunicativa pueda ser capaz de definir bien qué es relevante y qué irrelevante en una situación comunicativa cuando sus actuaciones están regidas por un algoritmo que les hace buscar en un universo de datos enormes los tokens más cercanos e irlos engordando progresivamente.
Creatividad es una palabra muy utilizada y cuya definición no es fácil. La creatividad se tiene, se mejora y se potencia, es un don y una práctica. Como bien indica Aladro (2023), la creatividad implica un uso disruptor de los códigos y lenguajes habituales. La saco a colación no porque esté directamente conectada con el lenguaje (aunque algo está, como diré) sino para señalar que los modelos grandes de lenguaje proporcionan una visión deforme de la creatividad. Hacen creer que crean porque generan ensayos o textos. Pero si suponemos que la creatividad es hacer lo que no se ha hecho antes: transportar visiones de unos campos a otros; ampliar los campos de saberes; abstraer y generalizar debidamente; entonces los sistemas de la IA son casi la antítesis de la creatividad. En palabras de Aladro (2023) «La inteligencia artificial no puede generar información nueva ni usar el lenguaje para generar nuevos pensamientos jamás concebidos por los seres humanos, porque su base de trabajo es lo “ya sabido”… la información universalmente compartida en la red». Cuando los algoritmos hacen de escritores tienen el máximo de creatividad que les permite la imitación sin pensamiento. Si la literatura no depende de la gramática (Borges) menos aún depende de la combinatoria probabilística. Sin embargo, muchos llaman «crear» a lo que hacen estos algoritmos.Pensar algo no es delito ni en la dictadura más sanguinaria que podamos imaginar. Decir algo tampoco suele serlo en una democracia, salvo en casos extremos de odio o difamación, cuando te puede costar un multazo o una temporada a la sombra. Pero el mero pensamiento es inimputable, en el sentido jurídico de que no hay nada que imputarle. “You are innocent when you dream”, cantaba Tom Waits, eres inocente cuando sueñas. ¿Pero lo eres de verdad?
En las parejas tradicionales, el mero hecho de desear a otra persona suele generar mal rollo. Si una aspirante a un empleo piensa quedarse embarazada, lo mejor es que su empleador no lo sepa, porque lo más probable es que no la contrate así tenga un premio Nobel. El empleador, por cierto, tampoco querría que su intención de discriminar a la candidata se pudiera leer en su cerebro.
La razón de que todos estemos tan seguros de que nuestros pensamientos son privados es en realidad un error filosófico que llevamos puesto de serie: el dualismo, el mito de que la mente es una cosa distinta del cerebro. El culpable más famoso es Descartes, aunque lo único que hizo el pobre fue codificar un automatismo atávico que todos padecemos. Por desgracia para el chauvinismo sagrado de nuestra especie, la mente es el cerebro. Cuando piensas, sientes, recuerdas, planeas o lamentas algo, es porque el prodigio neuronal que llevas puesto en el cráneo se activa y reconfigura. No hay alma, no hay magma informe, no hay nada más. Sé que esta es una idea perturbadora, pero no está escrito en las estrellas que la realidad deba adaptarse a nuestros prejuicios.
La consecuencia inmediata de lo anterior es que tu alma se puede leer desde fuera de tu cráneo. Si estás pensando engañarme, yo lo puedo saber sin más que registrar la actividad de tu corteza cerebral. Lo mismo vale si estás planeando difamarme, robar mis ideas, aprovecharte de mis sentimientos o darme un garrotazo en la cabeza. La privacidad de tus pensamientos no es un fenómeno fundamental, sino una mera consecuencia de nuestra limitación tecnológica. Nada más que un problema técnico. Y ese problema técnico se está disipando a gran velocidad.
Hasta ahora, la privacidad del pensamiento ha estado garantizada por la imposibilidad de leerlo. Ahora tendremos que protegerla con leyes.
Otra cuestión es si realmente queremos que nuestros pensamientos sean privados. Yo, por poner un ejemplo tonto, estaría encantado de que un neurólogo me explicara lo que estoy pensando, por muy inconfesable que sea. Tal vez la privacidad mental solo les preocupe a los delincuentes y a los adúlteros. Al fin y al cabo, los novelistas se ganan la vida desnudando su mente.
Javier Sampedro, ¿Seguro que tus pensamientos son privados?, El País 24/0272024
Conscientes de que la búsqueda de la felicidad es un asunto central para la naturaleza humana, los filósofos llevan milenios analizando el asunto con su lupa analítica de alta precisión. Han identificado dos categorías muy diferentes en este apartado de apariencia tan simple. La primera es el hedonismo, la recomendación clásica de priorizar el placer, la estabilidad y el disfrute sobre otras consideraciones. Y la segunda, llamada a veces eudaimonía, aconseja buscar un significado a la vida, tener un propósito, una devoción, un espíritu virtuoso. Ya sé que comprarías los dos paquetes enteros, pero el problema es que hay que elegir entre uno y otro. Ambas filosofías de vida persiguen la felicidad por caminos contradictorios. No se puede ser Bertrand Russell y Frank Sinatra al mismo tiempo, y solo se vive una vez.
Javier Sampedro, Traficantes de felicidad, El País 17/02/2024
La ética de la consideración se apoya en una filosofía de la existencia que arroja luz sobre la condición humana y, por tanto, determina las invariantes. Su particularidad es que se basa en una fenomenología de la corporeidad.
Considerada a la vez como vulnerabilidad y como dependencia con respecto a los elementos y los ecosistemas, la corporeidad del sujeto revela su condición terrestre y su pertenencia a una comunidad biótica. Sea cual sea nuestra cultura, vivimos del aire, del agua, de los alimentos y de las relaciones. En Les nourritures. Philosophie du corps politique [Los alimentos. Filosofía del cuerpo político] (2015), extraje las consecuencias políticas de esta transitividad de la vida: vivir siempre significa “vivir de” y “vivir con”. Al comer, al vivir en algún lugar, siempre tengo un impacto en los demás, humanos y no humanos. Tengo necesidad de los demás y de cuidados, debido a mi vulnerabilidad original, y los alimentos de los que vivo, que son a la vez naturales y culturales, dan testimonio del entrelazamiento de mi vida con la vida de los demás, incluso con las vidas de otras generaciones y de otros seres vivos. Por tanto, la ética empieza por la forma en que como y utilizo los recursos que llamo alimentos, para no reducir la comida a combustible ni el entorno a su valor instrumental.
La protección de la biosfera y la justicia para los animales y para las generaciones futuras se convierten en fines políticos, al igual que la seguridad y la reducción de las desigualdades. Sin embargo, una vez que se ha concebido un nuevo contrato social, ¿cómo reducir el desfase entre la teoría y la práctica, que es flagrante en el ámbito ecológico? La toma de conciencia de la gravedad del calentamiento global no ha ido seguida de cambios sustanciales en los patrones de consumo y las políticas públicas. Es más, cuando la ecología se reduce a prohibiciones u obligaciones, la gente se debate entre el deber y la felicidad: ve el bien, lo ama, pero hace el mal.
La ética de la consideración intenta resolver esta paradoja describiendo las etapas de un proceso de subjetivación e individuación que puede ayudarnos a fomentar de manera democrática un modelo de desarrollo más sostenible y justo. Esta ética concebida como la transformación de uno mismo también nos lleva a definir una educación moral que nos ayude a afrontar las emociones negativas asociadas al calentamiento global, en lugar de reprimirlas refugiándonos en el consumismo o eligiendo a líderes nacionalistas que crean una ilusión de omnipotencia.
Lo que la hace especial es que vincula la ética a un plano que puede denominarse espiritual porque está ligado a lo inconmensurable. Sin embargo, esto último no es Dios, como en De consideratione, de Bernardo de Claraval, sino el mundo común. Cuando nazco, me acoge un mundo más grande y antiguo que yo; compuesto por todas las generaciones y el patrimonio natural y cultural, este mundo compartido es trascendencia en la inmanencia. Da a nuestra existencia un sentido que nos sobrepasa: vivimos para nosotros mismos, pero nuestras elecciones también tienen un valor que depende del hecho de que contribuyen a preservar el mundo común.
La consideración significa tener el mundo común como horizonte de nuestros pensamientos y acciones. En ella se funden las tres dimensiones del vivir: “vivir de”, “vivir con” y “vivir para”. Definida por la transdescendencia, no es un ascenso hacia el más allá (transascendencia), sino un movimiento de descenso al interior de uno mismo que amplía la subjetividad: al profundizar en el conocimiento de uno mismo como ser engendrado, vulnerable y mortal, la conciencia de su pertenencia al mundo común se convierte en una evidencia que cambia su relación consigo mismo, con los demás y con el mundo. Surgen nuevas aspiraciones, como el deseo de transmitir un mundo habitable, y afectos como la gratitud y la compasión. En lugar de ejercer nuestro poder sobre los demás (power over), sentimos lo que nos une a ellos y nuestra capacidad de actuar (power to, poder para) se intensifica.
La consideración no es una virtud, sino la actitud global generada por este proceso de individuación que afecta al intelecto, las emociones y las capas arcaicas de la psique. Permite que florezcan virtudes como la templanza, la justicia y la prudencia, e impide que el valor se convierta en temeridad. Esta capacidad de mantener las cosas en perspectiva no es definitiva y, sobre todo, está condicionada por la humildad, que no es una virtud, sino un método que recuerda al ser humano su condición engendrada y mortal, sus límites y su falibilidad, y lo ayuda así a no caer en la omnipotencia y el orgullo.
La transición ecológica es la traducción en el plano político de la consideración, que implica una forma de habitar la Tierra y de convivir con los demás que preserva el mundo común y fomenta la creatividad. Pero ¿cómo puede difundirse más allá del ámbito individual o local? En Les Lumières à l’âge du vivant [las luces en la era de lo viviente] (2011), que forma una trilogía con Les nourritures(2015) y Ética de la consideración (2018), intenté mostrar cómo sería un proyecto de emancipación que implicara la supresión del esquema de la dominación y la aparición de políticas de la consideración.
Un esquema designa el principio organizador de una sociedad, las representaciones conscientes e inconscientes que explican las elecciones económicas y políticas e impregnan la vida instintiva y social. El esquema actual es el de la dominación, que transforma todo (la agricultura, la ganadería, el trabajo, la política) en guerra. Basándome en el vínculo entre subjetivación y política, en la intersección de los modos de ser y las estructuras sociales, he mostrado que esta dominación que se ejerce sobre los demás y sobre la naturaleza exigía reconciliar al ser humano con su corporeidad, su vulnerabilidad y su finitud. La relación con los animales, la alimentación y la agricultura ocupa un lugar estratégico en la promoción de esta nueva Ilustración ecológica. Esta defiende los principios cardinales y el espíritu de la Ilustración del pasado, superando al mismo tiempo sus fundamentos antropocéntricos y las dualidades naturaleza/cultura y humanos/animales, responsables de la autodestrucción de la razón y de la transformación del progreso en regresión, como ponen de manifiesto las tragedias del siglo XX, la deshumanización y los riesgos actuales de colapso.
Corine Pelluchon, ¿Cómo vivir sin ser depredador?. El País 25/02/2024
Para una especie tan intrínsecamente social como el Homo sapiens, equipada con increíbles redes cerebrales que permiten a la gran mayoría de nosotros entender intuitivamente cómo se sienten los demás, lo que facilita el desarrollo y mantenimiento de vínculos sociales saludables, yo diría que la predisposición predeterminada es no pecar. Si el entorno social en el que se cría una persona falla, al no exhibir una evidencia clara de cuánto más se puede ganar persiguiendo resultados prosociales por encima de la ganancia personal, entonces es más probable que los comportamientos antisociales resultantes caigan en la categoría de pecado. Por lo tanto, en mi opinión, un pecador se hace, no nace. Nuestra predisposición es a aprender los beneficios de actuar de manera justa en nuestro trato con otras personas de nuestro entorno. Esto siempre ha sido esencial para la supervivencia de los miembros de nuestra especie. Ser una parte aceptada de un grupo siempre conduce a mejores resultados que hacerlo solo. Los jugadores de equipo, que se benefician de la cooperación social de los demás, viven lo suficiente como para transmitir sus genes. Aquellos que son rechazados por su comunidad debido a los extremos de comportamiento antisocial, generalmente, no lo hacen.
Raúl Limón, entrevista a Jack Lewis: "Un mínimo de pecados capitales es perfectamente sano y moralmente apropiado", El País 27/02/2024
Pues desde luego es perfectamente probable que a un animal no se le escapen elementos diferenciales que formen parte del espectro de lo que por naturaleza está llamado a percibir, mientras que sí escapen a un ser humano, precisamente porque, quizás, en éste, la percepción se halla mediatizada por algo que introduce variables distorsionadoras de lo que la naturaleza o el artificio ofrecen a los sentidos. No habría en esto nada extraño, de ser cierto que en el ser humano el mero percibir implica ya juicio (según la sentencia de Aristóteles) y si el juicio se halla intrínsecamente vinculado al lenguaje. Pues el lenguaje, empapando la naturaleza la filtra y eventualmente la distorsiona.
Víctor Gómez Pin, La disputa sobre la singularidad humana: ¿cultura artística en primates?, El Boomerang 29/02/2024
Otra forma de preguntar lo mismo es: ¿en qué consiste la creatividad humana? Darwin se había tirado cinco años de travesía en el HMS Beagle estudiando fósiles, tortugas y pinzones, y fue solo tras regresar a suelo británico que, leyendo por casualidad un libro del reverendo Thomas Malthus, dio con una de las mejores ideas de la historia, la selección natural: nada dirige la adaptación de los individuos; es simplemente que el que no se adapta palma, y la población en su conjunto, formada por los supervivientes, se vuelve más adaptada por definición. ¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello! Hagamos ahora un segundo ejercicio de historia-ficción: ¿qué habría pasado si Darwin no se hubiera topado con el libro de Malthus?
La creatividad humana consiste precisamente en hallar esos vínculos inesperados, pero requiere un conocimiento previo y detallado de cada uno de los dos sectores que van a ser vinculados.
En el fondo, nuestra creatividad es una caja tan negra como la inteligencia artificial. Ambas encuentran nexos entre cosas dispares, pero no tenemos la menor idea de cómo lo hacen.
Javier Sampedro, La caja negra del pensamiento, El País 02/03/2024
Los japoneses tienen un término para este concepto: Kotodama, la creencia de que el lenguaje encierra un poder místico. Puede ser traducido como «alma del lenguaje», «espíritu del lenguaje», «poder del lenguaje», «palabra mágica» y «sonido sagrado». Es decir, los sonidos pueden influir mágicamente en la materia (una forma de animismo), y el uso ritual de las palabras puede afectar nuestro entorno: cuerpo, mente y alma. La palabra moldea la realidad. Toda vida termina por ser una narrativa más o menos definida, más o menos tangible, de una sucesión de estados intransferibles y en definitiva indecibles.
La poesía es acción, es un ente transformador. «Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza… La poesía revela este mundo; crea otro», al decir de Octavio Paz. A través de la palabra, Dios y los poetas crean. El poeta es, sin lugar a dudas, un ser particular; un elegido y un crucificado. De su pluma brota vida, es la fuente primigenia de mitos y religiones, lega a los mortales la eternidad.
Este poder sagrado mora implícito en la etimología de la misma palabra «poesía»: derivada del latín poēsis, que a su vez viene del griego ποίησις (poíesis), que significa «hacer» o «materializar». Pensemos en la palabra inglesa spell, con dos significados divergentes pero la misma raíz etimológica. Proviene del germánico spellian, que significa «contar» o «relatar». Pero también la usamos para hablar de un «encantamiento» o «hechizo» (to put under a spell o to cast a spell). Esto en tanto elocuente. Como verbo, to spell significa escribir o, más precisamente, deletrear.
Juan Ignacio Espel, El evocador poder del lenguaje, El vuelo de la lechuza 03/03/2024
Fuerza de la desesperación, fuerza de la guerra, fuerza de las palabras: rescato ahora de entre las conversaciones de estos días tres puntos de actualidad del pensamiento de Simone Weil.
A diferencia del marxismo, que nos enseña a ver por debajo de las declaraciones y las retóricas humanistas la dura realidad de los intereses económicos, Simone Weil nos enseña a ver por debajo de los intereses económicos otra realidad más decisiva y más determinante: la materialidad de los afectos, la embriaguez de la guerra. ¡Lo económico disimula lo pulsional!Esta embriaguez recuerda el mecanismo (a la vez racional y pasional) que el general Von Clausewitz llamó “escalada hacia los extremos” y que define como tendencia toda guerra. Un juego recíproco de ataques y represalias que, en una espiral enloquecida e incontrolable, amenaza con llevarse todo y a todos por delante. El vencedor reina finalmente sobre un territorio devastado, es siempre rey del desierto.
Este es el fondo de la famosa carta que dirigió Weil al escritor George Bernanos tras volver del frente de Aragón. Bernanos, después de haber aplaudido primero el levantamiento franquista, se distancia luego horrorizado tras asistir a la represión franquista en la isla de Mallorca. Simone Weil se presenta en su carta como una horrorizada del otro bando, que ha visto a los compañeros anarquistas, tomados ellos también por la embriaguez de la guerra, ejecutar fría y brutalmente a sacerdotes o falangistas jóvenes.
Esta pasión de absoluto se opone punto por punto a la concepción del mundo de Weil: como un entramado de relaciones, una malla de vínculos, que nos exige sobre todo un arte de las mediaciones. Vivir es como navegar: hay que contar con lo que tenemos alrededor: los vientos, las corrientes, la tierra. La pasión guerrera de absoluto es por el contrario como un barco que pretendiera avanzar destruyendo el medio mismo donde se mueve.
Pero no hay “victoria total”, enseña Weil leyendo La Ilíada, los “héroes” que creen manejar la fuerza son en realidad manejados por ella como patéticos títeres, y acaban siempre siendo arrastrados ellos mismos por el polvo.Palabras mayúsculas, palabras mortíferas, por las que se mata y se muere. ¿Qué palabras son esas? Weil cita y analiza las siguientes: Nación, Seguridad, Capitalismo, Comunismo, Fascismo, Orden, Autoridad, Propiedad, Democracia. No muy diferentes, como puede verse, de las palabras dominantes actualmente en el lenguaje político.
Pero más que tales o cuales palabras, lo mortífero es un tipo de efecto, de operación, de uso. El carácter mortífero no es sólo una propiedad de la palabra en sí, sino un tipo de funcionamiento. Toda palabra puede cristalizar en fetiche y palabra mortífera.
La palabra mortífera es, en primer lugar, una palabra absoluta. Entidad autosuficiente, independiente de toda condición, de toda correspondencia con lo real, de toda medida o proporción, de toda posibilidad de verificación.
Pensemos en el uso que se hace hoy de la palabra “democracia” entre nuestros políticos. Como una cuestión absoluta, no relativa a algo: proceso, medida, condiciones. Designar una realidad como “democrática” significa que no se puede discutir, cuestionar, verificar. Es así, y punto.
La palabra absoluta es una palabra vacía que se refiere a todo y a nada, no remite a algo preciso, contrastable, observable y palpable. No admite réplica, contestación, dialéctica, diálogo. Son palabras-monólogo que expulsan al otro, lo destituyen como interlocutor crítico, zanjan toda discusión. La palabra absoluta tiene siempre laúltima palabra.
La palabra mortífera es, en segundo lugar, una palabra moralizante. Distribuye el Bien y el Mal. Me identifica con el Bien, te identifica con el Mal. Me da toda la razón, te la quita. El otro no tiene razón ni razones, nada que merezca la pena ser escuchado, discutido, ninguna legitimidad en su relato. Es puro Mal.
El uso que hace hoy la derecha global del término “terrorismo” es el ejemplo más evidente. Sirve para designar cualquier cosa porque no significa nada, pone al otro fuera de la discusión, invita a su eliminación. Pero también la izquierda tiene sus propias palabras mortíferas, su uso mortífero de ciertos términos, quizá la más llamativa hoy es “fascista”, “facha”. Una etiqueta que se usa como arma arrojadiza, que inhabilita toda escucha de lo que no es políticamente correcto, todo diálogo con lo diferente, todo atisbo de revisión de las propias ideas.
Hay palabras que habilitan la relación, tienen en cuenta al otro y lo otro, lo diferente y cambiante. Son palabras relativas, relativas a algo, relativas a alguien. Hay otras palabras, sin embargo, que impulsan el avance de ese barco que destruye todo a su paso. Son palabras mayúsculas, palabras mortíferas, palabras que contagian la guerra y su pasión de absoluto.
Combatir la guerra pasa por desactivar el carácter mortífero de las palabras. “Aclarar las ideas, desacreditar las palabras congénitamente vacías, definir el uso de las otras mediante análisis precisos, ése es, por extraño que pueda parecer, un trabajo que podría preservar existencias humanas”.
Amador Fernández-Savater, El método Simone Weil ..., ctxt 10/02/2024El 8 de febrero 2016 se cumplieron 150 años de la presentación de los trabajos de Mendel, publicados al año siguiente. Llegada esta fecha se renuevan algunas de las críticas ya hechas a Mendel durante el siglo XX. Por ejemplo, se le acusa de que “maquilló” demasiado los resultados de sus experimentos, llegando a sugerirse incluso que pudiera falsificarlos. Sin embargo, de Mendel hay que destacar que fue uno de los primeros biólogos -si así se le puede llamar- que utilizó el método científico experimental moderno de forma paradigmática.
FASE 1: LOS EXPERIMENTOS
FASE 2: LA HIPÒTESIS (DE LOS CARACTERES-GENES)
FASE 3: LA FALSACIÓN
FASE 4: LA GENERALIZACIÓN DE LA HIPÓTESIS
Manuel Ruiz Rejón, Mendel: un científico paradigmático, BBVA open mind 07/02/2024
Poner el cuerpo para pensar fue una constante en la vida se Simone Weil. Ingresar en una fábrica para pensar la condición obrera. Vivir como miliciana para pensar la guerra. Militar como sindicalista para pensar la revolución. Sólo haciendo experiencia se nos entrega la verdad de un fragmento de mundo. “La verdad no es sólo una obra nacida del pensamiento puro (…) Una verdad es siempre la verdad de algo, el esplendor de la realidad (…) Desear la verdad es desear un contacto directo con la realidad”.
El cuerpo de Simone Weil, de quien se dice que murió virgen, fue un cuerpo-esponja capaz de registrar los detalles más nimios y pensar desde ellos las tendencias ocultas de la época. La base material de su método. Un cuerpo poderoso es un cuerpo sensible, recogido en sí mismo y a la vez abierto, capaz de detectar como un sismógrafo los menores temblores de tierra. No necesariamente un cuerpo liberado o expansivo pero sin vulnerabilidad, sin fisura, sin herida que lo conecte al mundo.
Fuerza de la desesperación, fuerza de la guerra, fuerza de las palabras: rescato ahora de entre las conversaciones de estos días tres puntos de actualidad del pensamiento de Simone Weil.
A diferencia del marxismo, que nos enseña a ver por debajo de las declaraciones y las retóricas humanistas la dura realidad de los intereses económicos, Simone Weil nos enseña a ver por debajo de los intereses económicos otra realidad más decisiva y más determinante: la materialidad de los afectos, la embriaguez de la guerra. ¡Lo económico disimula lo pulsional!¿La igualdad existe? Es probable que muchas voces a ambos lados del arco político respondan negativamente a esa pregunta. A la derecha, porque creen que la desigualdad nos define como individuos y, por tanto, la igualdad no existe, ni puede existir; a la izquierda, porque la desigualdad es tan evidente que sólo admitiéndola podrá lucharse por la verdadera igualdad el día de mañana. Contra ese acuerdo colectivo, la obra y la vida del filósofo Jacques Rancière responde de forma tan sorprendente como elegante: la igualdad existe, por supuesto, aquí y ahora, y la emancipación consiste en demostrarla, no en buscarla. El movimiento de la igualdad se demuestra andando.
La tesis sobre la igualdad de las inteligencias la encontró en la aventura de un maestro francés en el exilio. Joseph Jacotot (1770-1840), revolucionario y diputado, tuvo que exiliarse tras la restauración borbónica y acabó enseñando francés en Bélgica en 1808. Pero ni él sabía flamenco, la lengua de sus alumnos, ni ellos sabían francés. Una edición bilingüe de Telémaco publicada por entonces en Bruselas apareció como lo único en común, y a través de un intérprete emplazó a sus estudiantes a que leyeran la versión francesa comparándola con la flamenca. A final de curso, escribían en francés mejor que muchos franceses de cuna.
Habían aprendido cómo se aprende cualquier lengua: prestando atención, repitiendo, imitando, sin explicaciones. Explicar es simplificar para los inferiores. Jacotot se limitó a verificar que repetían acertadamente el modelo, y comprendió algo inasumible para el orden del sistema explicativo: si todo el mundo aprende por su cuenta a hablar y razonar, la igualdad de las inteligencias es el punto de partida, no la meta. “Rancière se dio cuenta de que cualquier igualdad programática acaba reproduciendo al infinito la distancia que pretende suprimir”, resume al teléfono Javier Bassas, autor de Jacques Rancière: ensayar la igualdad (Gedisa).
Rancière desarrolló la lección de Jacotot en El maestro ignorante(1987; edición en español, Libros del Zorzal, 2022), y aplicó esa mirada a la política. “La igualdad no es un derecho, no es algo sustancial, antropológico, del ser humano: es una hipótesis. Los derechos tampoco los llevamos encima, existen cuando se llevan a cabo”, comenta Bassas, coautor de El litigio de las palabras (Ned Ediciones), un libro de conversaciones con Rancière, al que también ha traducido.
El resultado es una concepción de la democracia, no como una forma de gobierno, sino como “el poder de cualquiera” que desde la Grecia del siglo V antes de Cristo lleva interrumpiendo el orden habitual de la desigualdad, con la igualdad que ejerce sin permiso. “El poder del demos no es el poder de la población ni el de su mayoría, es más bien el poder de cualquiera. Todo el mundo tiene el mismo derecho a gobernar que a ser gobernado”, afirma la politóloga Kristin Ross, comentando la confluencia de Jacotot y Ranciére, en Democracia en suspenso (Casus Belli). El pueblo de la democracia es sólo una figura que en cada época los insumisos llenarán de palabras para redefinirla como sujeto de la política: de los sans culottes a los obreros, de las mujeres a los sin papeles.
Braulio García Jaén, Jacques Rancière, el filósofo que piensa desde la igualdad de las inteligencias, El País 10/02/2024
Al amparo de la democracia ateniense, Aristóteles definió a los humanos como seres sociales, animales cívicos inseparables de las redes de afectos, vínculos, intercambios, solidaridades y sueños compartidos que nos anudan y sostienen. En su Política, argumentó que un individuo no logra ser feliz en una ciudad infeliz: las penalidades de tus vecinos son también tu desgracia. “Quien es incapaz de vivir en comunidad o quien nada necesita por su propia suficiencia no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. El ideal de independencia y arrogante autonomía puede ofrecer una vida divina o fiera, pero en todo caso inhumana. También había sombras en la comunidad imaginada por Aristóteles; las mujeres y esclavos quedaban excluidos de la ciudadanía. Sin embargo, un mensaje poderoso late en sus palabras: todos los seres humanos somos políticos, y no solo los profesionales del gremio parlamentario.
Loables o detestables, las decisiones del poder nos afectan siempre. Quizá por eso, los griegos llamaban ‘idiota’ —cuya raíz significa “propio”— a quienes se desentendían de los asuntos públicos, pendientes solo de sus intereses particulares. En tiempos de sobresalto, la política se vuelve sospechosa y las sociedades se fragmentan en archipiélagos de esfuerzos aislados, privados —de aliento colectivo— y desconfiados. En esos momentos, cuando se ignora lo que nos anuda y abundan los idiotas, suben al poder quienes se las saben todas.
En uno de los más famosos diálogos de Platón, el filósofo Protágoras —portavoz intelectual de aquella joven democracia— se pregunta cómo logramos convivir en sociedad, pese a los conflictos y los exabruptos. Para explicarlo, cuenta un mito donde las ideas respiran, tienen carne, músculo y rostro. Cuando los dioses crearon el mundo, encargaron a dos titanes, Prometeo y Epimeteo, distribuir dones entre la multitud de seres vivos. Y, ay, el atolondrado Epimeteo —cuyo nombre significa “el que actúa primero y piensa después”— insistió en ocuparse a solas del reparto; como todos los grandes incompetentes, estaba muy seguro de sí mismo. Empezó por los animales: a unos dio garras y dientes afilados; a los más débiles, velocidad para huir o un hábil camuflaje. Sin embargo, olvidó reservar un regalo para la especie humana. Ahí quedamos, inermes, torpes, sin alas ni aletas, patilargos, cabezones, vulnerables… una calamidad. Para resolver el desastre, Prometeo robó del cielo la chispa del fuego y así aprendimos a encender hogueras. Apiadándose de nuestra especie desvalida, el dios Zeus nos regaló la justicia y el sentido político. Protegidos de la oscuridad y el frío por ambos dones –el fuego y la palabra que une–, inauguramos las veladas en torno al círculo hospitalario de luz para contar cuentos, coser y cantar, crear comunidad. Al amor de la lumbre, incluso antes de inventar las mesas, la humanidad practicó las sobremesas.
De esa manera, aunque seamos débiles por separado, nos hicimos fuertes al colaborar. No tenemos zarpas, pezuñas, aguijones o caparazones, pero aprendimos a tejer sociedades. Solos valemos poco, nuestra verdadera ventaja competitiva es el talento para cooperar. La filósofa María Zambrano nos definía como “soledades en convivencia”. En Persona y democracia reclamó “una sociedad humanizada donde lograr que la historia no se comporte como una antigua deidad que exige inagotable sufrimiento”. Frente al desamparo que siempre nos acecha y, a falta de colmillos, nos protege actuar como animales políticos, capaces de compartir, cuidarnos y divertirnos juntos. Gracias a los dioses, tenemos chispa. Y en la densa oscuridad, somos breves fulgores que se buscan.
Irene Vallejo, Animales, dioses idiotas, El País semanal 11/02/2024
Descartes, segona Meditació
Vivimos tiempos descreídos, pero somos muy crédulos. Somos crédulos con la publicidad, con el horóscopo, con informaciones de fake news mientras nos confirme el estado del mundo que nos conviene. Hay cierta desesperación en encontrar un sentido al caos en el que nos encontramos, aunque sepamos que no tenemos ninguna base sólida que lo sostenga. Es curioso porque interesan credulidades temporales, como que la bruja nos diga que voy a encontrar el amor en un mes, que la publicidad nos asegure que el producto que acabamos de comprar nos hará más jóvenes en una semana, que los políticos nos aseguren el país y las aspiraciones que deseamos, y que los medios nos confirmen el sesgo ideológico que arrastramos.
Cuando uno vive con la incertidumbre y no sabe si lo que tiene ahora va a continuar en el corto plazo, es inevitable despertarse pensando que le acechan peligros inminentes. En este contexto, hay un aislamiento y un gran individualismo, que además va acompañado de una falta de confianza en nosotros y en los demás. La promesa es algo concreto, no es abstracto, y se dirige a alguien en particular, pero si no tenemos confianza vamos a caer en la impotencia de repetir: «No puedo prometerte nada», y además también nos va a costar creer en aquello que nos prometen. Como decía antes, hay mucha credulidad, pero creemos muy poco en los otros. Todo esto hace que haya una falta de confianza sobre la repercusión que pueden tener nuestras acciones para cambiar el mundo.
Lucía Tolosa, entrevista a Marina Garcés: "Vivimos tiempos descreídos, pero somos muy crédulos", ethic.es 22/01/2024
Facebook tuvo la capacidad de formar una comunidad grande y dispar sobre algún tema o preocupación compartida ha sido extremadamente significativa. Para bien y para mal. Movimientos sociales como el MeToo o Black Lives Matter no habrían sido posibles sin las grandes redes sociales. Esa es una contribución muy importante. Pero, por supuesto, las redes sociales también permiten la creación de comunidades más dañinas, como QAnon o los movimientos antivacunas. Eso en sí mismo no es culpa de Silicon Valley, por supuesto, pero lo que ahora entendemos es que empresas como Facebook y YouTube diseñaron sus redes sociales para atraer a la gente hacia la versión más dañina y destructiva de este impulso de creación de comunidades, porque es más eficaz para generar compromiso y aumentar sus ingresos.
Las plataformas se han vuelto exponencialmente más eficaces a la hora de mostrar contenidos que te atraigan específicamente. Lo hacen mediante algoritmos muy sofisticados que determinan tus gustos e intereses específicos y te muestran lo que más te atrae. Cualquiera que haya pasado tiempo, por ejemplo, navegando por YouTube ha visto muchos vídeos que responden a sus intereses y que no habría descubierto de otro modo. Pero el problema, de nuevo, es que estos algoritmos han aprendido también que la mejor forma de captar nuestra atención es cultivar y activar las partes más oscuras y destructivas de nuestra naturaleza.
El pecado más grave de las plataformas fue diseñar deliberadamente su plataforma para explotar nuestras necesidades psicológicas innatas con el fin de que pasáramos más tiempo conectados. Cuando empezaron a hacerlo, a finales de la década de los 2000, se dijeron a sí mismos que estaba bien lo que hacían porque conseguir que pasáramos más tiempo conectados sólo podía ser beneficioso para nosotros. Creían que internet sería literalmente la salvación de la humanidad y, por tanto, cualquier cosa que hicieran para que nos conectáramos más era buena. Pero muy pronto quedó claro que la forma más eficaz de hacerlo era amplificando nuestros peores instintos, hacia el odio, la división y la desinformación. Y se volvió tan lucrativo para ellos que los líderes de la compañía deliberadamente ignoraron las consecuencias, incluso cuando sus propios investigadores internos les dijeron que sus productos estaban adoctrinando a millones de personas en el odio racial, las conspiraciones médicas y otras creencias peligrosas.En uno de los pasajes más célebres de la Odisea, Homero nos cuenta cómo Ulises, advertido por la diosa Circe del nefasto destino que aguarda a todo aquel insensato que ose escuchar el hipnótico canto de las sirenas -ser devorado vivo-, ordena a sus marineros que se tapen los oídos con cera caliente mientras a él lo aseguran con cuerdas al mástil. Gracias a este ardid, Odiseo se convirtió en el único mortal que escuchó el canto de las sirenas y vivió para contarlo.
Aunque hoy esta escena es más probable que evoque la saga de Cincuenta sombras de Grey que la guerra de Troya, lo cierto es que apunta a una profundísima a irrefutable realidad de la naturaleza humana: que en el preciso instante de la tentación, si no hemos planificado contra ella con suficiente antelación, no habrá recurso que nos salve de caer en sus garras. Éste es uno de los factores más fundamentales en nuestras vidas. Al menos, con acuerdo a medio siglo de trabajo científico sobre la tentación y nuestra capacidad para resistirla, encabezada por el profesor de la Universidad de Columbia en Nueva York, Walter Mischel.
En los años 60 del siglo pasado, Mischel decidió someter a un grupo de preescolares -hijos de profesores de la Universidad de Berkeley, donde por aquel entonces investigaba- a una tentación digna del propio Homero. La tentación era la siguiente: la niña o el niño se quedarían solos en una habitación sin distracciones con una golosina delante. El científico, que previamente había pasado un buen rato jugando y construyendo una relación de confianza con el niño, le decía que podía comerse la golosina ahora o esperar hasta que éste regresara y entonces tendría dos golosinas. En cualquier momento, el investigador remarcaba, el niño podía hacer sonar una campanilla que traería de vuelta al adulto. A través de un espejo y con videocámara, los científicos observaban el comportamiento del sujeto y medían el tiempo que tardaba en caer ante la tentación o darse por vencido y hacer sonar la campanilla. Este experimento se conoce como El Test de la golosina.
En una época en la que no había imágenes de resonancia magnética funcional, el test de la golosina permitió a Mischel medir un aspecto de la función ejecutiva del cerebro.
El psicólogo describe qué es esta función ejecutiva: «Tienes que tener un objetivo en mente, y también ser capaz de suprimir o inhibir todas las respuestas que te encaminarán a no conseguir ese objetivo y, por último, tienes que poder regular tu atención y tu imaginación para transformar la situación, de una muy difícil a una que te resulte relativamente sencilla».
Resistir la tentación -algo que hemos experimentado todos- es una experiencia bastante nueva en la historia de la vida y sólo es posible porque nuestro cerebro alberga dos sistemas de control opuestos y complementarios. «Tenemos dos caras, el sistema caliente y el frío. El sistema caliente está en la amígdala y el sistema límbico y es muy importante en la regulación del miedo, el hambre, etcétera». Éste es el sistema más antiguo y que compartimos con otros animales. Sin embargo, «el sistema frío se encuentra en la corteza prefrontal, se desarrolló más tarde en la evolución, y es el que nos permite contemplar consecuencias futuras, el que hace posible que mantengamos ese objetivo pospuesto en mente».
En otras palabras, es su sistema frío el que le dice que debe dejar el cigarrillo, o que tal vez obviar el postre hoy le iría bien a su colesterol. Mientras tanto, su sistema caliente no le dice nada, prefiere ocuparse de ponerlo ansioso y salivar con anticipación. Del equilibro entre ambos sistemas depende mucho más que nuestra línea. Mischel siguió a los preescolares hasta que pasaron de la cincuentena y descubrió que cómo actuaron entonces predijo diferencias fundamentales mucho más tarde en sus vidas.
«Encontramos una relación entre la habilidad de postergar la recompensa y cosas como tu índice de masa corporal -una medida que relaciona peso y altura y puede indicar problemas de sobrepeso y obesidad- a los 32 años de edad o con tu habilidad de perseguir objetivos, superar la frustración y persistir aunque sufras derrotas para conseguir finalmente tu objetivo. «Incluso sobre los 40 años podemos ver diferencias en los escáneres cerebrales sobre cómo te enfrentas a la tentación», asegura. En promedio, a mejor función ejecutiva, mejor nivel de educación, ingresos y calidad de vida. Todo por una golosina.
Luis Quevedo, Comer o no comer una golosina, El Mundo 04/05/2015
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Carta a Georges Bernanos[1]
(¿1938?)
Estimado señor:
Por ridículo que resulte escribirle a un escritor que, dada la naturaleza de su profesión, siempre está inundado de cartas, no puedo evitar hacerlo después de leer Los grandes cementerios bajo la luna. No es la primera vez que un libro suyo me conmueve: el Diario de un cura rural es a mis ojos el más bello, al menos de los que he leído, y verdaderamente un gran libro. Sea como fuere, el hecho de que me hubieran gustado otros libros suyos no me daba motivos para importunarlo comunicándoselo por escrito. Pero algo distinto ocurre con el último: yo he tenido una experiencia que se corresponde con la suya, aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otro lugar y vivida aparentemente –solo aparentemente– con un espíritu por completo distinto.
Aunque no soy católica –lo que voy a decir, dado que no lo soy, sonará sin duda presuntuoso para cualquier católico, pero no puedo expresarme de otra manera–, lo cierto es que jamás me ha parecido ajeno lo católico, lo cristiano. A veces me he dicho a mí misma que si simplemente se pusiera en las puertas de las iglesias un cartel que prohibiese la entrada a cualquier persona con una renta superior a tal o cual pequeña suma, entonces yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías han estado dirigidas a los grupos que afirman pertenecer a las capas despreciadas de la jerarquía social, hasta que me he dado cuenta de que tales grupos desalientan por su naturaleza todas las simpatías. El último que me inspiró algo de confianza fue la CNT española. Yo había viajado un poco por España antes de la guerra civil, poco pero lo suficiente para sentir el inevitable amor a sus gentes; había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y de sus defectos, de sus aspiraciones más y menos legítimas. En la CNT y en la FAI había una mezcla asombrosa; cualquiera era admitido y, en consecuencia, la inmoralidad, el cinismo, el fanatismo y la crueldad se codeaban con el amor, el espíritu de fraternidad y, sobre todo, esa reivindicación del honor que resulta tan hermosa entre los hombres humillados; me pareció que quienes llegaban allí movidos por un ideal prevalecían sobre aquellos impulsados por su afición a la violencia y el desorden. En julio de 1936 me encontraba en París. No me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha horrorizado más de ella es la situación de quienes se hallan en la retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esa guerra, es decir, de desear cada día, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de otros, me dije que París representaba para mí la retaguardia, y tomé el tren a Barcelona con la intención de alistarme. Eso fue a principios de agosto de 1936.
Un accidente hizo que mi estancia en España fuese corta. Estuve unos días en Barcelona, después en el campo aragonés, a orillas del Ebro, a unos quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar por el que recientemente las tropas de Yagüe cruzaron el Ebro; luego en el palacio de Sitges transformado en hospital y después otra vez en Barcelona; en total pasé en España unos dos meses. Salí de allí en contra de mi voluntad y con la intención de regresar. Pero después, de manera deliberada, no hice nada al respecto. Ya no sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era, como me había parecido al principio, una de los campesinos hambrientos contra los terratenientes y contra un clero cómplice de estos, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.
Conozco ese olor de guerra civil, sangre y terror que desprende su libro; lo he respirado. Debo decir que no he visto ni escuchado nada que alcance el grado de ignominia de algunas de las historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos, esas juventudes fascistas italianas que hacían correr a los viejos a porrazos. Pero lo que escuché fue suficiente. Estuve a punto de presenciar la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me pregunté si simplemente me quedaría mirando o si me dispararían al intentar intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas historias abarrotan mi pluma… Pero se haría demasiado largo contarlas todas; además, ¿para qué? Bastará con una. Me encontraba en Sitges cuando regresaron derrotados los milicianos de la expedición a Mallorca. Habían sido diezmados. De los cuarenta jóvenes que habían salido de Sitges, nueve habían muerto; nos enteramos cuando regresaron los otros treinta y uno. A la noche siguiente se llevaron a cabo nueve expediciones punitivas, y nueve fascistas o supuestos fascistas fueron asesinados en esta pequeña ciudad en la que en julio no había sucedido nada. Entre esos nueve estaba un panadero de unos treinta años, cuyo delito, según me dijeron, era el haber sido miembro de un somatén; su anciano padre, de quien era hijo único, y único sostén, se volvió loco. Otra historia: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países apresó, tras una escaramuza, a un joven de quince años que luchaba como falangista. Tan pronto como lo cogieron, temblando al ver morir a sus compañeros junto a él, dijo que había sido reclutado por la fuerza. Lo registraron y encontraron una medalla de la Virgen y un carné de falangista; fue enviado ante Durruti, jefe de la columna, quien, tras explicarle durante una hora la belleza del ideal anarquista, le dio a elegir entre morir o alistarse inmediatamente en las filas de quienes lo habían hecho prisionero, para luchar contra sus camaradas de la víspera. Durruti le dio al muchacho veinticuatro horas para que se lo pensase; pasado el plazo, el joven dijo que no y lo fusilaron. No obstante, Durruti fue en algunos aspectos un hombre admirable. La muerte de este pequeño héroe no ha dejado de pesar en mi conciencia, aunque no me enteré de lo ocurrido hasta más tarde. Y una historia más: en un pueblo que rojos y blancos habían tomado, perdido, reconquistado y vuelto a perder no sé cuántas veces, los milicianos rojos, tras haberlo reconquistado definitivamente, encontraron en los sótanos a un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro hombres jóvenes. Y razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos retiramos, se quedaron esperando a los fascistas, es porque ellos mismos son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron de inmediato, y después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos. Una última historia, esta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; uno fue asesinado en el acto, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después le dijeron a ese otro que podía irse. Cuando estaba a unos veinte pasos de distancia, lo abatieron. El que me contó la historia se sorprendió mucho al no verme reír.
En Barcelona, una media de cincuenta hombres eran asesinados cada noche en las expediciones punitivas. Proporcionalmente, eran muchos menos que en Mallorca, ya que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes. Además, durante tres días tuvo lugar allí una sangrienta batalla callejera. Pero quizá los números no sean lo principal en este asunto. Lo esencial es la actitud ante el asesinato. Ni entre los españoles ni entre los franceses que habían ido allí a luchar o a darse una vuelta –estos últimos eran casi siempre intelectuales aburridos e inofensivos–, vi yo jamás a nadie expresar, ni siquiera en la intimidad, repulsión, desagrado o incluso desaprobación ante la sangre derramada innecesariamente. Usted habla del miedo. Y sí, el miedo tuvo algo que ver con estos asesinatos; pero donde yo estuve, no vi que tuviese el peso que usted le atribuye. En una comida presidida por la camaradería, hombres aparentemente valientes –vi con mis propios ojos el coraje de al menos uno de ellos– contaron con una sonrisa fraternal cómo habían matado a sacerdotes o a “fascistas” –término este con un sentido muy amplio–. Por lo que a mí respecta, tuve la sensación de que, cuando las autoridades temporales y espirituales colocan a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuyas vidas tienen un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin correr el riesgo de ser castigado o culpado, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a quienes matan. Y si por casualidad se siente al principio un poco de asco, entonces se guarda silencio y pronto se sofoca tal desagrado, por miedo a parecer falto de virilidad. Hay ahí un impulso, una embriaguez a la que es imposible resistirse sin una fuerza del alma que debo considerar excepcional, ya que no la he visto en ninguna parte. Me encontré con franceses pacíficos, a quienes hasta entonces yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido por sí mismos ir a matar, pero que disfrutaban visiblemente de esa atmósfera impregnada de sangre. Jamás podré tenerles ningún respeto en el futuro.
Semejante atmósfera borra de inmediato el objetivo mismo de la lucha. Porque solo podemos formular el objetivo reduciéndolo al bien público, al bien de los hombres –y los hombres resultan aquí irrelevantes, carecen de valor–. En un país donde los pobres son en su gran mayoría campesinos, el objetivo esencial de cualquier grupo de extrema izquierda debe ser el bienestar de dichos campesinos; y esta guerra ha sido quizá sobre todo, al principio, una guerra por y contra el reparto de tierras. Sin embargo, esos pobres pero magníficos campesinos de Aragón, que tanta dignidad han conservado bajo las humillaciones, no eran para los milicianos ni siquiera un “objeto de curiosidad”. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad –al menos yo no vi nada parecido, y sé que los robos y las violaciones, en las columnas anarquistas, se castigaban con la muerte–, un abismo separaba a los hombres armados y a la población desarmada, un abismo bastante similar al que separa a pobres y ricos. Ello se manifestaba en la actitud siempre algo humilde, sumisa y temerosa de los unos, y en la desenvoltura, despreocupación y condescendencia de los otros.
Uno parte hacia España como voluntario, con la idea del sacrificio, y se encuentra en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con mucha más crueldad y menos respeto hacia el enemigo. Podría continuar con estas reflexiones indefinidamente, pero debo ponerles un límite. Desde que estuve en España, he escuchado y leído todo tipo de consideraciones al respecto, pero no puedo citar a nadie, aparte de usted, que, hasta donde se me alcanza, haya estado inmerso en la atmósfera de la guerra de España y haya resistido. Usted es monárquico, un discípulo de Drumont.[2] ¿Qué me importa? Me resulta incomparablemente más cercano que mis compañeros de la milicia aragonesa, esos camaradas a quienes, sin embargo, yo amaba.
Lo que usted dice sobre el nacionalismo, la guerra y la política exterior francesa después de la guerra me ha llegado también al corazón. Yo tenía diez años cuando se firmó el Tratado de Versalles. Hasta entonces había sido patriota, con toda esa exaltación que los niños manifiestan en tiempos de guerra. El deseo de humillar al enemigo derrotado, que entonces (y en los años siguientes) se desbordaba de manera tan repugnante por todas partes, me curó de una vez por todas de ese patriotismo ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país me resultan más dolorosas que las que este pueda sufrir.
Temo haberle importunado con una carta tan larga. Solo me queda expresarle mi profunda admiración.
S.Weil3, rue Auguste-Comte, París (distrito VI)
P.D.: He escrito mi dirección de forma mecánica. Porque, para empezar, supongo que tendrá usted mejores cosas que hacer que contestar a las cartas. Además, pasaré uno o dos meses en Italia, adonde quizá no me llegaría una carta suya, al quedar retenida esta en la aduana.
Notas:
[1] Publicada por primera vez en 1950, en el Bulletin de la Société des amis de Georges Bernanos, e incluida con posterioridad en Écrits historiques et politiques, Gallimard, París, 1960.
[2] Édouard Drumont (1844-1917), periodista, escritor y político católico francés, célebre por su antisemitismo y su nacionalismo.
Este texto forma parte del libro La guerra de España. Textos escogidos, que, con prólogo de Alexandre Massipe y traducción de Luis González Castro, acaba de publicar la editorial Página Indómita.Debemos ser muy cautelosos en la forma en que formulamos nuestras preguntas, ya que la naturaleza de su formulación a menudo impide ciertas respuestas. Cuando todas las respuestas parecen insuficientes, nos corresponde dar un paso atrás y reevaluar tanto la pregunta como su presentación. Esto es particularmente cierto en el caso de las indagaciones sobre la conciencia. Tal cuestionamiento presupone que la consciencia es un fenómeno que existe más allá de la descripción física estándar. Como resultado, queda relegado a ser una ilusión o un mero epifenómeno: si no lo fuera, no sería ajeno al relato estándar. Esto lleva a una conclusión evidentemente absurda. Para salir de este callejón intelectual sin salida, debemos revisar la pregunta original: ¿por qué buscamos comprender la conciencia? La respuesta está en reconocer que la consciencia es una solución defectuosa a un problema inexistente: a saber, cómo es posible que algo (un cuerpo, por ejemplo) experimente otra cosa (un objeto) que es distinta a él. Este problema tiene sus raíces en la suposición de que estamos separados de los objetos que experimentamos, viviendo nuestras vidas dentro de los confines de nuestros cuerpos. Afortunadamente, tenemos la oportunidad de desafiar esta suposición, considerando la posibilidad de que, en el nivel fundamental, no estamos separados del mundo externo, sino que, de hecho, somos uno con él.
El error consiste en buscar la consciencia como una propiedad especial de los sistemas nerviosos, una que, inexplicablemente, les permitiría alcanzar y representar (experimentar) el mundo externo. De hecho, esto es imposible, similar a pedirle a nuestro cerebro que realice un milagro. Muchos se dejan seducir por la idea de que el cerebro puede transformar milagrosamente el «agua» de las neuronas en el «vino» de la conciencia, como escribió una vez Colin McGinn, pero esto es una falacia. Cuando le pedimos al mundo físico que logre lo imposible, no es de extrañar que nunca descubramos cómo podría hacerse. El fracaso no se debe a una falta de inteligencia por nuestra parte, sino, simplemente, a que no se produce. Es imposible. Si exigimos a la naturaleza que realice lo imposible, nunca sucederá. (...)Lo que se necesita, en cambio, es un replanteamiento de la pregunta, uno que no presente la consciencia como un milagro, sino como un reflejo de cómo se estructura y organiza la realidad.
Mi hipótesis, conocida como Identidad Mente-Objeto (MOI, por sus siglas en inglés), es totalmente consistente con los datos empíricos, ontológicamente más coherente que otras hipótesis, y no requiere suposiciones adicionales. Permítanme explicarlo. Hasta el día de hoy, después de 150 años de imágenes cerebrales, no hay evidencia empírica de la presencia de consciencia dentro del cerebro. No sólo nadie ha medido o fotografiado nunca una sensación consciente dentro del sistema nervioso, sino que no se ha encontrado ningún evento neuronal causado o alterado por la supuesta presencia de consciencia. La consciencia, dentro del sistema nervioso, es a la vez invisible y epifenoménica. ¿Cómo podemos seguir creyendo que reside dentro del sistema nervioso?
Ahora, consideremos una experiencia perceptiva común: ver un plátano. Existe un objeto con propiedades que encontramos en nuestra existencia (forma, color, tamaño) y existe nuestro sistema nervioso con propiedades completamente diferentes. ¿Qué encontramos dentro de nuestro momento de existencia: las propiedades del plátano o las del sistema nervioso? Claramente, encontramos las propiedades del plátano. ¿Cuál debería ser entonces la conclusión lógica? ¿Somos uno con el objeto cuyas propiedades forman parte de nuestra existencia, o somos otro sistema físico (el sistema nervioso) que, como por arte de magia, se apropia de propiedades físicas que no tiene? La única razón para pensarnos como el sistema nervioso o localizados dentro de él no es ni empírica ni existencial, sino que está ligada a un prejuicio tenaz: la idea de estar detrás de los ojos y entre las orejas.
La hipótesis de la Identidad Mente-Objeto es similar a la teoría de la Identidad Mente-Cerebro. En este sentido, se alinea epistémicamente con la ciencia. En pocas palabras, la hipótesis postula que en lugar de ser un cerebro que experimenta misteriosamente una serie de cosas, somos las cosas que, a través de un cerebro, producen efectos. No hay nada misterioso en esta definición.
Compárese esta hipótesis con la pesada complejidad de las teorías basadas en postulados enigmáticos u ontológicamente costosos. El enfoque de la Identidad Mente-Objeto es mucho más eficaz y convincente que todos estos. Su único defecto es que nos desafía a descartar la creencia supersticiosa de que la mente reside dentro del cuerpo.
La Identidad Mente-Objeto (MOI) no requiere ninguna modificación de la ciencia o de nuestra visión naturalista del mundo. La MOI simplemente nos pide que miremos a la ciencia y a nuestra existencia sin una suposición: la separación entre nosotros y el mundo, que no es parte de la ciencia; algo que se agregó para incorporar creencias supersticiosas populares pero infundadas en el método científico.
El problema con la IIT (Teoría de la Información Integrada) de Tonioni es que no es ni una teoría científica (basada en postulados no probados e indemostrables) ni una teoría de la consciencia. Permítanme explayarme sobre este último punto. Supongamos, por el bien del argumento, que el cerebro, de alguna manera, construye información integrada, una afirmación que encuentro ontológica y empíricamente dudosa. Pero supongámoslo por un momento. Pregunta: ¿Por qué la información integrada debería poseer las cualidades de la conciencia? ¿Por qué, por ejemplo, un valor de información integrado de 1055 (phi) debería corresponder al sabor del chocolate? ¿Hay algún artículo científico (aunque sea hiperbólicamente especulativo) que explique cómo pasamos de los números de la IIT a las propiedades de la consciencia? Por ejemplo, ¿por qué un determinado valor debe producir la sensación de rojo y otro valor la sensación de wasabi? Nada. Sobre este punto, por qué y cómo la información integrada debería equivaler a una experiencia consciente particular, Tononi y todos sus partidarios han guardado un silencio conspicuo y siempre han permanecido mudos. Por lo tanto, incluso si la IIT funcionara (que no lo hace), no sería una explicación de la consciencia y se remitiría a un misterio adicional. No es que la teoría opuesta, la Teoría Neuronal del Espacio de Trabajo Global, sea mejor. Para ser justos, todas las teorías actualmente aceptadas para la investigación de la conciencia deberían haber sido declaradas pseudocientíficas. Simplemente porque no explicarían nada, incluso si estuvieran en lo cierto.
De nuevo, desde Platón hasta nuestros días, el pensamiento ha sido concebido como una especie de cómputo interno del sistema; una versión computacional del animismo que es completamente injustificada desde un punto de vista naturalista. Esto no significa negar que las máquinas podrían, algún día no muy lejano, de forma similar a cómo lo hacen los cuerpos, formar el mismo tipo de sistema de referencia causal que une un mundo de objetos que llamamos mente. No hay chovinismo biológico por mi parte. Pero esto no sucederá porque la información o los cálculos dentro de un sistema se volverán mágicamente conscientes. Más bien, será porque un sistema físico, natural o artificial, será capaz de ser el punto de coyuntura de un conjunto de eventos y cosas que son uno con una mente.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, entrevista a Riccardo Manzotti. La hipótesis de la identidad mente-objeto, La máquina de Von Neumann 01/02/2024
Rousseau |
Camille Vignolle, Rousseau et Voltaire. Deux génies que tout oppose, herodote.net 30/03/2022
Voltaire |
L'opposition idéologique et personnelle entre Voltaire i Rousseau connaît son point culminant en 1755 suite à la publication par Rousseau de son Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes.
Dans ce texte, il présente l'homme comme naturellement bon mais perverti par la civilisation, exalte l'état de nature originel et voit dans la naissance du droit de propriété la source de tous les maux.
Voltaire lui adresse une lettre remplie d'une ironie féroce :
« J'ai reçu, Monsieur, votre nouveau livre contre le genre humain ; je vous en remercie ; vous plairez aux hommes à qui vous dites leurs vérités, et vous ne les corrigerez pas. Vous peignez avec des couleurs bien vraies les horreurs de la société humaine dont l'ignorance et la faiblesse se promettent tant de douceurs. On n'a jamais employé tant d'esprit à vouloir nous rendre Bêtes. Il prend envie de marcher à quatre pattes quand on lit votre ouvrage. Cependant, comme il y a plus de soixante ans que j'en ai perdu l'habitude, je sens malheureusement qu'il m'est impossible de la reprendre. Et je laisse cette allure naturelle à ceux qui en sont plus dignes, que vous et moi. Je ne peux non plus m'embarquer pour aller trouver les sauvages du Canada, premièrement parce que les maladies auxquelles je suis condamné me rendent un médecin d'Europe nécessaire, secondement parce que la guerre est portée dans ce pays-là, et que les exemples de nos nations ont rendu les sauvages presque aussi méchants que nous. Je me borne à être un sauvage paisible dans la solitude que j'ai choisie auprès de votre patrie où vous devriez être. J'avoue avec vous que les belles lettres, et les sciences ont causés quelquefois beaucoup de mal... » (Aux délices, près de Genève, 30 août 1755). La référence à Genève, ville natale de Jean-Jacques, ajoute à l'ironie du propos.
À quoi Rousseau réplique :
« C'est à moi, Monsieur, de vous remercier à tous égards. En vous offrant l'ébauche de mes tristes rêveries, je n'ai point cru vous faire un présent digne de vous, mais m'acquitter d'un devoir et vous rendre un hommage que nous devons tous comme à notre Chef [...]. Le goût des sciences et des arts naît chez un peuple d'un vice intérieur qu'il augmente bientôt à son tour, et s'il est vrai que tous les progrès humains sont pernicieux à l'espèce, ceux de l'esprit et des connaissances, qui augmentent notre orgueil et multiplient nos égarements, accélèrent bientôt nos malheurs : mais il vient un temps où le mal est tel que les causes même qui l'ont fait naître sont nécessaires pour l'empêcher d'augmenter : c'est le fer qu'il faut laisser dans la plaie, de peur que le blessé n'expire en l'arrachant. Quant à moi, si j'avais suivi ma première vocation et que je n'eusse ni lu ni écrit, j'en aurais sans doute été plus heureux. Cependant, si les lettres étaient maintenant anéanties, je serais privé de l'unique plaisir qui me reste : c'est dans leur sein que je me console de tous les maux ; c'est parmi leurs illustres enfants que je goûte les douceurs de l'amitié, que j'apprends à jouir de la vie et à mépriser la mort ; je leur dois le peu que je suis, je leur dois même l'honneur d'être connu de vous... » (Paris, le 10 septembre 1755).
Camille Vignolle, Rousseau et Voltaire. Deux génies que tout oppose, herodote.net 30/03/2022
“He rebut, Senyor, el vostre nou llibre contra la raça humana; gràcies ; agradarà als homes a qui dius les seves veritats, i no els corregiràs. Pintes amb colors ben certs els horrors de la societat humana la ignorància i la debilitat de la qual prometen tanta dolçor. Mai hem utilitzat tanta intel·ligència per intentar convertir-nos en Bèsties. Vol caminar a quatre potes quan llegeix la teva obra. Tanmateix, com que fa més de seixanta anys que vaig perdre l'hàbit, malauradament sento que em resulta impossible reprendre-lo. I deixo aquesta aparença natural als qui en són més dignes, que tu i jo. Tampoc puc navegar per trobar els salvatges del Canadà, en primer lloc perquè les malalties a les quals estic condemnat em fan necessari un metge d'Europa, en segon lloc perquè la guerra es porta a aquell país, i els exemples de les nostres nacions han fet que els salvatges gairebé tan dolents com nosaltres. Em limito a ser un salvatge pacífic en la solitud que he escollit prop de la teva pàtria on hauries d'estar. Admeto amb tu que la literatura i la ciència a vegades han causat molt de mal...» (Aux délices, prop de Ginebra, 30 d'agost de 1755). La referència a Ginebra, ciutat natal de Jean-Jacques, afegeix a la ironia del tema.
Rousseau:
"Depèn de mi, senyor, donar-li les gràcies en tots els aspectes. En oferir-te l'esquema dels meus tristos somnis, no vaig creure en fer-te un regal digne de tu, sinó en complir un deure i fer-te un tribut que tots devem com al nostre Líder [...] ]. El gust per la ciència i les arts neix entre un poble d'un vici interior que aviat augmenta al seu torn, i si és cert que tot progrés humà és perniciós per a l'espècie, el de la ment i el coneixement, que augmenta el nostre orgull. i multiplica els nostres errors, aviat accelera les nostres desgràcies: però arriba un moment en què el mal és tal que les mateixes causes que l'han originat són necessàries per evitar que augmenti: aquest és el ferro que s'ha de deixar a la ferida, perquè no sigui. la persona ferida caduca en arrencar-la. Pel que fa a mi, si hagués seguit la meva primera vocació i no hagués llegit ni escrit, sens dubte hauria estat més feliç. Tanmateix, si ara fossin destruïdes les cartes, em privaria de l'únic plaer que em queda: és en el seu si que em consol de tots els mals; és entre els seus fills il·lustres on tasto la dolçor de l'amistat, que aprenc a gaudir de la vida i a menysprear la mort; Els dec el poc que sóc, fins i tot els dec l'honor de ser-vos conegut...» (París, 10 de setembre de 1755).Franz de Waals (The Ape and the Sushi Masters Basic Books New York 2001, p.16) formula la pregunta, y da clara respuesta: “¿Cuál es el común denominador de todo aquello que llamamos cultura? (…) A mi juicio no puede tratarse sino de la expansión no genética de costumbres e información”.
“La noción estándar de humanidad conlleva la creencia de que se trata de la única forma de vida que ha realizado la transición del reino cultural, como si un día abriésemos las puertas de una nueva vida. La transición hacia la cultura ha sido sin duda alguna gradual, en pequeñas etapas y no ha sido ni completa (nunca hemos dejado atrás realmente la naturaleza) ni muy diferente, al menos en el inicio del comportamiento observado en otros animales. La idea de que constituimos la única especie cuya supervivencia depende de la cultura es falsa, y el proyecto mismo de yuxtaponer naturaleza y cultura es un grandísimo quid pro quo”.
Víctor Gómez Pin, La disputa sobre la singularidad humana: ¿genética versus cultura?, El Boomeran(g) 11701/2024
Paul Feyerabend (1924-1994), filósofo de la ciencia que preconizó el anarquismo epistemológico, formuló la tesis de la inconmensurabilidad. No es posible comparar dos teorías cuando no hay un lenguaje teórico común. Una idea que vale tanto para las diferentes disciplinas científicas como para diversas teorías dentro de una misma disciplina. Si dos teorías son inconmensurables, entonces no hay manera de decidir cuál es mejor. La idea la recogerá para la filosofía Richard Rorty. Nietzsche no puede refutar a Kant simplemente porque no hablan el mismo idioma. La filosofía, como la ciencia, no avanza por lógica, sino por inspiración.
Feyerabend fue el primero que desmintió la idea, tan difundida entre periodistas y publicistas de la ciencia, de la existencia de un método científico. Sus argumentos son históricos y de sentido común. Los métodos solo funcionan en determinados ámbitos. No hay un método todoterreno y universal, porque las condiciones en las que se llevan a cabo los experimentos siempre están cambiando. No hay un procedimiento único o un conjunto de reglas que presidan todo trabajo de investigación. Las razones para esta negativa son también antropológicas. Los métodos están asociados a formas de vida, tradiciones de conocimiento y recursos económicos y tecnológicos. “La idea de un método universal y estable es tan poco realista como la idea de un instrumento de medición universal que pudiera medir cualquier magnitud”. Los métodos del esquimal no pueden coincidir con los del tuareg. Viven en mundos diferentes. Sus diferencias epistemológicas son las diferencias entre el hielo y la arena. Imaginemos por un momento los métodos de investigación en un planeta gaseoso como Júpiter, donde no es posible poner un pie a tierra. La idea de un método universal es tan provinciana como el imperativo categórico kantiano. Moral es forma de vida. Y las formas de vida son incontables. Reducirlas a una sola ha sido la ambición de todos los imperios que, convencidos de su supremacía, tratan de imponer su forma de vida (no sabemos si por convencimiento o cobardía). Un imperialismo epistemológico que el relacionista (generalmente viajado y sensible a las prescripciones de otros pueblos) no está dispuesto a aceptar. La idea misma de un método en abstracto es un contrasentido. Separar los métodos de los ámbitos y formas de vida es demagogia o, simplemente, degeneración democrática. Frente a esos dogmatismos, el relativismo se alza como la única filosofía posible para una sociedad libre. O mejor, como la única filosofía civilizada. Y algo parecido se podría decir del escepticismo.
La ciencia, cuando es excelente, necesita de todas las virtudes. Sentido crítico y capacidad expresiva, inventiva en los métodos, irreverencia con la tradición, prejuicios y prudencia, honestidad y oportunismo, modestia y codicia, talento matemático y sensibilidad artística. Eso es lo que vemos en los orígenes de la ciencia moderna, en Galileo, Newton y Descartes. Todos ellos se inscriben en una situación histórica compleja, vectores de fuerza, actitudes, instrumentos, ideologías. El buen científico debe parecerse a un buen político, con intuición para captar las dificultades que encontrará su propuesta y con la fuerza persuasiva que permita que sea aceptada. Niels Bohr sería un buen ejemplo. También debe parecerse a un boxeador, ser ágil y detectar con rapidez los puntos débiles de sus oponentes. Newton es aquí el ejemplo. Explica su método recurriendo a tres niveles: fenómenos, leyes e hipótesis, que, como los tres poderes de una democracia, deben estar separados. Las hipótesis no deben mezclarse con los fenómenos ni utilizarse para proponer leyes. Las leyes se deducen de los fenómenos y se explican con ayuda de las hipótesis. Y consigue convencer a todos de la pulcritud del procedimiento que va de la recolección de fenómenos a la elaboración de leyes (como si se pudiera entender un fenómeno sin un marco teórico previo). Todo es, claro está, mucho más complejo. La idea misma del fenómeno o la experiencia puede expandirse tanto que acaba conteniendo cualquier ley o hipótesis.
Feyerabend se hará célebre por desmontar la idea misma de un “método científico”, universal e invariable, un conjunto de reglas que presida toda investigación. No hay una sola regla que no haya sido vulnerada en una ocasión u otra. De hecho, los grandes avances científicos tuvieron lugar cuando algunos pensadores decidieron no someterse a ciertas reglas, consideradas inviolables, y optaron por quebrantarlas. El método científico es un mito, un eslogan propagandístico. Los grandes genios lo han sido precisamente por no ceñirse a los métodos que prescribía su disciplina. “En el ámbito de la vanguardia científica, no hay ningún método ni ninguna autoridad”. La teoría cuántica puso de manifiesto que una concepción del mundo grandiosa y llena de éxitos podía ser falsa. La ciencia siempre progresa a base de catástrofes y revoluciones. Lo que sí que pervive es una confianza en la posición privilegiada de la ciencia. Pero, y esa es la novedad que introduce Feyerabend, una sociedad libre debe tratar a esa fe como a cualquier otro credo. “La sociedad libre permitirá que los adeptos a estas creencias se expresen libremente, pero no les concederá ninguno de esos poderes especiales a los que aspiran”. Un científico no es más que un ciudadano y, cualesquiera que sean sus derechos, éstos deben estar sometidos al juicio de otros ciudadanos, incluidos los que carecen de formación científica.
Una regla elemental de la guerra es destruir al enemigo. “Pero es posible que un guerrero salvaje cuide a su enemigo herido en lugar de dejarlo morir. Su acción queda justificada en el momento en que descubre que establecer vínculos entre culturas rivales conduce a mayores beneficios que la destrucción del enemigo”. Cualquier procedimiento, por ridículo que parezca, puede abrirnos mundos sorprendentes que nadie hubiera imaginado. Mientras que un único procedimiento nos mantiene en una prisión sin que nos demos cuenta. En este punto, Feyerabend es más razonable de lo que parece. La metodología científica no puede desvincularse del estudio de acontecimientos históricos concretos. “La ciencia es mucho más flexible y difícil de lo que los racionalistas suponen. Un científico no solo inventa teorías, también inventa hechos, normas, metodologías y, dicho brevemente, formas de vida completas. Si en la ciencia puede aparecer cualquier forma de razón y no una forma especial de la racionalidad, el argumento según el cual hay que preferir a la ciencia por su método se derrumba”.
Juan Arnau, Paul Feyerabend, el fantasma del anarquismo en la casa de la ciencia, El País 17/01/2024
La palabra deseo viene del verbo latino desiderare, formado a partir de sidus, sideris, que significa astro o constelación. Existen dos interpretaciones radicalmente opuestas de esta etimología. Se puede interpretar desiderare como “dejar de contemplar las estrellas”, lo que remite a la idea de una pérdida, un “desnorte”. El marinero que deja de mirar los astros puede perderse en el mar. El ser humano que deja de contemplar las cosas celestiales puede perderse ante la seducción de las cosas terrenales. A la inversa, podemos entender desiderare como aquello que nos libra de perdernos en consideraciones (siderare), puesto que los antiguos romanos solían entender la sideratio como el hecho de sufrir la acción funesta de los astros. Hemos conservado este sentido lejano cuando decimos que nos quedamos “alucinados” tras una conmoción o una adversidad: nos quedamos inmóviles, incapaces de reaccionar, privados de la capacidad de actuar libremente. Lo que nos pondrá de nuevo en movimiento es de-sidere, el deseo, entendido como motor de la acción, como la potencia vital que nos libra de perdernos a nosotros mismos, sea cual sea la causa.
Lo fascinante es que este doble sentido reaparece a lo largo de la tradición filosófica occidental. Por un lado, el deseo se percibe como una falta y se subraya esencialmente su carácter negativo. Por otro lado, se percibe como un poder y como el principal motor de nuestras vidas. La mayoría de los filósofos de la Antigüedad vieron el deseo como una falta y lo consideraron no tanto como una cuestión sino como un problema: la búsqueda de una satisfacción que, una vez saciada, renace enseguida bajo la misma forma o bajo la forma de otro objeto, condenándonos así a estar insatisfechos de por vida. Fue Platón, el más conocido entre los discípulos de Sócrates, quien mejor teorizó esta dimensión insaciable del deseo humano en forma de falta: “Lo que no tenemos, lo que no somos, lo que echamos de menos: he aquí los objetos del deseo y del amor”. Aristóteles relativiza esta identificación del deseo con la falta y ve en él nuestra única fuerza motriz: “No hay más que un principio motor: la facultad desiderativa”. En el siglo XVII, Spinoza retoma esta idea y la sitúa en el centro de toda su filosofía ética: el deseo es la potencia vital que pone en movimiento todas nuestras energías y, bien dirigido por la razón, es lo único que puede llevarnos a la alegría y a la felicidad suprema (la beatitud).
Deseo-falta que conduce a la insatisfacción y la desdicha y al que conviene poner límites o eliminar… o deseo-potencia que conduce a la plenitud y la felicidad y que conviene cultivar: ¿quién tiene razón? Si nos observamos atentamente a nosotros mismos y a la naturaleza humana, ambas teorías parecen pertinentes y no se excluyen mutuamente. En nuestras vidas podemos experimentar el deseo-falta y el deseo-potencia. Cuando caemos en la trampa de la insatisfacción permanente, la comparación social, la envidia, la lujuria, la pasión amorosa, damos la razón a Platón. Pero cuando nos dejamos llevar por la alegría de crear, crecer, avanzar, amar, desarrollar nuestros talentos, realizarnos a través de lo que hacemos, conocer, damos la razón a Spinoza. Y las cosas son incluso un poco más complejas, ya que el deseo-falta puede también ser el motor de una búsqueda espiritual que conduzca a la contemplación de la belleza divina, mientras que el deseo-potencia puede llevarnos a excesos y a una forma de hibrisdenunciada por los griegos.
Frédéric Lenoir, ¿El deseo nos conduce a la plenitud o a la insatisfacción permanente?, El País 16/01/2024
El sintagma “sentido de la vida” es una invención rigurosamente moderna. En la premodernidad, dicho con un juego de palabras, la pregunta por el sentido no tenía sentido. La premodernidad es una interpretación del mundo en forma de cosmovisión. Lo importante es el todo, es decir, el cosmos. Y el cosmos es una totalidad ordenada y jerárquica de la realidad en la que cada miembro –desde el ángel hasta la piedra– ocupa una posición definida al servicio del conjunto. Dichos miembros están destinados a ocupar la posición que les corresponde por naturaleza. De ahí el concepto de la Naturaleza como libro, tema al que Blumenberg dedicó un amplio y razonado estudio: La legibilidad del mundo. Hay que saber leer los mensajes de la Naturaleza para aprender la lección que enseña sobre la específica naturaleza humana. Solo el hombre posee libertad para negarse, lo que le llevaría a la desdicha; en cambio, cuando ocupa su lugar predeterminado, entonces es feliz. Ese es el sentido de la antigua eudaimonia: cumplir con la función asignada al hombre en el orden cósmico para contribuir a la felicidad general. La pregunta por el sentido de la vida individual no es pertinente en esa época y a nadie le interesa, ni siquiera a uno mismo, porque la única felicidad que cuenta es la del cosmos, a la que cada uno contribuye cumpliendo su papel. El sentido es evidente, por lo que nadie se pregunta por él.
Todo cambia con el advenimiento de la subjetividad moderna. La modernidad comienza cuando un miembro de ese todo antiguo, el hombre, se desgaja del conjunto y se constituye en una nueva totalidad autorreferente. El yo es el nuevo centro del mundo mientras el mundo de la objetividad anterior decae como explicación convincente. ¿Y qué ocurre entonces? Que ese sujeto moderno se descubre a sí mismo poseedor de una dignidad incondicional, fin en sí mismo y nunca medio, lo que le hace semejante a los ángeles; pero, de otro lado, descubre también que está abocado a ser cadáver algún día, esa escalofriante cosificación del ser humano, contraria a su dignidad, que lo hace semejante a los insectos. ¿Cómo es posible este doble destino antagónico de ángel e insecto? Y por primera vez en la Historia resuena la cuestión modernísima del “sentido de la vida”, que se refiere a qué sentido tiene que el sujeto sufra este nihilismo final que desmiente la excelencia sustantiva de partida y parece sustraer finalidad a la vida individual en cuanto tal. Justo cuando se pierde la evidencia objetiva del sentido, asoma la nueva pregunta: ¿Para qué vivir?
Y la respuesta al sentido de la vida no puede ser teórica, como si se tratara de una fórmula matemática o la fórmula de la coca-cola. La respuesta es práctica. Se resuelve en acción, viviendo, no cavilando. Está en el placer de ser buen tenista, un buen alfarero, un buen anestesista. Pues bien, hay un placer en simplemente ser hombre o mujer, de serlo de manera excelente. Si hemos de formar parte de la comedia de la vida, hagamos un buen papel en ella. Y, para conocer ese papel, nada como volver a leer el libro al que te refieres, escrito no con las letras de la naturaleza, como en la premodernidad, sino de las letras inscritas en nuestra experiencia.
Javier Gomá, Jugar o el sentido de la vida, Letras Libres 01/01/2024
La democracia no es algo que podamos dar por sentado. Siempre ha sido una situación excepcional. Siempre requiere una reflexión constante, una autorreflexión. Si no reflexionamos sobre nosotros mismos, no tendremos democracia. La naturaleza de la democracia es que somos capaces de autocorregirnos. Pero si pensamos que la democracia es un proceso que sobrevive por sí solo, entonces ya nos hemos olvidado de lo que se trata, que es de autocorregirse.
Creo que, en los últimos 30 años, la gente se convenció de que la democracia era un mecanismo. Y no es realmente un mecanismo. Es más un compromiso existencial cotidiano. No es algo que esté a nuestro alrededor. Es algo que tenemos que hacer. Es una actividad. Y creo que una de las causas del clima democrático es que lo hemos olvidado. La democracia es algo que tenemos que hacer.
Andrea Rizzi, entrevista a Thimothy Snyder: "Es un tabú decirlo, pero nos estamos volviendo menos inteligentes", El País 21/01/2024
A juzgar por la miríada de procesos automáticos en que nos vemos inmersos desde que suena el despertador, uno afirmaría que la vida no es ni juego ni apuesta, precisamente. Y, sin embargo, hay algo de verdad en eso de que la vida es juego. Pero no la verdad de la excepción antropológica (¿cómo va a ser el animal humano un homo ludens si hasta los perros juegan a perseguirse y a mordisquearse entre ellos?), sino la verdad de la metáfora absoluta, por decirlo en términos de Blumenberg, al que muy oportunamente citas. Por eso el proverbio “la vida es juego” es verdadero. ¿No es una de las características del jugar que es un hecho con sentido por sí mismo? ¿Y no es a una vida con sentido a lo que aspiramos?
Dice el Corán que la vida es juego y pasatiempo, y a mi juicio dice la verdad. Porque la vida es juego si y solo si entendemos el juego como pasatiempo y no como agón. El tiempo pasa y, a la vez, pasa de todo. El juego entendido como deporte organizado y profesional atañe solo al aspecto técnico de la vida humana. No en vano a los entrenadores se les llama técnicos. Sobran los malos jugadores, que solo aceptan juegos en los que ganar significa ganancia y acumulación de bienes, y escasean los buenos jugadores, sabedores de que la vida es poiesis antes que techne.
Hace unos meses, un célebre youtuber vino a recordar a sus seguidores, en un tono tan severo como displicente, que la vida “no es un juego”. Parecía querer decir que las consecuencias se pagan caras. Pero la ruleta rusa, por ejemplo, es un juego con todas las de la ley, y nadie se atrevería a negar el peligro que acarrea.
Como bien dices, la respuesta al sentido no puede ser la razón abstracta. El racionalismo, al fin y al cabo, es otra forma de tomar la parte por el todo. El crisol en que se refunde la sabiduría es la experiencia y, si es válido el recorrido experiencial cuando se circunscribe a una única persona, tanto o más valiosa es la experiencia colectiva, decantada secularmente en aquello que Chesterton llamaba “la democracia de los muertos”. La luz de los filósofos ilustrados cegó el entendimiento de generaciones enteras, para las cuales razón y tradición se batían en un agónico duelo a muerte. ¿Hace falta recordar a estas alturas que la razón es razón vital y es razón histórica? La razón trascendental está encarnada en la vida y se despliega en el acontecer de la historia.
Jorge Freire, Jugar o el sentido de la vida, Letras Libres 01/01/2024
Cuando los habitantes de las 13 colonias se movilizaban en la década de los setenta del siglo XVIII para independizarse de la lejana tutela de Gran Bretaña, la atmósfera que entonces se respiraba en sus calles estaba cargada de ideas, de argumentos, de debates. Miraban con curiosidad e interés a la Grecia clásica, donde había nacido la democracia, y recogían de los ilustrados el afán por servirse de la razón para resolver sus asuntos públicos. En Los orígenes ideológicos de la revolución norteamericana, Bernard Bailyn cuenta que, en lo que todos estaban de acuerdo, era en “la incapacidad de la especie, de la humanidad en general, para dominar las tentaciones inspiradas por el poder”. ¿Qué mundo nuevo era el que querían crear? Uno en el que “se desconfiara de la autoridad y se la mantuviese en constante observación; donde la posición social de los hombres derivase de sus obras y de sus cualidades personales, y no de diferencias conferidas por su nacimiento; y donde el empleo del poder sobre las vidas de los hombres fuese celosamente guardado y severamente restringido”.
Tener la facultad de elegir a los propios gobernantes, pero al mismo tiempo controlar el poder. El plan de la democracia era que los propios ciudadanos pudieran gobernarse (elecciones, separación de poderes, respeto a las minorías, etcétera), no que viniera alguien desde fuera con una verdad trascendente para que los ciudadanos simplemente le dieran el amén con su voto. A la manera de Trump con su inmaculada verdad de una América grande de nuevo: la nación (ay, ¡la nación!). Lo escribió José María Ridao en La democracia intrascendente: “Somos nosotros quienes decidimos acerca de la verdad, nosotros quienes a partir de esa verdad fundamos un orden, y, conscientes de no disponer de una instancia exterior en la que justificar una conducta o de la que reclamar una sanción, nosotros quienes debemos responder de las consecuencias de esa verdad y de los límites, o los excesos, de ese orden”.
José André Rojo, La democracia pisoteada, El País 25/01/2024
Pasamos mucho tiempo en línea. Perdemos la fricción real, y también perdemos la capacidad de hacerlo suavemente. El aprendizaje no es solo informativo. El aprendizaje implica un poco de incomodidad cognitiva. Toparse con cosas que nos sorprenden, que nos resultan difíciles. Pero aprendemos de ellas. Y la IA nos las quitará. Sin incomodidad, no hay aprendizaje. Y por eso me preocupa esto. Esto es algo que es un poco tabú decir, pero me preocupa que nos estamos volviendo todos cada vez menos inteligentes. Y nuestra actitud defensiva al respecto, para mí, es la señal de que nos hemos vuelto menos inteligentes. Si nos volviéramos más inteligentes, seríamos más capaces de aceptar las críticas. Pero a medida que nos volvemos menos inteligentes, también nos ponemos más a la defensiva por ser menos inteligentes y se convierte en un tabú.
Andrea Rizzi, entrevista a Thimothy Snyder: "Es un tabú decirlo, pero nos estamos volviendo menos inteligentes", El País 21/01/2024
Los humanos somos seres tecnológicos. Inventamos tecnología, pero esta a su vez nos inventa: desarrolla nuestros gestos, reconfigura nuestro sistema central nervioso… Y la evolución tecnológica va mucho más rápido que la biológica. Antes de la revolución industrial, el artesano tenía una serie de herramientas, que podía organizar. Con la Ilustración llegaron fábricas más grandes, pero la gente aún trabajaba manualmente. Con la revolución industrial, Marx describió las máquinas autónomas: los trabajadores ponen material al inicio y recogen el resultado al final. Sus cuerpos no son usados como antes, pierden su conocimiento. La máquina es pura externalización de la inteligencia, pero el humano no sabe cómo tratarla: es una de las fuentes de la alienación. Ahora confrontamos un tipo de máquina que es casi biológica, y digo casi. Viene del desarrollo de la cibernética, propuesta en los años cuarenta: las máquinas se ajustan a sí mismas, son reflexivas.
Josep Catá Figuls, entrevista a Yuk Fui: "No podemos dejar que la razón económica y el individualismo dominen el uso de la tecnología", El País 25/01/2024
La nueva ley europea de Inteligencia Artificial (IA) prohíbe los sistemas automáticos y remotos de reconocimiento biométrico, una tecnología racista, clasista y propensa a cometer errores, con excepción del contexto migratorio y policial.
Y nos preocupa la IA. Europa acordó esa primera ley de IA en noviembre, poco después de que Joe Biden emitiera una orden ejecutiva para someter su desarrollo a la seguridad nacional. El partido comunista chino prohibió entrenar modelos con contenidos que promuevan “el terrorismo, la violencia, la subversión del sistema socialista, el daño a la reputación del país” y acciones que “socavan la cohesión nacional y la estabilidad social”. Reino Unido reunió a 20 países en la primera Cumbre Internacional de Seguridad de la IA. Todos quieren controlar los usos y prevenir peligros que sólo existen en la fantasía colectiva propagada por los ejecutivos de las grandes empresas y la ciencia ficción. Pero nadie quiere contener el verdadero peligro: su rápida, aparatosa, sedienta e inflamable expansión.
El cuerpo de la IA es insaciable. Sus enormes infraestructuras de almacenamiento y procesamiento masivo crecen como una bacteria interplanetaria, metiendo sus gordos tentáculos en todas las fuentes de agua, energía, minerales y procesos administrativos y cognitivos disponibles. Come de todo: minas y salinas, plantas eléctricas, instalaciones nucleares, granjas solares, pueblos indígenas, estudiantes dispersos, periodistas estresados, poblaciones empobrecidas por la guerra, la sequía, el capitalismo y la globalización. Norteamérica aumentó un 25% su construcción de centros de datos, eso sin contar con los hiperescaladores: Google, Amazon, Meta y Microsoft. El CEO de Nvidia, el dealer de chips de alto rendimiento, calcula que van a gastarse mil millones de dólares en la expansión de una infraestructura capaz de alterar gravemente el precio y el suministro del agua y la electricidad. Eso tendrá consecuencias predecibles en el precio de la luz, la calefacción y el aire acondicionado, el transporte, los alimentos y el resto de la cadena productiva. Crece más rápido que las fuentes de energía sostenibles. Bebe más agua que la población mundial. Todas estas paradojas no son los síntomas de un brote psicótico colectivo ni los síntomas del declive cíclico e inexorable de la civilización occidental. Tampoco son los defectos del capitalismo. Son parte indispensable de su plan.
“El capitalismo es una máquina de inseguridad, aunque rara vez lo percibimos de esa manera”, escribió Astra Taylor en mayo de 2020 en la revista Logic Magazine. “Junto con las ganancias, los bienes de consumo y la desigualdad, la inseguridad es un producto fundamental del sistema. No es un subproducto incidental ni una consecuencia secundaria de la concentración de la riqueza; es una de las creaciones esenciales y habilitadoras del capitalismo”. La seguridad social favorece la empatía, la solidaridad entre vecinos y la colaboración. Favorece la ambición intelectual y espiritual sobre la económica y una interpretación generosa del mundo. Son valores en conflicto contra los principios fundamentales del sistema capitalista, como la competencia, la exclusión y la individualidad.
La máquina de inseguridad empieza 2024 habiendo metido muchos goles: la crisis medioambiental, la crisis mediática, el desencanto con la política. Las campañas oscuras de las plataformas digitales y la máquina de hechos alternativos de la inteligencia artificial. No es un buen año para que más de 3.500 millones de personas de unos 70 países salgan a votar.
Marta Peirano, Por una interpretación generosa del mundo, El País 02/01/2024
Galileo, en una obra titulada El ensayador, que cumple ahora 400 años, dice una frase que marca el inicio de la ciencia moderna y del culto al dato. “La naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas”.
Descartes remata la apuesta asegurando que, si una ciencia quiere ser ciencia, tiene que ser matemática. Y con ese postulado se inicia la Revolución científica, que va estar dominada por la Física de Newton.
El dato no es algo neutral, sino algo “cocinado”. No es algo que está ahí fuera, sino que depende de nuestras intenciones. Esta es la conclusión a la que llegará el físico danés Niels Bohr con el principio de complementariedad: la naturaleza puede hablar muchos lenguajes, de hecho, hablará el lenguaje que le propongamos. Si le preguntamos matemáticamente, responderá con el lenguaje matemático. Si lo hacemos poéticamente, responderá con el lenguaje de la poesía. Lo mismo puede decirse del lenguaje de la química, la biología o el arte.La naturaleza es poliédrica. Esa es su magia. Pensar que hay un lenguaje privilegiado, que nos dice lo que ella es, esa es la superstición moderna. La matematización es una opción que tomó la civilización occidental y que ahora culmina con el culto al dato. Peor para tener un dato hace falta un instrumento de medida. Para tener un instrumento hace falta una teoría. Y para tener una teoría (nueva o revolucionaria) hace falta la imaginación creativa de un genio, de un investigador brillante. El dato es el producto final de todo ese proceso, que arranca con la imaginación.
La lucha por el estatuto de lo verdadero es tan antigua como la filosofía. Pero ahora las armas ya no son el talento narrativo, la persuasión o la habilidad dialéctica, sino los robots. Los razonamientos se han transformado en toneladas de datos. Lo cuantitativo predomina sobre lo cualitativo. Los datos sepultan la creatividad, son un aserto irrebatible, de corte absolutista, que prohíbe la excepción y no deja respirar a quien no se ajusta a ellos.
Juan Arnau, La erótica del dato conduce a la robotización de las personas, El País 01/01/2024
Estamos asistiendo a un profundo giro histórico. Durante la mayor parte de los dos últimos siglos, la izquierda se ha identificado con la ciencia y contra el oscurantismo; hemos creído que el pensamiento racional y el análisis sin miedo de la realidad objetiva (tanto natural como social) son herramientas incisivas para combatir las mistificaciones promovidas por los poderosos. […] El reciente giro de muchos humanistas académicos y científicos sociales «progresistas» o «de izquierdas» hacia una u otra forma de relativismo epistémico traiciona esta valiosa herencia y socava las ya frágiles perspectivas de una crítica social progresista.
La estructura del libro se puede dividir en dos parcelas o movimientos propios de las tácticas bélicas: la defensa y el ataque, en ese orden. Y pueden estar pensado: «Pero ¿no son ellos los primeros en tirar beef? ¿A qué viene la defensa?». Lo cual demostraría que han jugado poco al Age of Empires o a cualquier otro videojuego de estrategia en tiempo real. No vamos a juzgarles, siempre están a tiempo de enmendar ese despropósito. Recuerden entonces que las murallas y las torres lo son todo. Sokal y Bricmont se adelantan a la posible puesta en duda de la necesidad de ese libro. Es necesario, dicen, por la mella que los planteamientos relativistas están dejando en el modo de percibir la ciencia, reducida a un mito, un relato más para explicarnos el mundo, tan válido, supuestamente, como las explicaciones religiosas, las supersticiones o las fábulas. La base de ello está en que el relativismo epistémico-cognitivo pone en entredicho la capacidad humana de acceder a un conocimiento verificable por medio de los sentidos, incluso que exista algo así como la verdad o la realidad con independencia del contexto. Todo queda reducido a ficciones, al terreno de la subjetividad y a las construcciones del lenguaje.
Lo peor de esto (y aquí empieza el ataque) es que las élites intelectuales, responsables de predicar tales propuestas antirracionalistas, insertan vocabulario propio de las teorías científicas (literal) como si se tratase de una simple metáfora (literaria) susceptible de cambiar su significado según el objeto con el que se relacione. Extrapolan, por ejemplo, los teoremas de incompletitud de Gödel a un análisis sobre el lenguaje poético (Kristeva), o a una hipótesis sobre la organización de los grupos sociales con el fin de desvelar el «secreto de los infortunios colectivos» (Debray); recurren a los números imaginarios para hablar de falos (obviamente, Lacan) y a «una extraña mezcla de fluidos, psicoanálisis y lógica matemática» para ahondar en los problemas del goce femenino (Irigaray). O inventan términos que pueden llegar a parecer científicos, aunque nadie sepa lo que son, como el «hiperespacio de refracción múltiple» (Baudrillard), y confunden la teoría de la relatividad con el relativismo cognitivo (Bergson, Jankélévich, Merleau-Ponty, Deleuze).
¿Por qué lo hacen? Porque tienen una «profunda indiferencia, o incluso desprecio, por los hechos y la lógica», porque divulgan sobre materias que conocen superficialmente, porque han desplazado a la razón cediéndole su lugar a la pura intuición. Porque confunden oscuridad con profundidad. Según los autores de Imposturas intelectuales, estos filósofos franceses hablan así para que no se les entienda, pero sin perder en ello ni un ápice de su estatus intelectual, porque adoran los argumentos de autoridad para evitar justificar el salto de fe que realizan desde las matemáticas y la física a lo político, lo sociológico y lo metafísico. Porque representan la adaptación al siglo XX del cuento del emperador desnudo al introducir conceptos vaciados de significado.
Ana Rosa Gómez Rosal, Qui est ce putain de Sokal? (¿Quién coño es Sokal?), jotdown.es 28/12/2023
Estamos hechos de esperanza y horror por nosotros mismos, de principio y fin, de alba y crepúsculo, y también de noche, magia, memoria, deseo y fantasmas. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos. Y eso que desde el principio los occidentales nos imaginamos ser arte-factos, juguetes feroces con alma, creados por un dios artesano e inmaterial que se aburría, no fuera cosa que nuestra especie, sin la esperanza de un cielo ni el temor al diablo, sin ética ni metafísica para consolar la muerte, acabara devorándose a sí misma.
Después fue la metáfora de un dios relojero, y Descartes creyó que el humano era una máquina que piensa, a diferencia de la bête-machine sin conciencia y de la máquina artificial que ni siente ni piensa, mientras diseccionaba cadáveres buscando en la glándula pineal la residencia del alma inmortal, “algo —decía— extremadamente raro y sutil como un aliento, una llama o un éter”. En 1748 le replicó el pre-sadiano La Mettrie con El Hombre Máquina, afirmando que el alma, el pensamiento, no era más que un producto perecedero de la maquinaria corporal. Hoy, quienes aún separan cuerpo (software) y mente (hardware), sostienen que lo que llamábamos alma es un flujo y procesamiento de información que no tiene por qué asemejarse a la conciencia humana.
El impacto de la rápida evolución de la Inteligencia Artificial recuerda al generado por Darwin, cuando anunció que descendíamos del mono en el preciso momento en que máquinas cada vez más complejas alteraban de forma decisiva la vida cotidiana. Lo humano ya no podía ser definido sólo a partir de lo que nos distinguía del resto de seres vivos, de nuestras ficciones, monstruosas o espirituales, o de los autómatas mecánicos.
Si el ser humano había evolucionado desde la materia sin conciencia, «¡mira —decía Samuel Butler en 1871 en Erewhon—los avances que han logrado las máquinas en los últimos mil años!», Y se preguntaba: «¿No puede el mundo durar veinte millones de años más? Si es así, ¿en qué se convertirán al final? ¿No es más seguro cortar de raíz el problema y prohibirles seguir avanzando?». Butler temía que una nueva especie de máquinas autoconscientes, emancipadas y capaces de autorreproducirse, acabaran esclavizando o sustituyendo a la frágil especie de sus creadores, incapaces de vencer el tiempo, la maldad, la enfermedad o la muerte. Si el juguete humano dotado de conciencia se había rebelado contra los dioses y los había enviado al exilio, ¿no podían hacer lo mismo las nuevas especies? A no ser que fuera una ironía, como en la sátira de Heinrich Heine en la que un autómata persigue por toda Europa a su inventor, implorándole: «Give me a soul!, give me a soul!». El romántico alemán, que había leído a Mary Shelley y a Jean Paul, se burlaba del pensamiento mecanicista inglés, pero sobre todo expresaba la angustia de una Humanidad convertida en un enjambre de máquinas sin libertad y una vida vacía de sentido.
No han transcurrido veinte millones de años y Elon Musk piensa que «la Humanidad es el gestor biológico de arranque (biological bootlader) de la Superinteligencia Artificial». Los oligarcas tecnológicos se creen dioses que, como las divinidades del Olimpo en la Ilíada, juegan a su capricho con los juguetes humanos. Musk ayuda e impide a la vez que los ucranianos ataquen a la flota rusa de Crimea, Putin interviene en las elecciones norteamericanas y multitud de agencias privadas y estatales (chinas más que las de Silicon Valley) tienen acceso a un banco incalculable de datos privados para comerciar, vigilar y determinar opiniones, comportamientos y decisiones que los afectados adoptan creyendo que nacen de su libre albedrío, pues es sabido que la mejor manera de predecir comportamientos es inducirlos, determinarlos sin que lo parezca.
Lo que causa pavor no son las máquinas superinteligentes, espirituales o híbridas —tengan apariencia humanoide o transferido el cerebro al cuerpo mecánico de un computer—, ni siquiera la impunidad con la que multimillonarios, grandes corporaciones o gobiernos utilizan a su antojo ingeniería genética y tecnología de (des)información, sumisión y control, de manera más devastadora que religiones o ideologías totalitarias del pasado.
A mí me preocupan más los tecnoliberticidas del pensamiento, la maquina de descerebrar. Si no es realista desmilitarizar unilateralmente la tecnociencia, porque, según el dilema de Oppenheimer, «si no lo tengo yo, lo tiene el enemigo», ¿cómo hacer cumplir, por poner sólo un ejemplo, el derecho a la libertad cognitiva, el único reducto de privacidad que nos queda, cuando tenemos pinchados nuestros móviles y ya hay experimentos para leer nuestras mentes a partir del noble fin de sanar a quienes son incapaces de andar, hablar o escribir?, ¿o cuando las habilidades médicas para sanar los circuitos neuronales se utilizan para que los soldados maten con la gelidez de máquinas animales? ¿Son suficientes leyes como la recién aprobada por la Unión Europea sobre la Inteligencia Artificial, cuando faltan instrumentos de control democrático para hacerlas cumplir?
Ahora que hemos dejado de creer que somos la única especie inteligente en un único universo, una amalgama de teorías de transhumanismo y posthumanismo revisitan los conceptos que perviven en el imaginario colectivo en torno a la Creación, y por eso es inevitable que haya un barullo de cientificismo y misticismo, liberalismo y altruismo, en la constitución de una tan nueva como falsa Teodicea que diseña otra definición ontológica del ser humano. El posthumanismo compasivo relacional puede ser igual de peligroso que el transhumanismo que se centra sólo en la fría razón instrumental de la neurociencia evolutiva. Por el bien de la Humanidad, un ideario, una etnia, una nación, una obsesió de perfección, se han dado los delirios más perversos y cometido los crímenes más atroces.
No creo que el programa humanista, el «sapere aude» de Horacio, aliado con la ciencia y la conciencia social, haya demostrado su fracaso. De la misma manera que no basta con agitar el espantajo de los nuevos autoritarismos, si antes no se reparan y prestigian los desvencijados sistemas democráticos para garantizar una vida digna en un mundo más habitable, tampoco basta con demandar un control ético de la propiedad y uso de la tecnología, si no se contrarrestan activamente las estrategias de desculturización masiva que nos reconducen dócilmente a la granja humana. Humanos que externalizan sus cerebros (y la forma de pensar) en máquinas delirantes. A este paso, una tostadora tendrá más inteligencia que un alumno de bachillerato.
Josep Massot, Los dioses tecnológicos juegan con juguetes humanos, El Boomeran(g) 31/12/2023