El statu quo quiere estar seguro de que el futuro seguirá siendo básicamente igual que el presente. De aquí que su reivindicación sea «el fin de la historia», es decir, el fin de la utopía, el fin del futuro y del cambio. El utopismo, en cambio, se nutre de la convicción experiencial de que el cambio existe y de que son posibles muchos futuros radicalmente distintos, y esta es una convicción que solo las circunstancias y las condiciones sociales pueden producir. Sin embargo, la parálisis política y la extinción de los partidos políticos revolucionarios sofocan estas condiciones, y también lo hace la globalización, en la medida en que ofrece cada vez menos posibilidades de concretar cualquier iniciativa nacional genuina (la Unión Europea, en la que los Estados nación fueron reducidos a Estados miembro, es un ejemplo excelente de este proceso en marcha).
... sigue siendo útil distinguir entre una política progresista dentro del sistema, es decir, una que deja intacto el marco general del capitalismo, y una política que apuntaría a modificar este marco y que hoy no existe en ninguna parte, como mostró la capitulación de Syriza cuando llegó la hora de la verdad. Pero, ¿no prueba esto que la política utópica sigue siendo la política de ninguna parte, y que debemos buscarla justamente donde es irrealizable? En otros términos, debemos distinguir nítidamente entre propuestas políticas concretas y prácticas y propuestas políticas que son claramente «utópicas» o que apuntan a una satisfacción de deseo irrealizable.
La utopía sigue siendo utópica hasta el punto en que puede ser concretada y traducida en una política práctica. En este punto recae en la política real y deja de ser utópica. ¡No es un argumento muy alentador! Y, sin embargo, parece evidente cuando volvemos a traducirlo a nuestra otra oposición: las políticas comunistas son utópicas siempre y cuando no sean realizadas, y se tornan socialdemócratas tan pronto como vuelven a caer en el mundo real del toma y daca político.
Lo que parece suponer esta idea es el marco, o el sistema, a saber, el capitalismo: las medidas socialdemócratas se tornan meramente políticas reformistas cuando están diseñadas para corregir, fortalecer y reproducir el sistema, o el capitalismo; las políticas comunistas apuntan a transformar el sistema y sustituirlo por otra cosa, a saber, por un tipo de sistema radicalmente nuevo. En este sentido siempre es curioso, en momentos de crisis financiera, encontrar progresistas y hasta socialistas defendiendo el rescate de los bancos y abogando por la restauración del sistema, cuando su premisa era su transformación y su reemplazo. El socialismo de Miterrand es un buen ejemplo: cuando fue elegido en 1981, empezó a aplicar medidas realmente socialistas. Pero después vino una crisis mundial y Miterrand archivó todas estas medidas en favor de otras evidentemente capitalistas y hasta neoliberales, con el argumento de que era temerario intentar construir el socialismo en medio de una crisis. Pero siempre hay una crisis y, de hecho, ¿en qué otro momento se hacen las revoluciones? ¿No nos está faltando algo en este debate?
Recordemos aquí nuestro dilema filosófico: la utopía es una posición de diferencia radical que enfrenta la identidad de lo cotidiano, del statu quo. Pero lo que es radicalmente distinto de nosotros es precisamente aquello de lo que no podemos tener ninguna experiencia, aquello que por definición cae fuera del rango de nuestra imaginación. De nuevo, en la escala de lo cognoscible y lo incongnosible, es virtualmente y por definición lo incognoscible incognoscible. Y, por supuesto, esta es también la fuente del miedo a la utopía y de la resistencia que despierta: para conocer la utopía, deberíamos deshacernos de todo lo que es significativo en nuestro presente, junto con todo lo que este tiene de repugnante y de detestable. Es el salto al vacío de Kierkegaard, y una pérdida de todo aquello con lo que estamos familiarizados que no nos promete nada a cambio. Incluso esta experiencia, no de la utopía, sino de la misma idea de la utopía, implica un acto de autodistanciamiento. Por lo tanto, está claro el rol que tiene que jugar el partido en esta conversión. El partido reúne a los entusiastas, representa a las personas que en un sentido u otro pueden reivindicar haber tenido un contacto con esta experiencia, con el éxtasis de lo político, y debe tener la autoridad y la legitimidad, si no de transmitir este éxtasis, sí el de manifestar hasta cierto punto su sensación, su promesa íntima.
Usé la palabra conversión. Es evidente que la analogía con la religión termina imponiéndose, pero esto amerita una explicación y cierta cautela. Porque muchas veces se dijo que el marxismo era una especie de religión, y generalmente, con cierto desprecio o casi como un insulto. Pero lo que suele pasarse por alto es que este juicio, que tiene cierta validez, funciona en las dos direcciones. También podríamos decir que las religiones son anticipaciones supersticiosas que intentan representar una unidad-de-la-teoría-y-la-práctica que no estaba disponible en las sociedades en las que emergieron, y que el marxismo es su realización secular en la primera sociedad —el capitalismo— en la que su verdad —el universalismo, la salvación, la justicia, la existencia del otro— pudo por fin empezar a ser comprendida como una posibilidad realista. Por lo tanto, las religiones ofrecen efectivamente un primer modo en el que la experiencia de la utopía (o su idea) podría ser captada de forma tan tenue como inadecuada. O, en nuestro contexto actual, como un modo en el que la misión de la revolución cultural podría empezar a ser formulada.
Digamos que la revolución cultural es una superestructura de la que el partido es la infraestructura. ¿Por qué no? La fórmula es útil siempre que incluyamos en ella toda la historicidad que requiere, la naturaleza concreta de nuestra situación histórica presente, sus límites singulares, la naturaleza de los obstáculos, no solo de la tradición, sino también del aquí y ahora, y también los defectos inevitables de los intelectuales llamados a jugar su papel en lo que debe ser un experimento histórico y político radicalmente nuevo.
Tal vez convenga decir algo más sobre la religión. Para Badiou, la aventura histórica del cristianismo (pero la tesis vale en el caso de otras religiones «grandes» o «importantes») radica en su universalismo, en su éxito político a la hora de movilizar a masas de personas y crear a su alrededor sus propias superestructuras, su propia revolución cultural. Aunque estoy de acuerdo en que estos ejemplos son impresionantes y enormemente instructivos, también pienso que no pueden tener la misma eficacia en el mundo secular.
También estaría de acuerdo en que el marxismo, o, si uno prefiere, el socialismo, debería emular este universalismo para acceder al suyo propio, como pareció estar cerca de hacer durante la Guerra Fría. Sin embargo, Wallerstein tuvo mucha claridad cuando argumentó que la Guerra Fría no era la lucha entre dos sistemas, sino más bien la lucha entre el sistema dominante del capitalismo y lo que él denominaba fuerza o movimiento «antisistémico», del que el socialismo no era el único elemento.
Ahora bien, la religión dejó de ser viable en el mundo secular, salvo como una ética —la oposición entre creyentes y no creyentes— y un ritual de consumismo. En este caso, la tarea de la imaginación utópica pasará por encontrar un sustituto para la ética en la política, y en encontrar un sustituto del consumo como estetización de la vida (tema sobre el que Marcuse y Paolo Virno escribieron páginas brillantes).
Sobre la «estética» en tanto tal, está claro que hoy podemos afirmar que, al igual que todas las otras disciplinas especializadas, por ejemplo, la filosofía, es letra muerta. Sin embargo, Benjamin se opuso a la estetización en el contexto del triunfo fascista en Europa. Los marxistas de la posguerra utilizaron la estetización como contrapeso del productivismo, y como una salida de lo que percibían como la camisa de fuerza de la teoría y la práctica marxista del Este.
Pero me parece que la estética puede incluir ambas: es un productivismo por derecho propio, y muchas estéticas modernistas insistieron en el proceso de producción (energeia) en oposición al producto inerte (ergon) como la verdad fundamental del arte. Por otro lado, la estética brinda la posibilidad de un mundo-objeto, un mundo humanamente producido, una época humana, como solía denunciar con gusto Wyndham Lewis, en la que es imposible que no nos demos cuenta de que este mundo es nuestra propia producción y nuestra propia práctica. La apuesta utópica aquí sería que, en este mundo, el consumo en su forma adictiva, deje de ser necesario y adopte proporciones manejables.
Fredric Jameson, Sobre por qué los socialistas necesitan utopías, jacobinlat.com 10/06/2024