¿Cómo leemos la palabra inconstitucionalidad? ¿La i con la n, in, la c con la o, co, y así durante 10 minutos? No, por el amor de Dios. Eso solo lo hacen los niños que están aprendiendo a leer. Los demás, que somos lectores expertos, reconocemos la palabra de un golpe de vista. Y si pone inconstucionalidad, lo más probable es que sigamos reconociéndola, aunque le falte una sílaba. Los correctores automáticos perciben el error de inmediato, pero los humanos no somos muy buenos en eso. El cerebro utiliza masivamente el proceso de rellenado (filling in), que se aprecia muy bien con el ejemplo del punto ciego. En todo el centro del campo visual no vemos nada, porque la retina tiene ahí un agujero por el que sale el nervio óptico. Pero nuestra consciencia no percibe el agujero, porque los procesadores cerebrales de alto nivel lo rellenan con lo que creen que debería estar ahí. El rellenado no es ninguna peculiaridad del punto ciego de la retina. Funciona a todos los niveles de la percepción y el pensamiento.
Un corolario de estos hechos es que nuestro modelo interior del mundo no es el mundo, sino una construcción activa del cerebro, basada en la experiencia anterior, en la cultura recibida y en el conocimiento adquirido. Como no hay dos cerebros iguales, ni dos biografías iguales, esto implica que cada persona tiene un modelo distinto del mundo. Cada uno lo llama realidad, pero ninguno acierta. No conocemos directamente la realidad, solo sus sombras proyectadas en una pared, como en la alegoría de la caverna de Platón.
Las ideas actuales sobre la percepción arrancan tal vez de Hermann von Helmholtz, el gran físico y filósofo alemán del siglo XIX. El tipo era un fenómeno que hizo aportaciones esenciales a la óptica, la meteorología, las matemáticas y la electrodinámica, además de formular la ley de conservación de la energía, pero también era un fisiólogo de talento que recibió la mejor formación en Berlín a cambio de servir como médico del Ejército durante ocho años. Eso sí que es una mili. Helmholtz propuso que la percepción es en realidad un proceso de inferencia inconsciente. Nadie le hizo mucho caso, pero su idea ha sido retomada por los neurocientíficos y los científicos de la computación en nuestro tiempo. Lo llaman procesamiento predictivo, y consiste en lo siguiente.
La función del cerebro no es percibir el mundo, sino predecirlo. El córtex (o corteza) cerebral, donde residen nuestra percepción y nuestra mente, utiliza la información que le llega de los sentidos para actualizar su modelo del mundo y, por tanto, sus predicciones. Pero ese modelo ya se había formado antes, por experiencias previas. Sin eso no podríamos ver nada ni pensar nada. Seríamos como el niño que tarda 10 minutos en leer inconstitucionalidad.
Javier Sampedro, La realidad no es eso que ves, El País 07/10/2022
La ciencia, por cierto, es la mejor estrategia que tenemos para conocer la realidad. Una teoría científica no solo explica de una forma compacta los millones de datos que ya se conocían, sino que también predice aspectos del mundo que nadie había imaginado, como le pasó a Einstein con los agujeros negros. Emergían de sus ecuaciones, pero no logró creérselos. Una teoría ve más allá que su creador.
Javier Sampedro, La realidad no es eso que ves, El País 07/10/2022
El AE parte de la premisa de que la gente debe hacer el bien de la manera más clara, ambiciosa y poco sentimental posible. Basándose en el rigor lógico, “los seguidores del AE creen que se puede salvar una vida en el tercer mundo por unos cuatro mil dólares”, según un reportaje publicado en agosto en The New Yorker, coincidiendo con la publicación del segundo libro de MacAskill, What We Owe the Future (“Lo que le debemos al futuro”), convertido en un fenómeno de ventas en EEUU. El libro es una guía “para llevar una vida más ética” y colaborar en la mejora del futuro de la humanidad. Porque, como apunta MacAskill en otra entrevista con The Guardian, “por extraño que parezca, somos los antiguos” de una humanidad a la que todavía le quedan muchos años por vivir. “Vivimos al principio de la historia, en el pasado más lejano”, observa.
Lo que quiere decir MacAskill es que cuando contemplamos nuestra responsabilidad moral hacia las generaciones futuras, tenemos la sensación de que se trata solamente de dejar el planeta habitable para unos pocos rezagados que quedan por venir. Pero en realidad se trata de una oportunidad para influir en el destino de casi todos los seres humanos que probablemente seguirán habitando el planeta.
Andrea Rodés, El filósofo de los magnates de Silicon Valley, coronicaglobal.elespanol.com, 16/10/2022
Es indudable que los maestros, los padres concienzudos y todo el que pretende educar y no solo seducir o pavonearse debe tener vocación renunciativa. Enseñar es suicidarse un poco: se transmiten conocimientos o actitudes para que el neófito se valga por sí mismo. Es decir, para que se aleje del maestro al que cada vez necesita menos. Los profesores que aspiran a verse siempre rodeados de sus discípulos como la gallina de sus polluelos o los padres que se enorgullecen de que sus vástagos a los 40 años aún les pidan permiso para volver después de medianoche no han cumplido bien su función formativa. Han potenciado su influencia, pero no han liberado a los influidos.
Y es que hay muchos que solo consideran verdaderos maestros a quienes les tatúan una ortodoxia, no a los que les dejan volar. Qué digo una ortodoxia, más bien una ortodoncia, porque lo único que les satisface es aprender a morder. Consideran que esa es la gran lección y cuando el educador renuncia a la dentadura postiza se sienten traicionados. “¡Cuánto me ha decepcionado usted, con la admiración que yo le tenía! Después de que me empeñé en tomarle como modelo...”. Pero hay cosas que no pueden enseñarse, se tienen o no. La principal es la libertad de espíritu, o sea, vivir y escribir sin respiración asistida. Señal de ejercerla es que la peregrinación de discípulos extasiados se convierte en jauría feroz. Es el precio por enseñar de verdad.
Fernando Savater, El verdadero maestro te va a decepcionar, El País 15/10/2022
El simulacro de ejecución y los años en la cárcel de Siberia –que figuran en su novela Recuerdos de la casa de los muertos (1860)– cambiaron a Dostoievski para siempre. Su romanticismo naíf y lleno de esperanzas desapareció. Se volvió mucho más religioso. El sadismo de los prisioneros y de los guardias le enseñó que la visión optimista que tenían de la naturaleza humana los defensores del utilitarismo, el liberalismo y el socialismo era absurda. Los seres humanos reales no tenían nada que ver con lo que promovían estas filosofías.
A la gente no solo le interesa el pan –o lo que estos filósofos llamaban la “maximización del beneficio”–. Todas las ideologías utópicas presuponen que la naturaleza humana es fundamentalmente buena y simple: el mal y la complejidad son el resultado de un orden social corrupto. Acaba con las carencias y acabarás con la delincuencia. Para muchos intelectuales, la propia ciencia había demostrado estas afirmaciones e indicaba el camino hacia el mejor de los mundos posibles. Dostoievski rechazó todas estas ideas, que consideraba un dañino sinsentido. “Está claro, y es inteligible hasta la obviedad”, escribió en una reseña de Anna Karénina de Tolstói, “que el mal reside más profundamente en los seres humanos de lo que suponen nuestros médicos sociales; que ninguna estructura social eliminará el mal; que el alma humana seguirá siendo como siempre ha sido […] y, finalmente, que las leyes del alma humana son todavía tan poco conocidas, resultan tan recónditas y misteriosas para la ciencia, que no hay ni puede haber ni médicos ni jueces finales”, excepto el propio Dios.
Dostoievski comprendió no solo nuestra necesidad de libertad, sino también nuestro deseo de librarnos de ella. La libertad tiene un coste terrible, y los movimientos sociales que prometen liberarnos de ella siempre tendrán seguidores. Ese es el tema de las páginas más famosas que escribió, “El Gran Inquisidor”, un capítulo de Karamázov. El intelectual Iván le recita a su santo hermano Aliosha su “poema” oral en prosa para mostrarle sus preocupaciones más profundas.
Ambientada en España durante la Inquisición, la historia comienza con el Gran Inquisidor quemando herejes en un auto de fe. Mientras las llamas perfuman un aire ya rico en laurel y limón, el pueblo, como ovejas, asiste al aterrador espectáculo con una veneración servil. Han pasado quince siglos desde que Jesús prometió volver rápidamente y anhelan alguna señal suya. Entonces, con su infinita piedad, Él decide mostrarse ante ellos. Suavemente, en silencio, se mueve entre ellos, y lo reconocen enseguida. “Ese podría ser uno de los mejores pasajes del poema, me refiero a cómo lo reconocieron a Él”, comenta Iván con irónica autocrítica. ¿Cómo saben que no es un impostor? La respuesta es que cuando uno está en presencia de la bondad divina, es tan hermosa que es imposible dudar.
El Inquisidor también sabe quién es el forastero, y enseguida ordena su detención. ¡El pastor de Cristo es quien manda que lo arresten! ¿Por qué? ¿Y por qué los guardias obedecen y el pueblo no se resiste? La respuesta a estas preguntas la conocemos cuando el Inquisidor visita al Prisionero en su celda y abre su corazón ante él.
A lo largo de la historia de la humanidad, explica el Inquisidor, ha habido un enfrentamiento entre dos visiones de la vida y de la naturaleza humana. Para adaptarse a la época y el lugar, han ido cambiando constantemente de nombre y de dogmas, pero en esencia siempre han sido las mismas. Una visión, que el Inquisidor rechaza, es la de Jesús: el ser humano es libre y la bondad solo tiene sentido cuando se elige libremente. El otro punto de vista, mantenido por el Inquisidor, es que la libertad es una carga insufrible porque conduce a la culpa interminable, al arrepentimiento, la ansiedad y las dudas irresolubles. El objetivo de la vida no es la libertad, sino la felicidad, y para ser feliz la gente debe deshacerse de la libertad y adoptar alguna filosofía que afirme tener todas las respuestas. El tercer hermano de los Karamázov, Dimitri, comenta: “El hombre es ancho, demasiado ancho; ¡yo lo haría más estrecho!”, y el Inquisidor aseguraría la felicidad humana “estrechando” la naturaleza humana.
El catolicismo medieval habla en nombre de Cristo, pero en realidad representa la filosofía del Inquisidor. Por eso el Inquisidor ha detenido a Jesús y pretende quemarlo como el mayor de los herejes. En nuestra época, aclara Dostoievski, la visión de la vida del Inquisidor adopta la forma del socialismo. Como en el catolicismo medieval, la gente renuncia a la libertad por la seguridad y sustituye las agonías de la elección con la satisfacción de la certeza. Al hacerlo, renuncia a su humanidad, pero el trato merece la pena.
Para explicar su posición, el Inquisidor vuelve a contar la historia bíblica de las tres tentaciones de Jesús, una historia que, en su opinión, expresa los problemas esenciales de la existencia humana como solo podría hacerlo una inteligencia divina. ¿Puede imaginarse, pregunta retóricamente, que si esas preguntas se hubieran perdido cualquier grupo de sabios podría haberlas recreado?
En la paráfrasis del Inquisidor, el diablo primero exige:
Quieres ir al mundo […] con alguna promesa de libertad que los hombres en su simplicidad […] no pueden ni siquiera entender, que temen y temen, pues nada ha sido más insoportable para un hombre y una sociedad humana que la libertad. Pero ¿ves estas piedras en este desierto reseco y estéril? Conviértelas en pan, y la humanidad correrá detrás de ti como un rebaño de ovejas.
Jesús responde: “No solo de pan vive el hombre.” Así es, replica el Inquisidor, pero precisamente por eso Jesús tendría que haber aceptado la tentación del diablo. La gente, en efecto, anhela lo significativo, pero nunca está completamente segura de saber distinguir entre lo realmente significativo y falsificaciones. Por eso se persigue a los no creyentes y se conquistan naciones para convertirlas a una fe diferente, como si el acuerdo universal fuera en sí mismo una prueba. Solo hay una cosa de la que nadie puede dudar: del poder material. Cuando experimentamos un gran sufrimiento, eso, al menos, resulta incuestionable. En otras palabras, ¡el atractivo del materialismo es espiritual! La gente lo acepta porque es cierto.
El Inquisidor le reprocha a Jesús que, en lugar de alegrar a la gente quitándole el peso de la libertad, lo que ha conseguido es… ¡aumentarla! “¿Has olvidado que el hombre prefiere la paz, e incluso la muerte, a la libertad de elección siendo consciente de que existen el bien y el mal? Nada es más seductor para el hombre que su libertad de conciencia, pero no hay mayor causa de sufrimiento.” La gente quiere sentirse libre, no serlo, y por eso, razona el Inquisidor, lo correcto es llamar libertad mejorada a la no libertad, como suelen hacer los socialistas.
Para hacer feliz a la gente, hay que desterrar toda duda. La gente no quiere que se le presente información que, como diríamos hoy, contradiga su “relato”. Harán lo que sea para evitar que lleguen a su conocimiento hechos no deseados. La trama de Karamázov, de hecho, gira en torno al deseo de Iván de no admitir para sí mismo que desea la muerte de su padre. Sin permitirse a sí mismo eso, allana el camino hacia el deseado asesinato. No se puede empezar a entender ni a las personas ni a la sociedad si no se comprenden las múltiples formas que existen de lo que podríamos denominar epistemología preventiva.
A continuación, el diablo tienta a Jesús para que demuestre su divinidad arrojándose desde un lugar elevado para que Dios lo salve con un milagro, pero Jesús se niega. La razón, según el Inquisidor, es mostrar que la fe no debe basarse en los milagros. Una vez que uno es testigo de un milagro, queda tan sobrecogido que la duda es imposible, y eso significa que la fe es imposible. Bien entendida, la fe no se parece al conocimiento científico ni a la prueba matemática, y no se parece en nada a la aceptación de las leyes de Newton o del teorema de Pitágoras. Solo es posible en un mundo de incertidumbre, porque solo entonces uno puede elegir libremente.
Por la misma razón, uno debe comportarse moralmente no para ser recompensado, ya sea en este mundo o en el siguiente, sino simplemente porque es lo correcto. Comportarse moralmente para ganar una recompensa celestial transforma la bondad en prudencia, como ahorrar para la jubilación. Sin duda, Jesús hizo milagros, pero si crees en Dios como consecuencia de ellos, entonces –a pesar de lo que dicen muchas iglesias– no eres cristiano.
Al final, el diablo le ofrece a Jesús el imperio del mundo, que este rechaza a pesar de que, según el Inquisidor, debería haberlo aceptado. La única manera de alejar a la gente de la duda, le dice a Jesús, es a través de los milagros, el misterio (tienes simplemente que creer en nosotros, sabemos de lo que hablamos) y la autoridad, algo que podría garantizar un imperio universal. Solo unos pocos individuos fuertes son capaces de ser libres, explica el Inquisidor, así que tu filosofía condena a la miseria a la mayoría de la humanidad. Y así, concluye escalofriantemente el Inquisidor, “hemos corregido tu obra”.
En Los demonios (1871), Dostoievski predice con asombrosa exactitud lo que sería el totalitarismo en la práctica. En Karamázov se pregunta si la idea socialista es buena incluso en la teoría. Los revolucionarios de Los demonios son despreciables, pero el Inquisidor, por el contrario, es alguien totalmente desinteresado. Sabe que irá al infierno por corromper las enseñanzas de Jesús, pero está dispuesto a hacerlo por amor a la humanidad. En resumen, ¡traiciona a Cristo por razones cristianas! De hecho, va más allá que Cristo, que dio su vida terrenal, al sacrificar su vida eterna. Dostoievski agudiza al máximo estas paradojas. Con su inigualable integridad intelectual, retrata al mejor socialista posible, a la vez que esclarece los argumentos a favor del socialismo con mayor profundidad que los verdaderos socialistas.
Aliosha, por fin, exclama: “¡Tu poema es una alabanza a Jesús, no un reproche a él, como pretendías!” Todos los argumentos han venido del Inquisidor, y Jesús no ha pronunciado ni una palabra en respuesta: ¿cómo puede ser eso? Hazte la siguiente pregunta: después de escuchar los argumentos del Inquisidor, ¿elegirías renunciar a toda capacidad de elección a cambio de una garantía de felicidad? ¿Dejarías que sea un sabio sustituto de tus padres quien tome decisiones por ti, permaneciendo para siempre como un niño? ¿O hay algo más elevado que la simple felicidad? Llevo años planteando esta pregunta a mis alumnos, y ninguno ha aceptado el trato del Inquisidor.
Vivimos en un mundo en el que la forma de pensar del Inquisidor resulta cada vez más atractiva. Los científicos sociales y los filósofos asumen que las personas son simplemente objetos materiales complicados, no más capaces de sorprender genuinamente que las leyes de la naturaleza de suspenderse a sí mismas. Los intelectuales, cada vez más seguros de que saben cómo lograr la justicia y hacer felices a las personas, consideran que la libertad de los demás es un obstáculo para el bienestar de la humanidad.
Para Dostoievski, en cambio, la libertad, la responsabilidad y la capacidad de sorprender definen la esencia humana. Esa esencia hace posible todo lo que tiene valor. El alma humana es “tan poco conocida, resulta tan recóndita y misteriosa para la ciencia, que no hay ni puede haber ni médicos ni jueces finales”, solo personas siempre incompletas bajo un Dios que les dio la libertad.
Gary Saul Morson, Fiódor Dostoievski, el filósofo de la libertad, Letras Libres 01/11/2021
La izquierda rousseauniana parece haberse impuesto a la izquierda volteriana, contribuyendo así a un crear un campo de antagonismo que puede resultarle muy desfavorable. La izquierda manda, regula y prohíbe, mientras la derecha reivindica una vida más despreocupada y espontánea. Una se preocupa por la vida buena, mientras la otra se dedica a la buena vida. En la trifulca política son los límites al aire acondicionado, el consumo de carne o la corrección del lenguaje, frente a las terrazas, la ciudad iluminada y la desregulación. En medio de este marco es inevitable que la izquierda parezca cursi y moralizadora, que para amplios sectores de la población no esté consiguiendo aparecer como mejor, sino simplemente como más mandona. ¿Habremos de concluir que el sufrimiento es el único método que conoce la izquierda y que la derecha tiene el monopolio del placer? ¿Explicaría esto la diferente valoración que la opinión pública hace de la diversión de unos y de otros, de las fiestas de Boris Johnson y de Sanna Marin? Al margen de otras diferencias relevantes, puede que esa distinta calificación se deba a que asociamos a la derecha con el disfrute y a la izquierda con el sacrificio, por lo que en un caso no vemos ninguna incoherencia y en el otro sí.
No superará la izquierda este antagonismo que le es tan desventajoso mientras no formule una idea diferente del placer, al que ha venido considerando como algo individualista y burgués. En un marco dominado por el consumo, el placer solo aparece como un principio de confirmación del orden social. Pero la izquierda podría pensar el placer como un placer consciente de sus límites y que encuentra su autenticidad e intensidad en el compartir. No cualquier placer equivaldría a imposición o conformismo, sino aquel placer corto de vista, rudo, que desconoce el gozo del respeto y el disfrute compartido; el placer del que la izquierda hace bien en desconfiar es el placer vinculado al abuso, a la ausencia de límites, según aquella definición clásica de la propiedad que otorga al propietario el derecho de hacer lo que quiera con ella (el derecho de “usar y abusar”), una disposición absoluta y exclusiva, sean las riquezas naturales, pero también los cuerpos de las mujeres.
En la vieja idea de suprimir la propiedad privada lo más valioso no era la vacua pretensión de una propiedad colectiva que es completamente irreal, sino la apelación a un modo diferente de poseer. El placer de los cuerpos puede entenderse como una apropiación recíproca que no carece de límites, fundamentalmente el señalado por la idea del consentimiento. No se trata de que las cosas carezcan de dueño, sino de que no haya formas de propiedad que impliquen una dominación directa sobre otros o aquella dominación indirecta que supondría desentenderse de los efectos que el abuso de lo propio puede tener sobre los otros. El consentimiento sexual y la ecología tienen en común ser formas de entender el placer como realidades compartidas, entre las personas y entre las generaciones.
Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista.
Daniel Innerarity, La izquierda y el placer, El País 12/10/2022
El conglomerat que formen els algoritmes, el Big Data i la robòtica, en la mesura que són capaços de produir noves formes de realitat (i de control), estan transformant ara mateix l’entorn humà i ens obliguen a repensar l’abast de moltes idees que provenien de la tradició il·lustrada, començant per l’autonomia moral i la identitat personal. La intel·ligència artificial (AI) no tan sols provoca un canvi d’escala en el coneixement, sinó que transforma la mateixa manera de conèixer, de tal manera que ens aboca a una mutació cultural i ho fa, a més, acceleradament. Si haguéssim de caracteritzar el segle xxi, seria gairebé tòpic dir que assistim a un canvi de civilització, a una transformació del món que no acabem d’entendre però que experimentem cada dia, immersos com estem de grat o per força en una societat tecnològica. Sabem que estem abocats a un procés de mutació de l’humà, però ignorem com navegar entre els canvis.
La nostra autonomia personal (que amb un eufemisme sinistre ara es vol reduir a «sobirania de dades») se’ns esmuny a les xarxes. Hem delegat la gestió de les nostres vides en els algoritmes i, a la pràctica, en depenem. Tecnologies que operen en línia o en un món de realitat ampliada generen percepcions, provoquen emocions i prenen decisions significatives que regeixen un món on habitem persones fetes de carn i de desigs, que no ens resignem a ser tractats (tan sols) com a fluxos d’informació. Les conseqüències d’una pèrdua real de la nostra capacitat de decidir en una societat tecnificada, són d’una importància social i política que no es pot menystenir.
Un algoritme és un conjunt de regles operatòries l’aplicació de les quals permet resoldre un problema mitjançant un nombre finit d’operacions, o més tècnicament «una estructura de control composta finita, abstracta, eficaç, donada de manera imperativa, que aconsegueix un propòsit determinat sota disposicions determinades» (Hill, Robin K., “What an Algorithm Is”, Philos Technol 29 (1), 2016, p. 47). A través dels algoritmes és possible una gestió de la vida incomparablement més complexa que qualsevol forma de control coneguda fins ara i que no sa- bem com gestionar. Per potència, per velocitat i per intensitat, la modificació que la robòtica ha produït en tots els aspectes de la vida humana no té comparació amb cap altra època en la història. La tradició occidental, que des del Gènesi es proposava dominar/administrar la terra i la realització pràctica d’aquest domini a través de la idea il·lustrada del progrés tecnològic, sembla haver arribat a la seva culminació a través dels algoritmes que duen amb ells una gestió d’una vida (ara sí!) definitivament racionalitzada i on l’eficàcia de l’acció es maximitza cada cop més.
La gestió algorítmica de la vida no és una quimera sinó una realitat que provoca malfi- ança perquè no tenim eines de control social que la limitin. Comprendre els canvis mentre estem canviant, reparar el vaixell en mig de la tempesta, resul- ta una tasca potser excessiva, però segurament és l’imperatiu ètic més urgent ara mateix.
Perdre la capacitat de comprensió del món va molt més enllà de perdre l’autonomia humana. Amb algoritmes, emprant eines d’aprenentatge au- tomàtic (i sovint «de caixa negra», val a dir, mecanismes als que l’usuari no pot accedir), s’està realitzant la intuïció del vell Leibniz quan deia que arribaria el moment que els homes ja no discutirien sinó que calcularien i això significa un novum radical en la història de la humanitat amb un abast que encara estem lluny de comprendre per- què implica una transformació d’arrel de la nostra concepció de la llibertat i de l’autonomia. Fascinats i entretinguts com estem per les aplicacions lúdiques de la informàtica a la vida quotidiana, ben poca gent recorda l’exercici del poder sense regles sempre ha estat una característica del totalitarisme. La barreja d’un gran poder i una immensa ceguesa és un perill que sembla no importar gaire socialment parlant. En el món del Big Data no hi ha només problemes d’enginyeria sinó de societat.
Que el canvi tecnològic s’estigui produint sense control social, ni regles morals i polítiques per a gestionarlo implica un perill social i emocional significatiu.
L’homo technologicus que hem estat sempre ha transformat finalment la natura i per als més pessimistes podem estar al caire mateix de l’autodestrucció si com a civilitza- ció no ens fem capaços d’entendre els termes (i els límits) de la nostra a dependència respecte a les eines en què hem delegat la gestió de les nostres petites vides.
La robòtica i els ordinadors es van estructurar i van créixer sense que ningú determinés prèviament unes regles del seu ús, una mica com les ciutats incòmodes i mal construïdes que creixen al seu aire i sense planificació (cosa que ja lamentava Descartes). Les regles han vingut després i això ex- plica en bona part que quan els usuaris no saben quin són els límits i els drets que regeixen els terri- tori se sentin desprotegits i temorosos.
Contra el que temen els tecnòfobs, la tecnologia té una clara tendència a resoldre els problemes que ella a mateixa provoca. El programa progressista de la Il·lustració –que fins ara ha estat el més exitós en la història de la humanitat, malgrat les aparences– implica una confiança bàsica en la racionalitat tecnològica i és un fet provat que els problemes provocats per la ciència sempre s’han resolt a través de més i millor ciència i no amb l’enyor d’un passat, ni amb la prohibició de la investigació en àrees diguem-ne perilloses o moralment farcides d’indecisions i dubtes. Milito entre els qui defensen que abandonar el programa de la Il·lustració i la idea de progrés és un error greu i podria tenir conseqüències fatals.
La informàtica, com qualsevol altra tecnologia no farà per ella sola que món sigui just o bo, però aspira a regir-se per regles raonables i, per tant, bàsicament morals. Que una regla sigui raonable signi- fica senzillament que la seva aplicació té moltes (però moltes....) més conseqüències positives que negatives i no nega que la seva utilitat sigui parcial o imperfecta. D’aquí la necessitat d’una gestió ètica de les dades, que si bé no garanteix la justícia o la bondat d’un algoritme, procuri com a mínim, estalviar (-nos) biaixos i inconseqüències.
Ramon Alcoberro, Ex Machina. Ètica, Big Data, Algoritmes i Robots, Edicions Enoanda 2022
Sergio Parra, No pensamos como máquinas y por eso las máquinas no pueden pensar (de momento), Sapienciología 01/10/2022 [https:]]Hacemos cosas, pero eso no significa que podamos programar todo lo que hacemos: piensa en escribir un programa que escriba una novela del orden del Ulises de James Joyce. Ese programa carecería de sentido. En su lugar, escribiríamos la novela directamente (si fuéramos Joyce).
La invención de la rueda no se puede predecir. Y es que una parte necesaria a la hora de predecir un invento consiste en decir lo que la rueda es, y decir lo que la rueda es implica inventarla […] La idea de predecir una innovación conceptual radical es en sí misma una incoherencia conceptual.
Mi escena favorita de Matrix (1999) es la de la traición de Cifra. En un lujoso restaurante, uno de los miembros de la resistencia humana en la guerra contra las máquinas, Cifra (interpretado por Joe Pantoliano), conversa con el agente Smith (Hugo Weaving), un programa diseñado, precisamente, para ejecutar inmisericordemente a todo miembro de la resistencia.
— ¿Sabes? Sé que este filete no existe, sé que cuando me lo meto en la boca es Matrix la que le está diciendo a mi cerebro: es bueno y jugoso. Después de nueve años, ¿sabes de qué me doy cuenta? — Cifra saborea gustosamente el trozo de filete — La ignorancia es la felicidad.
— Entonces, tenemos un trato.
— No quiero acordarme de nada. DE NADA ¿Entendido? Y quiero ser rico… No sé… Alguien importante, como un actor.
— Lo que usted quiera, señor Reagan.
— Está bien, devuelve mi cuerpo a una central eléctrica, reinsértame en Matrix y conseguiré lo que quieras.
— Los códigos de acceso al ordenador de Sión.
— No, te lo dije, yo no los conozco. Te entregaré al que los conoce.
— Morfeo.
Cifra está negociando el precio de una terrible felonía: va a entregar al líder de la resistencia a sus enemigos, y lo hace de una forma muy inteligente. Subraya que no quiere acordarse de nada. Él volverá a Matrix sin recordar su malvado acto, regalándonos un bonito juego filosófico: ¿tendría el nuevo Cifra que cree que es un rico actor la culpa de lo que hizo el antiguo Cifra?
A bote pronto, diríamos que sí, pero veámoslo de la siguiente manera: supongamos que ahora aparece Neo en el salón de nuestra casa muy enfadado con nosotros. Le preguntamos que por qué está así y nos dice que nosotros somos Cifra, que nuestra traición tuvo éxito y que Morfeo es ahora rehén de las máquinas. Le respondemos que no sabemos nada de eso, que no recordamos haber hecho algo así, que somos buenas personas que siempre hemos llevado vidas normales…
¿Seríamos responsables entonces de la traición? A lo mejor somos verdaderamente Cifra.
El caso es que Cifra fue muy listo subrayando la petición de no querer recordar nada. Si su maquiavélico plan hubiera tenido éxito, él nunca se hubiese sentido culpable por nada, incluso podría haber muerto feliz pensando que fue una buena persona durante toda su vida de actor famoso ¿Habríamos hecho nosotros lo mismo? ¡No! ¡Por Dios que no! No traicionaríamos a nuestros amigos. Rebajemos entonces un poco el asunto. Supongamos que no tenemos que traicionar a nadie.
El agente Smith nos ofrece gratuitamente el mismo premio. Piensa que no es un mal trato porque al reintegrarnos en Matrix, al menos, se está quitando a un miembro de la resistencia del medio.
Cifra no se cree el rollo del elegido, no cree que se vaya a ganar la guerra contra las máquinas. Además, está enamorado de Trinity pero ésta no le corresponde. ¿Qué sentido tiene su vida en el mundo real? ¿Por qué entonces no elegir una segunda oportunidad en el mundo virtual? Podríamos seguir negándonos: ¡No! ¡Por Dios que no! La vida en Matrix no sería una vida real, sería un simulacro, un engaño… ¡Queremos vivir una vida auténtica!
¿Pero por qué la vida en Matrix no es auténtica?
Pensemos en el filete que Cifra degusta con gran deleite ¿Qué diferencia existe entre comerse un filete real y un filete digital? Si la simulación del sabor está perfectamente conseguida por el programa de realidad virtual, la única diferencia es la causa del efecto. Al comerme el filete real, es ese filete el que causa el sabor, mientras que cuando nos comemos el virtual, no es el filete real, sino un conjunto de bits digitales. La cuestión crucial es: si el sabor, que es lo que realmente nos importa cuando comemos un filete, es el mismo, ¿qué más da cual sea la causa?
Santiago Sánchez-Migallón, El filete de 'Matrix' siempre fue real: reflexiones filosóficas sobre el Metaverso, xataka.com 14/08/2022
Nos hemos olvidado de lo más importante: mi mundo subjetivo, mis estados mentales siguen siendo completamente auténticos aunque viva en un mundo completamente falso. Este era el mensaje de Descartes: cogito ergo sum. Puedo estar durmiendo y que lo que veo con mis ojos sean puras apariencias, pero el hecho de que existo, vivo, siento, pienso… es completamente indudable. Es más, eso constituye lo más importante de mi ser.
Yo seguiría siendo yo si me cercenasen mis brazos y mis piernas, pero no seguiría siendo yo si me quitasen mi forma de pensar, de sentir, si me extirpan mi consciencia de la realidad.
De hecho, gran parte de la filosofía griega y de la oriental, piensan que toda la realidad que observamos mediante los sentidos es falsa. En el hinduismo existe el concepto de Maya para representar esta ilusión que nos envuelve. Detrás de Maya, si conseguimos apartar su velo, está la auténtica verdad. Los griegos definían verdad como aletheia (αλήθεια), que significa "hacer evidente" o "desocultar", con una clara referencia a que la verdad no es lo que tienes ante tus ojos, sino algo que hay que descubrir, el resultado de un proceso de sacar a la luz.
Incluso tenemos una versión actualizada de estas nociones ancestrales: la hipótesis de la simulación del filósofo sueco Nick Bostrom. De forma resumida, dice que si en el futuro nuestra civilización es capaz de tener la suficiente tecnología para realizar una simulación total del mundo al estilo Matrix, lo más probable es que realice muchas. Entonces, por estadística, si hay un mundo simulado y uno real, tenemos un 50% de estar en el simulado. Si hay dos simulados, tenemos un 66,6%, y así sucesivamente.
Santiago Sánchez-Migallón, El filete de 'Matrix' siempre fue real: reflexiones filosóficas sobre el Metaverso, xataka.com 14/08/2022
El cuerpo deja de entenderse como un cuerpo recibido y pasa a concebirse como un cuerpo que si no está a disposición de otros es porque está a disposición propia. La reivindicación de una fluidez en las identidades sexuales y de género es la manifestación más visible de esta evolución; se rechaza toda asignación de un destino particular en razón de unos rasgos corporales, sea el sexo biológico (la mujer no está obligada a engendrar por el hecho de que tenga un útero) o una apariencia sexuada (la heterosexualidad no puede darse por sentada); hablamos de las nuevas masculinidades y de diversos feminismos; los debates en torno al comienzo y al final de la vidarevelan que tenemos una idea de la vida biológica como proyecto y no como destino; pensemos en la resistencia a que el nacimiento como hombre o mujer sea inmodificable, pero también a que pueda “reeducarse” a un homosexual; que una mujer esté embarazada no quiere decir necesariamente que deba engendrar; en virtud de las leyes de eutanasia la muerte ha dejado de ser algo sobre lo que no se puede decidir; las parejas infértiles disponen de tecnologías de fecundación o pueden optar por la gestación subrogada (aunque en este caso la realidad de un vientre de alquiler es una forma cuestionable de disponer del cuerpo de otra mujer); asistimos a una verdadera explosión de las posibilidades de intervención en el propio cuerpo gracias a la cirugía estética, las prótesis, los cuerpos tuneados y tatuados.
Todo este incremento de libertad en relación con el propio cuerpo no deja de plantear paradojas y dimensiones inquietantes. De entrada, constatemos la sorpresa de que se recurra tanto a lo artificial justo en un momento histórico en el que hay más referencias a la naturaleza en nuestras prácticas corporales. Reivindicamos el cuerpo que tenemos y nos hacemos vulnerables a la presión por tener el que otros desean. Se da además la circunstancia de que, si el cuerpo es modulable, cualquier “imperfección” es “culpable”, puede ser vivida como algo que se debía haber corregido y que exige una explicación de por qué no se hizo. Pensemos en el caso de la eugenesia o los trastornos en la percepción de la imagen corporal propia que tienen consecuencias dramáticas en la anorexia o la bulimia. Si el cuerpo es disponible ¿qué significado tiene la peculiaridad que no se ajusta a la “normalidad” y desde qué instancia se define el cuerpo adecuado? Una cierta aceptación de nuestra naturalidad corporal puede ser más emancipadora que el sometimiento a una idea de perfección física que no se sabe quién ha decretado.
Daniel Innerarity, El cuerpo en una democracia, El País 15/08/2022
Toda la sociedad —la política y el periodismo también— parece habitada por lo efímero. Cabalgamos olas que rompen, más allá de nuestra vista, contra los acantilados del hastío. Nuestro pensamiento se ha hecho frágil y discontinuo, tartamudo. Los estantes de nuestras bibliotecas están llenos de libros que ya no nos sentimos capaces de leer, y, como lo superfluo genera a menudo más ruido que lo importante, tendemos a pensar que nada lo es. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que, viviendo en el presente constante, nos volvemos desmemoriados y, por tanto, tampoco nos preparamos para el porvenir.
Marcos Giralt Torrente, Habitantes de lo efímero, El País 15(08/2022