Esta crisis nos ha enfrentado al dilema de decidir a quién le salvamos la vida cuando no hay suficientes respiradores. Esto desafía la idea, mayoritariamente asumida, de que todas las vidas valen lo mismo y que son igual de importantes. Mucha gente ha llegado a la conclusión de que es mejor salvar a los más jóvenes, a los que tienen más años por delante. Darle un respirador a alguien de 40 antes que a uno de 80. Estamos cambiando radicalmente la forma en que vemos la vida y la muerte.
Al menos queda demostrado que cuando llega el momento de la verdad y hay que tomar decisiones, la mayor parte de la gente tratará de salvar las vidas de los que pueden sobrevivir más tiempo y en mejores condiciones. En el fondo, si nos sentimos presionados la mayoría echará mano del utilitarismo y no de conceptos relacionados con la santidad de la vida humana. Todo eso está bien cuando no te ves en la tesitura de hacer un juicio definitivo, pero no es verdad que todas las vidas valgan lo mismo. Y no tiene sentido tirar una moneda al aire para decidir si quien vive es el de 40 o el de 80 años.
Si acusamos a quienes toman las decisiones políticas en medio de una grave crisis de no actuar correctamente cuando tenían la información necesaria, por mucha retórica adornada de modestia que utilicemos, estamos adoptando una posición de arrogancia implícita: acusamos sobre el supuesto de que sabemos que ellos sabían y no querían. Una acusación de ese estilo revela que no hemos comprendido que la actuación en problemas complejos lleva siempre consigo un conocimiento escaso y una información incompleta. Nuestro esfuerzo debería concentrarse en hacer compatible la exigencia de responsabilidades con el reconocimiento de que representantes y representados actuamos siempre con un saber insuficiente.
Puede parecer extraño e incluso irracional estar preocupado por la posibilidad de desastres altamente improbables, pero todo lo que ha ocurrido lo ha hecho siempre una primera vez. Y hay ciertas catástrofes para las que no podemos permitirnos una sola vez.
Necesitaríamos más certezas de las que actualmente tenemos para estar tan seguros de ese futuro catastrófico que algunos, más que como una advertencia sobre lo posible, certifican como algo inexorable. Que el desastre sea una posibilidad quiere decir que no es una necesidad. Y seguramente no sea una buena idea no querer tener hijos para que vivan en esas condiciones, porque si nosotros nos hemos mostrado incapaces de frenar las crisis, tal vez nuestra obligación es permitir que otros lo intenten. No tenemos ningún derecho a dar por supuesto que las generaciones futuras van a ser tan estúpidas como nosotros.
Saber lo que vamos a aprender tras una crisis es imposible; si ya lo sabemos, no necesitamos aprenderlo, y si lo vamos a aprender es que ahora no lo sabemos. Quienes menos aprenden es quienes dan lecciones. Querer tener razón siempre es incompatible con aprender.
La pandemia nos obliga a revisar muchas cosas, pero es significativo que se imponga el viejo imaginario expiatorio que opone el orden cívico contra el desorden comercial. Lo que en la Marsella de 1720 era el hedonismo y el lujo, es hoy la globalización capitalista y el consumismo; la función del Dios punitivo y vengador la adquiere ahora una Tierra que se venga de nuestros excesos; en ambos casos la inocencia de los pueblos autosuficientes se defiende de los peligros de la hibridación exterior. Por eso no faltan quienes ven en el confinamiento un tiempo de penitencia del que se deberían seguir profundas conversiones. ¿Acaso no puede haber catástrofes sin pecados que las expliquen? ¿No podemos pensar todo esto fuera de un marco pseudorreligioso?
Cuando a un grupo de personas se les ensalza como héroes seguramente es un presagio de que van a ser tratados luego como mártires. Bastaría con que les diéramos lo que se merecen (reconocimiento y medios) ahora y después.
Siempre que nos golpea un desastre escuchamos el mismo discurso: "El cambio climático no discrimina, la pandemia no discrimina. Estamos juntos en esto”. Pero eso no es cierto. Los desastres no funcionan así. Ejercen de intensificadores y magnificadores. Si tenías un trabajo en un almacén de Amazon que ya estaba afectándote antes de que esto comenzara o si estabas en alguna residencia de mayores y ya se te trataba como si tu vida no valiera nada, ya era malo antes, pero todo eso se magnifica hasta convertirse en insoportable ahora. Y si antes era desechable, ahora se te puede sacrificar.
¿Te has enterado de las buenas noticias? Donald Trump nos diceque la paralización de nuestros negocios como medida para refrenar al coronavirus ya es algo del pasado. Sí, permitir que las personas vuelvan al trabajo extenderá los contagios, pero la muerte de unos pocos cientos de miles más de nosotros (si no terminan siendo unos pocos millones) es un precio muy pequeño, si con ello se consigue rescatar la economía norteamericana del colapso. En palabras del presidente: “no podemos permitir que sea peor el remedio que la enfermedad”.
El mensaje de Trump es claro: la economía no existe para servir a los seres humanos, los seres humanos existen para servir a la economía. Las personas que morimos al servicio del índice Promedio Industrial Dow Jones somos meras externalidades frente a la mayor prioridad del crecimiento del capital. Al igual que la destrucción del medio ambiente, nuestras enfermedades y muertes son un coste necesario de la actividad empresarial. No podemos rendirnos ante los deprimentes resultados que anuncian los médicos y científicos, no sea que desinflemos la esperanza y el optimismo que hacen grande a América.
Las personas que más se beneficiarán de nuestro sacrificio (los multimillonarios cuyas fortunas se basan casi exclusivamente en la constante capacidad de crecimiento de la economía) ya se están preparando para escapar. Están reservando aviones privados, listos para despegar hacia sus recintos aislados para el fin del mundo en el momento en crean estar en un riesgo real.
Es una variación de la “ecuación de aislamiento” sobre la que escribí hace un par de años, tras reunirme con un grupo de multimillonarios que buscaban consejos para mantener la seguridad en sus búnkeres apocalípticos en caso de que llegara el colapso de la sociedad. El objetivo del juego, tal y como ellos lo ven, es ganar suficiente dinero para aislarse de las consecuencias directas e indirectas de sus propias empresas. Es una pesadilla interminable: cuanto mayor es el daño medioambiental y social que provocan, más dinero deben ganar para protegerse a sí mismos de la devastación que dejan tras de sí y más se comprometen con la tarea de salvar sus pellejos y dejar atrás al resto del mundo cuando surja una verdadera crisis.
Para ser honestos, esta cosmovisión es una extensión natural de una ideología mercantil que ya aceptaba las bajas humanas como un parámetro de la hoja de cálculo. Como Trump declaró no sin razón: “si te fijas, el número de accidentes de coche es mucho más elevado que las cifras que estamos manejando y no por ello le decimos a todo el mundo que no conduzcan más”. Todos los días calculamos el coste relativo de las vidas humanas mientras seguimos con nuestros negocios y aceptamos la concesión entre, por ejemplo, el coste de hacer que un coche sea seguro y la necesidad de hacerlo rentable.
Así es el American Way, la forma americana de hacer las cosas en ciertos aspectos. Como Dan Patrick, el gobernador de Texas, le dijo a Tucker Carlson el lunes: “nadie se ha acercado a mí a preguntarme: ‘¿estás dispuesto, como persona mayor, a arriesgar tu supervivencia a cambio de mantener la América que todo el mundo quiere para sus hijos y nietos?’ Si ese es el intercambio, contad conmigo”. La premisa subyacente es sencilla: el confinamiento por el coronavirus frena la expansión divina de la economía estadounidense. Es una defensa equivocada de los débiles y los ancianos. ¿De verdad vamos a dejar que nuestro gran mercado se vaya al garete?
Esta es una visión del mundo casi fascista, en la que dejamos de obligarnos a tomar decisiones en nombre de los perdedores y empezamos a tomarlas en nombre de los ganadores. Además, tal y como nos enseñó Ayn Rand, cuanto más ayudamos a los débiles, más nos debilitamos a nosotros mismos como sociedad y acervo genético. Así es la selección natural.
Por supuesto, la mayoría de las personas que argumentan a favor de aceptar estos riesgos para la salud pública se encuentran en una situación de riesgo leve o nulo. Tienen médicos privados que trabajan día y noche para conseguir las pruebas necesarias y los respiradores en caso de que no puedan llegar a sus escondrijos a tiempo. No, los riesgos los afrontamos por completo aquellos que no podemos permitirnos dichas medidas. Para los ricos es mucho más fácil adoptar una postura positiva.
Para los titanes de la industria que dependen de un crecimiento económico constante, una paralización prolongada supone en realidad un riesgo mayor del que podemos ver a simple vista. Cuanto mayor sea el lapso de tiempo en que los negocios permanezcan cerrados, mayor será el tiempo que tendremos para reevaluar la economía en la que hemos nacido. Sí, necesitamos comida, agua, cobijo y quizás una infraestructura de comunicaciones. Pero no mucho más. En tiempos como este nos damos cuenta del valor real de los agricultores, profesores y médicos… Y ¿qué hay de todos esos tipos trajeados que van a la ciudad a negociar con productos derivados, crear planes de marketing y coordinar las cadenas de suministro globales? No tanto. El verdadero peligro de todo esto (algo que los multimillonarios catastrofistas sí entienden) es que es uno de esos fenómenos del “cisne negro” podría ser “el evento” que destruya nuestra voluntad de seguir corriendo y hacer girar la rueda del hámster. Quieren que volvamos a trabajar pero… ¿Para qué?
Dicen que es para salvar la economía, pero no hablan de la economía real de bienes y servicios. La economía estadounidense que les preocupa se basa mayoritariamente en la deuda. Los bancos prestan dinero a los negocios, que los devuelven más adelante con intereses. ¿De dónde proceden esos intereses? Del crecimiento. Sin crecimiento, el castillo de naipes se desmorona al completo, junto con los más poderosos de entre nosotros. Todos tenemos que creer para así mantener nuestras esperanzas vivas y a los multimillonarios en sus búnkeres.
En cuanto a los superricos se refiere, el virus al que hay que temer no es de índole médica sino memética. Estamos abriendo los ojos ante la realidad de que hemos sido esclavos de una curva de crecimiento exponencial durante los últimos 40 años, al menos, y en realidad ha sido durante un periodo mucho mayor. Y estamos siendo testigos de cómo el mismo crecimiento exponencial que concedió a los multimillonarios sus fortunas es ahora responsable del que el 40 % de los estadounidenses tengan menos de 400 dólares en el banco para una emergencia. La necesidad de un crecimiento exponencial también explica cómo cedimos la fabricación básica y la resiliencia alimentaria a las endebles cadenas de suministro locales. Podemos volver al trabajo, claro, pero ni siquiera podemos fabricar nuestros propios respiradores.
Imagina que nuestra principal razón para volver al trabajo fuera fabricar y producir las cosas que las personas necesitan realmente para vivir unas vidas plenas, en vez de simplemente hacer nuestra parte del trabajo para mantener a los ricos protegidos y a salvo del resto de nosotros.
Eso sí que es pensar en positivo.
[https:]]2. Pienso lo siguiente: estar raros significa que algo no encaja, que nosotros mismos no encajamos, que algo se ha roto, que hay un desajuste, un desacople.
No encajamos en el sucederse de las fases hacia la “nueva normalidad”. Estar raros es nuestra manera de rebelarnos contra el proceso de normalización en marcha. Hay una desincronización entre el ritmo objetivo de las fases y nuestro propio ritmo subjetivo.
Me parece que estar raros es ahora la mejor manera de estar, un signo de salud y de vitalidad contra la adaptación y la anestesia. El desafío es más dejarnos estar raros que dejarlo de estar.
3. ¿Por qué no encajamos? Hay restos en nosotros de lo que hemos vivido estos meses. Huellas de un acontecimiento. Efectos de la interrupción.
La experiencia vivida ha dejado sus marcas en nosotros. Esas marcas nos desvían del camino automático hacia la nueva normalidad, demasiado parecida a la vieja aunque lleve mascarilla.
Las cosas no cierran. Quizá duele, pero es mejor así. El cierre es la normalización. No hay normalidad, ni vieja ni nueva, lo que hay es un proceso de normalización que consiste en neutralizar todo lo que no encaja, en presentar la norma como el único camino posible.
4. ¿Qué nos pasó? Por un momento se interrumpió la definición convencional de la realidad.
En primer lugar, la idea según la cual cada uno tiene su vida. La existencia dejó de ser un asunto privado. El vínculo de interdependencia se impuso como una evidencia material y concreta. No hay burbuja que proteja absolutamente del contagio, nadie puede salvarse solo. El otro, en la distancia social, se hizo paradójicamente más presente: mi destino está ligado al suyo. Los otros cuentan, importan.
En segundo lugar, la idea según la cual el trabajo y el consumo configuran el sentido de la vida. Para miles de personas los automatismos de la vida cotidiana quedaron suspendidos. Incluso continuar como si nada requería todo un esfuerzo de invención: ¿seguir trabajando cómo y para qué? ¿Seguir consumiendo cómo y para qué?
5. En la interrupción han aparecido preguntas, malestares y ganas de otra cosa.
Preguntas: ¿qué está pasando, qué me va a pasar, qué nos va a pasar?
¿Qué es lo importante, qué es lo esencial, qué y quién nos cuida?
¿Qué es lo significativo, qué relaciones me sostienen, qué hace que mi vida merezca la pena ser vivida?
Malestares, porque hemos sentido violentamente la evidencia de que las lógicas estatales y mercantiles no cuidan.
El Estado, porque a pesar de sus mejores intenciones cuando las tiene, es ciego a las desigualdades y las singularidades de las formas de vida. Se legisla como si la sociedad entera fuese una clase media más o menos acomodada. Confinarse, muy bien, pero ¿y los que no tienen casa? ¿Y los que viven al día? ¿Y los que viven en un lugar pequeño y son muchos? ¿Y los que tienen peculiaridades físicas o psíquicas que convierten el confinamiento en un encierro insoportable? Todas las desigualdades por género, edad, raza, clase. El Estado, basado en la lógica de la ley y el deber ser, no ve las diferencias que atraviesan lo que hay.
El Mercado, porque su lógica de maximización de la ganancia y beneficio le sitúa siempre por encima del cuidado de la vida. Es una lógica literalmente extra-terrestre: por encima de lo terrestre, de los terrestres y de la tierra. No se producen valores de uso, sino valores de cambio. No se producen riquezas, sino beneficio. Los inventos técnicos no liberan tiempo, sino que intensifican la producción. La guerra es la ocasión ideal para convertir ciertas mercancías (las armas) en dinero. El paro y los despidos son la mejor solución de las empresas para no arruinarse. La obsolescencia programada resulta una gran idea.
[lobosuelto.com]
Tobies Grimaltos
La comunidad que el lenguaje humano forja no se constituye a través de individuos pre-existentes (hombres que aun no hablarían, hombres antes de serlo). El lenguaje mismo es tal comunidad y los individuos son literalmente la materia a través de la cual adquiere forma.
... hablar propiamente, hablar con hondura, no consiste en informar sobre acontecimientos (por cruciales que puedan ser en la vida de un hombre o de un grupo humano), sino dejar que la aflicción, la indiferencia o la euforia sean ocasión de que el lenguaje diga lo que ha de ser dicho.
No es el pathos de un hombre lo que se está expresando en las célebres líneas "No me podrán quitar el dolorido sentir, si ya del todo primero no me quitan el sentido"(Garcilaso "Égloga primera" 349-351).Por ello, cuando en nuestro tiempo se tiende a homologar los seres de lenguaje a los animales dotados de capacidad perceptiva y de un potencial para expresar información, se está simplemente reduciendo, literalmente rebajando el peso de aquello que nos hace ser, que nos diferencia en el seno de las especies.
Víctor Gómez Pin, Lo común de los hombres, El Boomeran(g) 26/06/2020
Foucault entendía la biopolítica como una manera de racionalizar los problemas que algunos fenómenos propios de la población pensada como un conjunto de seres vivientes (como la salud, la higiene, la longevidad, la seguridad social, etcétera) plantean a las practicas gubernamentales. Y, en la medida que el neoliberalismo propugna dejar de enfocar estos problemas como problemas políticos gubernamentales y reinterpretarlos como problemas con soluciones de mercado de los que se tienen que autorresponsabilizar en exclusiva los individuos, la tesis según la cual la racionalidad neoliberal significa la muerte de la biopolítica está bien fundamentada. Pero también puede argumentarse que, con el neoliberalismo, la biopolítica, que había tenido un gran protagonismo en el Estado del bienestar, no se destruye, sino solo se transforma porque el hecho mismo de desentenderse y de privatizar, mercantilizar y no tratar como biopolíticos ciertos problemas también es una forma de biopolítica. El escandaloso caso de las residencias geriátricas, que ha permitido contrastar la retórica y la realidad de esta biopolítica por omisión, ofrece un ejemplo lamentable para este argumento.
La pandemia de la Covid-19, los problemas que ha planteado y las maneras diversas como se han mirado de gestionar en un contexto marcado tanto por las consecuencias como por la crisis de la conversión de la racionalidad neoliberal en pensamiento hegemónico han vuelto a impulsar los temas que Foucault quería tratar a través del concepto de biopolítica hacia el centro del debate público. En este contexto, uno de los discursos más aparentes ha sido el de un posfocaultianismo banal y estatofóbico que, al estilo de Agamben, tiende a anatemizar toda biopolítica como un crimen de Estado. Caricaturizando proféticamente el confinamiento por la pandemia como el signo premonitorio o la confirmación del advenimiento en un momento de excepción de una nueva sociedad permanentemente autoritaria, este posfoucaultianismo maniqueo, aunque pueda ser útil como toque de alerta, ha eclipsado la reflexión sobre la pertinencia de una biopolítica que, tanto en la normalidad como en la excepcionalidad, y en cada uno de estos momentos de manera diferente, no desdiga de los principios, que no siempre coinciden con las practicas, de la democracia. Pero los mapas que Foucault, el cartógrafo, trazó cuando los gobiernos apuntaban su proa hacia el neoliberalismo también sirven para orientarse en esta otra navegación con las bodegas llenas de la experiencia acumulada durante las cuatro últimas décadas.
Josep Maria Ruiz Simon, Foucault y sus sombras (y XIII), La Vanguardia 30/06/2020
vegeu també Foucault y sus sombras XII
Estas virtudes epistémicas se han vuelto menos evidentes en el mundo posverdad, a medida que sus vicios opuestos se han vuelto más comunes: exceso de confianza, cinismo, cerrazón mental, excesivo individualismo, pasividad ante el poder, pérdida de confianza en la posibilidad de crear mejores verdades y moral dirigida por las vísceras en lugar de por la cabeza.
La defensa de la verdad a menudo toma la forma de batallas para defender verdades particulares que nos dividen. En ocasiones es necesario: pero, como la misma metáfora militar sugiere, alimenta el antagonismo. Mejor y más ambicioso es defender el valor común que atribuimos a la verdad, las virtudes que nos llevan a ella y los principios que nos ayudan a identificarla. Aquellos que defienden esto están empujando una puerta que ya está abierta, porque, en último término, todos reconocemos que la verdad no es una abstracción filosófica. Más bien es un aspecto central de cómo vivimos a diario y de cómo nos interpretamos a nosotros mismos, al mundo y a los demás. (87-89)
Julian Baggini, Breve historia de la verdad, Ático de los libros, Barcelona 2018
Desde luego, se ha vuelto habitual afirmar que no existe tal cosa como la verdad, y que solo hay opiniones, lo que es “verdad-para-ti” o “verdad-para-mí”.
El problema no es que no comprendamos lo que significa la “verdad”. En un sentido práctico, es difícil mejorar la temprana definición de Aristóteles: “Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso, mientras que decir que lo que es, es, y lo que no es, no es, es verdad” (Metafísica, 1011b)Si eso suena obvio, aunque quizá un poco rebuscado, quizá sea porque no hay nada misterioso sobre el significado corriente de la verdad. Si actualmente hay una crisis de verdad en el mundo, el problema de raíz no es que las teorías filosóficas de la verdad no sean adecuadas. Podría incluso argumentarse que, en su terca persecución de la verdad, la filosofía desencadenó precisamente las fuerzas del escepticismo que han llevado a socavar la verdad. “¿Cómo o sabes?” y ”¿Qué quieres decir con…? Con preguntas filosóficas que han sido corrompidas por una sociedad cínica. (13)
Este inveterado cinismo apuntala cierto derrotismo, una aceptación de que no tenemos los recursos necesarios para discernir quién dice la verdad y quién está, sencillamente, tratando de engatusarnos. Al sentirse incapaces de distinguir la verdad de l mentira (…) perdemos confianza en nuestro cerebro, nos dejamos guiar por las tripas y el corazón. (16)
Para reconstruir la fe en el poder y el valor de la verdad, no podemos esquivar su complejidad. La verdad puede ser, y a menudo es, extremadamente difícil de comprender, descubrir, explicar y/o verificar. También resulta perturbadoramente fácil esconderla, distorsionarla, manipularla o retorcerla. A menudo no podemos afirmar con certeza que conocemos la verdad. Necesitamos evaluar una serie de verdades reales y supuestas y comprenderlas para comprobar su autenticidad. Si conseguimos llegar a este punto, entonces no estaremos al principio de un mundo posverdad, sino más bien pasando por una era temporal de posverdad, una especie de convulsión cultural nacida de la desesperación que dará paso con el tiempo a una época de mesurada esperanza. (16-17)
Julian Baggini, Breve historia de la verdad, Ático de los libros, Barcelona 2018
T.M. Campreciós als 100 anys |
Els darrers dies, a partir de l’onada de protestes antiracistes desencadenades a partir del malaurat cas de l’assassinat de George Floyd, estem assistint a un debat sobre la conveniència de l’exhibició de determinades obres d’art, des de la projecció de determinats films fins a la proposta d’enderrocament de l’estàtua de Colom.
Deixem clar des del principi que no tinc cap mena de prejudici pel que fa a l’enderrocament de res: fa anys que proclamo la necessitat, ideològica i estètica, d’enderrocar el Temple expiatori del Sagrat Cor, nom oficial de l’engendre que, a mig camí entre el neobizantí, el neogòtic i el quasimodernisme, corona i espatlla la muntanya del Tibidabo. De la mateixa manera vaig aplaudir la retirada del monument dedicat a Antonio López, Marqués de Comillas, que es va enriquir amb l’esclavisme sense cap mena de possible justificació: ho va fer en ple segle XIX, quan el tràfic d’esclaus ja estava prohibit a molts estats europeus i, sobretot, quan les idees de la Il·lustració ja havien tingut una àmplia difusió.
La història és plena d’enderrocaments i revisions i no entenc per què hem d’acceptar només els enderrocaments quan venen des del poder establert: ningú no es planteja l’enderrocament de la catedral gòtica incrustada al bell mig de la Mesquita de Còrdova, que al seu torn es va construir sobre la base d’una basílica visigòtica, que al seu torn va enderrocar un temple romà… algun dia ens podrien consultar què volem enderrocar i fer fins i tot un calendari d’enderrocaments rituals per anar renovant la monumentalitat de la nostra societat. Bé, no continuaré per aquest camí: encara queden alguns arqueòlegs i historiadors de l’art que em parlen i no vull perdre aquest privilegi.
A cada època hem anat enderrocant els símbols del passat amb força alegria, senzillament per què aquell símbol havia quedat obsolet en les seves funcions o en els valors que representen. Suposo que a partir del romanticisme hem començat a valorar els monuments anteriors a la nostra època; però això no ha estat mai innocent, ja que hem reconstruït el passat a la mida de les idees que volem transmetre al present: basta estudiar una miqueta la gènesi de l’actual barri “gòtic” de Barcelona per veure com en un moment determinat el poder establert decideix reivindicar un passat medieval… encara que això impliqui esborrar rastres renaixentistes o barrocs.
Jo crec que hauríem d’establir un criteri per a la destrucció, o no, dels símbols del passat. Aquest criteri hauria de ser estètic i no ideològic. Si fos merament ideològic i haguéssim de destruir qualsevol obra que impliqui uns valors que considerem nocius, tindríem molta més feina de la que podem fer: hauríem d’enderrocar la totalitat de les esglésies catòliques per la seves implicacions sexistes, classistes i obscurantistes (per no parlar de la pederàstia), no quedaria cap placa de carrer o plaça dedicada a un militar (en nom del pacifisme) per no parlar de les escultures, s’haurien de censurar les lletres del 90% de les cançons d’amor compostes fins fa uns deu anys (i el 100% de les del reaggeton de totes les èpoques) i hauríem d’esborrar els arxius de la història del cinema anterior a la darrera dècada…
La puresa iconogràfica és impossible i, sospito, indesitjable com ho són totes les pureses. Hauríem, això sí, d’establir un criteri estètic: si una obra és detestable ideològicament però fa una aportació estètica remarcable, cal que sigui conservada. Així salvem des de l’art religiós i militar fins a la filmografia de Griffith, Riefenstahl o Ford, però ens permet destruir la pràctica totalitat de la iconografia franquista que és detestable a totes les dues vessants: ideològica i estètica.
Correm alguns riscos: Allò que el vent s’endugué és una pel·lícula racista i, des d’un punt de vista cinematogràfic, poc rellevant. Tenint en compte la seva repercussió a la història del cinema, podem conservar algunes còpies però la seva exhibició pública hauria d’anar acompanyada d’una explicació que impedís la transmissió de valors nocius per a la convivència. Així hauríem d’actuar amb tots aquells monuments de rellevància històrica: no es tracta de prohibir, però cal advertir dels riscos.
Tot plegat, per concloure, hauria d’evitar-nos caure en la hipocresia: si veiem la manifestació organitzada per VOX per protegir la estàtua de Colom amb el lema “Nuestra historia no se toca” no oblidem que aquests amants de la història no s’estan de tocar-la quan convé. Ni la protecció ni la destrucció de l’estàtua de Colom es fa en nom de la història sinó de la utilització de la història que en vulguem fer; sigui en nom del poder establert o de l’oposició a aquest poder.
A l’estàtua de Colom caldria aplicar-li un criteri ja no estètic ni ideològic, sinó més aviat geogràfic: no cal destruir-la, però girar-la per tal que assenyali cap a Amèrica i no cap a Mallorca contribuiria a una millora educativa de totes les generacions que, volent fer les amèriques, només es van menjar una ensaïmada.
De este modo, el filósofo se convierte en la contrafigura del cuñado, y pido disculpas por echar aquí mano a una vieja teoría mía. Si, frente a un fenómeno imprevisible como es una pandemia, la conducta del cuñado consiste en cambiar de opinión súbitamente, pasando en cuestión de días de la tesis de que «El COVID-19 es una gripe normal y corriente» a la antítesis de que «El COVID-19 es una bomba bacteriológica desarrollada por China contra Estados Unidos o Europa», convirtiéndose de este modo en un «capitán a posteriori», la conducta del filósofo, por el contrario, consiste en mantenerse en sus trece, con una actitud no menos arrogante y prejuiciosa. Nos asegura que él «ya nos lo había dicho», que él «ya lo había explicado» en no sé qué monografía o paper: asume el papel de un «teniente a priori», de alguien que cree tener desde siempre la verdad. Y es que, como ya dijo el duque de La Rochefoucauld en el siglo XVII, «la filosofía triunfa fácilmente sobre los males pasados y futuros, pero los males presenten triunfan sobre ella».
Ernesto Castro, La Covid-19 y las arrogancias de la filosofía, Revista de Libros 24/06/2020
Lo que una miembro ordinaria del público piensa sobre el cambio climático, por ejemplo, no tiene impacto sobre el clima. Tampoco cambia nada lo que haga como consumidora o votante; su impacto individual es demasiado pequeño para marcar la diferencia. De este modo, cuando ella actúa en cualquiera de estas capacidades, cualquier error que cometa en lo relativo a la mejor evidencia científica disponible tendrá un impacto nulo sobre ella o sobre aquellos que le importan.
Pero dado que las opiniones sobre el cambio climático ahora identifican las alianzas grupales de cada uno, adoptar la posición “incorrecta” al interactuar con sus pares podría romper vínculos de los cuales depende en gran medida su bienestar material y emocional. Bajo estas condiciones patológicas, ella usará predeciblemente su raciocinio, no para discernir la verdad, sino para formar y persistir en creencias características de su grupo, una tendencia conocida como “cognición protectora de la identidad”.
Uno no tiene que ser un premio Nobel para darse cuenta de qué opinión defiende su tribu. Pero si alguien disfruta de especial dominio en la comprensión e interpretación de evidencia empírica, es perfectamente predecible que usará esa habilidad para forjar vínculos incluso más fuertes entre lo que cree y quién cree que es, culturalmente hablando.
Dan Kahan, Por qué la gente inteligente es vulnerable a poner su tribu por encima de la verdad, Sin permiso 13/06/2020https://www.sinpermiso.info/textos/por-que-la-gente-inteligente-es-vulnerable-a-poner-su-tribu-por-encima-de-la-verdad?fbclid=IwAR2s5ZoQwoabtJPtVnpCsqXE-gLHlcoCsqtQlgT-S-keobSKu8LSaqRA9twEste libro es una obra coral de un grupo de docentes en ejercicio que piensan y sienten la educación como una acción transformadora en el plano social, comunitario y también personal. Sus reflexiones animan al lector a entender la educación como un esfuerzo por escuchar y actuar.
Para ellos, el papel del docente es cada vez menos el de enseñar y más el de sostener un adecuado proceso y marco dentro del que el alumnado encuentre las mejores condiciones para su aprendizaje. El reto de una educación para ser empieza por la transformación del educador con el fin de saber acompañar en el desarrollo de un sentido, de un propósito profundo del ser humano, para una vida plena, compartida desde la identidad, los valores y los talentos propios.
Sobre los coordinadores
José Blas GarcíaLicenciado en Psicopedagogía y Diplomado en profesorado de EGB por la Universidad de Murcia. También, Máster en Educación y Comunicación por la Universidad UNIA. Trabaja como profesor de Matemáticas en el Instituto de
Educación Secundaria Juan Carlos I de Murcia y como Profesor Asociado al Departamento de
Organización Escolar en la Facultad de Educación de la Universidad de Murcia.
Licenciado en Bellas Artes por la UPV, Master en Arteterapia por la UMU, Formación Gestalt Programa SAT, coach Certificado ICF y ASESCO. Trabaja como jefe de Estudios en el CEA Mar Menor de Torre Pacheco. Es también formador en bienestar docente, gestión emocional, coaching educativo, creatividad, aprendizaje cooperativo, aprendizaje basado en proyectos y aprendizaje servicio.
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