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Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Lo repetía hace poco, en la prensa, un prestigioso
investigador español: «el mejor predictor del éxito profesional no es el
rendimiento cognitivo, es que tus padres tengan dinero». Está demostrado: en la
inmensa mayoría de los casos los hijos de los ricos continúan siendo ricos, y
los hijos de los pobres, pobres; los primeros heredan y acaparan los mejores
puestos y cargos, y los segundos… hacen lo que pueden.
Es cierto que este reparto de roles tiene una relación colateral con las capacidades personales. ¡Estaría bueno que quien disfruta desde pequeño de todo tipo de medios, oportunidades y experiencias conducentes a cierto rango de empleos y cargos, no desarrollara más que otros la capacidad para desempeñarlos con pericia! Ahora bien, ¿es esa capacidad mérito suyo?
Si el mérito refiere aquella dignidad que concedemos a quien logra por sí mismo una determinada posición o capacidad, la respuesta solo puede ser negativa. Nadie escoge nacer con tales o cuales talentos; ni que esos talentos sean apreciados en su cultura y época; ni pertenecer a una familia rica o pobre; ni venir al mundo en un entorno estimulante y cosmopolita, en lugar de en otro mediocre o embrutecedor. ¿Entonces? ¿De qué «mérito» hablamos? ¿Cómo es que sacralizamos algo de cuya existencia cabe tan fundadamente sospechar? ¿Es la meritocracia una suerte de nueva teocracia secularizada?
Pudiera ser: en cuanto a las desigualdades heredadas al menos, nuestra época no parece muy diferente de otras más teocráticas. Hace años, un estudio gubernamental demostró que en la Gran Bretaña del siglo XXI la inmensa mayoría de altos ejecutivos, jueces, fiscales, políticos, generales, y hasta famosos periodistas o actores, precedían de colegios privados en los que (por razones obvias) solo podía estudiar un 7% de la población. Un porcentaje parecido al que representaban los estamentos privilegiados y la alta burguesía a finales de la Edad Media…
¿Sufrimos, entonces, las mismas e injustas desigualdades que siempre? Se diría que sí. Pero con un agravante. Mientras que en la Edad Media esa desigualdad era atribuida al poder divino o a la naturaleza (que creaban seres de diferente calidad y linaje), en nuestro tiempo se atribuye casi por entero a los méritos y virtudes individuales.
De este modo, mientras que en otras épocas el pobre asumía su miseria material como producto de la voluntad de Dios y como pasaporte de primera clase al cielo («los últimos serán los primeros»), en nuestra época suma a su pobreza la miseria moral de creerse el responsable fundamental de la misma. Surge así la figura del «loser», el «perdedor» del universo moral liberal, posición que se contrapone a la figura, no menos moralizada, del «self-made man», el privilegiado que ya no lo es por la gracia de Dios o por la consanguineidad con gloriosos antepasados, sino (presuntamente) por su esfuerzo y talento individual.
Esta moralización de las desigualdades puede entenderse, como propone el filósofo Michael Sandel, como la raíz del malestar social y la polarización política (la soberbia de las élites que creen merecer su éxito frente a la humillación de los que se tienen por culpables de su postración), pero debe comprenderse también como un dispositivo cuasi perfecto para justificar el «statu quo». Si todos (ricos y pobres) creemos que cada cual tiene lo que merece, la desigualdad parecerá ética y políticamente aceptable.
Un elemento no marginal de ese dispositivo ideológico es la conversión del mito del héroe desde el lenguaje y códigos de la sociedad estamental a los de la nueva sociedad liberal. En el primer caso, el héroe o heroína, exhibiendo su compromiso con el orden vigente (matando dragones o mostrándose humilde y obediente), accede al universo de las élites (se casa con la princesa o el príncipe, descubre su linaje nobiliario, etc.); en el segundo caso, el mismo héroe, demostrando las virtudes burguesas del trabajo, el ahorro, la astucia, etc., asciende gloriosamente hasta la cima del éxito (es la fábula moral del empresario que empieza con un pequeño comercio, del humilde deportista que se convierte en una estrella o del joven emprendedor que inventa un negocio genial en su garaje). Por supuesto, todo esto es puro cuento (los casos que refiere son estadísticamente irrelevantes), pero un cuento enormemente eficaz.
El otro ingrediente fundamental de este preparado ideológico es, sin duda, la educación. O, más bien, cierta concepción, meritocrática y mendaz, de la misma, según la cual todos los alumnos y alumnas están en igualdad de condiciones para aspirar y ganar la «excelencia académica» que tanto ponderan algunos (¡incluyendo los que se dicen críticos del ideario liberal!), y que les capacitaría, según ellos, para acceder sin más, y a base de superar exámenes, al club de los privilegiados (o al menos, diríamos kantianamente, al purgatorio de los que «merecen» entrar en él) … Opio, en fin. Puro opio para el pueblo.
He pasado cuatro formidables días en un Madrid primaveral y acogedor, acumulando pruebas de amistad y cansando del bueno. Llevaba varios proyectos y compromisos en la maleta y todos han salido bien. En todos he reforzado lazos de estima y en todos se han abierto nuevas posibilidades.
Resumo lo mucho que he vivido en estas fotos:
En la librería Ontanilla, en Aravaca, a donde nos desplazamos el viernes por la tarde. En Aravaca nos quedamos a cenar, invitados por las Diotimas. El encuentro tenía como objetivo presentar la Editorial Rosamerón y el éxito superó todas las expectativas.
Añadamos una comida con Álvaro Delgado Gal, Álvaro Matud y Leticia Lombardero; los desayunos en la chocolatería San Ginés, la comida en casa de Ana Palacio, un café con Montserrat Gomendio, un buen rato con Nuno Crato, una entrevista con Helena Farré...
Són les cinc del matí en un carrer d’una gran ciutat nord-americana. Un cotxe de la policia s‘atura al costat d’un cos aparentment sense vida. Una trucada anònima va advertir de l’existència del cadàver. De seguida, la zona s’omple de més vehicles. Una munió d’agents uniformats recullen qualsevol indici per trobar connexions amb altres casos. És el quart homicidi a la ciutat en cinc dies. “No són casos aïllats. Les coincidències no existeixen”, declara el cap de la investigació a la premsa.[1]
La cultura y la sociedad surgieron en el amanecer de lo humano como producción de orden frente al caos, frente al destino de la fuerza y de la muerte. En el origen de todo lo social y cultural está una aspiración al orden que a veces se le encomienda a los dioses y a los reyes y casi siempre a la propia comunidad: orden en el espacio y tiempo, mediante topologías que nacen de las prácticas sociales en entornos naturales; orden en lo social mediante la constitución de familias, clanes, tribus, estados, que entrañan también topologías, límites y brechas, relaciones de poder, categorías; orden en la cultura material, que entraña la creación de espacios de posibilidad; orden en la cultura, mediante conceptos y artefactos que crean significados o sentidos. En las sociedades tradicionales, el caos acechaba en la amenaza de una naturaleza incomprensible y en la no menos incomprensible violencia. En las sociedades modernas, el caos se instaura como motor básico del desarrollo económico fundado sobre la destrucción creativa. La burguesía, nos cuenta Marx, solamente puede existir en una inacabable competencia que destruye todo lo que, por otra parte, coloniza como fuente de beneficio. Se encomienda entonces a la cultura la función de hacer creíble una suerte de orden social, de construir aunque sea de forma provisional y vulnerable un suelo de lo cotidiano que haga inteligible y practicable el mundo.
La fábrica sobre la que se sostiene esta función de producción de lo cotidiano son los relatos (mitos), los rituales y las normas constitutivas de lo social. Sobre ellos recae la tarea de elaborar la confianza diaria que nos permite salir cada mañana a las tareas mundanas sin el terror a un futuro incierto. La filosofía política ha desarrollado las ideas de constitución y contrato para especificar esta función constructiva de estabilidad que son las normas sociales. La antropología ha estudiado con detalle la función de los rituales, desde los mínimos que dan forma a las prácticas cotidianas como el saludo a los rituales de paso que dan sentido a las trayectorias vitales en cada sociedad concreta. Por su parte, los mitos, los relatos, forman igualmente los andamios sobre los que se construyeron las sociedades. El originario nombre griego para el relato, mythos, derivó en un término de connotaciones negativas de contraposición con los análisis conceptuales sobre los que se edificaron las arquitecturas de la cultura moderna. Sabemos muy bien, sin embargo, que la cultura moderna no fue una superación de los mitos sino su transfiguración en formas nuevas como la novela y, tardíamente, los productos audiovisuales. No hay ningún misterio en esta pervivencia: los mitos crean sociedad junto a los rituales y las normas que especifican las separaciones de lo sagrado y lo profano, de lo puro y de lo impuro, de lo permisible y lo tabú. Los mitos forman un tejido cultural nunca apacible, siempre en conflicto cargado de emociones contradictorias, pero instauran el orden sin el que el mundo cotidiano se derrumba.
La teoría narrativa debería permitirnos excavar arqueológicamente los estereotipos con los que los relatos contribuyen a producir orden. Los manuales clásicos de narratología nos hablan de autores implicados, de voces narrativas, de actantes y de guiones y esquemas con los que se construyen las narraciones, pero las fuentes de la estabilidad social que proporcionan los mitos y relatos las encontramos sin mucho esfuerzo en las formas más superficiales de los medios de comunicación.
Si atendemos a la forma superficial que presentan, por ejemplo, a los medios de comunicación escritos, a las páginas de la prensa, sea en formato material o digital, esta función creativa de confianza y estabilidad se hace bastante manifiesta: las primeras noticias son pantallas de caos y amenaza. Son las secciones de la política, la economía y los conflictos internacionales. Usualmente, miramos estas páginas con irritación y ansiedad, que nos lleva inmediatamente a las páginas de sociedad y cultura, a los relatos de vida de la gente famosa y poderosa, de los héroes del deporte. Continúa su trabajo la cultura con las páginas de literatura, con las dietas de alimentación sana y con las recomendaciones de turismo. Al final, encontramos como evidencia las listas de lo más leído, en las que siempre aparecen en posiciones altas relatos que esconden futuros implícitos en los que se manifiesta el deseo. Ninguna sociedad podría sobrevivir sin confianza ni esperanza y por ello cada mañana en la prensa y cada tarde en la televisión se encomienda a la sociedad de la información la producción de tranquilidad y orden. Con mucha agudeza, se pregunta China Miéville qué precio pagaríamos si no tuviésemos utopías, pero también qué precio pagamos por tenerlas. A la cultura se encomienda la tarea de convencernos de que podemos permitirnos pagar los precios de la esperanza.
Fernando Broncano, El precio de la esperanza, Laberinto de identidad 11/04/2023
Isaiah Berlin (1909-1997) escribía que los historiadores han documentado “al menos doscientos sentidos de esta palabra sumamente poderosa y proteica”.
Lo decía en Dos conceptos de la libertad, un texto en el que Berlin intentaba poner un poco de orden. Estos son los dos conceptos a los que se refería:
- La libertad negativa, o la “libertad de”. Esta libertad se refiere a la ausencia de impedimentos, interferencias y control por parte de los demás. Es el área de libertad personal que se debe preservar a toda costa, libre de invasiones.
Es la idea de libertad de pensadores como John Stuart Mill y Benjamin Constant, que defendían que ha de haber el menor número de prohibiciones posible: hemos de poder expresar nuestras ideas, reunirnos con quien queramos y leer los libros que nos apetezca. Esto es un bien en sí mismo, pero también por las consecuencias que trae: una sociedad abierta y libre estimula el conocimiento y el progreso.
- La libertad positiva, la “libertad para”. Aquí hablamos de la posibilidad de alcanzar nuestras metas y objetivos. A menudo está ligada a la libertad económica: de acuerdo, nadie me prohíbe ir a la universidad, pero ¿qué ocurre si no puedo pagarme los estudios? En ese caso, ¿de verdad soy “libre” para sacarme una carrera? Tampoco hay nadie que prohíba a ninguna mujer que sea consejera delegada de su empresa, ¿pero es libre de conseguirlo si tiene que enfrentarse a un sistema que discrimina a las mujeres de forma tácita?
Esta segunda libertad puede llevarnos a fijarnos en cuestiones de justicia y de equidad, pero, en opinión de Berlin, también presenta riesgos: abre la puerta a que una sociedad autocrática decida por nosotros cuáles son las metas y objetivos que debemos alcanzar. Si alguien se opone a estas metas es porque no entiende que este plan racional es lo mejor para él y para toda la sociedad, y en realidad no es libre, sino que obedece a ideas preconcebidas o a la propaganda de los enemigos de la nación. Es una idea que parte de la “voluntad general” de Rousseau y que llega a las dictaduras y totalitarismos de los siglos XX y (todavía) XXI.
Como hemos apuntado, la “libertad para” es peligrosa porque puede llevar a utopías autoritarias. En cambio, la “libertad de” no puede ser absoluta porque entra en conflicto con otros valores y derechos (que, a su vez, tampoco pueden ser absolutos).
Por ejemplo, yo no tengo libertad “de” circular con el coche a la velocidad que quiera: la velocidad está limitada por la seguridad de todos. Como dice Berlin, “debe trazarse una frontera entre la vida privada y la autoridad pública. Ahora bien, dónde trazarla fue asunto de discusión”. Es dificilísimo saber cuánta autoridad hemos de poner en manos de los demás, incluso aunque sepamos que lo mejor es que sea la menor posible.
Un ejemplo de este conflicto lo vivimos durante la pandemia. En circunstancias normales, podemos salir a la calle con el pelo mojado y en camiseta, y al Gobierno le da igual que pillemos un griponcio. En cambio, durante lo peor de la pandemia se tomó la decisión de limitar nuestra movilidad para no saturar los hospitales. Pero incluso entre los que estuvieron a favor de esa medida, había quien creía que no era necesario sacrificar tanta libertad personal, aunque solo fuera durante un tiempo limitado.
Berlin recuerda que la vida en sociedad está marcada por el conflicto y la negociación: el pluralismo implica que a veces entrarán en liza valores y principios como la libertad, la seguridad, la prosperidad, la igualdad, la justicia, la compasión, la propiedad privada, la protección del medio ambiente… “Las metas humanas son múltiples, no todas son conmensurables y algunas rivalizan perpetuamente entre sí”.
Es decir, siempre tendremos que buscar una solución que no será “ideal, pero sí adecuada; ni enteramente buena ni enteramente mala, pero sí más buena que mala”, como escribía en Seis enemigos de la libertad humana. No hay una gran idea o teoría política que dé respuesta a todos nuestros problemas, pero sí podemos ver qué soluciones funcionan mejor en cada momento o, al menos, cuáles son las menos perjudiciales, y aprender para el futuro. En esto coincide con John Rawls, que decía que no podemos alcanzar unanimidad en asuntos de ética. Como mucho, un conjunto de valores compartidos gracias a la reflexión, el debate y el compromiso.
Volviendo a Berlin, el pluralismo nos debería ayudar “a actuar no demasiado mal, sino razonablemente bien”, basándonos en “el sentido común y el debido respeto, un respeto moderado y decente a casi todos los deseos de los demás, de modo que la gente, en conjunto, no obtenga en realidad todo lo que desea, pero sí una protección para los ‘derechos’ mínimos, y más de lo que obtendría según cualquier otro sistema”.
Jaime Rubio Hancock, Libertad, una palabra y doscientos significados, Filosofía inútil
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Ahora bien, decir que procesos como la creatividad están fuera de la esfera del entendimiento lógico es exagerado (¿cómo podríamos entender entonces lo que es?). De hecho, y pasando de puntillas por ciertos problemas filosóficos (como el de explicar el «milagro» mismo que supone crear algo «nuevo»), la creatividad se puede describir a un nivel básico como el simple proceso de transformación de una cosa dada en otra nueva y distinta; algo que, en rigor, puede hacer cualquier máquina, desde un ordenador a una máquina de hacer churros.
Otro asunto es que se quiera añadir a esta descripción la idea de intencionalidad, asumiendo que la acción de crear exige un sujeto (una conciencia) que decida y emprenda la acción creativa. Esta petición de principio es discutible (ha de suponer, por ejemplo, que cuando decimos que un paisaje «fue creado» por la actividad volcánica, o que las nubes «crean» caprichosas formas en el cielo, estamos usando el concepto de creación de modo impropio o poético), pero vamos a darla por buena. La pregunta sería ahora: ¿tienen las máquinas (por ejemplo, las máquinas de IA) algo parecido a una conciencia intencional desde la que «crear» cosas (dibujos, piezas musicales, discursos, etc.)?
Por supuesto, alguien podría empezar por argüir que algunos artistas crean cuadros, partituras o textos sin demasiada carga intencional. Muchos, por ejemplo, lo hacen por encargo (tal como los programas de IA, que generan un dibujo a partir de las órdenes que le damos), y otros presumen de crear de modo inconsciente, al azar o sin pensarlo demasiado (no pocos artistas y estetas han identificado la creatividad con la libertad, y a esta con ciertos estados de inconsciencia o acción espontánea o mecánica). Pero supongamos que, incluso en estos casos, el artista puede hacer que su conciencia recupere el mando en cualquier momento. ¿Puede hacer esto último una máquina?
Nuestra primera reacción es pensar que no. ¿Pero por qué no? Pensemos un momento en qué consiste la consciencia. Asumiendo que se trata de un asunto filosófico de primer orden, y despejando su problemática dimensión fenoménica (la conciencia es un fenómeno cuya existencia solo podemos certificar subjetivamente, por lo que no podemos demostrar que exista o deje de existir en otros seres, humanos o no), la consciencia es, básicamente, un proceso cognitivo por el que representamos y organizamos la vida mental en relación con una determinada perspectiva (la del sujeto o «yo»). En el caso de la consciencia humana, este proceso de organización de la vida mental se hace especialmente complejo gracias, además, a un lenguaje no menos sofisticado que permite «narrar» internamente (generándonos como sujeto de dicha narración) parte de nuestros procesos vitales, juzgarlos, y tomar decisiones para reconducirlos, dando origen, en ocasiones, a esas respuestas novedosas que llamamos «creaciones».
Ahora bien, si es esto lo que es básicamente la conciencia, no creo que las máquinas anden muy lejos de tenerla. De hecho, hasta los mecanismos inteligentes más simples son ya capaces de representar sus propios estados internos, chequearlos y corregir errores sin nuestra intervención (piense en los ordenadores que regulan y rectifican el funcionamiento de cualquier automóvil moderno). ¿Pero podrían estos sistemas generar, además, respuestas novedosas o no inicialmente programadas? ¿Por qué no? De hecho, los programas de IA que generan imágenes a partir de palabras lo hacen a cada instante. Reparen, además, en cómo lo hacemos nosotros: dada cierta información ya registrada, le aplicamos mecanismos heurísticos que combinan esa información para producir, según criterios combinatorios o más aleatoriamente, propuestas nuevas cuya idoneidad evaluamos (si es el caso) en base a pronósticos y expectativas… ¿Cuál de estas tareas no está al alcance de un simple ordenador?
Obviamente, todo esto que hacen las máquinas lo hacen a partir de lo que le hemos enseñado; pero también nosotros hacemos todo lo que hacemos (empezando por pensar y tomar decisiones) en base a lo que nos han enseñado otros seres humanos.
Afirmar, pues, que las máquinas (los programas de IA, por ejemplo) son capaces de una cierta creatividad no parece descabellado. Otra cuestión, bien distinta, es si esa creatividad puede ser de naturaleza artística; un tema interesantísimo que merece ser tratado en otra ocasión.
Hay una tendencia natural en todo ser humano para afirmar determinadas convicciones, pero también para cuestionar muchas de las ideas que se dan por supuestas. Esa es la dialéctica en la que nos movemos. El que se asiente una tendencia u otra es posible que dependa de contextos sociales específicos o de las propias seguridades (o inseguridades) de cada cual. En contextos en los que se favorece el intercambio de ideas, lo lógico es abrazar el pluralismo y estar dispuesto a dejarse guiar por los argumentos más convincentes, aunque esto no es una ley de hierro. Muchas personas prefieren agarrarse a sus convicciones específicas, ya sea por pereza intelectual, por dejarse llevar por las modas o por la seguridad que les otorga compartir creencias con su grupo de referencia. En una sociedad que ha dado el giro hacia lo emocional y lo tribal, lo que más parece importar es esta adscripción a los dogmas del grupo con el que uno se siente identificado.
Que imperen los desacuerdos es lo natural en una democracia, lo que es inaceptable es que se tache de indigno a quien no coincida con nuestras posiciones políticas, que se dispare contra el que disiente. Más aún sin necesidad siquiera de recurrir a argumentos. No es que antes fuera mucho mejor –no existe un espacio público libre de interferencias–, lo que ocurre que este de nuestros días es mucho más inmediato y agresivo.
Hay que tener en cuenta que la opinión se enhebra hoy en gran medida a partir de enjambres que se mueven de unos temas a otros. El viejo sujeto autónomo de la tradición liberal, que se presuponía que accedía a su propia opinión, está desplazándose hacia un sujeto que se adscribe de forma casi mecánica a lo que considera que son sus afines. Esta distinción, casi siempre identitaria, es lo que presiona hacia una toma de partido casi automática hacia casi todo lo que hace acto de presencia en el debate público. El resultado, como es obvio, es que no se debate; se confronta. Las opiniones aparecen adscritas a enmarques de la realidad proporcionados por cada grupo; estos son los que se compran, no el posicionamiento reflexivo a partir de la introducción de matices o la muchas veces deseable equidistancia.
Detrás de la cultura de la cancelación se esconde la premisa de que quienes la practican poseen un acceso privilegiado a lo que es el bien. Esto les «empodera», como se dice ahora, para sancionar a quienes consideran que se desvían de lo moralmente correcto. Ellos deciden libérrimamente qué es racista o sexista, se erigen en apóstoles de la virtud, en nuevos inquisidores que se autoarrogan la capacidad para señalar a los «desviacionistas», a quienes deben de ser intervenidos.
En una sociedad como la nuestra, en la que existe un pluralismo de valores e instancias judiciales para sancionar delitos como la calumnia u otros excesos verbales, la práctica de la cancelación equivale a dejar en clara situación de indefensión a quienes se ven afectados por aquella. El caso es que la mayoría de los posicionamientos woke responden a la voluntad de hacer prevalecer valores que son perfectamente respetables y que la mayoría tenemos interiorizados; el problema está en la forma en la que se hace, tratando de negarles el pan y la sal, convirtiéndolos en parias sociales. Esto es lo inquisitorial. Como digo, será difícil hacerle frente, pero lo que ya se observa es una reacción muy visceral también desde la otra parte. Una de las causas de la buena salud del populismo reside precisamente en su capacidad para romper con ostentación y malas maneras con los tabús y las proscripciones woke.
Cada cual tiende a dar por buena la presentación de la realidad que obtiene de los suyos. A esto se le llama «epistemología tribal». De lo que se trata, por tanto, es de ofrecerles continuamente lo que en el fondo desean ver, leer o escuchar… la manipulación es constante. El peligro para la democracia estriba en que, de este modo, acabamos perdiendo los referentes compartidos, ese mundo común al que siempre se refería Hannah Arendt. Si los datos de la realidad que reciben unos u otros no coinciden, el entendimiento deviene imposible. Recordemos lo que pasó en España con la teoría de la conspiración sobre los atentados del 11-M, a la que se aferró como un clavo un importante sector de la derecha política; o las posiciones antagónicas sobre la vacunación durante la pandemia, donde un importante grupo social negó hasta el final las evidencias científicas. Otra de las consecuencias es que favorece la polarización, ya que los medios se sintonizan para ofrecer siempre una visión en negativo del contrario, aunque para ello tengan que inventarse noticias o dejar fuera determinadas evidencias. Con todo el peligro que esto entraña, prefiero pensar que hay formas de atajarlo, aunque sea en parte. La responsabilidad a este respecto de los medios de prestigio es clave. Si estos acaban cayendo en un partidismo desaforado, sí que estamos perdidos.
Esther Peñas, entrevista a Fernando Vallespín: "Distinguir entre votar bien o votar mal no tiene sentido en una democracia", ethic.es 13/07/2022
Esther Peñas, entrevista a Manuel Cruz: "Asistimos a una auténtica reivindicación de la minoría de edad de la humanidad", ethic.es 25/10/2022
Pocos fisiólogos han sido más populares que el ruso Iván Petróvich Pávlov (1849-1936). Refresquemos la memoria: cuando se acerca un cuenco con comida a un perro, este empieza a salivar sin que medie el contacto entre el hocico y el recipiente; basta con que la huela. Esto resultaba evidente hasta que Pávlov observó que los canes ya salivaban con la mera presencia de la persona que los alimentaba, lo que le llevó a la conclusión de que el reflejo de la salivación era perfectamente condicionable. En sus estudios no hubo campana alguna, como incluye el relato que recibimos y que hemos ido transmitiendo, ni experimentos psicológicos. Lo que investigaba el futuro Premio Nobel (1904) era, simple y llanamente, la digestión de estos animales.
El hallazgo ya lo apuntó previamente Aristóteles en su ley de contigüidad: «Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente». Incluso Descartes describió el organismo humano como una máquina fisiológica de gran precisión, mientras Sechenov, maestro de Pávlov, en su ensayo Los reflejos cerebrales afirmaba que los comportamientos humanos se basan en reflejos, es decir, en respuestas desencadenadas por la información recibida por los sentidos. Pero fue Pávlov quien sistematizó su hipótesis y la corroboró, originando una de las corrientes con mayor proyección de la psicología: el conductismo, basada en el aprendizaje por asociación.
Precisamente, la teoría del condicionamiento clásico en humanos recoge los cuatro elementos básicos de Pávlov: estímulo incondicionado (aquel que cuenta con una carga significativa y, por tanto, desencadena por sí mismo un reflejo –la comida–), la respuesta incondicionada (la reacción que provoca en el sujeto el estímulo incondicionado –la saliva del perro–), el estímulo condicionado (en inicio, neutro, pero que asociado a algo ajeno a él origina una respuesta convenida –la supuesta campana o la presencia del portador del comida–) y la respuesta condicionada (aquella provocada por el estímulo condicionado –que el perro salive al escuchar la campana o con la mera presencia de quien les lleva comida–).
Para corroborarlo, el psicólogo norteamericano John Watson realizó un ensayo con un bebé de once meses, conocido como «el experimento del pequeño Albert», donde le indujo a temer a una rata blanca, que, a priori, no le causaba recelo alguno. Simultáneamente, se le mostraba al animal y sonaba un ruido estremecedor (el golpe de un martillo sobre una lámina metálica). Tras varios ensayos, el niño lloraba desconsolado con tan solo ver la rata. Este es el modo clásico en que aparecen las fobias: una mala experiencia condiciona nuestro comportamiento.
Del mismo modo actúa el efecto placebo, esa sustancia que carece de contenido farmacológico pero que puede tener un efecto terapéutico si el paciente así lo cree. El placebo es otro tipo de condicionamiento: el hecho de tomar una pastilla desencadena una reacción física que, en muchos casos, hace que nos sintamos mejor. Aunque lo que ingiramos sea una cápsula de azúcar. Lo más asombroso es que el efecto placebo actúa incluso cuando el sujeto sabe que está tomando un placebo, como apuntan numerosos estudios, equilibrando la actividad del sistema nervioso simpático (responsable de la presión y frecuencia cardíaca, la presión arterial, etc.) y reduciendo la producción de cortisol (la hormona del estrés).
El efecto nocebo opera de forma idéntica, pero en negativo. Será en vano obligar a acudir al psicólogo a aquel que ya tenga una resistencia inicial, por ejemplo. Es más: ya existen investigaciones sobre algunos efectos adversos a la vacuna de covid-19 asociados a la certeza del paciente de que iba a causarle daños secundarios. De ahí que se recomiende a los médicos tratar con amabilidad al paciente, darle explicaciones sin abrumarle y cultivar su confianza, de manera que se despliegue toda una liturgia alrededor del tratamiento. Las batas blancas, las pruebas, los medicamentos, las recomendaciones refuerzan los efectos positivos en el sujeto.
Por lo que respecta a las técnicas más frecuentes de condicionamiento clásico, destacan cuatro: contracondicionamiento, desensibilización sistemática, inundación y terapia aversiva. La primera quiebra la respuesta indeseada y la sustituye por otra más propicia –en casos de alcoholismo, se prescriben fármacos como el Disulfiram, que provocan náuseas y mareos combinados con la bebida, de manera que termina por no ser apetecible–. La desensibilización sistemática, en segundo lugar, inhibe progresivamente la ansiedad que disparan determinadas situaciones por medio de la relajación, para romper el vínculo entre lo que causa el estrés (miedo a la altura o la oscuridad, por ejemplo) y la respuesta de angustia. La tercera, terapia implosiva, consiste en enfrentar al paciente a sus fobias sin atenuante alguno para que compruebe que es capaz de superarlas y no las evite. Por último, la terapia aversiva, que emplea el castigo para corregir ciertas conductas (¿recuerdan cómo extirpan la violencia a Alex DeLarge, protagonista de La naranja mecánica? Algo así, pero dulcificado).
Volviendo a Pávlov: los perros con los que experimentó tenían nombres. Los anotaba en sus cuadernos: Comadreja, Mancha, Gitano… Al igual que cada uno de los pacientes que se pone en manos del conductismo. «Condiciona a la gente para que no espere nada y tendrás a todos excitados con la mínima cosa que les ofrezcas», decía.
Esther Peñas, El hombre, ese otro perro de Pavlov, ethic.es 30/03/2022
Está la famosa «economía de la atención» que persigue la captura de nuestra percepción y de nuestro tiempo a través de una multiplicación de los signos de consumo. Está la tendencia a la «protolocolización» de la sociedad, que supone una delegación de la atención es todo tipo de automatismos que supuestamente van a pensar y decidir (bien) por nosotros. Está la inflación, no de las imágenes en general, sino de los clichés y los estereotipos, que son sentidos empaquetados y percepciones predefinidas que vienen a decir: «las cosas son así». El eclipse tiene todas estas formas de captura, de hechizo, de explotación de la atención. La distracción, contra lo que se piensa, puede ser hoy una rebelión: desviar la atención de los lugares que la quieren capturar y someter, ponerla en otros sitios imprevistos, dejarla flotar. Cuando todo conspira para que estemos hablando a la vez del mismo vídeo de YouTube, la distracción es sana rebelión.
El trabajo de Marino Pérez Álvarez y José Ramón Ubieto, en torno al TDHA, me parece impecable. Ese diagnóstico –omniabarcador, impreciso y patologizante– tiene el problema de reducir la cuestión de la atención a un daño cerebral a reparar con medicamentos. Adiós entonces a una reflexión sobre el contexto vital de la persona en cuestión (escolar, familiar, etc.). Adiós a una respuesta también contextual que pase por formas de acompañamiento. El problema se abstrae; es decir, se reduce complejidad y se localiza biológicamente. Los dos autores cuestionan esta reducción, esta lógica clasificatoria incapaz de escuchar la singularidad de cada persona, este bloqueo del pensamiento sobre los factores sociales (las formas de vida, las diferentes «velocidades» que marcan los caracteres). Creo que ahí hay una reflexión general sobre la infancia y la escuela. En lugar de pensarla y medirla según criterios a priori de lo que «debiera ser» haríamos mejor en ejercitar una escucha de lo que es, de lo que hay y de lo que ya está siendo. Muchos problemas de la escuela actual tienen que ver con la idea de que los chicos tienen que adaptarse a sus programas y funcionamientos, caiga quien caiga y cueste lo que cueste, en lugar de dotarse de una plasticidad capaz de escuchar y acompañar la pluralidad de las vidas singulares que componen un aula.
El asunto es que la atención no es una cuestión individual, sino colectiva. La atención no es «mi» atención, sino un entorno de atención compartido con otros. Una verdadera ecología. Esa trama es lo que hay que cuidar. Es muy sencillo de entender. Pensemos en una simple conversación. ¿A qué estamos atentos? ¿Solo a lo que yo quiero decir? Entonces resultará una jaula de grillos, un choque de monólogos infernal. La buena conversación requiere una atención expandida al «entre», a lo que pasa entre los que están ahí. Escuchar, ceder la palabra, preguntar. Y eso no es posible si no hay buenas condiciones de atención. Pensemos en los sanitarios hoy en lucha, ¿por qué? No tienen buenas condiciones para atender a cada persona que se presenta. No tienen tiempo para escuchar. Hay un problema de recursos. Se ven obligados a aplicar automatismos. No pueden atender, no porque ellos hagan mal su trabajo, sino por una cuestión de entorno y condiciones. La atención es un problema político y colectivo.
David Lorenzo Cardiel, entrevista a Amador Fernández-Savater: "La atención es un problema político y colectivo", ethic.es 31/03/2023
La censura solo la puede aplicar un Estado. Si la empresa privada no te quiere en un sitio, te puedes ir a otro. La empresa privada está continuamente seleccionando: hay criterios de venta, de simpatía, de idoneidad… Los medios de derechas no suelen querer ofender a sus lectores hablando de las bondades del socialismo, por decir algo, y nadie lo considera censura, ni tampoco a la inversa. En este sentido, una editorial puede no querer herir ni ofender a sus lectores homosexuales o gitanos. Uno puede estar en desacuerdo en que una editorial rechace publicar las memorias de Woody Allen, pero censurado no está si a la semana siguiente las publica en otro sitio. Lo que se está dando es una ampliación del campo de batalla, de los criterios de selección. Curiosamente, la ampliación solo molesta cuando son las minorías o los colectivos débiles los que se revelan influyentes y poderosos. Los humoristas que jamás se han metido con el poder, ahora, por ejemplo, tampoco van a poder reírse impunemente de los gangosos o los transexuales. Los humoristas (así como los presentadores de televisión, los directores de cine o los columnistas) están sujetos ahora a una crítica abierta y constante; es decir, su trabajo tiene un retorno social. Adiós a la torre de marfil, estas son las nuevas reglas del juego. En estos casos hablaría de crítica, una que puede ser muy dura y severa, sí, pero no más que la que ejercían la Iglesia, el Comics Code o Samuel Johnson. Reservaría el término «cancelación» para casos de acoso sistemático. Una especie de bullying de la opinión.
El miedo a la crítica te lleva a callar, aunque no lo considero un drama: el problema de cualquier artista es articular lo que quiere decir y atreverse a decirlo de la manera más aproximada a cómo quiere decirlo. Un artista que dice «no he podido escribir mi obra porque me presionaba el qué dirán» es como un futbolista que no quiere jugar por si pierde. Lamento su drama interior, pero se les descarta y ya está. Si miles de nuestros antepasados consiguieron expresarse arriesgando sus vidas, su salud y su economía contra la censura del Estado, los señores feudales o los caprichos de los mecenas, ¿por qué no íbamos a sobreponernos nosotros a un poco de crítica excesiva? Puedo manejarme con las hordas de tuiteros, no siento ninguna nostalgia del exilio ni de la guillotina.
Excepto en casos muy puntuales, la cancelación no existe, y desde luego no veo por ningún lado una «cultura de la cancelación». He publicado un libro –por encargo– para sostenerlo en una editorial mainstream, con una tirada generosa y una distribución puntual. Estoy dando entrevistas por encima de mis posibilidades. No, paradójicamente, no parece que te vayan a cancelar por ponerle reparos a la «cancelación».
José A. Cano, entrevista a Gonzalo Torné: "La cultura de la cancelación es un delirio malintencionado", ethic.es 28/12/2022
... la libertad que prima para el liberalismo económico y político en el que se arropan las derechas se refiere exclusivamente a la mayor “libertad” que pueden disfrutar unas personas que, con capacidad económica suficiente, puedan acceder, entre otros, a mejores servicios sanitarios o educativos que el resto. Publicitan el derecho a una “libertad” cuyo sentido último es dinamizar las desigualdades, las jerarquías sociales. Los tozudos hechos indicarían que más bien las políticas realizadas por la derecha política siempre han tenido una concepción de “i-libertad” hacia las mayorías sociales.
La Real Academia de la Lengua Española señala dos acepciones a la palabra libertad: la primera nos remite a esa “facultad y derecho de las personas para elegir de manera responsable su propia forma de actuar dentro de una sociedad”; y la segunda a ese “estado o condición de la persona que es libre, que no está en la cárcel ni sometida a la voluntad de otro, ni está constreñida por una obligación, deber, disciplina, etc”. En ambos casos, como vemos, el concepto libertad se auto-limita, quedando restringido tanto por el hecho de que ser libres conlleva la responsabilidad en los actos que cada uno de nosotros tiene dentro de una sociedad, como por el hecho de que las mayores cotas de libertad se consiguen cuando se rompen, aunque sea parcialmente, las cadenas de sometimiento que padece por distintos motivos distintos colectivos sociales. Y no hay que olvidar que es una evidencia que actuar de forma totalmente libre es, sencillamente, una entelequia: la libertad absoluta no existe.
El propio Rawls, al hablar del concepto de justicia social, destacaba como elemento esencial de esta, la capacidad para alcanzar el máximo de libertad compatible también con los demás. La libertad se convierte en pilar básico de la justicia social y de la dignidad de las personas. Y no olvidemos que no existe razón ética alguna para que todos los seres humanos que habitamos este planeta no podamos gozar del mismo margen de libertad. El individuo y su libertad no preexisten, a pesar de la máxima (neo) liberal, a la sociedad, sino que existen gracias a ella.
La venerada libertad por lo tanto requiere, como hemos visto en la definición, la eliminación de la autoridad despótica. A nadie se le escapa que, por ejemplo, un trabajador o trabajadora pasa gran parte de su vida dentro de una organización, la empresa, donde la capacidad de acción está tremendamente restringida; o que los ciudadanos y ciudadanas están bajo un estrecho cerco de normas punitivas y normas morales que limitan su capacidad de acción, y cuya génesis, siempre conflictiva, viene determinada por el reparto desigual del poder que tiene lugar en cada realidad social. Como señala el filósofo José Luis Ramírez, más que difusa, la palabra libertad es ante todo ideológica, en el sentido de concepto cambiante; y nos remite a un estado de situación idealizado que, por el contrario, solo puede tomar formar en cada contexto social, en el que se determinan las jerarquías y, por lo tanto, las libertades de las que podemos disfrutar de facto.
Por ello es insoslayable al hablar de libertad, referirse a las relaciones de poder que transitan en todos los procesos sociales y que, al fin y al cabo, determinan la mayor o menor autonomía que se permite en cada uno de los sistemas sociales que, como señala Mario Bunge, componen el cuerpo social. Toda realidad social se cose con el hilo del poder y las puntadas del conflicto; y estos determinan los distintos grados de libertad de los que gozamos en cada espacio social en los que toma forma nuestra existencia. La libertad por lo tanto se asocia a un proceso de lucha constante para que todas las personas, sea cual sea su identidad de género, de clase social o étnica, tengan derecho a esa capacidad de elección responsable socialmente. Luchar por la libertad es, contrariamente a lo que señala la derecha política, sinónimo de lucha contra las distintas formas de represión y servidumbre.
Que yo recuerde nunca ha habido un movimiento de liberación colectiva impulsado por la ideología conservadora. Nunca. Es más, una parte importante de la derecha política española sigue dulcificando todavía el franquismo o respaldando los movimientos de ultraderecha que emergen en la actualidad. La razón de esta posición contra la libertad es bastante sencilla: sus acciones políticas han tenido (y tienen) como objetivo esencial mantener el statu quo existente y, con ello, los desequilibrios de poder (y de libertad) que lo caracterizan.
Hoy se impone, desde el poder político, económico y mediático, pero también por desgracia por parte de una izquierda más pragmática, más posibilista, la idea de libertad negativa, frente a la libertad positiva, en términos de Isaiah Berlin. La libertad que fija su objetivo en quitar las trabas a la acción individual, aunque suponga un perjuicio social claro, frente a aquella que centra sus esfuerzos en fortalecer las condiciones que en último extremo permiten al individuo poder vivir su vida, junto a la de los demás, en libertad.
Vicente López, Dime qué libertad defiendes y te diré quién eres, ctxt 03/04/2023
Siempre pensamos que los humanos tomábamos decisiones en base a razonamientos lógicos, pero gracias a la publicación en 1973 de The Psycology of Prediction, escrito por Daniel Kahneman y Amos Tversky, la forma de entender nuestro cerebro durante la toma de decisiones cambió por completo. Ambos psicólogos descubrieron que nuestro propio cerebro nos engaña y, lo que es más, que lo hace de forma tan magistral que en ocasiones no somos siquiera capaces de darnos cuenta. El concepto que se elaboró entonces fue el de ‘sesgos cognitivos’, y hace referencia a los pequeños atajos que se incrustan en nuestro cerebro a causa de las experiencias que hemos vivido, la ética y la moral en la que hemos sido educados y la cultura que nos rodea. El engaño, no obstante, no es gratuito. Tiene un único objetivo: facilitar nuestra toma de decisiones.
Sin embargo, pese a que nuestra mente ha creado un recurso que nos facilita la vida y nos ayuda a comprender la realidad de forma más sencilla, liberándonos de cierto grado de incertidumbre, ¿podríamos estar actuando de cierta forma sin ser conscientes de ello?
Y no solo nuestro cerebro nos manipula: otras personas, conociendo estos sesgos, pueden tratar de imponernos una opinión positiva o negativa hacia un tema en concreto; una actitud que, por ejemplo, puede afectar al resultado de unas elecciones democráticas. Pérez Martínez y Rodríguez Fernández así lo explican en su investigación, Comportamiento electoral y economía conductual: influencia de los sesgos cognitivos en el contexto electoral: «Los sesgos cognitivos influyen en las decisiones electorales, mostrando el lado subjetivo del elector. Las creencias permiten al votante procesar la información de manera inexacta, justificando su comportamiento electoral». Según la psicóloga cognitivista Pascale Toscani, «es probablemente imposible liberarse de los sesgos cognitivos, independientemente de que seamos jóvenes en fase de aprendizaje o adultos completamente desarrollados». ¿Estamos condenados, por tanto, a ver el mundo desde nuestra óptica?
Montse Vila-Masana, Su mente le manipula (y usted aún no lo sabe), ethic.es 17/05/2022
"El 26 de septiembre de 1983, el teniente coronel Stanislav Petrov estaba de servicio en un complejo militar a las afueras de Moscú cuando el sistema informático empezó a dar la alarma de un ataque con misiles.Como jefe adjunto del Departamento de Algoritmos Militares, había ayudado tanto a escribir las instrucciones de funcionamiento del software como a instalarlo, por lo que "no tenía la confianza que algunos de los otros oficiales tenían en él". Petrov pensó que se trataba deuna falsa alarma y, siguiendo la tradición de la gente que se enfrenta en todas partes a la sospecha de un mal funcionamiento de una máquina, dijo a su equipo que apagara el equipo y lo volviera a encender.
De nuevo el sistema mostró el mensaje de lanzamiento, y de nuevo Petrovensó que era una falsa alarma y ordenó reiniciarlo. Ahora indicaba que se habían detectado al menos tres misiles. “Aterrorizado, acalorado y sudoroso", Petrov consultó con los analistas de satélites, que dijeron que no veían señales de lanzamiento, y con los analistasinformáticos, que dijeron que no había señales de mal funcionamiento del sistema. ¿Quién tenía razón? ¿Se trataba de una falsa alarma o los estadounidenses habían lanzado un ataque nuclear? ¿Debían los soviéticos tomar represalias? Incluso cuando el sistema detectódos lanzamientos más, Petrov recurrió a sus conocimientos y experiencia y mantuvo que se trataba de una falsa alarma. Los demás oficiales superiores presentes se dieron cuenta poco a poco de que ninguna de las otras estaciones de seguimiento había detectado ningún misil: los sistemas de satélites y ordenadores habían fallado.
Durante años, la mayor parte del mundo ignoró lo cerca que habíamos estado de una guerra nuclear. En cuanto a Petrov, ni se le agradeció ni se le honró por sus acciones. Al contrario, fue amonestado por no seguir los protocolos, licenciado del ejército y más tarde sufrió una crisis nerviosa. Mientras tanto, una generación de niños siguió creciendo, jugando y yendo a la escuela. Entre ellos había una niña que vivía a 8.000 kilómetros al oeste de Moscú. Un día crecería y citaría el ejemplo de Petrov en su libro sobre ética tecnológica, deseando poder darle las gracias."
Esto escribe Stephanie Hare en su libro "Technology is not neutral"
Antonio Dieguez, @AJDieguez. 2 d'abril de 2023
Voy aquí a inaugurar aquí una serie de entradas en el blog en la que expondré listas de dispositivos cognitivos, una serie de teorías, conceptos, ideas, expresiones, palabras que han enriquecido mi mundo, que me han resultado muy útiles para intentar describir o comprender muchos fenómenos o que, sencillamente, me parecen literariamente atractivos, ingeniosos o bellos. Obviamente, serán solo una infinitésima parte de los que he usado a lo largo de mi vida, principalmente porque son incontables (quizá porque lo son todo en nuestra vida mental), porque muchos otros son inconscientes y porque otros tantos los he olvidado.
Aquí vamos con diez:
Disonancia cognitiva de Leon Festinger: cuando una creencia es incoherente con nuestra forma de actuar, es más fácil cambiar la creencia que la conducta. El ejemplo clásico es el del fumador: cuando el médico le dice que fumar es muy malo para su salud, en vez de dejar de fumar, afirma cosas como «Mi abuelo fumó dos cajetillas diarias durante toda su vida y vivió más de noventa años. Fumar no será tan malo». Esta estrategia se combina muy bien con el sesgo de confirmación: el fumador intentará evitar toda información negativa con respecto al tabaco y hará mucho caso a la que sea positiva. La disonancia cognitiva es la versión cognitivista de la racionalización como mecanismo de defensa freudiano, y es nuestras sociedades creo que es causa de mucha infelicidad, llegando, en algunos casos, a lo que se ha denominado bovarismo.
Bovarismo de Jules de Gaultier: En la famosa novela de Flaubert, la bella Emma siente una profunda insatisfacción al llevar una vida que no coincide con lo que ella esperaba. Su marido le decepciona y la vida en el campo es aburrida, nada que ver con las excitantes y apasionadas novelas románticas que lee asiduamente. Emma intenta suplir esa insatisfacción a través de amantes y de consumismo, lo que, al final, causará su perdición. Gaultier define el «bovarismo» como esa insatisfacción crónica cuando uno compara lo que hubiese querido ser con lo que realmente es, cuando compara la realidad con los sueños, ilusiones o pretensiones que tenía para su vida. ¿Es ésta la enfermedad de nuestro tiempo?
Estímulo supernormal de Nikolaas Tinbergen: es un tipo de estímulo que simula a otro exagerando mucho una de sus calidades, de modo que el organismo que lo percibe responde con mucha más fuerza de lo normal. Tinbergen, un ornitólogo holandés, ha estudiado multitud de ejemplos de estímulos supernormales en aves. Con este concepto podría explicarse el éxito de cosas como la comida basura, el porno o los programas de cotilleo (¿la música, o algunos tipos de música quizá?). Es la forma de explicar lo excesivo, como un instinto básico, primitivo e innato que se amplifica y se explota.
Sistema 1 y sistema 2 de Kahneman y Tversky. Utilizamos dos sistemas para pensar: el 1 es rápido, automático, emocional, subconsciente, estereotipado, etc; y el 2 es lento, costoso, lógico, calculador, flexible, creativo, consciente, etc. Parece una distinción muy simple, casi de sentido común, pero tiene un gran poder explicativo. Si examinas tu conducta diaria a partir de estos dos sistemas, todo parece explicarse muy bien.
Términos de narración cinematográfica: viviendo el los tiempos de la imagen en movimiento, conocerlos y ser capaz de extrapolarlos a otros contextos puede ser muy interesante (sobre todo si lo aplicamos al universo de los noticiarios, donde hay más cine que en Hollywood). Algunos que me gustan son: Mcguffin, flash-back (analepsis) y flashforward (prolepsis), efecto Rashomon, racconto, in media res, deus ex machina, voz en off…
Non sequitur: escribí en un tweet que me encantaría ir por la calle persiguiendo a la gente gritando ¡Non sequitur! ¡Non sequitur! Y es que siento un maligno, e infantil, placer cada vez que encuentro alguno. Es una falacia lógica que consiste en sacar una conclusión que no se implica de las premisas de las que parte. Aparece por doquier. En términos generales, disponer de un buen número de falacias informales en nuestra caja de herramientas es algo muy saludable.
Vaca esférica. Escuché esta idea en el magnífico podcast La filosofía no sirve para nada, el cual recomiendo encarecidamente. Surge de un chiste muy malo: tenemos una explotación bovina con una muy baja productividad. Entonces contratan a un equipo de físicos para que examine las causas del problema y busque una solución. Después de meses de investigación, el portavoz de los físicos reúne a los empresarios para explicarles los resultados. Entonces el físico comienza: «Supongamos una vaca esférica…». La moraleja está en que nuestros modelos físicos del mundo son, muchas veces, simplificaciones muy excesivas. Sin embargo, cabe otra lectura: tenemos que simplificar la realidad para quedarnos con lo relevante y eliminar lo accesorio. Nuestros modelos suponen un juego de quitar y poner elementos de la realidad en función de lo que queremos saber o probar. Si eliminamos demasiado tenemos vacas esféricas, pero si no eliminamos nada tenemos una amalgama ininteligible de elementos. Recuerde el lector el cuento Funes el memorioso de Borges, en el que un hombre tenía una memoria tan poderosa que captaba y retenía absolutamente todo, pero eso, lejos de ser algo afortunado, era una desgracia, ya que le impedía pensar.
Cadit Quaestio: como se ve, me encantan las expresiones latinas que se utilizan todavía en derecho. Ésta, que literalmente traducimos como «la cuestión cae», significa que un determinado problema o pregunta ya ha sido zanjada, que un determinado tema ya no está en cuestión, o que una disputa ya no está en liza. Es una expresión muy útil para terminar una discusión de besugos, esos bucles absurdos en los que quedamos encerrados al discutir ¡Parad ya! O la cuestión está resuelta y no os habéis dado cuenta, o no tiene solución tal y como la planteáis ¡Cadit Quaestio! O también es muy gustosa como medalla, como pequeño premio cuando uno resuelve un problema. Al igual que en matemáticas podemos usar Quod erat demostrandum al terminar una demostración, podemos poner Cadit Quaestio cuando resolvemos una determinada cuestión teórica.
Segundo principio de la termodinámica. Creo que es una de las ideas científicas de más profundo calado. Pensar que todo fluye hacia el desorden, hacia esa entropía total en un universo térmicamente muerto, es de una belleza trágica exquisita. El big RIP como final del cosmos es un golpe en la mesa brutal al orgullo humano, es el memento mori absoluto. Da igual todo lo que hagas en tu vida, toda la herencia que dejes, da igual que te recuerden o no, pues llegará un momento en que no quedará absolutamente nada.
Bucle: una de las cosas que más me gustaron cuando comencé a aprender programación fueron los bucles for, una estructura de control que, sencillamente, repite algo un número determinado de veces. Me parecieron una herramienta muy poderosa porque no solo permitía repetir, sino que al repetir podías introducir variaciones. Por ejemplo, podías hacer que en cada repetición se sumara un número a un valor, por lo que creabas un contador o un acumulador. También podías hacer que el programa corriera a lo largo de un texto en busca en una palabra determinada, creando un indicador. Pero lo más flipante es que podías meter dentro del bucle cualquier otra instrucción que te permitiera tu lenguaje de programación… Y aquí las posibilidades llegan hasta el infinito. Podías meter incluso bucles dentro de bucles… ¿Y si esa fuera la auténtica estructura de la realidad? ¿Y si el tiempo en el que vivimos no fuera lineal sino cíclico tal y como pensaban griegos y orientales? ¿Y si mi vida no fuera más que repeticiones con variación, que ciclos dentro de ciclos dentro de ciclos…? ¿Y si toda la historia del pensamiento no fuera más que un circulus in demostrando?
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, La caja de herramientas para jugar en el mundo (I), La máquina de von Neumann 18/02/2023
Glitch: se dice de un error de programación que se expresa en un videojuego pero que no afecta a ningún aspecto importante de éste, de modo que puede entenderse no como un fallo, sino más bien como una característica no prevista. Me resulta muy poético pensar que lo que realmente nos gusta de las otras personas no son sus perfecciones, sus virtudes programadas en su código fuente; quizá nos gustan más sus glitchs, sus defectos no letales, sus defectos que incluso configuran otras partes virtuosas de su forma de ser. Por ejemplo, recuerdo a una antigua alumna que tenía una nariz muy aguileña con una leve giba. Objetivamente, extirpando esa nariz de su cara y observándola, era una nariz muy fea. Sin embargo, en su cara, en su cuerpo, en la totalidad que era ser ella, esa nariz no era nada fea. De hecho, la chica era muy atractiva. Años después, cuando volví a verla casi no la reconocí. Se había operado. Ahora su nariz, extirpada de su cara y de la totalidad que era ser ella, era más bonita. Sin embargo, su nueva nariz puesta en su contexto había empobrecido el conjunto. Ya no era ella, ya se parecía más a muchas otras. Así que cuidado con avergonzarse de vuestros glitchs, porque seguro que molan o, como mínimo, son una parte importante de vuestra identidad.
Huevo de Pascua: otro término informático. Y es que me gusta cómo la informática crea una jerga que luego pueda extrapolarse a la literatura o a la filosofía. Un huevo de Pascua es cuando los programadores dejan un mensaje oculto en su programa, muchas veces como forma de dejar una huella personal, una especie de firma. La verdad es que me parece muy curioso lo poco reconocidos que están los programadores. Pasa casi lo mismo que con los guionistas de cine. Bien, el caso es que me gusta compararlo con el argumento de las analogías de Tomás de Aquino: si Dios ha creado el mundo, dejará huellas de su ser en su creación, por lo que a través del conocimiento del mundo podremos conocer indirectamente a Dios. Dicho de otro modo: Dios deja huevos de Pascua en el universo. Desgraciadamente yo no he encontrado ninguno.
Inversión: una buena forma de reinterpretar o repensar algo consiste en cambiar el orden de las cosas, en invertir lo que hay. Por ejemplo, la famosa teoría de James-Lange sobre la emoción se explica muy bien mediante la frase: «No lloramos porque estamos tristes sino que estamos tristes porque lloramos». Cambiar el orden temporal o causal de los acontecimientos de cualquier suceso e indagar si podría ser así, no solo puede ser una estrategia para descubrir algo interesante, sino un juego literario muy fructífero. Pensemos en la película basada en el libro de Scott Fitzgerald El curioso caso de Benjamin Button. Sencillamente se invierte el orden de desarrollo de una vida: naces viejo y mueres bebé ¿Y si cambiamos los héroes por los villanos? Ahí tenemos la salvaje serie The Boys de Eric Kripke. De esta forma se hace en el género de la ucronía: ¿Qué pasaría si los nazis y los japoneses hubiesen vencido? El hombre en el castillo de Dick ¿Y si la invencible hubiera ganado? Britania conquistada de Harry Turtledove.
Descontextualización: igual que la inversión pero con el espacio, con el ecosistema del objeto en cuestión. Pon un torero sevillano en un submarino ruso en plena Guerra Fría, una choni de los arrabales de Madrid en la estación espacial internacional, usa la etnografía que Malinowski utilizó con los trobriandeses para estudiar a los miembros de tu familia, utiliza la teoría de juegos para estudiar la evolución biológica como hizo Maynard Smith, usa la geología para estudiar un aspecto de la sociedad… ¡Es un método ideal para ponerlo todo patas arriba y descubrir cosas! ¡Es la clave de la creatividad!
Posible adyacente: creo que el primero en utilizar estar idea fue mi querido Stuart Kauffman. Consiste en pensar en el abanico de posibilidades reales inmediatas, adyacentes, que ofrece cualquier cosa. Con esto explicamos muy bien la evolución tanto de la biología (a donde Kauffman lo aplica) como de la tecnología, y también podemos aplicarlo en nuestra vida. Me explico: es imposible que en el Paleolítico se inventara el ferrocarril, porque para llegar al ferrocarril hace falta pasar por muchos tramos intermedios. Primero tuvieron que descubrir la rueda, los metales, la máquina de vapor, etc., etc. Solo recorriendo estos hitos se puede llegar al objetivo final. En nuestra vida muchas veces nos fijamos objetivos y luego nos sentimos frustrados por no conseguirlos. Mucha gente quiere ser rica y famosa (eso en un posible remoto), y cuándo les preguntas qué hacen para conseguirlo, o no hacen absolutamente nada (lo cual es más común de lo que uno pensaría), o tienen planes difusos, poco realistas, que no se concretan en acciones plausibles o realidades manejables. Una solución es pensar en tu posible adyacente: ahora mismo, yo, en este preciso instante del espacio-tiempo que puedo hacer, por muy humilde que sea, en pro de conseguir mis objetivos: ¿de qué abanico de posibles adyacentes dispongo ahora?
Sistema: esto me lo enseñó Mario Bunge. Si quieres analizar cualquier elemento de la sociedad utiliza una ontología de sistemas, es decir, ni pienses en entidades individuales (átomos) ni pienses en la sociedad en su conjunto (holismo), sino que piensa en sistemas: toda cosa o es un sistema o es un elemento de un sistema. Luego, esos elementos se pueden relacionar entre ellos o con otros sistemas o elementos de otros sistemas. Así, por ejemplo, el sistema educativo está compuesto de muchos elementos (alumnos, profesores, padres de alumnos, colegios, institutos, universidades, pizarras, pupitres, exámenes, etc.) que a su vez se relacionan entre sí (el padre del alumno le regaña por suspender el examen), o con otros sistemas (El sistema sanitario alertó de una epidemia y los colegios se cerraron). Pensar mediante sistemas creo que tiene dos virtudes principales: una es que no tienes ningún compromiso ontológico (existen sistemas, luego si estos son materiales, mentales, espirituales, etc. es otro problema que no tienes por qué tratar) y otra es que te da la clave para entender algo crucial de la realidad: la mayoría de lo que ocurre no tiene solo una causa, sino muchas (el sistema educativo no falla solo porque los alumnos no estudian, sino que hay causas de muy diverso tipo que influyen en ello), y las soluciones a los problemas no deben llegar solo desde un lugar (solucionar los problemas del sistema educativo no va a ser solo cuestión de que los profes sean más exigentes o de que los padres sean más estrictos, sino de muchos más elementos en juego). Pensar desde la teoría de sistemas te hace entender la complejidad de todo, y ver que cualquier estrategia reduccionista, termina siendo una burda simplificación, cuando no un error grosero.
Coste de oportunidad: el clásico concepto de economía: son los beneficios que nos hubiese reportado escoger la opción que no escogimos, es decir, lo que podríamos haber ganado haciendo las cosas de otra manera. Psicológicamente es una idea terrible, ya que una de las razones de nuestro tormento cotidiano surge siempre de pensar en esos famosos «y si…», más sabiendo que sólo tenemos una vida y que lo que hemos hecho en ella, hecho está. El error cometido queda petrificado en el pasado sin que pueda modificarse. Pero, pensemos en subirla de nivel: no solo es lo que perdiste por no elegir una opción concreta, sino lo que has perdido por no poderlas elegir todas. Esto podría llamarse hipercoste de oportunidad. Apliquémoslo a nuestra vida: yo sólo he escogido un camino de los infinitos que se me han propuesto. He elegido ser profesor, pero no futbolista, actor, artista, fontanero… Conforme mi vida pasa, los caminos se van cerrando. Soy profesor y, a lo mejor puedo cambiar y ser otra cosa, pero ya sé que nunca jugaré en el Real Madrid ni en los Boston Celtics, que ya no ganaré un Óscar o que no me ganaré la vida arreglando motores de camión. Cada elección consiste en cerrar el enorme abanico de la posibilidad escogiendo solo una opción. Dios ha sido muy cruel aquí ¿No nos podrían haber dejado elegir dos o tres? ¿No sería maravilloso vivir tres vidas paralelas? Poder saltar de una a otra en cualquier momento. Estoy aburrido de dar clase, voy a ver cómo va mi vida como frutero… Estaría bien una vida casado y con hijos, otra soltero en constante viaje, y otra dado al poliamor… ¡Solo pido reducir un poquito el hipercoste de oportunidad! Si las opciones son infinitas, pedir tres oportunidades no es nada.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, Herramientas cognitivas II, La máquina de von Neumann 17/03/2023
Aprovechando que estoy "alone again (naturally)", he vuelto a ver la primera y la segunda parte de esa obra maestra que es El padrino.
No voy a marearos repasando el derroche de genialidades del guión, los actores, el montaje, la iluminación... y, muy especialmente de un Francis Ford Coppola que impregna cada secuencia impregnándola con su propio estado de gracia.
Creo que estarán ustedes de acuerdo conmigo en que esta es una de las grandes obras de arte del siglo XX y que a El padrino, como al Quijote o a Homero, hay que volver de vez en cuando, porque nunca decepcionan. Siempre ofrecen algo nuevo. Esta vez he visto en El padrino una reflexión sobre el poder que bien podría haber sido firmada por el mismísimo Maquiavelo. El Padrino es la Florencia de los Medici, pero en los Estados Unidos.
Lo que nos cuenta es que no se puede ascender en el poder sin ir soltando amarras afectivas. En esto el poder es -en parte- como la pobreza. Tampoco se puede caer en la miseria sin que te suelten amarras.
El poder es la pasión absoluta, el Eros más desnudo y acuciante, el agujero negro en el que se consumen todas las fidelidades.
El crisol en el que cuaja lo que la inmensa mayoría nunca probaremos.
Pero cuando una historia tan triste y desesperanzada como esta te la firma un genio, entonces es hermoso lo terrible y surgen chispas de luz entre los charcos de sangre que van tiñendo las aceras.
Hay mucho de Lucrecio en Ford Coppola.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
De entre los que creen que van a algún sitio, hoy dos tipos fundamentales: los que creen que llegan y los que no. Ambos adoptan a menudo la pose del que está de vuelta; el primero como presuntuoso triunfador, el segundo como presunto fracasado.
Porque el fracaso no es una ilusión menor que la del éxito, ni el melancólico pesimista es menos pretencioso que el que se pavonea de su triunfo. De hecho, el pesimista exhibe siempre un pasmoso optimismo en lo que respecta a sus facultades cognoscitivas: cree saber a ciencia cierta lo miserable de todo, lo absurdo de la vida, la ausencia o imposibilidad de todo fin… ¿Habrá alguien más soberbio que el que pretende saber que en el mundo nada se puede saber, que todo es maldad o que la existencia no tiene sentido? ¿Habrá alguien más ciego que el que cree tener claro que nada es más claro que la nada? El pesimismo es una teoría pésima. Y la de perdedor, una pose a la que nuestra cultura (tan refinada como decadente) ha dado todo el pábulo posible.
El que está de vuelta, sea en formato triunfador o perdedor, suele ser, también, un crítico vitriólico y fatalista, para el que nadie está a su altura (ni a la de la cima que alcanzó ni a la de la sima de saber que no hay cima que valga). En nuestro país abunda ese espíritu destructivo consagrado a recordarnos que nada (salvo el propio ojo crítico) es perfecto. ¿Quién no conoce (o lleva dentro) a ese españolito furiosamente aficionado a señalar defectos, caricaturizar, rebajar humos, depreciar con sorna, y crucificar a todo aquel o aquello que amenace con sacarlo un solo segundo de sus incólumes casillas? En esta pasión hispánica por el zasca, el acoso y derribo, y el gozo de ver como todo lo que sube baja (¡no sea que llegue donde uno no llegó!), consumen su vida, y sus datos de acceso, ricos y pobres, nobles y plebeyos, izquierdas y derechas…
Los que están de vuelta sufren también del insufrible «síndrome del adulto sabio», consistente en creer que por ser uno más viejo es necesariamente más lúcido, y que, por esa razón, todos tenemos la obligación de escucharle, suelte la sandez que suelte, como si el mero hecho de pasar por este mundo implicase algún tipo de conocimiento excepcional, o como si la experiencia (como repiten algunos) fuese la madre de la ciencia, y no de, a lo sumo, una cierta y ramplona astucia práctica (cuando no de hábitos y mecanismos de defensa que aminoran la capacidad de aprender). La madre de la ciencia son la duda y la capacidad para mirar la realidad de una manera diferente; justo lo opuesto de lo que se auto atribuyen la mayoría de los adultos (y los que están de vuelta): el tener ya las ideas muy claras, y el no querer o poder ver las cosas más que a su manera (que, por descontado, es «la correcta»).
El «síndrome del adulto sabio» es universal, aunque yo, por cercanía, lo detecto más en el cuerpo docente, en el que hay quienes están de vuelta absolutamente de todo: del glorioso pasado (donde se aprendía de verdad), del miserable presente (donde nadie aprende ya nada) y del molesto futuro (que les obliga a aprender como si no fueran los maestros que son). Ya saben: el tango de «ya nada es lo mismo», y no porque uno no comprenda nada (¡qué susto, tener que saber cosas nuevas!), sino porque todo (por supuesto) es peor…
Frente a todo este estar de vuelta, no cabe más que la catarsis socrática; o dicho en plata, el cuidarse de escuchar y comprender de verdad (en lo que inevitablemente tiene de verdad) lo que afirma el otro, el que se nos opone, el que nos saca de quicio… Aprender es esto: desquiciarse, descolocarse, darse la vuelta, revolverse uno contra lo que cree que cree. Tal vez, y pese a ello, no se llegue a ningún sitio, pero, a diferencia del que cree que sí (y que incluso ya volvió), se tendrá más perspectiva, se pensará más lejos y, como poco (y no es poco), se será menos insoportable para los demás.
Siempre recuerdo, en fin, y contra esa cargante soberbia del «estar de vuelta», los mismos y sublimes versos de Luis Cernuda: «Cuando la muerte quiera / una verdad quitar de entre mis manos / las hallará vacías, como en la adolescencia /ardientes de deseo, tendidas hacia el aire»… No creo que se puede decir mejor.
En el grup "Filosofia i feminismes" de la Societat Catalana de Filosofia, estem llegint El contracte sexual, de Carole Pateman. Una obra de filosofia dura, representant del que s'anomena "contractualisme subversiu".
Proposa una relectura del contractualisme de Hobbes a Rawls com a creador del que ella considera el patriarcat modern. Tot i autoproposar-se com antipatriarcal (seminals crítiques a Filmer), el contractualisme ha amagat un contracte previ a la societat política, el contracte sexual. Manllevant la ficció freudiana, el contracte sexual és aquell que realitzen els germans després de matar al pare, per repartir-se les dones que abans només eren del pare (que era pare, no home; és a dir, abans havia hagut d'accedir -violar- una dona per arribar a ser-ho). D'aquí l'ideal de fraternitat. Aquest oblit del contracte primigeni li permet ironitzar: de la mateixa manera que Freud proclamava que les persones teníem esborrada l'escena primitiva, és a dir, el moment on la nostra mare i el nostre pare ens havien engendrat, el pensament sociopolític té esborrada aquesta escena primitiva. Aquest ha estat l'únic pacte entre iguals -homes.
La ficció del contracte originari dels contractualistes (homes lliures, propietaris -del seu cos, com a mínim- i racionals que es comprometen a obeir un poder) dona legitimitat a la resta de contractes en la nostra societat: el contracte laboral, el matrimonial, el d'esclavitud, el de prostitució, el de maternitat subrogada: l'individu és lliure, i pot entrar en relación contractual amb qui vulgui, on una part dona una cosa i l'altra una altra a canvi. Però aquesta legitimitat és aparent, perquè amaga en tots els casos una explotació, com en alguns casos havia advertit el pensament socialista (critica Marx per centrar-se en la plusvàlua, i no en l'explotació).
Amb aquesta doble perspectiva: contracte sexual originari i suposada llibertat dels individus que realitzar contractes, va analitzant els diversos contractes, des del d'esclavitut, servitut, laboral, matrimonial, de prostitució i de maternitat "subrogada".
Sobre aquest darrer:
El calificativo "subrogada" indica que el fin del contrato es hacer irrelevante la maternidad y negar que la «subrogada» es una madre. Una mujer que entra en un contrato de subrogación no es pagada por (tener) el niño. hacer un contrato de este tipo sería equivalente a vender el bebé. La madre "subrogada"recibe pago a cambio de firmar un contrato que permite al varón hacer uso de sus servicios. En este caso. el contrato es para el uso de la propiedad que la mujer posee: su útero. (p. 292)
El trabajador no tiene derecho a las mercancías producidas mediante el uso de su trabajo. pertenecen al capitalista. De modo similar. el bebé que se produce a través del uso de los servicios de una madre «subrogada» es propiedad del varón que hace el contrato para usar el servicio. (p. 292)
La fuerza de trabajo es una ficción política, pero el servicio que presta la madre «subrogada» en una ficción aún mayor. El trabajador contrata el derecho de mando sobre el uso de su cuerpo y la prostituta contrata el derecho de uso sexual directo de su cuerpo. Los yos del trabajador y de la prostituta son, en sus diferentes modos, ambos puestos en alquiler. El yo de la madre «subrogada» está en alquiler de un modo más profundo aún. La madre "subrogada" contrata el derecho sobre su singular capacidad fisiológica, emocional y creativa de su cuerpo, es decir, de sí misma como mujer. (p.295)
No resulta sorprendente que las mujeres voluntariamente sean parte de contratos que constituyen a otras mujeres en subordinados del patriarcado. Las mujeres son consideradas menos que mujeres si no tienen hijos. (p.295)
La historia del contrato original relata la derrota política del padre y cómo sus hijos, los hermanos, establecieron una forma patriarcal no paternal específicamente moderna. El sur- gimiento de la maternidad subrogada sugiere que el contrato ayuda a llevar a cabo una nueva transformación. Los varones están nuevamente comenzando a ejercer el derecho patriarcal como derecho paterno, pero bajo una nueva forma. (p.295)
Cuando la propiedad de la madre "subrogada", su vasija vacía, se llena con la simiente del varón que pacta con ella, él también se convierte en padre, la fuerza creativa que trae una nueva vida (propiedad) al mundo. Los varones han negado valor a la capacidad corporal única de la mujer, se la han apropiado y la han transmutado en una génesis política masculina. [...] Gracias al poder del contrato como medio político creativo, los varones se pueden apropiar también de la génesis física. (p. 297)
Una mujer puede ser madre «subrogada» sólo porque su condición de mujer se ha tomado irrelevante y se la declara un "individuo" que presta su servicio. Al mismo tiempo, puede ser una madre «subrogada» sólo porque es mujer. De modo similar, la propiedad relevante de un varón para el contralo de subrogación sólo puede ser la de un varón, es esa propiedad la que puede hacerle padre. El esperma es, por cierto, el único ejemplo de propiedad en la persona que no es una ficción polftica. A diferencia de la fuerza de trabajo, las partes sexuales, el útero o cualquier otra propiedad que pueda ser utilizada por otros mediante un contrato, el esperma puede ser separado del cuerpo.(p. 298)
Destapant el concepte liberal d'individu, lliure i propietari, que no aten a la diferencia sexual i criticant el concepte de gènere: Dos individuos sexualmente indiferentes (propietarios, representantes de dos géneros) deben ser partes contractuales o el contrato sería ilegítimo, nada más que un caso de venta de bebés. Por su parte, el contrato de subrogación sólo es posible porque una de las partes es mujer, sólo una mujer tiene la capacidad (propiedad) requelida para proporcionar el servicio exigido, una capacidad integral (natural) de su sexo. p. 308)
... un nuevo libro del filósofo David Chalmers, Reality+: Virtual Worlds and the Problems of Philosophy, me ha convertido en un simulacionista empedernido.
Después de hablar con Chalmers y de leerlo, he llegado a creer que el mundo de la realidad virtual que se avecina podría considerarse algún día tan real como la realidad. Si eso ocurre, nuestra realidad actual quedará en entredicho de inmediato; después de todo, si pudimos inventar mundos virtuales significativos, ¿no es plausible que alguna otra civilización en algún otro lugar del universo también lo haya hecho? Pero si eso es posible, ¿cómo podemos saber que no estamos ya en su simulación?
Chalmers dice que empezó a pensar de manera profunda en la naturaleza de la realidad simulada después de usar aparatos de realidad virtual como Oculus Quest 2 y de darse cuenta de que la tecnología ya es tan buena como para crear situaciones que se sienten visceralmente reales.
La realidad virtual avanza ahora con tanta velocidad que parece bastante razonable suponer que el mundo dentro de la RV podría ser algún día indistinguible del mundo fuera de esta. Chalmers dice que esto podría ocurrir dentro de un siglo; no me sorprendería que superáramos esa meta dentro de unas décadas.
En el momento en que se produzca, el desarrollo de la realidad virtual realista será una revolución, por razones tanto prácticas como profundas. Las prácticas son evidentes: si la gente puede revolotear fácilmente entre el mundo físico y los virtuales que se sienten exactamente como el mundo físico, ¿cuál deberíamos considerar como real?
Se podría decir que la respuesta es claramente la física. Pero, ¿por qué? En la actualidad, lo que pasa en internet no se queda en internet; el mundo digital está tan profundamente arraigado en nuestras vidas que sus efectos repercuten en toda la sociedad. Después de que muchos de nosotros pasamos gran parte de la pandemia trabajando y socializando en línea, sería una tontería decir que la vida en internet no es real.
Lo mismo ocurriría con la realidad virtual. El libro de Chalmers, que viaja de manera entretenida a través de la antigua filosofía china e india hasta René Descartes y teóricos modernos como Bostrom y las Wachowski (las hermanas que crearon Matrix), es una obra de filosofía, por lo que, naturalmente, pasa por una exploración de varias partes acerca de cómo la realidad física difiere de la realidad virtual.
Su conclusión es esta: “La realidad virtual no es lo mismo que la realidad física ordinaria”, pero debido a que sus efectos en el mundo no son fundamentalmente diferentes de los de la realidad física, “es una realidad genuina de cualquier manera”. Por lo tanto, no deberíamos considerar los mundos virtuales como ilusiones escapistas; lo que sucede en la realidad virtual “realmente ocurre”, explica Chalmers, y cuando sea lo suficientemente real, las personas podrán tener vidas “totalmente significativas” en la realidad virtual.
Para mí, eso parece evidente. Ya tenemos bastante evidencia de que las personas pueden construir realidades sofisticadas a partir de las experiencias que tienen a través del internet basado en pantallas. ¿Por qué no iba a ocurrir lo mismo con un internet envolvente?
Esto nos lleva a lo profundo e inquietante de la llegada de la realidad virtual. La mezcla de la realidad física y la digital ya ha sumido a la sociedad en una crisis epistemológica: una situación en que diferentes personas creen en diferentes versiones de la realidad en función de las comunidades digitales en las que se reúnen. ¿Cómo podríamos afrontar esta situación en un mundo digital mucho más realista? ¿Podría el mundo físico seguir funcionando en una sociedad en la que todo el mundo tiene uno o varios alter ego virtuales?
No lo sé. No tengo muchas esperanzas de que esto salga bien. Pero las posibilidades aterradoras sugieren la importancia de las investigaciones al parecer abstractas sobre la naturaleza de la realidad en la realidad virtual. Deberíamos empezar a reflexionar seriamente sobre los posibles efectos de los mundos virtuales ahora, mucho antes de que sean tan reales que sea demasiado tarde.
Farhad Manjoo, ¿Estamos viviendo en una simulación?, The New York Times, 30/01/2022
"Las simulaciones no son ilusiones", escribe Chalmers en su nuevo libro, 'Reality+: Virtual Worlds And The Problems of Philosophy' (W. W. Norton & Company, 2022). "Los mundos virtuales son reales. Los objetos virtuales son reales. No son lo mismo que los objetos no virtuales, pero una silla virtual se crea por procesos digitales, al igual que una silla física está hecha de átomos y de quarks. Nunca podremos probar que no estamos en una simulación hecha por ordenador porque cualquier evidencia de la realidad ordinaria podría simularse".
En realidad, las teorías de Chalmers no son para nada disparatadas. La emergencia del mundo virtual y su definitiva fusión con el físico cada vez está más cerca. No solo por la cantidad de productos y empresas que están apareciendo en los últimos meses (el metaverso de Facebook, las gafas de realidad aumentada...), sino por todas las situaciones que también nos han hecho llegar hasta aquí y, poco a poco, han determinado nuestra manera de actuar en la realidad (entendida ya como el conjunto de objetos físicos y virtuales). Así lo comprende el periodista Jason Kehe en un interesante artículo publicado en la revista 'Wired' en el que repasa las teorías de Chalmers y ve un proceso histórico lógico según el cual cada vez hemos ido aceptando más esas imágenes virtuales como parte de nuestro mundo físico, hasta el punto de ser indistinguibles.
"A medida que avanza la tecnología, las lentes de realidad aumentada pueden ser reemplazadas por implantes de retina o en el propio cerebro", argumenta Kehe. "Una interfaz cerebro-ordenador permitiría pasar por alto nuestros ojos y otros órganos de los sentidos, brindando acceso a una amplia gama de experiencias sensitivas simuladas. Esto transformará la forma en la que vivimos, trabajamos y pensamos". Tomando otra sentencia del libro de Chalmers: "Supongo que dentro de un siglo tendremos realidades virtuales que no se pueden distinguir del mundo no virtual".
Del mismo modo en que las gafas de realidad aumentada 3D nos inducen de una sensación de vértigo o mareo a pesar de que estemos sentados en una silla, la realidad virtual tendrá la capacidad de alterar nuestras percepciones visuales, olfativas, auditivas y táctiles hasta el punto de no poder distinguir qué es lo físico y qué lo digital, pues ambas esferas parecen estar compuestas de dos elementos distintos que en el fondo son lo mismo o tienen unas funciones similares a la hora de agregarse para dar forma a la realidad: unas de átomos y quarks, otras de píxeles, unos y ceros.
Chalmers va más allá y cree que nunca podremos demostrar si en realidad este mundo que habitamos es ya virtual. Esto, irremediablemente, nos lleva a preguntarnos por la existencia de un Dios o demiurgo que a partir de un hardware (la materia existente, el universo, los elementos químicos) y un software (las leyes físicas) haya programado todo lo visible. "Siempre me consideré ateo", escribe en el libro. "Pero ahora, la hipótesis de la simulación me ha hecho reflexionar sobre la existencia de un dios como nunca antes".
Enrique Zamorano, El filósofo que te hará creer de una vez por todas que vivimos en una simulación informática, El Confidencial 01/05/2022
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Primero, como diría Brecht, vinieron por la literatura infantil, desfigurando los cuentos clásicos y trocándolos por homilías fabuladas que aburren a las piedras. Luego fueron por la cultura popular, intentando cancelar todo aquello (canciones, películas, bromas…) que no se ajustara al programa de reeducación ideológica que pretenden imponer a la fuerza. Y hace ya tiempo que han venido a por la literatura para adultos.
La nueva inquisición de la corrección política alcanzó hace unos días a Agatha Christie. Las nuevas ediciones inglesas de sus famosas novelas policíacas han sido expurgadas de todo contenido presuntamente lesivo para la sensibilidad de los lectores. Asesorada por equipos de censores (llamados eufemísticamente «comités de lectores sensibles»), la editorial Harper Collins ha decidido cercenar o eliminar descripciones, parlamentos y hasta pasajes completos (incluyendo personajes) en los que se hagan referencias étnicas, se usen adjetivos poco inclusivos, o se exprese (por ejemplo) tirria a los niños. Así, ya no se puede escribir «nativo» u «oriental» (sino «local»), ni «mujer agitanada» (sino «mujer»), ni «temperamento indio» (sino «temperamento» a secas), ni comparar el torso de una persona con «el mármol negro» (¡), ni decir que a uno de los personajes le repugnan los niños (sino que «cree que no le gustan mucho»)…
Ya ven: tenemos la inmensa suerte, en pleno siglo XXI, de contar con comités de probos ciudadanos ocupados en reescribirnos los libros para que no nos dañen o perviertan. Por lo visto, somos tan vulnerables (o sin censura: tan imbéciles), mental y moralmente, que no nos podemos aventurar a leer una novela en la que se hable de «nativos» u «orientales» sin correr el riesgo de sentirnos dolorosamente aludidos (o reforzados en nuestros vicios colonialistas). Así están las cosas. Donde antes teníamos principios y capacidad de juicio, ahora tenemos comités que velan por la salvación de nuestras almas. Y donde antes había ciudadanos críticos y responsables, ahora hay zombis morales a los que hay que reescribir los libros. ¡Y por la santa inquisición, que no caigamos, zombis como somos, en manos de comités equivocados!
Es cierto que las obras literarias, buenas o malas, han sido modificadas a menudo. Todos hemos leído de jóvenes adaptaciones de los clásicos, o aquellos resúmenes de novedades que publicaban revistas como Reader’s Digest (en español Selecciones); pero mientras que estas adaptaciones tenían una finalidad didáctica o divulgativa, las de ahora tienen un propósito directamente moralizante: no permitir que la ciudadanía, prejuzgada como enfermizamente sensible y moralmente incompetente, experimente como natural ciertas actitudes, valores o ideas dados en el mundo de ficción de las obras literarias (por si le pasa como a Don Quijote con la caballería, que de tanto leer obras de griegos esclavistas y pederastas, o de detectives racistas y a los que repelen los niños, el lector se vaya a volver como ellos).
Uno puede entender, a lo sumo, el interés comercial de este asunto: un mercado cada vez más repleto de memos incapaces de leer nada que no sea una apología de su moralina de burgueses acomplejados (acomplejados por vivir en la misma abundancia que desprecian). ¿Pero alguien cree que, más allá de vender libros a tontos del bote, toda esta misión apostólica sirve, de verdad, para algo?
Quienes crean tal cosa son unos insensatos. Primero, porque invisibilizar los términos no acaba con la realidad que designan, solo la vuelven más indetectable y, por lo tanto, peligrosa. En segundo lugar, porque censurar libros para adultos es un ejercicio paternalista de negación de la soberanía democrática, fundada en la autonomía y responsabilidad de los ciudadanos. Y,en tercer lugar, porque eliminar de las obras literarias todo lo que zahiere los valores vigentes priva a la literatura (yen general al arte) de una de sus principales funciones: la de despertar las tensiones morales que laten tras la aparente estabilidad de nuestras ideas y valores, provocando el conflicto interno, el diálogo y el cambio. Y esto no solo en los adultos, sino también en los niños, en los que los cuentos «incorrectos» suponen un revulsivo moral y un elemento imprescindible para aprender a afrontar el mundo.
Así que rebélense: exijan leer a Agatha Christie en versión original. A Christie y a todos los demás, porque no duden de que esto no acaba aquí, y que estos orwellianos «comités de lectores sensibles» acabarán reescribiéndolo y homogenizándolo todo, de la epopeya de Gilgamesh al último mensaje en las redes, olvidando que parte de la fuerza que aplicamos a luchar por lo mismo que ellos, depende de que sigamos reconociendo en el lenguaje toda la complejidad humana, buena o mala, que nos rodea (y habita). Y de que, así, nos hagamos más sabios y críticos; no más lerdos y ciegos.
La filosofía es una disposición vital, un dejarse tocar por la palabra conceptual, un disponerse a ser transformado en lo más íntimo del ser, una práctica de vida sin garantías. Cualquier problema que abordemos desde una mirada filosófica, es un problema que está inscrito siempre en los cuerpos de quienes les dan vida y lo soporta. Si partimos de una concepción de la filosofía como praxis conceptual, esto es, la filosofía como un tipo de racionalidad que opera construyendo realidades, inventado, desestabilizando y moviendo conceptos, entonces la práctica de la filosofía no trata de palabras teóricas vacías, mero juego de palabras, sino de palabras inscritas en el mundo y en el cuerpo de quien las enuncia, desde las preguntas que nos ponen las situaciones de vida que atravesamos. Así, la historia de la filosofía no es la historia de las discusiones y batallas de corrientes de pensamiento y tradiciones a las que acercarse y conocer a través de sus teorías, torsiones, cortes internos y proyecciones hermenéuticas con voluntad enciclopédica; la historia de la filosofía es la historia de la batalla de cuerpos contra cuerpos.
Filosofar no garantiza nada, pero “la filosofía es un hermoso riesgo que hay que correr”, dice Sócrates en las últimas páginas del Fedón. Es un punto de fuego, pero no un lugar de refugio. Es un principio de pánico. No trata de construir falsas y petrificadas verdades eternas, sino vivir nuestro propio tiempo incorporando todo el orden y el desorden del mundo. No es un saber acabado, es un ethos, un hábito, una tarea de elucidación filosófica de la experiencia. Hace falta siempre algún quiebre, alguna fisura que inicie la pregunta filosófica. Ésta no puede ser nunca reducida a una unidad, solo podemos penetrar en ella desde las grietas de sus formas desbordantes, disruptivas, proliferantes y rizomáticas.
La idea filosófica más pertinente no es aquella que mejor se vincula, y se corresponde, a alguna idea de verdad, sino aquella capaz de crear mundos habitables. Pero un mundo habitable no es solo un lugar de cobijo, es también un espacio en el que ser lastimado, un lugar que siembra el terror sobre eso que llamamos “sentido común”. Romper códigos es siempre un acto violento. Pensar es abrir un campo de batalla que no está dado.
Antonio Gómez Villar, Capítulo 1: ¿Qué es la filosofia?, Catalunya Plural 11/10/2020
Es ya relativamente célebre el concepto de “nostalgia del presente” tal y como lo formula el filósofo Slavoj Žižek en su crítica a la ficción distópica contemporánea. Se puede sintetizar de la siguiente forma: en los últimas dos décadas, se han vuelto muy populares las novelas y películas que imaginan eventos catastróficos en el futuro próximo: desastres climáticos, inteligencias artificiales tomando el control del mundo, grupos terroristas que emplean algún tipo de arma química para acabar con Occidente… Estas obras de ficción son frecuentemente descritas como “advertencias” de las calamidades que pueden acontecer si la humanidad no rectifica su actual curso y, por tanto, se podría pensar que están diseñadas para motivar un cambio en nuestro comportamiento, o al menos provocar cierta inquietud. Con todo, hay que preguntarse si acaso no cumplen una función ideológica subterránea. Para Žižek, el verdadero objetivo de estas obras de ficción no consiste en advertir acerca de una debacle inminente, sino en generar un efecto de nostalgia del presente; es decir, mediante la proyección de un futuro plagado de desastres y devastación, producir la impresión de que el mundo tal y como lo conocemos es un lugar que merece la pena conservar. De acuerdo con este planteamiento, lejos de incitar un cuestionamiento político radical, las distopías contemporáneas sirven para volver a las audiencias complacientes con su realidad actual.
Más allá de la crítica concreta a las películas o novelas distópicas, el razonamiento anterior nos invita a considerar que las predicciones acerca del porvenir son una forma velada de hablar del presente. Para ello, hay que partir de la premisa de que “el ahora” es la única realidad que existe, y que toda proyección hacia adelante debe ser entendida exclusivamente en los términos de lo actual. Llegar a pensar así puede entrañar cierta dificultad, pues estamos muy acostumbrados a concebir el porvenir como una cosa que vive al final del camino, no como algo que se encuentra en nuestra propia casa.
... el relato convencional en torno a la IA consiste parcialmente en insistir en que lo que actualmente damos por sentado será muy pronto puesto patas arriba por la llegada de máquinas inteligentes. Según este relato, los trabajos de hoy nos parecerán ridículos, la educación universitaria actual nos sonará a una cosa arcaica y oxidada, la política estará dominada por ordenadores y algoritmos en vez de seres humanos. De nuevo, ¿no será que se puede decir eso porque la mayoría de los trabajos de hoy ya son ridículos, porque la educación universitaria ya es una cosa arcaica y oxidada, y porque la política ya está dominada por ordenadores y algoritmos? Si pensamos que lo que damos actualmente por sentado será puesto patas arriba en el futuro, es porque puede ser puesto patas arriba desde ya, o lo que es más: porque ya está puesto patas arriba.
Cuando se analizan críticamente, muchas de las predicciones, presagios y profecías acerca de la tecnología o su evolución tienen en común que son cosas que ya están sucediendo ahora. Lo cual tiene sentido, pues ¿cómo iba alguien a imaginar algo que no existe? Se objetará que la imaginación puede proyectar cualquier cosa en el futuro, sin ninguna relación con la “realidad empírica” del presente, y así es. Exactamente en eso consiste un buen análisis crítico: en entender qué clase de “realidad” tienen nuestras predicciones, ensoñaciones y ficciones, y sobre todo, en reflexionar sobre cómo dicha realidad está afectando a nuestro mundo, hoy.
Patrick Stasny, El mundo de mañana, Letras Libres 27/02/2023
Antes de seguir, ¿qué es el moralismo? El filósofo y lingüista Tzvetan Todorov formuló una definición en 1999: “Es la lección moral dictada a los otros y quien dicta la lección se siente orgulloso. Ser moralista no significa en absoluto ser moral (…). El individuo moral somete su propia vida a los criterios del bien y el mal, que van más allá de sus satisfacciones o placeres. El individuo moralista somete a tales criterios la vida de quienes le rodean; extrae su virtud únicamente de la denuncia de sus vicios”. Es decir, se regodea en los presuntos vicios, o defectos morales, de los demás.
Quizá haya algo innato en ello. En su libro Sobre el ciudadano, publicado en latín en 1642, Thomas Hobbes, padre de la filosofía moderna, decía lo siguiente: “Todo goce del alma, toda satisfacción proviene de que, al compararse uno mismo con los demás, pueda uno tener una opinión de sí como de alguien superior”.
Internet y las redes sociales constituyen un factor relevante para explicar el fenómeno. El psicólogo y escritor Edu Galán, autor de El síndrome Woody Allen y La máscara moral, compara el desarrollo de internet con la invención de la imprenta y considera que ambos avances tecnológicos tienen efectos disruptivos similares. “En las redes sociales se intenta llamar la atención”, dice, “y no existe mejor forma para ello que practicar la exhibición individualista y criticar moralmente al otro”.
Caben pocas dudas acerca del efecto de la cibernética en la proliferación de las actitudes neoinquisitoriales. Un estudio de varios profesores de la Universidad de Nueva York, basado en más de medio millón de mensajes en Twitter, demuestra que las afirmaciones de contenido emotivo o moral se difunden con mayor rapidez que las otras. Con respuestas favorables en su propio grupo social o ideológico y de rechazo en los otros grupos, lo que conduce a la viralización. Los algoritmos que rigen las redes fomentan, por supuesto, la visibilidad de ese tipo de mensajes: la bronca es la base del negocio.
Enric González, ¿Se ha vuelto la izquierda más sermonera que la derecha?, El País 26/03/2023
No creo en la singularidad ni en la explosión de inteligencia. Nuestras tecnologías, incluida la inteligencia artificial, seguirán mejorando, pero los transhumanistas tienden a hablar de posibilidades que hoy por hoy son ciencia-ficción y que muy probablemente seguirán siendo ciencia-ficción.
Sin embargo, he estudiado los textos de los transhumanistas porque nos recuerdan temas muy importantes para la humanidad: cómo afrontamos la condición humana, la vulnerabilidad y sobre todo nuestros límites, nuestro deseo de perfección e inmortalidad o lo que eso significa para la tecnología. Como humanos nos contamos historias y estas deberían analizarse críticamente.
La ética no debería tratar solamente sobre qué teoría ética tenemos que usar. A mí me influyó el pragmatismo, lo que implica que deberíamos reconocer la relevancia de algunas teorías y usar muchas de sus herramientas conceptuales para resolver nuestros problemas.
La teoría no siempre es un buen punto de partida: deberíamos mirar también los dilemas morales, las experiencias morales y la imaginación moral que se ha creado con el uso de la inteligencia artificial y otras tecnologías relacionadas. Si la ética fuera simplemente un asunto de aplicar la teoría ética y el razonamiento, podríamos delegar esta tarea en una máquina. Afortunadamente, la ética y el ser humano son bastante más complejos. La filosofía y las humanidades, junto a la literatura y otras artes, deberían recordárnoslo.
Nos gusta el test de Turing porque en Occidente estamos obsesionados con establecer una diferencia entre humanos y otros seres no humanos. Siempre habrá diferencias y además tendremos aplicaciones prácticas del test de Turing. Cada vez es más difícil en Internet distinguir entre las acciones humanas y las que emprenden las máquinas (textos, vídeos y todo tipo de posts en redes sociales). Necesitaremos formas prácticas de distinguir entre humanos y bots y no solo porque haya que evitar el trabajo fraudulento; también es un desafío mantenernos creativos y ofrecer un periodismo de calidad y buena literatura.
Andrés Lomeña Cantos, entrevista a Mark Coeckelberg: Ética de la inteligencia artificial, naukas.com 23/03/2023
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
En unos meses tendremos que elegir gobierno. Dado que los dos grandes partidos que solían capitalizar el poder tienen ahora que pactar con otros grupos (pasa en las mejores democracias), solo hay dos opciones realistas: un nuevo gobierno de derechas coaligado con la ultraderecha, o mantener la coalición progresista que gobierna hoy. De esto se deduce que el único modo de evitar que la ultraderecha llegue al poder es que gane las elecciones la coalición progresista.
Segunda obviedad: la coalición de derechas tiene en sus manos varias cartas habitualmente ventajosas (el apoyo de sectores económicos muy poderosos, la crispación que generan sistemáticamente los medios de comunicación afines, etc.), pero hay dos completamente decisivas: la tradicional impasibilidad del voto progresista, y el deseo natural de renovación por parte del electorado frente a un gobierno que inevitablemente, y pese a sus logros, denota el desgaste propio al ejercicio del poder – recuerden que, entre otras cosas, ha afrontado una pandemia mundial y las secuelas económicas de una guerra –.
Dicho lo anterior, la tercera idea cae por su propio peso: la única posibilidad de que gane las elecciones la coalición progresista es que esta se presente como un proyecto renovado y fortalecido, capaz de generar ilusión y movilizar a los votantes. Y para ello no sirve empeñarse en publicitar lo ya hecho, por trascendente que sea: lo que ilusiona y moviliza a la gente no es el pasado (lleno además de las sombras que proyecta todo lo que se hace real), sino una cierta visión de futuro. Renovarse o morir. Eso, y exhibir unidad y capacidad de consenso (hacia dentro y hacia fuera). Esa capacidad de consenso es la marca de calidad distintiva de un gobierno de coalición, y presupone, además, otro activo importantísimo para lograr la victoria: ofrecer esa imagen de moderación, sensatez y diálogo resolutivo que tanto aprecia la ciudadanía, y de la que pretende apropiarse en exclusiva el bifaz Feijóo (digo «bifaz» porque a la vez que vende esa imagen de moderación se abre al pacto con la ultraderecha, sin complejos ni cordones sanitarios que valgan).
¿Qué se deduce de todo esto en términos concretos? Es fácil y todo el mundo lo sabe. A las elecciones generales ha de concurrir, del lado progresista, una proto-alianza entre el PSOE y SUMAR, la plataforma que ha ido pacientemente construyendo Yolanda Díaz. Una alianza en la que SUMAR proporcione justo esos elementos de renovación, unidad y diálogo que hacen falta para ilusionar y movilizar al electorado progresista y de izquierdas.
¿Y por qué SUMAR y no otro proyecto político? Pues porque SUMAR y Yolanda Díaz representan, ahora mismo, esa dimensión renovadora, de unidad y de talante que acabamos de decir. SUMAR tiene todo el aire de ser un movimiento político nuevo, constituido como una plataforma cívica y plural de regeneración democrática (tal como lo fue Podemos en sus inicios); representa también la anhelada unidad de la izquierda (tarea en la que Podemos ya dio de sí lo que pudo); y encarna, en la figura y el carisma de su líder, una voluntad de consenso y diálogo alejada de la crispación constante (ininteligible a veces para la mayoría) que muestra con frecuencia Podemos. SUMAR supone entonces todo lo que hace falta para romper el nicho electoral de la izquierda de toda la vida (lo mismo que logró Podemos en sus inicios para convertirse, después, en una Izquierda Unida 3.0).
Todo esto parece evidente. Y frente a estas evidencias, a Podemos no le cabe más que sumarse disciplinada y responsablemente al único proyecto viable que puede parar a la ultraderecha y con el que comparte el 90% de sus objetivos. Todo otro asunto o polémica está completamente injustificado. Es lógico que el resto de los partidos convocados por SUMAR quieran esperar a los resultados del 28-M para establecer cuotas: el proyecto de Díaz es a futuro, y tiene que jugar con una correlación actualizada de fuerzas. Es lo justo y democrático. Parece mentira que algunos líderes de Podemos, muchos de ellos talentosos politólogos, no vean lo que se nos viene encima y anden reivindicando méritos como viejos y cansinos popes de la izquierda. Olvidan que a sus potenciales votantes les dan soberanamente igual (si es que no les provocan legítimo rechazo) las trifulcas personales, las luchas internas de poder, los protagonismos innecesarios y el destino, en general, de los personajes que hoy, eventualmente, dan rostro a uno u otro proyecto. En política sobran egos y soberbia, y falta sentido de la responsabilidad. En esto se parecen todos los partidos, pero los de izquierda deberían ser aquí un ejemplo de subordinación de las posiciones particulares al interés de esa mayoría progresista que de ninguna manera quiere a un partido como VOX gobernando este país.
En resumen, que hoy es uno de esos días en que andas más ligero por la calle, más satisfecho, más alegre... Uno de esos días en los que todo encaja: intenciones, trabajo y resultado. Uno de esos días para saborear a sorbos lentos, haciendo durar las horas con la secreta esperanza de que Caridad Mercader me siga proporcionando motivos par celebrar haberla conocido.
Si se añade "vida verdadera" se nos está advirtiendo que hay otro tipo de vidas falsas, o no tan verdaderas como la que se nos propone. Personalmente nunca me ha gustado la palabra manifestarse porque parece que esa presencia que se aparece fuera una especie de señal premonitoria de algo que se desea que se suceda. Sin embargo en este libro se plantea más bien como un escrito breve y conciso que apunta algunas ideas des de la filosofía para encontrarse con una ética y política más allá del modelo neoliberal vigente.
En uno de sus libros anteriores, "Ejercicios espirituales para materialistas. Él diálogo (im) posible entre Pierre Hadot y Michel Foucault ya el filósofo, escritor y pensador nos permitía entrar en estos dos pensadores para releer sus textos . Serán estos autores junto a François Jullien los que nos inviten a pensar este camino que se nos propone. El autor en las primeras páginas apunta a modo de introducción los problemas que el mundo social ha ido acentuando. En esta existencia vivir es una cosa muy diferente a la de saber tener una vida verdadera. El peligro de la desorientación individual o de la falta de referentes personales señala que la subjetivación neoliberal puede aterrizar en el fundamentalismo. En este sentido como dirigirnos hacia un camino útil y válido resulta importantísimo. Pero en este caminar la mirada del Otro nos altera, determina, condiciona, influencia siempre. Esta insociable sociabilidad kantiana nos convierte en seres atrapados o libres . ¿Dónde encontraremos la comunidad hoy? Como animal simbólico , decía Cassirer, adquirimos una vínculo social y personal dentro del sistema . Hoy este juego referencial ausente genera un estado de ansiedad e inseguridad claro. ¿Qué sostiene la tradición actualmente? La ciencia , la economía y la ideologia neoliberal han creado individuos desorientados sin una dirección común, y menos aún sin instituciones que nos ayuden a soportarnos. Marina Garcés lleva en este sentido años insistiendo en esta Comunidad que viene pero que no llega todavía. La identidad de los sujetos buscan identificarse con algo o alguien. Sin embargo sin lo simbólico no existe lugar alguno. De ahí la aparición de lo artificial como falsa comunión. Con la idea de "atrevete a pensar" kantiana parece que la vida de verdad llegaría fácilmente, sin embargo esto no ha sido en absoluto así. El ciudadano se ha convertido en un ser atemorizado, inseguro, frágil y vulnerable , incapaz de libertad alguna. Este súbdito de Leviatan permite el fanatismo, el populismo, el dogmatismo, o el totalitarismo . Roca plantea que la máscara identitaria ahora es imaginaria como proyecciones de nuestro yo hacia los demás. Instagram,twitter, facebook, tik tok, ofrecen entre otros espacios esto. Narciso en estado puro hacia la deriva suicida. Un nihilismo como sin sentido que sólo busca lo paliativo como sociedad. ¿Dónde queda entonces la vida ética, política , verdadera ? De forma muy acertada el autor no quiere caer en el otro camino -la felicidad- como alternativa , como un André Comte-Sponville en "La felicidad desesperadamente" propone.No deja de ser ficción de una esperanza vana. Por eso la psicologia se ha convertido en una ideologia que ejerce su poder pastoral -como Foucault decía. La disciplina, la normatividad, la generalidad es pautada o diagnosticada como si subjetivizarnos fuera adquirir conciencia. Pero esta ruta no deja de ser una empresa mercantil educativa y social permanente dirigida hacia este yo individual. La positivación del sujeto en la falsa idea de ser amos de la vida propia convierte los códigos en algo lleno de corsés , de vallas, de límites, de terapías como dominación y empoderamiento personal. Pero en el fondo se pide al sujeto que sea un adaptado a la realidad psicologizada , regada con elixires que incentivan al propio sistema burocratizado. En esta responsabilidad y autogestión del propio sujeto de su vida sólo satisface el propio yo sin relación con la comunidad. He aquí la falta de relación entre sujetos lo que aísla y disuelve lo material .
Luis Roca propone dos posibles caminos : la filosofía y el psicoanálisis. Foucault, Hadot, Jullien recuperar los antiguos para hacer una posible lectura con nosotros mismos. Esa forma de vida , estética de la existencia, una práctica transformativa para mirar el mundo y la realidad. En el aprender a vivir, morir, dialogar, escuchar, ser o estar nos construimos . ¿De qué manera?