Yo diría que sí que ha habido una experiencia vivencial común más allá de estas diferencias terribles, sociales, de clase, económicas. Ha habido una experiencia vital común ligada al estado de excepción, no hablo del estado de alarma, sino de este estado de excepción antropológico que todos, incluso los que lo han vividoen peores condiciones, hemos compartido. Todo estado de excepción, una guerra, una revolución o incluso un eclipse de sol, tiene algo que sacude emocionalmente de manera colectiva. Se produce un cambio en el marco de la sensibilidad colectiva. Me preocupa más lo otro, la desproporción entre esa experiencia común y la capacidad para construir un sujeto colectivo a partir de ella. En una situación que, de origen, no era particularmente halagüeña o esperanzadora y en la que incluso los sujetos colectivos organizados, como el feminismo o el ecologismo, se han quedado muy opacados y curiosamente no han salido favorecidos de esta experiencia. La pregunta es cómo se convierte la sensibilidad común en política común. No tengo la menor respuesta. Veo más fácilmente los peligros que las posibilidades de construcción de alternativas. Sí veo, aunque sea algo derrotista describirlo así, que toda crisis también fragiliza a las élites dirigentes, las divide, revela sus grietas y sus conflictos. Como tienen más medios y más recursos van a tener siempre más facilidades para aprovechar esta oportunidad, pero que hay que intentar aprovechar esa fisura, ese disenso entre las élites dirigentes, y eso implica organizarse lo suficiente como para ejercer alguna presión.
Para mucha gente el confinamiento ha sido fuente de estrés. Y el estrés y la ansiedad no son vectores de construcción de alternativas progresistas. Pero si hablamos de angustia, de miedo y de dolor, a lo mejor sí, porque creo que uno de los rasgos que caracterizaban esa anormalidad patológica de la que veníamos era precisamente la reclamación, la exigencia, de una seguridad total. Lo que se traducía en una medicalización, psiquiatrización, de todas las experiencias adversas de la vida. Ahora todos hemos vivido un miedo que no teníamos que reprocharnos: el miedo a morirnos, ese que habíamos olvidado radicalmente. A través de los psicofármacos, de las drogas y de la industria del entretenimiento, llevábamos muchos años viviendo al margen del miedo a la muerte. Habíamos aceptado como un derecho inalienable de nuestra condición de blancos europeos el derecho a la inmortalidad. Creo que, a partir de esa forma de miedo, sí que se puede construir una alternativa progresista. Lo que no era en absoluto progresista era la negación de la mortalidad, la ilusión de la invulnerabilidad, el imperativo de la felicidad. Es decir, los ejes en torno a los cuales estábamos construyendo vidas que, por debajo, eran constantemente erosionadas por la precariedad laboral, por las dificultades de llegar a fin de mes, por ese estrés del falso acontecimiento permanente. Así que creo que no está mal entrar radicalmente en contacto con algo que tiene que ver con nuestra condición humana. Y esto es muy político. Como civilización, el capitalismo lo que ha estado haciendo es ocultar, e incluso negar, a veces, nuestra condición humana. Que reaparezca es una primera plataforma de resistencia.
… el coronavirus nos asimila a todos. Todos ya somos cuerpos. Y además de una manera muy paradójica, porque nosotros mismos, como potenciales portadores del virus, somos también cuerpos amenazadores. Por decirlo de una manera un poco demagógica y provocativa, hemos descubierto que nosotros también llevamos un terrorista dentro. El descubrimiento de que somos amenazadores es el verdadero descubrimiento de la corporalidad. Y eso da fragilidad, lo que puede traducirse en criminalización del otro, soy frágil porque el otro me amenaza. Pero, en este caso, la fragilidad está asociada al descubrimiento de uno mismo como fuente de amenaza para el otro. De esa conjunción podría y debería salir una verdadera revolución en términos de relación con los otros. No va a salir, me temo, porque veníamos de un mundo en el que se nos había convencido de que estábamos a cubierto de cualquier amenaza y va a haber, hay, una reclamación muy fuerte de seguridad total, de un sector de la población. Y, sobre todo, hay grupos políticos orientados a generar la ilusión de que ellos sí pueden devolvernos esa seguridad. Es muy fácil que en estos momentos de miedo acabemos negando esa parte amenazadora que hay en nosotros, por la que somos realmente cuerpo. Y que, reclamando una seguridad total, criminalicemos más aún al otro.
Esta amenaza ha estado muy presente. Éramos muy sociables y nos tocábamos mucho, pero, al mismo tiempo, vivíamos ya en un confinamiento tecnológico que era compatible con esa hipersociabilidad corporal. La imagen que puede resumir la conjunción de estos vectores es la de una terraza de un bar en la que ves a muchos amigos juntos cada uno absorbido en su teléfono. El cuerpo está ahí, pero está descorporalizado. Las dos cosas tienen que ver con lo que llama Stiegler la proletarización del ocio. Nuestroocio había sido proletarizado por el capitalismo mediante dos vías, la del turismo, la hostelería, el contacto soluble, intenso y fugaz entre los cuerpos y la del confinamiento tecnológico. Esta última ha salido muy reforzada. Frente a esto, ¿qué deberíamos hacer? ¿Alimentar la otra vía? No, pero sí creo que hay que reivindicar el riesgo corporal frente al confinamiento tecnológico. Y eso significa distinguirlo de la cesión de tu cuerpo al vector de explotación económica del turismo o la hipersociabilidad soluble.
Habría que hacer un verdadero discurso sobre el cuerpo. Primero para definirlo bien, para preguntarse realmente qué quiere decir tocarse. Mi tesis, que he recogido en Ser o no ser un cuerpo, tiene que ver con que ya casi no éramos cuerpo, podíamos estar todos juntos y abrazarnos e incluso mantener relaciones sexuales muy promiscuas sin que el cuerpo se jugara nada en todo eso. Frente a la combinación del confinamiento tecnológico y la turistización de las vidas, hay que reivindicar una corporalidad en la que cuando te tocas estás tocando realmente un cuerpo, cuando abrazas estás abrazando realmente un cuerpo y, por lo tanto, corres riesgos a sabiendas. Y el riesgo cuando hay implicados dos cuerpos no es tanto el de contagiarse, sino el de condolerse, el de amarse, el de entenderse o, al menos, el de escucharse y a veces el de discutir. Solo entre cuerpos ocurren esas cosas.
… hay una reflexión de más amplio calado que tiene que ver con un capitalismo tecnologizado que nos ha prometido la inmortalidad, pero que lo que nos ha dado ha sido vejeces más largas. Y esa longevidad está dominada enteramente por el cuerpo que revela toda su fragilidad y, a veces, también la necesidad de cuidados y dependencias. Tenemos que ver cómo lo gestionamos y lo que ha revelado el coronavirus es que lo estábamos haciendo mal. Habíamos ilusoriamente suprimido los cuerpos, los habíamos encerrado en residencias. Y nos hemos encontrado con esta atrocidad de ancianos que han estado muriendo sin que nadie se ocupará de ellos y sin que ellos pudieran decidir cómo querían morir. Por la sencilla razón de que previamente se les había impedido decidir cómo querían vivir esa vejez y cuán larga querían que fuese.
Si hay un régimen que es indisociable del riesgo es la democracia. En todos los sentidos. La libertad de expresión consiste básicamente en correr el riesgo de que la opinión de otro te convenza o derrote la tuya. Las garantías jurídicas, el Estado de derecho, es el riesgo de que una persona detenida por un delito, y sometida a un juicio justo y con todas las garantías reincida. Tenemos que defender el riesgo de las libertades civiles, del Estado de derecho, de la democracia. No deberíamos de ninguna de las maneras, so pretexto de que hay un riesgo sanitario, y menos reclamando una imposible seguridad total, ceder más terreno del que ya hemos cedido en los últimos años.
https://ctxt.es/es/20200601/Politica/32584/Amanda-Andrades-Alba-Rico-entrevista-confinamiento-pandemia-filosofia-capitalismo-covid-19.htm?fbclid=IwAR2qQF56YqxfjPjb2z6Rtx9j6A0fIliKQpCBgrlWfNyoRrLU95upmVe90NAYo diría que sí que ha habido una experiencia vivencial común más allá de estas diferencias terribles, sociales, de clase, económicas. Ha habido una experiencia vital común ligada al estado de excepción, no hablo del estado de alarma, sino de este estado de excepción antropológico que todos, incluso los que lo han vividoen peores condiciones, hemos compartido. Todo estado de excepción, una guerra, una revolución o incluso un eclipse de sol, tiene algo que sacude emocionalmente de manera colectiva. Se produce un cambio en el marco de la sensibilidad colectiva. Me preocupa más lo otro, la desproporción entre esa experiencia común y la capacidad para construir un sujeto colectivo a partir de ella. En una situación que, de origen, no era particularmente halagüeña o esperanzadora y en la que incluso los sujetos colectivos organizados, como el feminismo o el ecologismo, se han quedado muy opacados y curiosamente no han salido favorecidos de esta experiencia. La pregunta es cómo se convierte la sensibilidad común en política común. No tengo la menor respuesta. Veo más fácilmente los peligros que las posibilidades de construcción de alternativas. Sí veo, aunque sea algo derrotista describirlo así, que toda crisis también fragiliza a las élites dirigentes, las divide, revela sus grietas y sus conflictos. Como tienen más medios y más recursos van a tener siempre más facilidades para aprovechar esta oportunidad, pero que hay que intentar aprovechar esa fisura, ese disenso entre las élites dirigentes, y eso implica organizarse lo suficiente como para ejercer alguna presión.
Para mucha gente el confinamiento ha sido fuente de estrés. Y el estrés y la ansiedad no son vectores de construcción de alternativas progresistas. Pero si hablamos de angustia, de miedo y de dolor, a lo mejor sí, porque creo que uno de los rasgos que caracterizaban esa anormalidad patológica de la que veníamos era precisamente la reclamación, la exigencia, de una seguridad total. Lo que se traducía en una medicalización, psiquiatrización, de todas las experiencias adversas de la vida. Ahora todos hemos vivido un miedo que no teníamos que reprocharnos: el miedo a morirnos, ese que habíamos olvidado radicalmente. A través de los psicofármacos, de las drogas y de la industria del entretenimiento, llevábamos muchos años viviendo al margen del miedo a la muerte. Habíamos aceptado como un derecho inalienable de nuestra condición de blancos europeos el derecho a la inmortalidad. Creo que, a partir de esa forma de miedo, sí que se puede construir una alternativa progresista. Lo que no era en absoluto progresista era la negación de la mortalidad, la ilusión de la invulnerabilidad, el imperativo de la felicidad. Es decir, los ejes en torno a los cuales estábamos construyendo vidas que, por debajo, eran constantemente erosionadas por la precariedad laboral, por las dificultades de llegar a fin de mes, por ese estrés del falso acontecimiento permanente. Así que creo que no está mal entrar radicalmente en contacto con algo que tiene que ver con nuestra condición humana. Y esto es muy político. Como civilización, el capitalismo lo que ha estado haciendo es ocultar, e incluso negar, a veces, nuestra condición humana. Que reaparezca es una primera plataforma de resistencia.
… el coronavirus nos asimila a todos. Todos ya somos cuerpos. Y además de una manera muy paradójica, porque nosotros mismos, como potenciales portadores del virus, somos también cuerpos amenazadores. Por decirlo de una manera un poco demagógica y provocativa, hemos descubierto que nosotros también llevamos un terrorista dentro. El descubrimiento de que somos amenazadores es el verdadero descubrimiento de la corporalidad. Y eso da fragilidad, lo que puede traducirse en criminalización del otro, soy frágil porque el otro me amenaza. Pero, en este caso, la fragilidad está asociada al descubrimiento de uno mismo como fuente de amenaza para el otro. De esa conjunción podría y debería salir una verdadera revolución en términos de relación con los otros. No va a salir, me temo, porque veníamos de un mundo en el que se nos había convencido de que estábamos a cubierto de cualquier amenaza y va a haber, hay, una reclamación muy fuerte de seguridad total, de un sector de la población. Y, sobre todo, hay grupos políticos orientados a generar la ilusión de que ellos sí pueden devolvernos esa seguridad. Es muy fácil que en estos momentos de miedo acabemos negando esa parte amenazadora que hay en nosotros, por la que somos realmente cuerpo. Y que, reclamando una seguridad total, criminalicemos más aún al otro.
Esta amenaza ha estado muy presente. Éramos muy sociables y nos tocábamos mucho, pero, al mismo tiempo, vivíamos ya en un confinamiento tecnológico que era compatible con esa hipersociabilidad corporal. La imagen que puede resumir la conjunción de estos vectores es la de una terraza de un bar en la que ves a muchos amigos juntos cada uno absorbido en su teléfono. El cuerpo está ahí, pero está descorporalizado. Las dos cosas tienen que ver con lo que llama Stiegler la proletarización del ocio. Nuestroocio había sido proletarizado por el capitalismo mediante dos vías, la del turismo, la hostelería, el contacto soluble, intenso y fugaz entre los cuerpos y la del confinamiento tecnológico. Esta última ha salido muy reforzada. Frente a esto, ¿qué deberíamos hacer? ¿Alimentar la otra vía? No, pero sí creo que hay que reivindicar el riesgo corporal frente al confinamiento tecnológico. Y eso significa distinguirlo de la cesión de tu cuerpo al vector de explotación económica del turismo o la hipersociabilidad soluble.
Habría que hacer un verdadero discurso sobre el cuerpo. Primero para definirlo bien, para preguntarse realmente qué quiere decir tocarse. Mi tesis, que he recogido en Ser o no ser un cuerpo, tiene que ver con que ya casi no éramos cuerpo, podíamos estar todos juntos y abrazarnos e incluso mantener relaciones sexuales muy promiscuas sin que el cuerpo se jugara nada en todo eso. Frente a la combinación del confinamiento tecnológico y la turistización de las vidas, hay que reivindicar una corporalidad en la que cuando te tocas estás tocando realmente un cuerpo, cuando abrazas estás abrazando realmente un cuerpo y, por lo tanto, corres riesgos a sabiendas. Y el riesgo cuando hay implicados dos cuerpos no es tanto el de contagiarse, sino el de condolerse, el de amarse, el de entenderse o, al menos, el de escucharse y a veces el de discutir. Solo entre cuerpos ocurren esas cosas.
… hay una reflexión de más amplio calado que tiene que ver con un capitalismo tecnologizado que nos ha prometido la inmortalidad, pero que lo que nos ha dado ha sido vejeces más largas. Y esa longevidad está dominada enteramente por el cuerpo que revela toda su fragilidad y, a veces, también la necesidad de cuidados y dependencias. Tenemos que ver cómo lo gestionamos y lo que ha revelado el coronavirus es que lo estábamos haciendo mal. Habíamos ilusoriamente suprimido los cuerpos, los habíamos encerrado en residencias. Y nos hemos encontrado con esta atrocidad de ancianos que han estado muriendo sin que nadie se ocupará de ellos y sin que ellos pudieran decidir cómo querían morir. Por la sencilla razón de que previamente se les había impedido decidir cómo querían vivir esa vejez y cuán larga querían que fuese.
Si hay un régimen que es indisociable del riesgo es la democracia. En todos los sentidos. La libertad de expresión consiste básicamente en correr el riesgo de que la opinión de otro te convenza o derrote la tuya. Las garantías jurídicas, el Estado de derecho, es el riesgo de que una persona detenida por un delito, y sometida a un juicio justo y con todas las garantías reincida. Tenemos que defender el riesgo de las libertades civiles, del Estado de derecho, de la democracia. No deberíamos de ninguna de las maneras, so pretexto de que hay un riesgo sanitario, y menos reclamando una imposible seguridad total, ceder más terreno del que ya hemos cedido en los últimos años.
https://ctxt.es/es/20200601/Politica/32584/Amanda-Andrades-Alba-Rico-entrevista-confinamiento-pandemia-filosofia-capitalismo-covid-19.htm?fbclid=IwAR2qQF56YqxfjPjb2z6Rtx9j6A0fIliKQpCBgrlWfNyoRrLU95upmVe90NAHemos atravesado también una pandemia de confusión. Tanto a nivel médico, como psicológico y social, tardaremos tiempo en saber lo que hemos pasado en estos últimos meses. Ahora mismo no es descartable ninguna hipótesis, de la más moderada a la más fantástica. Y esto no solo por la dificultad personal en cada uno de nosotros para ordenar tantas sensaciones contrapuestas en días de zozobra y encierro, no solo por las cien transformaciones que hemos atravesado sin quererlo ni saberlo. También porque este periodo ha sido de una escandalosa incertidumbre en casi todos los órdenes. Sobre las mascarillas, la facilidad del contagio, el número real de muertos, la fiabilidad de los test y el curso mismo de la enfermedad, hemos oído casi todo, a veces en el mismo día. ¿Dónde, cuándo y qué no ha hecho el ridículo si podía hacerlo? No solo los gobiernos, prácticamente todos, y la cúpula de la Unión Europea. También la Ciencia, señalada como guía y disculpa política en estos tiempos de niebla vírica, ha dicho cien cosas distintas durante la misma semana sobre algo crucial que nos afectaba. El principio de incertidumbre se ha mostrado la pulpa de la sociedad del conocimiento, manteniéndonos el día entero en vilo a la espera de la próxima interpretación. No solo B. Gates y M. Zuckerberg se han hecho todavía más multimillonarios. Además, políticos, intelectuales, toda clase de expertos y científicos han viralizado su versión de los hechos en artículos y tertulias. ¿Se llegará también a decir, como se ha dicho del cáncer: Más viven de coronavirus que mueren de él? Al tiempo. Ahora mismo asistimos a otra carrera de la ciencia, prestigio y dinero incluidos, para ver qué empresa y qué nación descubre antes la ansiada vacuna. No es extraño que tantos ciudadanos, simplemente para sobrevivir, hayan decidido dosificar al máximo la información. A la vez que, por fin, hay que decirlo, tenían un tema con el que hablar con todo el mundo, incluida la gente con la que nunca se habla.
Nueva normalidad. Es la gran solución final. Aunque la pasión por lo nuevo ya es vieja, pues hace tiempo que vivimos del remozamiento perpetuo. Además, ¿puede ser nuevo algo normal? En resumidas cuentas, ¿qué vamos a decir de esta vieja pasión? Llevamos décadas normalizándonos más y más, otra vez a imitación del norte, de ahí nuestro aire más bien marciano. Más de lo mismo, en suma: más tecnología, más expertos, más obediencia y prudencia ciudadana. Más desarme personal del individuo, a imitación de Suiza, Holanda o Estados Unidos. ¿Distancia social? Claro, hay que parecerse al puritanismo calvinista que nos sodomiza. ¿Todavía más? Sí, en una masiva obediencia conductista, casi soviética, pero avalada ahora por la medicina democrática. En este socialismo a ultranza del Estado-mercado, la Salud es una figura clave para alcanzar la seguridad. La salud es hoy el alma del cuerpo. Como dice Han, la terapia ha ocupado el lugar de la teología.
Información, consumo, actualidad política. ¿Adiós a la singularidad personal? Es la época de la interdependencia, dice cualquier político con aspiraciones globales. Llevamos años viviendo del contagio masivo, el bueno, que además últimamente se ha personalizado. Ahora se trata de hacer del contagio malo, de la excepción maléfica (el cáncer, la depresión, el coronavirus), algo también crónico. Cronificar el miedo: cuanto más asustado e inválido, más flexible es el ciudadano. El bienestar también significa que solo en el fondo, en sus vicios privados, pueda alguien ser realmente distinto. A primera vista solo queremos diferencias comercializables, minorías reconocibles. Digitalización, ecología, vida sana. Distancia social y teletrabajo. Cita previa hasta para vivir, ya no digamos follar. Pronto Tinder se quedará corto y habrá protocolos de consentimiento hasta para hablar con tu propia madre. Para bien y para mal, muchos olvidaremos pronto este trauma. Houellebecq, que en sus últimas novelas ha convertido el apocalipsis en chiringuito de playa, tiene posiblemente razón en este punto. Lo malo se olvida pronto, dice el refrán. Y en cierto modo así debe ser. La gente necesita volver cuanto antes a hacer su vida, cosa hoy dificultada por todas partes.
Sin duda, sería deseable que la sociedad sacase de estos meses una cierta lección de humanismo, pero es muy dudoso que esto ocurra en una autodenominada “sociedad del conocimiento” que, en realidad, es sociedad de la auto-vigilancia. Frente a ella, quien quiera ser libre ha de redoblar sus armas, ya que el Amo no es hoy nadie en concreto: el poder se basa en el consenso (tras una élite horizontal que simula imitar a los ciudadanos) y el miedo a romperlo, a quedarse atrás. Desgraciada o afortunadamente, por debajo las cosas son muy distintas. A partir de ahora quien quiera sobrevivir habrá de limitar su pacifismo cívico, sin entregarse como ganado al mandato estatal. Es un poco preocupante que la progresía, a veces también la de corte “lacaniano”, diga en este punto lo que dice todo el mundo, impartiendo consejos de mansedumbre bovina.
Después de someternos a una limpieza étnica personalizada, que pasa por el control médico a distancia y normas de higiene y distanciamiento, también dentro de cada uno de nosotros (más que nunca, habrá que mantener a raya los grumos oscuros del cuerpo), despertaremos en una Nueva Normalidad. Con su lúcida crueldad, Agamben comenta: millones de ciudadanos, para integrarse, aceptarán sentirse apestados. En otro sentido ya lo eran, dice el filósofo, pues estaban contaminados hasta el tuétano por la sociodependencia que se realimenta del miedo. El resultado es esta comunicación sin comunidad sobre la que algunos nos han alertado. Rituales de distanciamiento, incluso en los entierros, en vez de la antigua aproximación. Distanciamiento disfrazado bajo un ritual clínico. Es la sociedad de la cuarentena, que ha de normalizar como algo crónico, más todavía de lo que era, hasta la depresión. Corona blues, dicen en Corea.
¿Saldremos más fuertes? Sí, pero en nuestra voluntad de debilitar nuestra personalidad al máximo. La pandemia inaugura una vigilancia biopolítica interactiva. Hace décadas que, a imitación de la Democracia más grande del mundo (el tamaño importa), somos empujados a dejar atrás cuanto antes la vida espontánea de los afectos. ¿Nueva normalidad? Enfundado en su frialdad trajeada, epítome de lo más granado de la clase dirigente europea, Sánchez solo le ha dado el enésimo nombre a una vieja aspiración política. Cronificar es lograr una pandemia y un miedo sostenibles, a imitación de otras mutilaciones también sostenibles. Clonación sostenible, por qué no. Al fin y al cabo, como inválidos bien equipados, se trata de aprender a convivir con la servidumbre voluntaria hacia el nuevo dios social. No tan nuevo, pues lleva décadas debilitando nuestra independencia.
Una vez más el ingenio popular, desde el último empleado hasta algún empresario, ha sido clave para que el desastre no fuese completo. Si dependiese de los expertos, los científicos y los políticos, ni sabemos dónde estaríamos. Pero ellos solo son la patética minoría que pretende cortar el bacalao. Lejos de ellos, la gente que nos ha quitado las castañas del fuego, el personal médico y un amplio abanico de trabajadores, saben muy poco, por fortuna, de la posverdad y la deconstrucción. Cuanto más progresista y político es el humano, cuanto más “experto” y empoderado, menos conciencia tiene del mal. Menos ojos, oídos y manos para ayudar, para el coraje y la generosidad que requiere afrontar el peligro y brindar protección.
Igual que el sida, este nuevo mal es propio de la promiscuidad metropolitana. Es posible que los vagabundos sean quienes mejor hayan llevado la lenta hecatombe. Quizá apenas se enteraron. Cuando guardaban la “distancia social” lo hacían compartiendo a morro la misma botella de cerveza. En general los pobres, que en España y en Italia viven sin distancia social, también parecen los más preparados para sobrellevar mejor, psíquica y corporalmente, la pandemia. Como saben más bien poco de la llamada sociedad del bienestar, siguen teniendo armas primarias para afrontar la crudeza de los reveses, mientras ignoran a la información y a los políticos. Tal vez esto compense que los hospitales no les atiendan fácilmente. Por la misma razón, es posible que en Colombia o México la gran mayoría alejada de las élites vaya a sufrir menos angustia que en España o Italia. Y la angustia baja las defensas.
Hay razones incluso para pensar que la desproporción psicológica de esta pandemia se debe a que por fin nos ha tocado a nosotros, en definitiva, una estirpe hipocondríaca, apoltronada en la religión de la seguridad. Es posible que en Perú, en Marruecos o en Gaza, donde la vida es más real y más difícil (allí las vidas valen menos, dice nuestro racismo democrático), se tomen esto con una menor histeria y un grado más alto de empatía comunitaria.
Siguiendo un instinto de poder y distancia, a los gobiernos les encanta poder emitir decretos y medidas de excepción. Por encima de todo, les encanta que la población obedezca en masa, conducida por el miedo. En medio de una deseada inmunidad de rebaño es incluso dudoso que nosotros, ciudadanos terciarios perpetuamente conectados, nos sintamos vivos si no ocurre alguna pequeña catástrofe. ¿No es lo que buscamos con el exitoso género de terror, con los efectos especiales, con los deportes de riesgo? Dentro de un panorama biopolítico donde la medicina y la ciencia son la autoridad competente, el reiterado llamamiento a la responsabilidad de cada uno es en realidad el llamamiento a obedecer, a interactuar con el poder acéfalo, a gestionar bien el miedo. A hacerse responsable, en suma, de la desactivación personal. Cada uno debe hacerse cargo de una interactividad basada en una previa interpasividad. De ahí nuestra flexibilidad cadavérica. La ficción social del poder compartido continúa, mucho más poderosa que en la hipocresía de antaño.
Llevamos décadas desactivando la independencia personal: ¿qué sentido tiene pedir ahora una especie de heroísmo individual? Solo éste: colaboren, ayúdennos a gobernarlos. En las mascarillas y en los desplazamientos, salvo raras excepciones, todo el mundo obedeció a las amenazas morales acompañadas de multas. Incluso hubo ciudadanos que se erigieron en vigilantes de la playa democrática para increpar a otros que se saltaban las normas.
La sociedad como policía, se dijo. Que nadie se salga del gran angular de lo social, de su estatismo continuo, establecido en Fases hacia la vuelta a lo que debería ser una eterna Fase X. Nueva normalidad: permanezcan atentos a la pantalla, el altavoz de la de las órdenes y los posibles rebrotes. A partir de ahora hay que estar de continuo en guardia. Parece que la moraleja es que habíamos sido demasiado humanos, demasiado espontáneos, excesivamente hedonistas y libertinos. Vamos entonces a clonarnos, todavía más. Por eso la policía apenas ha tenido ni tendrá que actuar. Se limitó, de vez en cuando, a hacer acto de presencia y aplaudir con nosotros. Malas noticias para la Revolución: tampoco va a ser mañana. Menos mal que, en el fondo, nadie la quería. Era solo, en mil anuncios publicitarios, un recurso retórico para que la normalización en curso no fuese en exceso aburrida. Tal como están las cosas, usando a fondo la violencia política del deseo algunos nos empeñaremos en que la vieja anormalidad sea posible todavía.
Hemos atravesado también una pandemia de confusión. Tanto a nivel médico, como psicológico y social, tardaremos tiempo en saber lo que hemos pasado en estos últimos meses. Ahora mismo no es descartable ninguna hipótesis, de la más moderada a la más fantástica. Y esto no solo por la dificultad personal en cada uno de nosotros para ordenar tantas sensaciones contrapuestas en días de zozobra y encierro, no solo por las cien transformaciones que hemos atravesado sin quererlo ni saberlo. También porque este periodo ha sido de una escandalosa incertidumbre en casi todos los órdenes. Sobre las mascarillas, la facilidad del contagio, el número real de muertos, la fiabilidad de los test y el curso mismo de la enfermedad, hemos oído casi todo, a veces en el mismo día. ¿Dónde, cuándo y qué no ha hecho el ridículo si podía hacerlo? No solo los gobiernos, prácticamente todos, y la cúpula de la Unión Europea. También la Ciencia, señalada como guía y disculpa política en estos tiempos de niebla vírica, ha dicho cien cosas distintas durante la misma semana sobre algo crucial que nos afectaba. El principio de incertidumbre se ha mostrado la pulpa de la sociedad del conocimiento, manteniéndonos el día entero en vilo a la espera de la próxima interpretación. No solo B. Gates y M. Zuckerberg se han hecho todavía más multimillonarios. Además, políticos, intelectuales, toda clase de expertos y científicos han viralizado su versión de los hechos en artículos y tertulias. ¿Se llegará también a decir, como se ha dicho del cáncer: Más viven de coronavirus que mueren de él? Al tiempo. Ahora mismo asistimos a otra carrera de la ciencia, prestigio y dinero incluidos, para ver qué empresa y qué nación descubre antes la ansiada vacuna. No es extraño que tantos ciudadanos, simplemente para sobrevivir, hayan decidido dosificar al máximo la información. A la vez que, por fin, hay que decirlo, tenían un tema con el que hablar con todo el mundo, incluida la gente con la que nunca se habla.
Nueva normalidad. Es la gran solución final. Aunque la pasión por lo nuevo ya es vieja, pues hace tiempo que vivimos del remozamiento perpetuo. Además, ¿puede ser nuevo algo normal? En resumidas cuentas, ¿qué vamos a decir de esta vieja pasión? Llevamos décadas normalizándonos más y más, otra vez a imitación del norte, de ahí nuestro aire más bien marciano. Más de lo mismo, en suma: más tecnología, más expertos, más obediencia y prudencia ciudadana. Más desarme personal del individuo, a imitación de Suiza, Holanda o Estados Unidos. ¿Distancia social? Claro, hay que parecerse al puritanismo calvinista que nos sodomiza. ¿Todavía más? Sí, en una masiva obediencia conductista, casi soviética, pero avalada ahora por la medicina democrática. En este socialismo a ultranza del Estado-mercado, la Salud es una figura clave para alcanzar la seguridad. La salud es hoy el alma del cuerpo. Como dice Han, la terapia ha ocupado el lugar de la teología.
Información, consumo, actualidad política. ¿Adiós a la singularidad personal? Es la época de la interdependencia, dice cualquier político con aspiraciones globales. Llevamos años viviendo del contagio masivo, el bueno, que además últimamente se ha personalizado. Ahora se trata de hacer del contagio malo, de la excepción maléfica (el cáncer, la depresión, el coronavirus), algo también crónico. Cronificar el miedo: cuanto más asustado e inválido, más flexible es el ciudadano. El bienestar también significa que solo en el fondo, en sus vicios privados, pueda alguien ser realmente distinto. A primera vista solo queremos diferencias comercializables, minorías reconocibles. Digitalización, ecología, vida sana. Distancia social y teletrabajo. Cita previa hasta para vivir, ya no digamos follar. Pronto Tinder se quedará corto y habrá protocolos de consentimiento hasta para hablar con tu propia madre. Para bien y para mal, muchos olvidaremos pronto este trauma. Houellebecq, que en sus últimas novelas ha convertido el apocalipsis en chiringuito de playa, tiene posiblemente razón en este punto. Lo malo se olvida pronto, dice el refrán. Y en cierto modo así debe ser. La gente necesita volver cuanto antes a hacer su vida, cosa hoy dificultada por todas partes.
Sin duda, sería deseable que la sociedad sacase de estos meses una cierta lección de humanismo, pero es muy dudoso que esto ocurra en una autodenominada “sociedad del conocimiento” que, en realidad, es sociedad de la auto-vigilancia. Frente a ella, quien quiera ser libre ha de redoblar sus armas, ya que el Amo no es hoy nadie en concreto: el poder se basa en el consenso (tras una élite horizontal que simula imitar a los ciudadanos) y el miedo a romperlo, a quedarse atrás. Desgraciada o afortunadamente, por debajo las cosas son muy distintas. A partir de ahora quien quiera sobrevivir habrá de limitar su pacifismo cívico, sin entregarse como ganado al mandato estatal. Es un poco preocupante que la progresía, a veces también la de corte “lacaniano”, diga en este punto lo que dice todo el mundo, impartiendo consejos de mansedumbre bovina.
Después de someternos a una limpieza étnica personalizada, que pasa por el control médico a distancia y normas de higiene y distanciamiento, también dentro de cada uno de nosotros (más que nunca, habrá que mantener a raya los grumos oscuros del cuerpo), despertaremos en una Nueva Normalidad. Con su lúcida crueldad, Agamben comenta: millones de ciudadanos, para integrarse, aceptarán sentirse apestados. En otro sentido ya lo eran, dice el filósofo, pues estaban contaminados hasta el tuétano por la sociodependencia que se realimenta del miedo. El resultado es esta comunicación sin comunidad sobre la que algunos nos han alertado. Rituales de distanciamiento, incluso en los entierros, en vez de la antigua aproximación. Distanciamiento disfrazado bajo un ritual clínico. Es la sociedad de la cuarentena, que ha de normalizar como algo crónico, más todavía de lo que era, hasta la depresión. Corona blues, dicen en Corea.
¿Saldremos más fuertes? Sí, pero en nuestra voluntad de debilitar nuestra personalidad al máximo. La pandemia inaugura una vigilancia biopolítica interactiva. Hace décadas que, a imitación de la Democracia más grande del mundo (el tamaño importa), somos empujados a dejar atrás cuanto antes la vida espontánea de los afectos. ¿Nueva normalidad? Enfundado en su frialdad trajeada, epítome de lo más granado de la clase dirigente europea, Sánchez solo le ha dado el enésimo nombre a una vieja aspiración política. Cronificar es lograr una pandemia y un miedo sostenibles, a imitación de otras mutilaciones también sostenibles. Clonación sostenible, por qué no. Al fin y al cabo, como inválidos bien equipados, se trata de aprender a convivir con la servidumbre voluntaria hacia el nuevo dios social. No tan nuevo, pues lleva décadas debilitando nuestra independencia.
Una vez más el ingenio popular, desde el último empleado hasta algún empresario, ha sido clave para que el desastre no fuese completo. Si dependiese de los expertos, los científicos y los políticos, ni sabemos dónde estaríamos. Pero ellos solo son la patética minoría que pretende cortar el bacalao. Lejos de ellos, la gente que nos ha quitado las castañas del fuego, el personal médico y un amplio abanico de trabajadores, saben muy poco, por fortuna, de la posverdad y la deconstrucción. Cuanto más progresista y político es el humano, cuanto más “experto” y empoderado, menos conciencia tiene del mal. Menos ojos, oídos y manos para ayudar, para el coraje y la generosidad que requiere afrontar el peligro y brindar protección.
Igual que el sida, este nuevo mal es propio de la promiscuidad metropolitana. Es posible que los vagabundos sean quienes mejor hayan llevado la lenta hecatombe. Quizá apenas se enteraron. Cuando guardaban la “distancia social” lo hacían compartiendo a morro la misma botella de cerveza. En general los pobres, que en España y en Italia viven sin distancia social, también parecen los más preparados para sobrellevar mejor, psíquica y corporalmente, la pandemia. Como saben más bien poco de la llamada sociedad del bienestar, siguen teniendo armas primarias para afrontar la crudeza de los reveses, mientras ignoran a la información y a los políticos. Tal vez esto compense que los hospitales no les atiendan fácilmente. Por la misma razón, es posible que en Colombia o México la gran mayoría alejada de las élites vaya a sufrir menos angustia que en España o Italia. Y la angustia baja las defensas.
Hay razones incluso para pensar que la desproporción psicológica de esta pandemia se debe a que por fin nos ha tocado a nosotros, en definitiva, una estirpe hipocondríaca, apoltronada en la religión de la seguridad. Es posible que en Perú, en Marruecos o en Gaza, donde la vida es más real y más difícil (allí las vidas valen menos, dice nuestro racismo democrático), se tomen esto con una menor histeria y un grado más alto de empatía comunitaria.
Siguiendo un instinto de poder y distancia, a los gobiernos les encanta poder emitir decretos y medidas de excepción. Por encima de todo, les encanta que la población obedezca en masa, conducida por el miedo. En medio de una deseada inmunidad de rebaño es incluso dudoso que nosotros, ciudadanos terciarios perpetuamente conectados, nos sintamos vivos si no ocurre alguna pequeña catástrofe. ¿No es lo que buscamos con el exitoso género de terror, con los efectos especiales, con los deportes de riesgo? Dentro de un panorama biopolítico donde la medicina y la ciencia son la autoridad competente, el reiterado llamamiento a la responsabilidad de cada uno es en realidad el llamamiento a obedecer, a interactuar con el poder acéfalo, a gestionar bien el miedo. A hacerse responsable, en suma, de la desactivación personal. Cada uno debe hacerse cargo de una interactividad basada en una previa interpasividad. De ahí nuestra flexibilidad cadavérica. La ficción social del poder compartido continúa, mucho más poderosa que en la hipocresía de antaño.
Llevamos décadas desactivando la independencia personal: ¿qué sentido tiene pedir ahora una especie de heroísmo individual? Solo éste: colaboren, ayúdennos a gobernarlos. En las mascarillas y en los desplazamientos, salvo raras excepciones, todo el mundo obedeció a las amenazas morales acompañadas de multas. Incluso hubo ciudadanos que se erigieron en vigilantes de la playa democrática para increpar a otros que se saltaban las normas.
La sociedad como policía, se dijo. Que nadie se salga del gran angular de lo social, de su estatismo continuo, establecido en Fases hacia la vuelta a lo que debería ser una eterna Fase X. Nueva normalidad: permanezcan atentos a la pantalla, el altavoz de la de las órdenes y los posibles rebrotes. A partir de ahora hay que estar de continuo en guardia. Parece que la moraleja es que habíamos sido demasiado humanos, demasiado espontáneos, excesivamente hedonistas y libertinos. Vamos entonces a clonarnos, todavía más. Por eso la policía apenas ha tenido ni tendrá que actuar. Se limitó, de vez en cuando, a hacer acto de presencia y aplaudir con nosotros. Malas noticias para la Revolución: tampoco va a ser mañana. Menos mal que, en el fondo, nadie la quería. Era solo, en mil anuncios publicitarios, un recurso retórico para que la normalización en curso no fuese en exceso aburrida. Tal como están las cosas, usando a fondo la violencia política del deseo algunos nos empeñaremos en que la vieja anormalidad sea posible todavía.
I sembla que això del confinament comença a acabar-se i que tornem a fer classes sense una pantalla pel mig, tot i que la mascareta serà una intermediària a la que ens haurem d’acostumar.
Sembla que haurem d’assumir els milers de morts de manera més viva que quan les epidèmies només afectaven al 3r món i haurem d’acceptar que aquelles xifres que dia rere dia s’enuncien, engloben a mares i àvies, pròpies o d’amics, directes o indirectes, però cruament reals i directes aquesta vegada. Realment democràtic el virus: no ha respectat el nostre privilegi i ens ha tractat com si no haguessim comprat la immortalitat.
Hem d’assumir que tot i que encara és d’hora (hi ha ferides massa tendres), apareixerà l’argument segons el qual la selecció natural ha actuat i s’ha endut als febles, beneficiant d’aquesta manera a la qualitat del conjunt de supervivents… El neoliberalisme darwinista (sense permís de Darwin, que era bona gent) sempre veu avantatges en les desgràcies alienes, manifestant així la qualitat moral dels seus defensors, molt propera a la del vòmit d’un escarabat.
Hem d’assumir que el confinament ha aprofundit en les desigualtats socials. Al cap de la segona setmana vaig pensar que no era una situació tan penosa com manifestaven molts dels meus alumnes, però no vaig trigar gaire a prendre consciència dels meus privilegis: viure a un pis on sempre hem pogut trobar un punt d’aïllament, una terrassa per comprovar que els ocells tenen ales, una bona connexió a internet i suficients auriculars com per no emprenyar-nos massa els uns als altres… Però les bretxes no desapareixen pel fet de reconèixer els nostres privilegis i de posar-nos en la pell dels altres: l’empatia és només un recurs pseudocientífic que no substitueix a la revolta. Curar la desigualtat amb empatia és com parar al coronavirus amb homeopatia, queda maco i és “resultón” als discursos, però criminalment inútil en la pràctica.
Hem d’assumir que les pandèmies treuen el pitjor de tota la humanitat i, per tant, treuen el pitjor dels pitjors humans. Així, la nostra classe política ha estat, com sempre, a l’alçada… vull dir, a l’alçada d’un excrement de pangolí. Comentar el paper dels polítics dins aquest període em fa una mandra de dimensions còsmiques i, per tant, no ho faré.
Hem d’assumir que les pandèmies també treuen el millor de les bones persones. Així, he vist com hi ha alumnes que amb uns mitjans més que rudimentaris han saltat per sobre de totes les bretxes i m’han demostrat que els herois no són mai senyors amb uniforme sinó noietes que són capaces de fer i lliurar els deures de filosofia només amb un telèfon mòbil, imaginació i unes ganes d’aprendre sense aturador.
Hem d’assumir que la capacitat d’infantilitzar-nos que tenen determinades administracions tendeix a infinit: hem aplaudit als sanitaris, i hem omplert les xarxes de lemes absurdament simplistes: des del “Resistiré” fins al “tot anirà bé”, passant per les crides a la unitat, l’expressió de la fortalesa de la societat que sortirà de la pandèmia. Com sempre que repetir un lema substitueix a fer una reflexió crítica, perdem l’oportunitat d’aprendre alguna cosa nova. Afortunadament en Martí i Pol, generador incansable de versos que poden esdevenir lemes, no va escriure sobre pandèmies… encara ens trobaríem penjades, a les parets dels centres educatius, cartolines amb lemes higienistes: Que tot està per desinfectar i tot és possible…
I ara tornem: la mascareta ben posada, les mans xopes de gel hidroalcohòlic, l’institut convertit en un escape room (només podràs sortir si segueixes el camí correcte!), els mitjans insuficients i una sensació de que estem en fals: mirant la dotació d’equips de protecció que el Departament d’Educació ha proporcionat als centres, he recordat una trista imatge: Als inicis del confinament, quan es va materialitzar una carència de mascaretes (amb la conseqüent pujada de preus) vaig veure un depenent d’un supermercat amb una bossa de plàstic lligada al voltant del cap, tot subjectant un mocador de paper que li tapava la boca.
Com aquest depenent, que fa el que pot per protegir-se però al que els seus caps no han proporcionat els mitjans adequats, ens sentim alguns treballadors: amb la boca inútilment tapada, en tots els sentits possibles de l’expressió.
John Stuart Mill (Londres, 1806 – Avignon, 1873)
Obras fundamentales: Bentham (1838), Sistema de la lógica(1843), Ensayos sobre algunas cuestiones disputadas en economía política (1844), Principios de economía política (1848),Sobre la libertad (1859), Pensamientos sobre la reforma parlamentaria (1859), Consideraciones sobre el gobierno representativo (1861), Utilitarismo (1863), El sometimiento de las mujeres (1869), Autobiografía (1873). Igualmente, son destacables tres escritos aparecidos póstumamente en 1874: La Naturaleza, La utilidad
... (... continúa)Lee McIntyre, Posverdad, Madrid, Editorial Cátedra 2018
Disonancia cognitiva: Estado psicológico en el que creemos simultáneamente en dos cosas que están en conflicto entre sí, lo que crea tensión psíquica.
Efecto contraproducente: Fenómeno psicológico por el cual la presentación de información verdadera que entra en conflicto con las creencias erróneas de alguien hace que esta persona crea en dichas ideas con más fuerza aún.
Efecto Dunning-Kruger: Fenómeno psicológico por el cual nuestra falta de capacidad para hacer algo causa que sobreestimemos enormemente nuestras destrezas reales.
Falsa equivalencia: Sugerir que dos puntos de vista tienen igual valor, cuando es obvio que uno de ellos está más cerca de la verdad que el otro. A menudo es usada para evitar acusaciones de sesgo partidista.
Hechos alternativos: Información dada para desafiar la narración basada en hechos que son hostiles a las creencias que uno prefiere.
Noticias falsas (fake news): Desinformacionescreadas deliberadamente para que parecezcan noticias reales con la intención de ejercer un efecto político.
Posmodernismo: Cualquier conjunto de creencias asociado con un movimiento en el arte, la arquitectura, la música y la literatura que tienda a descartar la idea de la verdad objetiva y de la existencia de un marco de evaluación política neutral.
Posverdad: Subordinación de la verdad a intereses políticos.
Razonamiento motivado: Tendencia a buscar información que apoye lo que queremos creer.
Sesgo de confirmación: Tendencia a dar más peso a la información que confirma nuestras creencias preexistentes.
Silo informativo: Tendencia a buscar información de fuentes que refuerzan nuestras creencias y a bloquear las que no lo hacen.
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Tenemos una pandemia y queremos acabar con ella, sin perjudicar de paso a la economía. Para eso tomamos unas medidas. Pero, ¿cómo saber que hemos tomado la mejor de todas? En principio, viendo si funciona: si la pandemia remite y finalmente se acaba, y el país no se sume en la ruina por el camino, es que hemos hecho bien. Pero científicamente eso es insuficiente. Podríamos estar cayendo en una falacia post hoc, ergo propter hoc de manual: hago A, ocurre B, por tanto, A es la causa de B. Es el error básico de las supersticiones: tengo una pata de conejo, me toca la lotería, por tanto, la causa de que me toque la lotería es mi pata de conejo. Para evitarlo, no queda más remedio que aislar la variable y comparar. En ciencia, para saber si una variable es la causa de un efecto se construye un experimento en el que se comparan dos situaciones totalmente iguales excepto en la variable estudiada. Si el resultado es igual en ambos casos, la variable es irrelevante, si no lo es, entonces la variable es la causante de esa diferencia (y lo repetimos muchas veces para saber también que no es puro azar). En el ejemplo mencionado, dos personas compran lotería varias veces, una tiene una pata de conejo y la otra no: se trata de ver si a una le tocaría la lotería muchas más veces que a la otra.
En el caso de pandemia, un Estado podría estar tomando medidas y acabar con ella. Pero, ¿cómo saber si la pandemia ha acabado por esas medidas y no por otra cosa? ¿Y cómo saber si otras medidas distintas no habrían acabado con la pandemia igualmente o incluso a un menor coste? La primera pregunta requeriría comparar esa medida con simplemente no hacer nada. En principio, cabe la hipótesis de que la pandemia remitiera por sí sola y que, se hiciera lo que se hiciera, sus efectos fueran iguales (si acaso que ocurrieran más tarde o más temprano). Incluso que no hacer nada tuviera mejores resultados que hacer cualquier cosa. Esta opción no se ha ensayado, ni siquiera en Gran Bretaña. Se estima que el coste humano en víctimas del propio virus y del colapso de las UCI sería excesivo. Pero es una estimación, no es empírico porque no se ha dejado que ocurra. No obstante, la probabilidad de esa hipótesis es tan baja que por eso mismo ni se ha ensayado. Su probabilidad viene a ser la misma que tomar la única medida de rezar a Dios o a la virgen favorita de cada cual y no hacer ninguna otra cosa (una medida así no la ha tomado ni siquiera la única teocracia que queda en Europa: el Vaticano).
Suponiendo que no hacer nada, o meramente rezar, no son opciones, ¿qué medida es mejor que otra? Los medicamentos, por ejemplo, no se comparan con no hacer nada, sino con otros medicamentos o con placebos, asumiendo que hacer algo, o por lo menos simularlo, ya de por sí es mejor que no hacer nada. Pero aquí es importante no perder de vista una condición científica como es caeteris paribus: si todo lo demás no cambia. Por ejemplo, para saber si un medicamento es efectivo, se compara a dos grupos de pacientes con los mismos síntomas. A uno se le administra un placebo y al otro el medicamento estudiado (sin que ellos sepan cuál se les administra ni tampoco los médicos que los analizan: experimento doble ciego). Si ambos mejoran igual, el medicamento no vale, pero si el del medicamento mejora más que el del placebo entonces sí vale (si empeora respecto del placebo lo que tendríamos ¡es un veneno!). Pero para eso es muy importante que todo lo demás no cambie. Por ejemplo, si los pacientes de un grupo hacen deporte y los del otro no, no podríamos saber si la mejoría se debe al medicamento o al deporte.
En un laboratorio es relativamente fácil hacer estos experimentos, donde se puede aislar cada variable y controlar que todo funcione caeteris paribus. Fuera del laboratorio es mucho más difícil, así como extrapolar los resultados obtenidos en un laboratorio a fuera del mismo. Esto sucede sobre todo en las ciencias humanas y sociales. ¿Cómo saber que una psicoterapia, una metodología docente, una medida económica o una política social está siendo efectiva por sí misma y no por otro factor?, ¿o que es mejor que nada?, ¿o que es mejor que otra medida alternativa?
La dificultad es cómo comparar en condiciones caeteris paribus. No tenemos dos Españas exactamente iguales en las que podamos hacer una cosa en una y otra en la otra y ver qué pasa. Eso puede que esté pasando en las innumerables Españas de los innumerables universos paralelos pero, como no podemos viajar de uno a otro, de nada nos sirve. Y, además, necesitaríamos varias Españas iguales, para evitar el puro azar.
Comparar con otros países tampoco vale y ya debería ser evidente por qué: no se cumple la condición caeteris paribus. De hecho no se cumple ni siquiera dentro del propio país entre sus regiones. Las diferencias demográficas, climáticas, alimenticias, culturales, etc., de cada región o país son tantas que una medida efectiva o más efectiva en un sitio podría ser nula o peor en otro lugar. Ese es el error de compararnos con China o Corea del Sur, por ejemplo. Sus medidas contra la pandemia han sido muy distintas, y parece ser que ambas efectivas, pero no se puede saber si las medidas chinas hubieran valido en Corea del Sur o las surcoreanas en China, ni tampoco si unas u otras son las mejores o no en las condiciones españolas. Pasa igual con los resultados de las pruebas PISA: Finlandia y Corea del Sur tienen los mejores resultados con metodologías docentes totalmente opuestas. Y puede que lo que sirve en uno y otro no sirva en los demás países.
Lo mismo vale para la experiencia acumulada de anteriores pandemias (como la gripe española, por ejemplo). La distancia temporal y los grandes cambios habidos desde entonces afectan negativamente a la condición caeteris paribus.
La ciencia lo que hace es recoger muchos datos y construir modelos. Pero son eso, modelos, y ya se sabe que un modelo es como un mapa: andamos sobre el terreno, no sobre el mapa. Los modelos son aproximaciones, pero no son verdades absolutas (como nada lo es en ciencia). El modelo geocéntrico estuvo vigente y fue sumamente práctico durante mucho tiempo, pese a estar equivocado. O el de la física newtoniana hasta Einstein. Con esos modelos podemos estimar qué podría pasar teniendo en cuenta esto y esto (lo que sabemos por ahora y sin olvidar lo mucho más que no sabemos) y suponiendo que todo lo demás es irrelevante (que ya es suponer mucho). Dicho sea de paso, eso explica por qué parece que a veces la ciencia va dando bandazos, y que unas veces dice una cosa y otras veces otras: porque conforme aumenta lo que sabe y va descubriendo, van cambiando las conclusiones siempre provisionales. La ciencia se corrige a sí misma interminablemente, para disgusto de quienes “necesitan” verdades inamovibles. En estas circunstancias esto se agrava porque la sed de información nueva está llevando a que se publiquen y difundan estudios preliminares como si ya fueran concluyentes. De ahí que sea posible encontrar un estudio que “demuestra” casi cualquier conclusión que queramos.
Pero entonces, ¿qué nos ofrece la ciencia? Pues datos, hipótesis, modelos, teorías, experimentos, y sobre todo probabilidades… Ni más, ni menos: no nos ofrece respuestas definitivas, absolutas, ni tampoco ocurrencias ni charlatanería. Y esto que nos ofrece la ciencia es lo mejor que tenemos disponible. No puede ofrecernos más (certezas, dogmas) porque sería imposible; conformarnos con menos (charlatanería, pseudociencia, religión, cuñadismo…) sería irresponsable.
Es importante remarcar que la ciencia ofrece sobre todo probabilidades, no certezas. Y, normalmente, ofrece varias y entre las que hay que elegir. Y esto es importante: la ciencia no ofrece criterios científicos para elegir entre ellas. Esa decisión ya no le compete a la ciencia, ahí es donde entra la política basada en ciencia. Veamos un ejemplo sencillo para entenderlo. La ciencia puede calcular la probabilidad de las diferentes opciones en un juego de azar. Por ejemplo, la ruleta rusa. Imagine el escenario. Una pistola de seis balas cargada con solo una y cuyo cargador se gira una sola vez. Puedes jugar hasta cinco veces seguidas o hasta que te toque la bala, claro. Si no juegas, no ganas nada. Si juegas una vez (y no mueres) tienes un premio, y si sigues jugando (sin morir) el premio se incrementa exponencialmente o más: si llegas a dispararte cinco veces sin morir ganas un premio desorbitante (puedes jugar una sexta vez si quieres, pero entonces el premio seguro es el cielo de tu religión favorita, o el infierno, depende de si tu religión castiga allí a los muy tontos). ¿Qué puede decirnos la ciencia al respecto? La ciencia puede calcular las probabilidades de cada una de las opciones. No jugar no tiene premio, jugar una sola vez tiene 5/6 de probabilidades de ganar (pero 1/6 de probabilidades de morir), jugar dos veces tiene una probabilidad mucho menor pero un premio mucho mayor… y jugar cinco veces tiene una probabilidad ínfima pero un premio increíble. También puede detectar errores de razonamiento, por ejemplo, pensar que si antes que yo ha jugado otro, y ha muerto a la primera, la probabilidad de que yo muera a la primera es menor (falacia del jugador: el azar no “recuerda” los resultados anteriores; si la moneda sale cara una vez, no es más probable que salga cruz la siguiente).
Cualquier decisión que tome un gobierno es probable que parecerá desacertada comparada con el juicio al respecto que pueda hacerse a posteriori, con más información y sabiendo el resultado. Así como puede descalificarse en el mismo momento ofreciendo una alternativa igualmente hipotética (sobre todo si no tengo la responsabilidad de ponerla en práctica y asumir sus consecuencias si luego sale mal). De ahí que gobierno y oposición estén condenados a no entenderse (sobre todo si, además, no quieren hacerlo de antemano). Una medida del gobierno del tipo que hemos llamado B en la tabla podría ser criticada por la oposición ofreciendo una alternativa de tipo C (o a la inversa). Volviendo al ejemplo de la ruleta rusa: quien decida no jugar puede ser criticado de cobarde, pero quien juegue una vez y muera puede ser criticado de imprudente. Y puede usarse la misma evidencia científica a favor de cada opción. ¿Es mejor un confinamiento masivo o solo confinar a los grupos de riesgo? Ambos tienen (probables) beneficios y perjuicios así como efectos secundarios y otros impredecibles. Añadamos los problemas que plantean otras opciones que implican dilemas sobre inteligencia artificial (IA) y otras tecnologías y las libertades individuales, etc. Y, en cualquier caso, se haga lo que se haga, siempre quedará la duda de qué habría pasado si se hubiera hecho otra cosa.
En conclusión, la toma de decisiones sobre cómo actuar en esta crisis sanitaria y económica no es puramente científica sino, en última instancia, política. Y así debe ser si esto es una democracia. En democracia, los científicos tienen autoridad pero no poder. En democracia, las decisiones deben tomarse con razones y argumentos que tengan su base en la información científica, pero la base o cimiento no es el edificio. Sobre el mismo cimiento (información científica) pueden construirse varios edificios distintos (las distintas opciones políticas entre las que hay que elegir), igual que hay edificios que no son aptos sobre ese cimiento (las opciones pseudocientíficas o sin base científica alguna). En democracia, el pueblo tiene el poder y lo ejerce a través de sus representantes (por lo menos en teoría), y dichos representantes tienen la obligación de debatir y dialogar entre ellos sobre las diferentes opciones con base científica que tienen disponibles. Y, para disgusto de dogmáticos, no hay una única opción disponible, por lo menos, por ahora, y puede que nunca la haya y no nos quede más que el diálogo. Sea como sea, la ciencia seguirá siendo necesaria (aunque no suficiente).
[www.filosofiaenlared.com]
Nuestra intrincada trama de neuronas condiciona nuestro pensamiento y comportamiento, al mismo tiempo que los posibilita, pero no los determina por completo. Ni siquiera la física acepta hoy el determinismo que fue moda en tiempos de Laplace. Así pues, dado que las personas somos mucho más que un cerebro y un conjunto de neuronas, ni nuestro pensamiento ni nuestro comportamiento podrán ser descifrados únicamente a partir de las neurociencias. Pero, dado que nuestra base fisiológica es condición necesaria de ambos, tampoco podremos prescindir de las neurociencias si queremos entenderlos a fondo.
Reducir todo lo humano al cerebro implica olvidar, por lo pronto, el resto del organismo, así como a la persona en su conjunto, entendida como un todo integrado. En consecuencia, parece recomendable una interpretación y un cultivo de las neurociencias en modo co-; es decir, en comunicación y colaboración respetuosa con otras muchas disciplinas, en lugar de una neurociencia en modo su-, cuya aspiración sería la de sustituir y suceder a las disciplinas humanísticas.
La neuroética, por poner un ejemplo, será el campo en el que se comuniquen y cooperen las neurociencias y la ética, desde el mutuo respeto a sus respectivas identidades y metodologías. Sería un error, que probablemente conduciría a la frustración, interpretar la neuroética como la disciplina neurocientífica llamada a reemplazar a la ética filosófica. Semejante sustitución sería más bien una simple suplantación de la ética, tal y como esta se ha entendido tradicionalmente, por un sucedáneo. Algo parecido vale para el neuroderecho, la neuroeconomía, la neuroestética, el neuroarte, la neurofilosofía, el neuromárketing, la neuroteología, la neuromedicina, la neurolingüística, la neuropsicología, la neuropsiquiatría, la neurosociología, la neuropedagogía, la neuropolítica...
Mientras que la neurociencia entendida en modo su- no augura sino frustración, la neurociencia en modo co- tiene un gran valor ya en el presente y promete un futuro muy esperanzador, pues nos ayudará a conocer buena parte de las condiciones de posibilidad de nuestro comportamiento y de nuestro pensamiento.
Alfredo Marcos, Neurociencia: evitar el desengaño, Investigación y Ciencia Marzo 2016
V Cafè filosòfic virtual 5/6/20 |
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Si hubiera que elegir una palabra-símbolo que visualizase el ser de nuestra época seguramente sería viral. Expresa nuestra prepotencia: el sueño de la ubicuidad propia sólo de los dioses, instantaneidad global, conectividad total, transmisión supersónica y la floreciente sincronía con la que nos gusta contagiarnos mentalmente. Nuestro orgullo es ser virales. Lo que no sea viral no es nada. No hace falta ponerse freudiano para darse cuenta de que esa viralidad expresa el soñado supertamaño de nuestra virilidad. Y lo dejo ahí, sin ir más lejos ni entrar en más profundidades, que se podría. Como pasa con tanta frecuencia en la Historia, esas ensoñaciones terminan en el sarcasmo cadavérico. Hay algo que nunca deberíamos olvidar: el sarcasmo de la vida es la muerte. Como se está viendo. Lógicamente, el gran sarcasmo de nuestra viralidad tenía que ser un virus. He ahí la paradoja y el ridículo. Desde que el mundo se creara hace millones de años, en cuanto aparecía una plaga, epidemia o peste los humanos la interpretaban como una advertencia divina. Sin entrar ahora en disquisiciones teológicas profusas, está claro que este virus que nos manda el destino viene a ser el castigo a nuestra soberbia viral.
En su precioso libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Stefan Zweig describe en el primer capítulo (‘El mundo de la seguridad’) cómo era el mundo de sus padres, ricos industriales judíos en aquella Viena finisecular. Y comenta: “fue la edad de oro de la seguridad”. Las frases que reproduzco a continuación están tomadas casi literalmente de Zweig. Todo en nuestra milenaria monarquía austriaca parecía basarse en el fundamento de la duración. Había una conmovedora confianza en la imposibilidad de que el destino acabase con aquella realidad que parecía inmutable. Eso, dice, fue una peligrosa arrogancia. La gente creía más en el progreso que en la Biblia. Creían tan poco en que pudiera volver la barbarie como en el regreso de las brujas o de los fantasmas. Pero, comenta Zweig citando a Freud, a nuestra cultura y civilización la separa de las terribles fuerzas del infierno solamente una capa muy fina. Y remata: “a quienes aprendimos del horror nos resulta banal aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzo humano”. “Desde el abismo de horror en el que hoy [el libro se escribe en 1942], medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante… Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes”. Como el nuestro.
Aquel mundo se rompió en un instante: el 28 de junio de 1914, víspera de la festividad de san Pedro y san Pablo, día radiante de verano con un cielo sedoso y aire sensual. Ese día Zweig está leyendo –sentado en un parque de Baden, cerca de Viena, balneario en el que había pasado varios veranos Beethoven– el libro de Merezhkovski Tolstoi y Dostoyevski, lectura muy apropiada para el drama que se avecinaba. De pronto, la banda que ameniza la hermosa matinée se para en medio de un compás, los músicos abandonan el templete, y la gente se arremolina alrededor de un pasquín. Es el telegrama que anuncia que el heredero del trono, Francisco Fernando de Austria, y su esposa, la condesa Sofía Chotek de Chotkowa y Wognin con su deslumbrante traje blanco, habían sido asesinados en un atentado en Sarajevo. Faltaban poco más de 30 días para la Gran Guerra, y treinta años más de crisis y convulsiones hasta llegar a la tragedia más grande que hayan visto los siglos, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. El mundo de ayer había dejado de existir.
Dice un párrafo de Tocqueville en su magistral Recuerdos de la revolución de 1848: “creo –y que no se ofendan los escritores que han inventado esas sublimes teorías para alimentar su vanidad y facilitar su trabajo– que muchos hechos históricos importantes no podrían explicarse más que por circunstancias accidentales y que muchos otros son inexplicables; que, en fin, el azar… tiene una gran intervención en todo lo que nosotros vemos en el teatro del mundo, pero creo firmemente que el azar no hace nada que no esté preparado de antemano. Los hechos anteriores, la naturaleza de las instituciones, el giro de los espíritus, el estado de las costumbres son los materiales con los que el azar compone esas improvisaciones que nos asombran y nos aterran”.
Lo resumió muy bien Hume: pensamos que es posible “parar el océano con un haz de ramas”. Así que lo que nos ha pasado es que el tsunami que es el mundo se ha llevado por delante la mitad de lo que somos y de lo que tenemos. Cuarenta mil vidas, más las muchas miserias que aún faltan. Resulta que un invisible virus ha perforado el suelo de nuestras certezas como si fueran de cartón piedra, y las ha degradado a lo que eran, ficciones. Y ha roto en mil pedazos el esquema vital sobre el que sosteníamos nuestra existencia
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