I
Voy en autobús. Nadie mira por la ventanilla. Nadie mira al de enfrente. Nadie alza la cabeza sino para constatar lo que aún falta para llegar a su destino. Nadie comparte nada. Las manos, ocupadas en los teléfonos móviles, no tienen nada que compartir. Mucho mejor que el asiento disponga de un conector USB que de una inmensa ventana para asomarnos al paisaje.
II
Recuerdos remotos, pero no borrosos, sino frecuentísimos y nítidos, de mi infancia en los campos de labranza. Comienzo por la jota del labrador, que parecía ir guiando con ella el arado. Ya no se canta. Ya no se ara. Ya no se mira al cielo como quien mira al tirano de quien depende el pan de cada día. El papel del cigarro, que había que liar parsimoniosamente y la bota en el ribazo, a la fresca. Si pasaba algún conocido por el linde, se lo llamaba, invitándolo a un pitillo y un trago. Y alzando los riñones ante la tarea ya hecha y la por hacer se hablaba. Se hablaba de todas esa nimiedades que hoy ya no tenemos para contar. Pero en esas nimiedades que acompañaban al liado del cigarrillo o al chorro de vino que salía alegre de la bota se encontraba el secreto de un mundo. Y no lo sabíamos. Se necesita tener algo entre manos que sea imprescindible compartir para disfrutarlo: el cigarrillo, la bota para pasar unos minutos hablando de nada y, sin embargo, dándole sentido a todo.
III
Voy dándole vueltas a la idea de Ortega de que la vida solo es comprensible como un inmenso fenómeno deportivo. Eso es todo. Y no es poca cosa.
"ES MÁS FÁCIL IMAGINAR EL FIN DEL MUNDO QUE EL FIN DEL CAPITALISMO".
Tan rotunda frase, que suma miles de citas, ya en 2009 Mark Fisher la atribuyó a FREDRIC JAMESON. Este filósofo y crítico cultural estadounidense, ubicado en la tradición marxista, nos ha dejado al morir (22.09.2024) una obra tan inmensa como valiosa. A ella habrá que volver incontables veces, pero la frase que se le atribuyó siempre será un buen epítome de su pensamiento.
José Antonio Pérez Tapias
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Noté que hay un fascinante mecanismo mágico de negación y proyección invertida según el cual la mera mención de la clase automáticamente es considerada como si uno quisiera degradar la importancia de la raza y el género. En realidad ocurre exactamente lo contrario: el Castillo de Vampiros usa un concepto en definitiva liberal de la raza y el género para opacar la clase. En todas las polémicas absurdas y traumáticas que hubo en Twitter este año acerca de los privilegios fue notable que la discusión del privilegio de clase estuvo completamente ausente. La tarea, como siempre, sigue siendo la articulación de clase, género y raza; pero lo que caracteriza al Castillo es justamente la desarticulación de la clase respecto de las otras categorías. El problema que se proponía resolver el Castillo de Vampiros era el siguiente: ¿cómo conservar un poder y una riqueza enormes y seguir apareciendo como una víctima, como alguien marginal y opositor? La solución ya estaba ahí, en la Iglesia cristiana. Por eso el Castillo acudió a las estrategias infernales, las patologías oscuras y los instrumentos de tortura psicológica que inventó el cristianismo, y que Nietzsche describió en La genealogía de la moral. Este sacerdocio de la mala conciencia, este nido de beatos traficantes de culpa, es exactamente lo que predijo Nietzsche cuando dijo que se venía algo peor que el cristianismo. Aquí está...
El Castillo de Vampiros se alimenta de la energía y las ansiedades y vulnerabilidades de estudiantes jóvenes, pero sobre todo vive de convertir el sufrimiento de grupos particulares (cuanto más «marginales» mejor) en capital académico. Las figuras más loadas del Castillo de Vampiros son aquellas que han abierto un nuevo mercado del sufrimiento; aquellos que puedan encontrar a un grupo más oprimido y subyugado que los explotados anteriores subirá de rango rápidamente.
La primera ley del Castillo de Vampiros es: individualiza y privatízalo todo. Si bien en teoría dicen estar a favor de críticas estructurales, en la práctica jamás se enfocan en nada que no sea el comportamiento individual. Algunas personas de clase trabajadora no tuvieron una gran educación, y a veces pueden ser irrespetuosas. Recuerden: condenar individuos es siempre más importante que prestar atención a estructuras impersonales. La clase dominante propaga ideologías de individualismo, mientras tiende a actuar como una clase. (Muchas de las que llamamos «conspiraciones» son la clase dominante mostrando solidaridad de clase.) El CV, sirviente de la clase dominante, hace lo contrario: habla de «solidaridad» y «colectividad» de la boca para afuera, pero se comporta como si las categorías individualistas impuestas por el poder fueran lo más importante. Como en el fondo son pequeñoburgueses, los miembros del Castillo de Vampiros son intensamente competitivos, pero lo reprimen, de un modo pasivo—agresivo que es típico de la burguesía. Lo que los une no es la solidaridad, sino un miedo mutuo; el miedo a ser los próximos denunciados, expuestos, condenados.
La segunda ley del Castillo de Vampiros es: haz que el pensamiento y la acción parezcan muy, muy difíciles. No puede haber liviandad, ni mucho menos humor. El humor, por definición, no es serio, ¿no? El pensamiento es trabajo duro, cosa de acentos refinados y ceños fruncidos. Allí donde hay confianza, introducen escepticismo. Dicen: no se apresuren, hay que pensar en esto con más detenimiento. Recuerden: tener convicciones es opresivo, y puede desembocar en gulags.
La tercera ley del Castillo de Vampiros es: propaga tanta culpa como sea posible. Cuanta más culpa mejor. La gente se tiene que sentir mal: es una señal de que comprenden la gravedad de las cosas. Está bien tener privilegios de clase si uno siente culpa por ello y hace que quienes están en una posición de clase más subordinada también se sientan culpables. Uno también hace algunas cosas buenas por los pobres, ¿no?
La cuarta regla del Castillo de Vampiros es: esencializa. Si bien en nombre de los miembros del CV siempre se esgrime fluidez identitaria, pluralidad y multiplicidad (en parte para ocultar su propia posición invariablemente rica, privilegiada y burguesa), el enemigo siempre debe ser esencializado. Como los deseos que animan al CV son en gran medida deseos de sacerdote, deseos de excomulgar y condenar, debe haber una clara distinción entre el Bien y el Mal, y este último debe ser esencializado. Noten la táctica. X dice algo/se comporta de determinada manera; lo que dijo o su comportamiento podría ser interpretado como transfóbico, machista, etc. Hasta ahora, todo bien. La sorpresa viene después. X pasa entonces a ser caracterizado como transfóbico, machista, etc. Toda su identidad se ve definida por un comentario equivocado o un error de conducta. En cuanto el CV organiza su caza de brujas, la victima (muchas veces una persona de clase trabajadora, no educada en las reglas de etiqueta pasivo-agresivas de la burguesía) puede ser incitada a perder los estribos, confirmando aún más su posición de paria, el próximo a ser consumido por el fuego de la quema.
La quinta ley del Castillo de Vampiros es: piensa como un liberal (porque eres uno). El trabajo del CV de avivar una furia reactiva consiste en señalar sin parar lo más obvio: el capitalismo se comporta como el capitalismo (¡no es muy agradable!), los aparatos represivos del Estado son represivos. ¡Hay que protestar!
Mark Fisher, Salir del Castillo de Vampiros, jacobinlat.com 10/07/2022
Durante siglos, el barco de Teseo se llevaba cada año hasta Delos en honor y agradecimiento a Apolo por haber salvado las vidas del héroe y de sus acompañantes. A lo largo de los años, la embarcación se había deteriorado y se habían reemplazado las piezas originales por otras nuevas, y los filósofos atenienses debatían sobre si se podía hablar del mismo barco aunque no conservara ninguna de las tablas ni de los treinta remos que usó Teseo en su viaje a Creta.
Plutarco recoge la historia en la biografía del héroe griego incluida en sus Vidas paralelas. Desde entonces, el barco se ha usado como ejemplo para hablar de nuestra identidad y para poner en duda hasta qué punto somos siempre las mismas personas.
El símil funciona incluso desde un punto de vista fisiológico: gran parte de las células de nuestro cuerpo se renuevan cada pocos años y es obvio que cambiamos mucho desde que somos bebés hasta que llegamos a la edad adulta. También pueden cambiar, al menos en parte, nuestras ideas y nuestro comportamiento. Por ejemplo, es habitual sentirse muy ajeno a un tuit o a un artículo escrito hace unos años, y no nos cuesta creer al padre de familia con una juventud delictiva que asegura que ya no es la misma persona que entonces.
Muchos filósofos se han preguntado qué es lo que cimenta nuestra identidad, una idea más huidiza de lo que puede parecer a primera vista. John Locke proponía en su Ensayo sobre el entendimiento humano que la identidad personal es sobre todo psicológica y está basada en nuestra percepción y en la continuidad de nuestra memoria y de nuestra experiencia. De modo similar, Hume comparaba la mente en su Tratado de la naturaleza humana con “una especie de teatro donde distintas percepciones aparecen sucesivamente”. No somos más que “un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo”.
Estas historias recuerdan a la variante del experimento mental que propuso Hobbes en De corpore (Sobre el cuerpo): ¿Qué pasaría si alguien recogiera todas las piezas descartadas del barco de Teseo original y construyera una nueva embarcación? ¿Cuál sería el verdadero barco de Teseo: el reparado que cada año ha hecho el viaje a Delos o el que se ha construido con las piezas desechadas, pero originales? ¿Pueden serlo los dos? ¿O no lo es ninguno?
Visto todo esto, ¿cómo sé que yo soy yo? Pues hay una parte psicológica y social que es clave: somos nosotros quienes damos identidad a ese conjunto de sensaciones, como me explicaba para el artículo de Verne Vicente Sanfélix, catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia. Nosotros y los demás: vivimos en una sociedad, como decían el Joker y George Costanza. Si, por ejemplo, pierdo la memoria en un accidente, mi familia, mis amigos y el DNI ayudarán a identificarme. Es decir, nuestra identidad se construye a partir de muchos elementos que pueden parecer débiles si los aislamos y los escudriñamos, pero todos juntos muestran un armazón consistente que por lo general no nos da problemas.
Jaime Rubio Hancock, Mocedades, el Partido Republicano y el barco de Teseo, Filosofía inútil 25/09/2024
Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Mucho se ha hablado estas semanas del llamado «monstruo de Aviñón», el tipo que
drogaba a su mujer para que la violaran otros hombres. Está muy bien que algo
así genere una repulsa visceral. Pero limitarse a calificar de monstruos al
violador y sus compinches no solo no ataja el problema, sino que invita a una
auto exculpación colectiva que lo oculta y perpetua. Pensemos un poco en el uso
que hacemos del término «monstruoso» para calificar aquello que consideramos
reprobable.
Lo monstruoso es una categoría estética y moral que designa lo informe en todas sus formas: lo extraño y caótico, lo irracional, lo injusto, lo feo… En el ámbito social es una herramienta básica de coacción («¡Qué viene el coco!», le decimos a los niños) y de legitimación de la violencia ( a los delincuentes o a los enemigos se les tilda de monstruos antes de ajusticiarlos o de ir a por ellos); aunque a veces también designa un grado superlativo de bondad («Me lo pasé monstruosamente bien»), o un hecho o talento portentosos («Woody Allen es un monstruo del cine»). Curiosamente, en la mitología de muchos pueblos los monstruos son seres hermanados con los dioses.
En la cultura tradicional lo monstruoso puede representar una cierta liberación estética con respecto al orden establecido; de ahí esa mezcla de seducción y horror que nos provocan los monstruos, los crímenes, las historias macabras, el arte grotesco o el humor negro. En los antiguos ritos de inversión carnavalesca – por dar un ejemplo muy estudiado – la gente se entregaba monstruosamente al desorden, dando rienda suelta a la violencia y a los instintos sexuales hasta que, tras el convenido desahogo, volvían mansamente al redil. Curiosamente, esa vuelta al redil se celebraba mediante el ajusticiamiento simbólico (o no tan simbólico) de la figura que encarnaba el espíritu anárquico y anómico del carnaval: un grotesco rey de burlas, monstruo o chivo expiatorio con cuyo sacrificio se representaba la vuelta al orden instituido (esta ceremonia aún permanece fosilizada en muchas de nuestras fiestas tradicionales).
En cierto modo, el monstruo representado en ese nuevo pseudocarnaval que es el espectáculo mediático – el violador, pederasta, parricida, asesino en serie o terrorista televisivo de turno –tiene un poco de todo esto, especialmente de chivo expiatorio, cuya quema judicial (o ajusticiamiento en directo, como el de la bomba teledirigida sobre el malvado terrorista árabe) simboliza la crónica reinstauración del orden tras esa tímida ruptura virtual – seguida con lascivo morbo por los espectadores – que es la parada diaria de monstruos y sanguinarios criminales.
Pero la contemplación de lo monstruoso no solo parece proporcionar hoy una tibia (aunque continua) experiencia mediática de inversión y redención del orden, sino también una reafirmación estética (es decir: ilusoria) de suficiencia moral. Diríamos, parodiando al gran Kant, que la experiencia estética de lo inconmensurable e informe – es decir: de lo monstruoso– no solo produce impotencia y horror, sino también una cierta conciencia difusa de nuestra superioridad moral, y esto en cuanto superponemos a lo monstruoso un no menos infinito e inconmensurable sentimiento de sublime indignación (ese rigorismo moral que tanto nos pone, sobre todo cuando juzgamos a otros). Esta sublime ilusión estética (junto al entretenimiento carnavalesco) es lo que nos impide ver lo que hay que ver: que a ese monstruo– incluyendo al de Aviñón – lo llevamos dentro, y que solo cogiéndolo por los cuernos y deconstruyéndolo de arriba abajo (de las ideas a los genitales) podremos vencerlo. Si es que podemos, y no es todo esto un monstruoso sueño de la razón.
I
Hoy puedo resumir el día con palabras de mi madre: «Tengo el estómago triste».
II
Sin embargo el artículo del ARA creo que me ha salido redondo. Lo he dejado en el congelador. Mañana lo descongelaré y veremos que tal resiste. Mi experiencia me dice que cada vez que me siento inspirado escribo borroso.
I
Cada día nos cae un chaparrón o, dicho de otra manera, un «nublado». Es esta una de esas palabra que lo mismo hace referencia a la vida anímica («le ha dado un nublado» o «un nublo») como a la meteorológica. Siempre me han interesado estas palabras que, nacidas para describir estados físicos se adaptan perfectamente a las descripciones psicológicas y, al revés, las que nacidas para describir estados del alma son sumamente útiles para describir el mundo.
II
Hoy apenas he leído dos páginas de la autobiografía de García Bacca, las que dedica al cardenal Cayetano, al que yo veo como el último gran teólogo plotiniano. Es su visión plotiniana del Uno la que lo lleva afirmar -sin que ningún teólogo contemporáneo osara refutarlo- que la realidad divina es superior a la de la Trinidad.
III
No suelo asistir a los medios cuando me invitan a un debate. El resultado de los mismos para un ciudadano normal suele ser que hay opiniones para todo. Pero a veces me encuentro en ellos sin ir a buscarlos. Y entonces me pierde mi sentido del decoro. No se puede debatir en los medios sin llevar una navaja afilada en la cintura. Y yo suelo acudir completamente desarmado. Muchas veces sé perfectamente como hundir al otro con un argumento «ad hominem», pero sé que acabaría teniendo vergüenza de mí mismo.
En las civilizaciones más antiguas, la humillación y la arbitrariedad eran atributos del poder y, además, estrategias para escenificar poderío. Se desplegaban como demostraciones jerárquicas de fuerza y estatus. Emperadores, faraones y reyes hacían gala de su dominio blandiendo el cetro sin piedad, y los dioses eran temidos por su cólera. Así escribía el profeta Isaías: “Ya viene el día del Señor, implacable, con furia y ardiente ira, para convertir la tierra en un desierto”. La rabia que irradian ciertos poderosos no es nueva, sino un viaje en el tiempo a las formas más ancestrales de dominio.
Nuestros antepasados griegos acuñaron el concepto hybris, que significaba arrogancia y exceso. Describía una pasión violenta inspirada por la diosa de la obcecación, Ate, que arrastraba a los héroes y los poderosos a avasallar al prójimo. Esos atropellos tenían consecuencias desastrosas y eran castigados por otra diosa, Némesis, encargada de vengar a los agraviados y restablecer el equilibrio. La tragedia griega representó a menudo este círculo diabólico de poder, soberbia, ceguera, error fatal y caída. Para la mentalidad clásica, la prudencia era la virtud intelectual necesaria para adaptar la propia actuación a la invariable complejidad de las circunstancias.
Nuestros remotos antepasados sabían que quien disfruta de mando o éxito absoluto se desliza por una pendiente peligrosa hacia el orgullo y el atropello. Tanto en el paganismo como en el cristianismo hubo voces innovadoras —esas sí— que defendían una forma distinta de gobernar. Ya el poema de Gilgamesh narra el camino del protagonista desde la arrogancia y el abuso hasta la sabiduría. Al comienzo, Gilgamesh, rey de Uruk —en el actual Irak—, es un joven soberbio y un soberano tiránico. Convertido en un monstruo egoísta, oprime a su pueblo porque nada puede interponerse ante sus deseos. Sus súbditos claman al cielo y su llanto es atendido. La gran Diosa Madre crea a un hombre a partir del polvo: Enkidu, tan fuerte como Gilgamesh, pero de una extraordinaria inocencia. La amistad con él significa para el rey feroz una iniciación a la camaradería. Los dos emprenden un gran viaje, una aventura que navega entre pérdidas, duelo, fracasos y lecciones de humildad. El protagonista regresa sabiendo que ni el monarca más triunfador puede impedir la muerte de sus seres queridos o la suya propia. Al final, Gilgamesh se comporta como un rey compasivo y logra “cerrar las puertas del dolor”. Ha aprendido a gobernar —a su ciudad y a sí mismo— sin violencia, sin egoísmo y sin los arrebatos de un corazón incapaz de descanso. Paradójicamente, se vuelve más poderoso al comprender que no es inmortal ni extraordinario. Su recuerdo perdura porque supo reconocerse como perdedor.
Esta evolución histórica encuentra un nuevo hito en la Biblia, que transita del Dios de la venganza al Sermón de la Montaña. En la última cena, Jesús, siempre defensor de los corazones mansos, protagonizó un acto de humildad tan insólito que incluso incomodó a sus discípulos: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”. Abolía así la soberbia del líder para transformarla en un ideal de sencillez y cuidado. Séneca, en Sobre la clemencia, escribió a Nerón que son tiranos quienes disfrutan la crueldad. Y añadió: “No hay ningún animal que deba recibir un trato más delicado que el hombre. Con ninguno hay que tener más cuidado. Con los ciudadanos, la gente desconocida y de humilde condición, hay que actuar con tanta mayor consideración cuanto que es más fácil destrozarlos”. En un trasfondo de violencia ancestral, estas son las originalidades, las audacias.
¿De qué hablamos cuándo hablamos de crueldad? El término proviene de la raíz latina de crudo, aplicado al que se recrea en la sangre. De la misma imagen en griego procede la palabra sarcasmo, “burla que penetra en la carne”. A lo largo de la historia, las potencias y los individuos se muestran crueles cuando se sienten inestables: al empezar su ascenso y al dar señales de declive. Como escribió la poeta Maya Angelou, el miedo provoca la mayoría de crueldades. En realidad, no es sino impotencia ataviada de prepotencia.
Hemos necesitado milenios de rebeldías para dejar de ser vasallos y súbditos. En un largo tránsito político, paso a paso y siglo a siglo, nuestros antepasados levantaron límites y contrapesos para conseguir que el poder no sea vicio y sevicia, sino servicio. Aprendimos que la violencia acostumbra a ser un acto de debilidad. Frente a la idea antigua y obsoleta del líder, lo nuevo, lo insólito, el verdadero cambio consistió en lograr, con gran esfuerzo y contra el muro de los privilegios, que los líderes tuvieran la obligación de bajar la cerviz y respetar a todos. Que nos eviten exhibicionismos de vanidad. Que se acostumbren a rendirse y a rendir cuentas. Que al final de cada legislatura teman a Némesis, y quizá, algunas veces, prefieran ser mansos a cometer desmanes.
Irene Vallejo, La vieja crueldad presume de juventud, El País 22/09/2024
I
Hay sitios en los que nada más llegar, te sientes como en casa. Y hay sitios en los que nada más llegar, comienzas a mirar de reojo al reloj, a ver cuánto falta para irte. No son los gestos ni las palabras los que diferencian estos sitios entre sí sino algo como una atmósfera difusa y sutil que, sin embargo captamos enseguida con una perspicacia precisa. La circunspección (la inspección radial) tiene saberes que la inteligencia no entiende.
II
Escribo esto en la estación de Sants. Mi mujer viene a recogerme, pero está detenida por un fenomenal atasco. Lo importante es eso, que alguien venga a recogerte. Siempre he sentido un aguijón de melancolía ante esas personas que vagan solitarias por las estaciones de tren arrastrando una maleta en espera de alguien que parece llegar nunca.
III
Mi memoria es un hervidero de imágenes: la presentación de Prohibido repetir bajo el diluvio en la fenomenal biblioteca Eugenio Trías; la comida con Pilar García de la Granja y María Blanco (es imposible viajar a Madrid y no volver con una invitación para algún proyecto nuevo); la entrevista en la televisión de Castilla y León; la cena -que ya se está convirtiendo en hábito- con Lorena Heras, Juanjo Nieto, Jesús Manso, Jaime Juan, José Manuel Arribas y Pilar Ponce; el reencuentro con el grandísimo y tan generoso Fernando Gil al que tanto aprecio; la visita a la San Pablo-CEU, donde me siento como en casa; Valencia bajo la lluvia y en torno a un sacrosanto arroz "del senyoret"...
IV
Soy, indudablemente, una persona con suerte. Pero como advirtió Solón al rey Creso, nadie tiene derecho a considerarse suertudo hasta que no le llega el último día de su vida.
V
Ayer le dije a mi nieto: "¡A tu edad yo ya era fan de Led Zeppelin!".
VI
El Instituto Cervantes de Tel Aviv me invita a dar una conferencia. Acepto inmediatamente ante la renuencia de mi mujer. Y Nuno Crato, que fue un notable ministro de educación de Portugal quiere que le rpesente en Madrid su último libro, titulado Apología del libro de texto.
Visca els companys de Filosofia d'estar per casa! (especialment AAP)
Pues no sé si se lo creerán ustedes, pero esta tarde en el Tastet de la Plaza de Ocata (el Petit Cafè estaba cerrado) he pasado un buen rato, entre patatas bravas y cerveza, con Lluís Clavell, que fue presidente de la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino, y Màrius Clavell, catalán compostelano y hombre sabio. Hemos estado discutiendo sobre si el cardenal Cayetano tenía razón en su crítica a la transubstanciación defendida por Santo Tomás. Y ha sido una tarde gloriosa que me ha hecho recordar aquellos versos de Homero Aridjis:
Buenos días a los seres
que son como un país
y ya verlos
es viajar a otra parte
buenos días a los ojos
que al abrirse han leído
el poema visible
buenos días a los labios
que desde el comienzo han dicho
los nombres infinitos
buenos días a las manos
que han tocado las cosas
de la tierra bellísima.
I
Tendemos a creer que podemos traducir nuestra experiencia en palabras para transmitir a nuestros seres queridos no las palabras, sino la experiencia. Pero como las cosas no van por ahí, uno acaba aceptando (a regañadientes) que nuestros hijos y nietos aprendan más de su inexperiencia generacional que de las vetustas palabras del abuelo.
II
En el funeral de mi madre oí por primera vez la canción litúrgica Señor me has mirado a los ojos, etc. En realidad no me gusta mucho. Se me antoja un pelín cursi (tampoco quiero ir de iconoclasta). El caso es que en aquel funeral estaba yo llorando como una criatura. No tenía manera de secar la llorera. Desde entonces, cada vez que oigo la canción en misa, se me enturbian los ojos y, quiéralo o no (que no quiero), me pongo como un flan. La memoria de mi cuerpo guarda frescos recuerdos que la memoria de mi alma parece ir olvidando y en algunas circunstancias impone su presencia con una rotunda energía. Me digo que ya está bien, que soy un señor adulto y que la canción es un poco cursi y que vamos para los 40 años que se murió mi madre. Y, sin embargo, no hay manera. Mi cuerpo ha renunciado al olvido. Y quizás por eso cada vez sueño más con mi madre: con su manera de sujetarse el pelo con pinzas, en su manera de decirme que le enhebrase la aguja, en su manera de protestar contra mis abrazos («¡Me vas a romper las costillas!»), en su delicada manera de rebozar las verduras para la menestra, en su empeño en pintar ella el techo de la cocina poniendo una silla encima de la mesa y estirándose sobre ella a sus 80 años... Se murió convencida de que estaba a las puertas del Valle de Josafat y que mi padre, que llevaba muerto 30 años, la estaba esperando con los brazos abiertos.
Me enviaron hace unos días unos vídeos mostrando cómo celebran en algunos colegios el primer día de clase. Era emocionante ver a esos entusiastas maestros haciéndole fiesta a sus alumnos y endulzándoles en lo posible su primer día. ¡Eso es vocación! – pensé— ¿Pero por qué solo el primer día?
Reconozco que yo no sentí nunca una especial congoja – más bien excitación y nervios – al comienzo de curso, tal vez porque que en mi cole, hace tropecientos años, ya nos acogían a los chiquillos con globos, risas y canciones; pero aún hay lugares en que reciben a los peques a pie de pupitre, bajo la triste luz de los fluorescentes y pasando la lista como en un cuartel – con ese eco de hormiguero subterráneo que tienen los edificios oficiales –. Eso sin contar con la angustia de los horarios, las tareas, las normas, las advertencias y las fechas de las pruebas enumeradas puntillosamente en los discursos de bienvenida.
Pero aun alegrándome de esa alegría con que inician algunos el curso, dudo de que esas celebraciones sean más que un melancólico paliativo, ese triste y último juego del domingo al que uno se da sabiendo que detrás vienen los madrugones invernales, las cansinas horas de encierro, las interminables tardes de deberes, el examen semanal, las listas de notas…
¿Cómo podríamos hacer para que la vida escolar fuera una coherente prolongación de la celebración del comienzo, en lugar de esa travesía bronca, desagradable y aburrida que para muchos no solo es, sino que también debe ser el trabajo cotidiano (y en la que por tanto – según ellos – hay que entrenar y curtir a los niños)?
La mayoría de los filósofos han descrito el aprendizaje como una aventura fascinante, no dolorosa por el esfuerzo (¿quién siente como esfuerzo el hacer lo que desea?), sino a lo sumo por lo que desvelamos con ella. Sin embargo, nos resistimos a concebir la educación como una actividad fiada a la actividad y al entusiasmo de esos seres por naturaleza inquisitivos que son los niños, y preferimos imponerles una disciplinada pasividad, recortándoles y organizándoles la curiosidad como quien les ordena el armario de los trastos.
Estoy de acuerdo en que la escuela no ha de servir meramente para entretener (aunque siempre será mejor entretener que violentar), sino para encauzar, sin troncharla, esa inclinación que todos tenemos sin excepción hacia el conocimiento. A la escuela va uno a aprender, no a «divertirse» (en el sentido vulgar de la palabra); pero solo porque no hay mayor diversión posible que la de aprender. El juego es el modo natural de aprender en los animales (y en los niños, decía Platón), pero solo los humanos podemos, además, disfrutar del supremo juego de divertirnos con la cabeza: de enlazar, dividir, estructurar y hacer volar a las ideas en el espacio y el tiempo, de medirlas, de plasmarlas en la materia, de reírnos de ellas… No hay nada más didáctico y «divertido» (en el sentido literal de la palabra) que ese juego con la diversidad de imágenes, palabras, perspectivas, hipótesis y experiencias que supone el aprendizaje. Si aprender en la escuela no es esa fiesta, no tengo ni repajolera idea de lo que es.
I
Se ha puesto a lloviznar a eso de las siete de la tarde. He cogido el paraguas y he salido a andar en mangas de camisa, con la intención de volver a casa empapado. Las calles estaban vacías, las aceras cubiertas de las hojas secas de los plátanos, el cielo encapotado, pesado, como si le faltaran fuerzas para mantenerse sujeto a lo alto. He hecho once mil pasos y he vuelto a casa tan a gusto.
II
No leo nada. No tengo ni tiempo ni ganas. Ni tan siquiera un párrafo. Voy un poco de aquí para allá como gallina sin cabeza. Estoy cansado, pero hay cansancios benditos, que te llenan de satisfacción. Las cosas van bien. Nunca habían demostrado los medios tanto interés por una obra mía como la que están mostrando por «Prohibido repetir». Por otra parte este que siento es un cansancio extrañamente tonificante. En las entrevistas creo que encuentro pronto el tono adecuado.
III
Definitivamente, me gustan los periodistas -cada vez más raros- que se han leído el libro sobre el que te entrevistan.
IV
Una cosa muy útil que me enseñó Josep Maria Espinàs: "Lo importante es que a los periodistas les des un titular. Pero dáselo como de pasada, que crean que son ellos los que se han percatado de su contundencia aforística". Funciona casi siempre. En algunos casos -cada vez menos raros- al periodista ya viene a la entrevista con el titular decidido.
En contra de lo que dicen sus críticos de derechas, el pensamiento woke no es una variante del marxismo. Ningún ideólogo woke se acerca ni de lejos a Karl Marx en su nivel de rigor, amplitud y profundidad de pensamiento. Una de las funciones de los movimientos woke es desviar la atención del impacto destructivo que el capitalismo de mercado tiene en la sociedad. Desde el momento en que las cuestiones identitarias comienzan a volverse centrales en política, los conflictos entre intereses económicos pierden relevancia. Toda esa cháchara ociosa sobre microagresiones expulsa del debate temas como las jerarquías de clase y la relegación de amplios sectores de la sociedad al paro y la pobreza. Al tiempo que halaga los egos de quienes protestan contra cualquier menosprecio a su cultivadísima autoimagen, la política de la identidad condena a la deshonra y al olvido a muchas personas cuyas vidas son arrasadas por un sistema económico que las desecha por no aprovechables.
John Gray, La cháchara ociosa del movimiento 'woke' anula el debate sobre jerarquías de clase, El País 16/09/2024
I
La naturaleza de Eros, dice Diotima, es ambigua, intermedia. Su espacio es el entrambos. Por un lado, la insatisfacción y por el otro, imágenes de la satisfacción. Comprender el discurso de Diotima es comprender el sentido dramático de El Banquete. La satisfacción que dibuja Diotima recoge solo un aspecto de Eros.
II
Para Sócrates parece claro que el Eros de los poetas (y de Diotima) es el más elevado políticamente, pero eso no significa que lo sea d manera absoluta.
III
Como la discusión sobre Eros se ha alargado mucho más de lo previsto, poco antes del alba solo quedan tres despiertos, Sócrates, Agatón (autor de tragedias) y Aristófanes (autor de comedias). Sócrates intenta convencer a los otros dos de que un mismo autor puede escribir tragedias y comedias. Pero a sus contertulios les cuesta seguir la conversación y se quedan dormidos.
IV
Solo Sócrates permanece despierto. Es el único que ha contemplado el final del Banquete. Se levanta y se va. En el Banquete no ha vencido su dialéctica. Solo el sueño ha derrotado a sus contertulios.
V
El autor capaz de escribir tragedias y comedias es, obviamente, Platón. Y el Banquete es la prueba,
I
Tengo que hablar del nieto que lleva a misa a su abuelo en silla de ruedas los domingos por la tarde y lo pone en primera fila, para que el cura pueda darle fácilmente la comunión. Probablemente la prueba más clara de que te estás haciendo viejo es la del despertar de una cada vez más fina sensibilidad al trato que reciben los abuelos de sus nietos. Cada edad trae sus inquietudes específicas.
II
No voy a decir nombres, no hace falta. Digamos que había un escritor (que pasa por) moralmente bueno y mal novelista ante un escritor (que pasa por) moralmente perverso y gran novelista. El primero rinde una desvergonzada pleitesía al segundo, hasta que éste, visiblemente incómodo, se levanta y se va. Y entonces el (que pasa por) moralmente bueno cambia de actitud y pasa a considerar al (sin duda) buen escritor ausente como una pifia, una lamentable equivocación crítica, una prueba de la desorientación literaria general del país, alguien del que dejaremos de hablar pronto.
III
Organicé una buena en el tren que me trajo de Lleida a Barcelona. Con mi billete en la mano accedí al vagón que me tocaba y busqué el asiento que me correspondía, pero estaba ocupado. El ocupante -en este caso, la ocupante- me enseñó su billete y se correspondía con mi sitio. Supuse, dada que mi confianza en la RENFE no era precisamente descomunal, que era un error de RENFE y ocupé un asiento libre, pero que quizás estaba asignado a otro viajero. Así que, en cuanto lo vi, fui muy digno a protestar al revisor, que me demostró en medio segundo que me había equivocado de billete. El genuino lo tenía guardado en otro bolsillo y en él tenía adjudicad la plaza en otro vagón.
IV
Me invitan a hablar en un lugar y me proponen un tema que no me gusta mucho, pero pienso que puedo adaptarlo a mi manera de verlo. En la publicidad del acto alguien ha resumido en cuatro líneas lo que -no sé por qué- supone que sería mi parlamento. Esto me molesta mucho y quizás por ello a medida que voy escribiendo mi conferencia me voy radicalizando y cada vez me alejo más del tema propuesto. El resultado final está escrito deliberadamente contra el tema propuesto. Al día siguiente compruebo que los medios de comunicación recogen de mi conferencia el título original y el resumen imaginativo del redactor anónimo del programa.
I
Seguiremos con Eros, pero déjenme que les cuente lo de ayer.
II
El despertador sonó a las 6:30 y me levanté sintiéndome bien. Había pasado una noche tranquila y me sentía perfectamente capaz de enfrentarme al reto que me esperaba. El tren salía a las 9:10, pero yo ya estaba en la estación de Sants a las 8:00. Me extrañó ver tanta gente arremolinada ante la sala de espera y el panel del aviso de trenes enloquecido, pero nadie tenía noticias claras de lo que ocurría. Poco a poco nos fuimos enterando por los móviles de las noticias de la prensa. Había habido un descarrilamiento de un tren a la salida de cocheras que provocaba retrasos generales e indefinidos. A las 9:30 se nos anunció que para las 12:00 estaría todo arreglado. Pero se iban acumulando retrasos y seguían llegando viajeros perplejos a la estación. A las 12:00 se suprimió el tren que iba a Alicante. Yo inauguraba a las 19:00 en Tudela el Congreso del bienestar y comenzaba a dudar de mis posibilidades de llegar a punto. A las 13:00 la confusión continuaba. A las 14:00 la organización del congreso me sacó un billete para un tren que iba para Madrid. Me dejaría en Zaragoza y de allí me llevarían en coche a Tudela. Es molesto, muy molesto, que haya tantas incidencias en los ferrocarriles españoles, pero es muchísimo más molesto el ninguneo, que nadie te ofrezca informaciones claras, la oficina de información colapsada, la gente desorientada, el cansancio inútil, la sensación de ganado perdido en tránsito.
III
El día lo salvó, con creces, mi encuentro en Tudela con el grandísimo Enrique Vila-Matas. Este hombre es un monumento nacional. Nadie maneja la ironía como él, nadie vive más inmerso en la literatura que él, nadie persigue con más ahincó que él los intersticios de la realidad en busca de luz nueva, nadie explica mejor que él el milagro de la escritura. Me imagino que queda clara mi admiración hacia este escritor que ha hecho de su vida una figura de su obra. Cenar a su lado fue un lujo.
IVEn Tudela fui un pobre feliz. Aquí hice quinto y sexto de bachillerato, en el instituto Benjamín de Tudela, en los años 1971-1973. Ahorraba todo el dinero que podía, prescindiendo hasta de la comida, para comprarme una guitarra. Muchos días todo mi alimento era un donut que iba a comérmelo a la catedral, donde no era probable que me encontrara con nadie conocido. Pero, insisto, aquí fui feliz. Gocé de un enorme bienestar en medio de muchas privaciones. Conocí a gente admirable, devoraba cada semana el semanario Disco-Expres y discutía durante horas con mis amigos de los discos sobre los que había leído todo, pero no me podía comprar. Y era feliz así. Descubría por primera vez el mundo y me lancé a explorarlo con inocencia, pero con voracidad.La tesis central de Nexus es que la función de la información no es representar la realidad, sino crear vínculos entre grandes grupos humanos. Harari admite que tres milenios de filosofía y cuatro siglos de ciencia nos han aportado vastas cantidades de información y un gran poder, pero no cree que por ello nos conozcamos mejor ni seamos más sabios. Como historiador y como analista escéptico de la ciencia y la tecnología, concede mucha más importancia a la construcción de redes cooperativas mediante ficciones, fantasías e ilusiones sobre dioses, naciones y transacciones económicas. Desde esta perspectiva, la Biblia es mucho más valiosa y poderosa que los Principia de Newton y El origen de las especies de Darwin juntos, como un bulo lo es más que un mensaje veraz. La ignorancia es fuerza, como dijo George Orwell.
La teoría generalizada de que la información conduce a la verdad, y de ahí a la sabiduría y al poder, es para Harari la “idea ingenua de la información”. El autor se revuelve así contra los visionarios tecnológicos contemporáneos que, como Mark Zuckerberg, Ray Kurzweil y el resto de la plana mayor de Silicon Valley, sostienen que las redes sociales promueven el entendimiento entre personas, crean un mundo más abierto y generan un círculo virtuoso del bienestar por donde fluyen “la alfabetización, la educación, la riqueza, la salud, la democratización y la reducción de la violencia” (Kurzweil). Algunas de las páginas más brillantes de Nexus se dedican a refutar de manera contundente, casi cruenta, ese espejismo candoroso.
Tomemos el caso de los rohinyá, los habitantes musulmanes del oeste de Myanmar (antigua Birmania), un país de mayoría budista. Pese a las esperanzas de convivencia pacífica suscitadas a principios de los 2010, los rohinyá sufrieron en esa misma década unos torbellinos de violencia sectaria y racista promovidos en su mayor parte por las mentiras asesinas aparecidas y propagadas en Facebook, la red social del mismo Zuckerberg al que hemos visto más arriba predicando las virtudes teologales de su negocio billonario. La campaña de limpieza étnica que, en 2016, destruyó los pueblos rohinyá, asesinó a 20.000 civiles desarmados y expulsó de Myanmar a 700.000 musulmanes, se gestó y difundió a través de las falsedades y los mensajes de odio que circularon por Facebook.
La ONU concluyó en 2018 que Facebook había desempeñado un “papel determinante” en la campaña de limpieza étnica, como ya había denunciado Amnistía Internacional y como le parecerá obvio a cualquier otro observador sensato. Pero ni Zuckerberg ni sus ejecutivos ni sus ingenieros pagaron el menor precio por ello, ni tampoco adoptaron ninguna medida de corrección en sus algoritmos. La jurisprudencia norteamericana libera de toda responsabilidad a las plataformas por las mentiras y los mensajes de odio que circulan por sus redes, y así seguimos seis años después pese a las iniciativas legales europeas —que se han topado con la fiera oposición de los abogados de Silicon Valley— e incluso de una creciente suspicacia de parte de la clase política estadounidense.
Pero el blanco de las críticas de Harari no son los ejecutivos de Silicon Valley que han consentido toda esta inundación de odio, ni menos aún los ingenieros que han diseñado los algoritmos. Su blanco son los propios algoritmos, porque la intención del autor es avisar al mundo del riesgo, para él inminente, de que las máquinas se hagan con el control de las sociedades humanas. “Los ejecutivos de California no albergaban animadversión alguna hacia los rohinyá”, escribe Harari. “De hecho, apenas sabían de su existencia”. Algunos lectores se sorprenderán de esta actitud exculpatoria hacia los responsables humanos de la propagación del odio, máxime cuando el autor reconoce y documenta que el objetivo de la empresa era “recopilar más datos, vender más anuncios y acaparar una proporción mayor del mercado de la información”. Pero el caso es que lo que realmente atormenta a Harari es el robot, no sus creadores.
Javier Sampedro, 'Nexus', de Yuval Noah Harari: un mundo ahogado en información, El País 13/09/2024
Una de las principales motivaciones de la mente humana es la necesidad de encontrar asociaciones entre distintos eventos que le permitan anticiparse a la realidad. La selección natural ha favorecido la búsqueda de relaciones causa-efecto para descubrir las reglas del mundo y así promover la supervivencia y la reproducción.
Somos buscadores compulsivos de conexiones, arqueólogos de la regularidad, futurólogos intuitivos. Nuestro sistema cognitivo tiene alergia a la ambigüedad y a la incertidumbre. La asociación de eventos es el antídoto para esta “reacción alérgica mental”.
Las supersticiones son el lado oscuro de esa tendencia predictiva tan útil para la supervivencia: asocian eventos que, en realidad, no están relacionados de ninguna forma. La tendencia humana a predecir el mundo inventa estas conexiones. Al fin y al cabo, el aprendizaje de asociaciones es la piedra angular de nuestra adquisición de comportamientos.
Con las supersticiones, esos mecanismos asociativos se pasan de largo, pecan por exceso.
El primer acercamiento científico a la conducta supersticiosa la realizó en 1948 el psicólogo B. F. Skinner mediante un famoso estudio con palomas. Skinner programó que la dispensación de comida ocurriera de manera automática cada 15 segundos. Hicieran lo que hicieran, las palomas recibirían alimento con esa cadencia.
Transcurrido un tiempo, el científico norteamericano comprobó que la mayoría de las aves (seis de ocho, en concreto) habían desarrollado sus propios rituales supersticiosos para conseguir la comida. Una paloma daba vueltas sobre sí misma, otras movían la cabeza de un lado a otro y otra picoteaba el suelo. Este fenómeno se denomina “condicionamiento adventicio” para diferenciarlo del aprendizaje por “condicionamiento operante”, cuando el animal aprende en función de las consecuencias positivas o negativas realmente causadas por su comportamiento.
Con humanos se han encontrado resultados muy similares mediante tareas en las que se instauran conexiones ficticias entre eventos. De hecho, hay todo un campo de estudio en Psicología dedicado a las ilusiones de causalidad, que incluso se han relacionado con la proliferación de pseudomedicinas alternativas, como la homeopatía o el reiki, o las creencias paranormales.
Cuando ya hemos creado una conexión causal entre eventos, uno de los mecanismos que fomenta su mantenimiento es el llamado “sesgo de confirmación”, que forma parte de nuestra caja de herramientas cognitivas.
Tendemos a prestar más atención a aquellos sucesos que confirman nuestras creencias que a los que las contradicen: “Siempre que lavo el coche, llueve”; “el repartidor de Amazon siempre llega cuando no estoy en casa”… Olvidamos con facilidad las numerosas veces que no se cumplieron tales predicciones. Y, al mismo tiempo, recordamos vivamente el momento en que ocurrieron esos incómodos eventos debido al impacto emocional que generan.
Otro mecanismo que favorece el mantenimiento de las supersticiones se basa en lo que los psicólogos denominan “profecía autocumplida”. Es decir, la propia creencia en una predicción puede hacer que se convierta en realidad a través de nuestras acciones.
Nuestra racionalidad natural no es lógica, sino bio-lógica o psico-lógica. La evolución nos ha dotado de un arsenal de atajos cognitivos para procesar grandes cantidades de información y tomar decisiones rápidas (generalmente exitosas) con los datos parciales y ambiguos que recibimos del medio. En cambio, el ejercicio del pensamiento lógico y razonado requiere de la fatigosa tarea de disciplinar nuestra mente para prevenir las falacias y sesgos del pensamiento humano.
Ambos sistemas de pensamiento habitan en nosotros sin aparente conflicto. Por un lado, un sistema intuitivo y automático que está guiado por reglas de andar por casa y que puede derivar en sesgos y falacias del pensamiento. Por el otro lado, un sistema analítico y reflexivo, pero más lento y más costoso, que en las condiciones adecuadas puede comportarse de manera racional y lógica.
Por eso, incluso en las mentes más racionales y analíticas pueden residir creencias irracionales y supersticiones absurdas. Que se lo digan a Niels Bohr, con su herradura de la suerte. Cuando nos quitamos la bata del científico o la toga del juez, nuestra mente es tan crédula como la de nuestros antepasados prehistóricos. Cruzaremos los dedos para que la razón no nos abandone del todo.
Pedro Raúl Montoro Martínez, ¿Por qué somos supersticiosos?, El País 13/09/2024