Aforisme d'Antonio Machado a Proverbios y cantares:
“VIII Hoy es siempre todavía.”
Pasaje dePoesías completas / Antonio MachadoMachado, Antonio, 1875-1939Es posible que este material esté protegido por copyright.... hay una barrera infranqueable que distingue a las máquinas de las personas: la arbitrariedad. Cuando las personas crean de manera artística, hay algunas decisiones que pueden (o deben) ser arbitrarias, y esto depende de multitud de factores externos (contexto) e internos (emociones y pensamientos). La tecnología no puede ser arbitraria, lo que sí puede es usar algo en su lugar, una especie de subterfugio o artificio: la aleatoriedad. Aunque son cosas parecidas, no son lo mismo y es aquí donde reside uno de los últimos escalones entre lo artificial y lo humano. Según la RAE, la arbitrariedad es un acto dictado por la voluntad o el capricho y, evidentemente, las máquinas no tienen caprichos. Cuando una decisión artificial (dentro de la creación musical) no se ajusta a una lógica, una razón o unas leyes, es simplemente aleatoria, pero nunca arbitraria.
Otra de las fronteras o últimos escalones es el defecto que alberga la virtud de la inteligencia artificial, es decir, su ventaja es su desventaja. La virtud de las máquinas es la gran capacidad que tienen para aprender manejando una ingente cantidad de datos, sin embargo, no pueden olvidar (o no al menos como lo hacen los humanos) ni distorsionar recuerdos. Este fallo de serie (o capacidad de supervivencia) en todo lo que respecta a la memoria humana y nuestra “aptitud” para almacenar datos y transformar recuerdos, se convierte en viento a favor de la arbitrariedad.
Quizá nuestras limitaciones sean un poderoso muro de contención para esa distopía que parece rondar a nuestra relación con la tecnología en lo que respecta al arte. Quizá por esto, la creación musical sea algo más que combinar de manera óptima.
José Manuel González Gamarro, Creación artificial e inteligencia artificiosa, Cuaderno de Cultura Científica 22/10/2023
A los humanos nos mola lo simple, nos chifla tenerlo claro, nos pone atajar un problema con una frase sentenciosa o una solución presuntamente infalible. Y más aún hacerlo con esa vehemencia sandunguera y gesticulante que gastamos por aquí, y que viene de perlas para disimular la incapacidad de analizar con rigor asuntos mínimamente complejos.
Tomemos como ejemplo el incremento de los problemas de salud mental entre los más jóvenes. ¿Podría alguien negar que este sea un asunto complejo? Pues sí: hay gente (expertos nacionales incluidos) que cree que el problema es sencillísimo. Su causa fundamental estaría en el uso del móvil, y la solución definitiva: prohibirlos. Más fácil imposible. Comprobemos ahora si esta «genialidad» tiene algún fundamento.
Conviene empezar recordando que el uso masivo de teléfonos inteligentes es solo la punta del iceberg de una imparable transformación cultural generada, sí, por el «malvado» tecno-capitalismo, pero también por las necesidades y deseos humanos. A quien le dijeran hace cien años que iba a poder utilizar una máquina de bolsillo para comunicarse en tiempo real con cualquier persona del mundo, procesar todo tipo de información, trabajar a distancia, proveerse de bienes en un mercado global y administrar todos los aspectos de su vida, no dudaría en calificarlo como una mejora indiscutible… ¡Qué esta revolución cultural supone efectos imprevisibles! Sin duda; como cualquier otra. ¡Qué debemos vigilar esos efectos y tomar medidas de protección de los menores! Está claro; como también que la principal medida de protección es educar a esos menores en el uso benéfico y controlado de esas tecnologías y no en prohibirles su uso, algo que resulta tan contraproducente como incapacitante.
Pero vayamos al aspecto capital del asunto: como en muchas otras épocas de la historia, lo novedoso y disruptivo se convierte en el chivo expiatorio de problemas previamente existentes. En este caso no solo de la salud mental, sino de muchos otros, tal como la violencia, el acoso, el fracaso escolar y toda la gama de conflictos sociales y existenciales que suelen afectar a niños y adolescentes. ¿De todo esto tienen la culpa las nuevas tecnologías? ¿Hay algo que realmente justifique la demonización del uso del móvil entre los jóvenes? Veamos.
Si uno escucha desprejuiciadamente a esos jóvenes presuntamente «enganchados» al móvil comprobará que los problemas que les aquejan son los mismos de siempre: desorientación, incomprensión, soledad, acoso, indecisión, inseguridad... ¿Los móviles y la tecnología digital han amplificado todos estos problemas? Quizás. Pero también han generado nuevas formas de afrontarlos. Por ejemplo: las agresiones que antes quedaban impunes ahora generan una censura generalizada en las redes; frente al acoso y la homogenización a la fuerza de los viejos espacios sociales (la calle o el aula), las nuevas tecnologías ofrecen lugares alternativos donde poder cultivar libremente la diversidad; a la idea de Internet como fuente de distracciones, la sigue la de la red como un yacimiento casi infinito de recursos formativos; y si bien es cierto que las interacciones on line no permiten un pleno contacto físico, también lo es que proporcionan nuevas y más abiertas formas de sociabilidad…
Hay otros argumentos tópicos, pero igualmente endebles, para demonizar el uso del móvil en la gente joven. ¿Matan las pantallas la imaginación? Tal vez las de la tele o el cine, porque las de los móviles ofrecen posibilidades nunca vistas para crear y recrear imágenes y textos de forma interactiva. Tampoco está claro que las nuevas tecnologías promuevan la pasividad, o la «intolerancia a la espera o a la frustración»; siempre que entendamos correctamente el concepto de actividad (curioso esto de tachar de «pasiva» la conducta de jugar o interactuar con el móvil, y no a la de pasar la tarde en el bar o viendo la tele) o que reconozcamos que el ritmo del tráfago social, cultural o productivo es hoy distinto al que era hace años. Y en cuanto a los problemas que suscita el estar comparándose continuamente con los demás, o con modelos «irreales», no es más que la última versión de ese invencible afán humano por conocerse a sí mismo a través del espejo del otro (incluyendo ese «otro mítico» que antes eran dioses, santos o reyes, y ahora son artistas o famosos) ...
Nadie niega, en fin, que el uso masivo de móviles u otras tecnologías genere problemas nuevos (la privatización del espacio público, por ejemplo), pero de ahí a suponerlo como la causa principal de problemas tan complejos como el incremento de las agresiones sexuales o los suicidios va un abismo insondable. Dicho incremento tiene causas mucho más profundas y preocupantes, y vulgarizar el diagnóstico o clamar por soluciones simplonas no genera más que confusión, ruido y furia inquisitorial.
‘La república’ es un texto que ya conocéis. Es un texto extraño porque, como de costumbre, no se sabe de qué habla. Todo el mundo dice que ‘La república’ es el diálogo en el que Platón describe la ciudad ideal, en el que construye su teoría política. Y en parte, es verdad. En el diálogo, Platón habla de esas cosas. Pero la pregunta que plantea, y a la que el protagonista del diálogo debe responder, es otra. Sócrates, el protagonista del diálogo, tiene que demostrar a sus amigos, a sus interlocutores que, en cierto modo, la única manera de ser feliz… ¿Veis que los temas son siempre los mismos? Siempre volvemos a hablar de lo mismo. Para ser feliz, tienes que ser justo, y solo si eres justo serás feliz. La reacción típica al leer ese planteamiento es pensar: «¡Pues vaya un descubrimiento! Todo el mundo sabe que hay que ser justo. Todo el mundo sabe que la justicia es importante. ¿De qué estamos hablando? ¿Qué interés tiene este mito?». Y entonces Platón cuenta otra historia, otro mito. Habla de un pastor que vivía en un lugar remoto, lejísimos, en Lidia, en Oriente, donde siempre pasaban cosas fabulosas. Ese pastor, un buen día, iba caminando y vio una especie de sima. Se metió en la sima y se encontró a un hombre gigante, desnudo, muerto, que solo llevaba una sortija. ¿Y qué hizo, naturalmente? Quitarle el anillo y ponérselo en el dedo. Luego fue, con el resto de los pastores, a reunirse con el rey. Se reunían con él periódicamente. Y mientras estaban allí, hablando, el pastor se dio cuenta de que, cuando giraba el engaste de la sortija hacia dentro, se volvía invisible.
«¿Y qué hizo?», pregunta Platón. ¿Qué creéis que hizo Giges, que así se llamaba, al darse cuenta de que tenía un anillo con poderes fantásticos? «Pues lo normal», dice Platón. Mató al rey, se casó con la reina y se convirtió en el hombre más poderoso del mundo. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Y uno piensa: «Bueno, pues mejor para él, pero esto son cosas raras que pasan en Oriente, un lugar fantástico y de leyenda en el que los hombres se matan y enamoran a las princesas. ¿Qué tiene que ver con nosotros?». Pero es que a quien se le plantea la pregunta es a nosotros: «¿Y tú, querido lector, que te crees que lo sabes todo, que crees saber que la justicia y la felicidad son importantes? Si esa sortija la tuvieras tú, ¿qué harías?». Espero que ninguno de vosotros quiera matar a nadie, pero imaginaos que os dicen: «Toma, con esta sortija podrás hacer todo lo que quieras. Puedes sacar la mejor nota en clase sin estudiar, puedes comprarte un móvil último modelo, puedes quitarle la novia a tu amigo o el novio a tu amiga. Puedes hacer lo que quieras y nadie se enterará». Aunque quedar impune tampoco sería tan difícil, basta con un buen abogado. ¿Qué haríais? Esto demuestra que el problema de la justicia y la felicidad no es tan banal. Daos cuenta de que es un choque. Nosotros pensamos que, para ser felices, tenemos que ser injustos, tenemos que mirar primero por nuestros intereses, pero la justicia nos impide ser injustos. En ‘La república’, el adversario de Sócrates lo dice muy claramente: «Si eres justo es que eres tonto, porque miras por los intereses de los demás y así no serás feliz». El reto que nos plantea Platón vuelve a ser el mismo: ¿estamos seguros de que así…? La pregunta es siempre la misma, ¿no?
«¿Qué quieres realmente? ¿Crees de verdad que cumplir ese deseo te hará feliz? ¿O tenemos que plantearnos primero, de nuevo, quiénes somos para saber qué queremos?». Lo que quiere Platón es eso. Quiere que entendamos que somos ese deseo. Si os fijáis, vuelvo siempre al tema del deseo, porque esa es la idea de Platón: somos deseo, somos seres imperfectos que desean. El problema es qué deseamos. Muy a menudo tenemos una idea negativa del deseo. El deseo es una pasión que te supera, como a Giges, que roba y mata. Lo que dice Platón es que somos otra cosa, que dentro de nosotros hay un deseo de belleza, de cosas buenas. Y, si fuéramos capaces de despertarlo, podríamos ser por fin felices, pero no es fácil. Vivimos en un mundo que nos hace pensar lo contrario, que nos hace pensar que Giges tenía razón. Y por eso el pobre Sócrates tarda diez libros en convencer a su interlocutor de que la justicia es importante para la felicidad. Pero el problema vuelve a ser ese. Si nos tomamos a Platón como un reto… Yo, cuando leo a Platón, intento siempre demostrar que se equivocaba, y nunca lo consigo. Pero aprendo muchísimo, porque él siempre está ahí, esperándote: «Muy bien, ya has entendido el problema. Ahora, a ver si eres capaz de solucionarlo. Pero recuerda que la filosofía no trata únicamente de problemas teóricos, sino también de ti y de tu vida». Por eso estamos siempre ahí, dando vueltas alrededor del pobre Platón, que nos espera escondido en algún lugar. Tarde o temprano lo encontraremos.
Mauro Bonazzi, Pararse a pensar te puede salvar, aprendemosjuntos.bbva.com
Los sofistas parten de una intuición fundamental, que es la de cuestionar la relación entre el ser y el pensar. Pensad en los grandes filósofos presocráticos, como Parménides. La filosofía nace de la convicción de que existe una relación determinada entre nosotros y la realidad. Lo que he citado antes era un fragmento de Parménides. El ser y el pensar son lo mismo. Quiere decir que la realidad tiene un orden, un sentido, una racionalidad y nosotros, gracias a nuestra inteligencia, al «logos», como decían los griegos, entendemos ese orden. Porque existe una relación entre nosotros y la realidad y, si usamos de manera ordenada nuestra inteligencia, entenderemos el sentido de la realidad.
Los sofistas hacen una pregunta muy sencilla: «¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué tiene que existir esa relación? ¿Por qué tenemos que ser tan importantes? Y si la realidad nos fuera indiferente, si no tuviera sentido ni orden, ¿qué pasaría?». Los sofistas son los filósofos de la crisis, de una realidad que no somos capaces de entender perfectamente, en la que tenemos que aprender a movernos, una realidad ambigua, esquiva y peligrosa. No es una realidad hecha para nosotros, sino en la que tenemos que aprender a encontrar nuestro sitio. Ese es el planteamiento. Y es un planteamiento fundamental, porque daos cuenta de que cambia totalmente los términos del debate. Sobre todo porque nos muestra la importancia de algo que, hasta aquel momento, no parecía relevante, pero que es clave: la importancia de la palabra. Lo único que cuenta es la palabra, la capacidad de usar la palabra para crear un orden, para construir algo. Es una diferencia elemental. Porque para Parménides, y para todos los demás filósofos, ¿cuál es la función de la palabra? Es, simplemente, describir la realidad que el pensar ha descubierto. Tiene una función descriptiva, como la ciencia de hoy. ¿Qué hace la ciencia? Explicarnos cómo funciona la realidad, las leyes que rigen su funcionamiento.
Para los sofistas, el problema no es ese, sino aprender a construir algo. La palabra se convierte en algo mucho más importante: en la única herramienta que tenemos para construir, para crear algo. La palabra se vuelve política, porque es nuestra herramienta de convivencia. Y la peligrosa lección de los sofistas es que la palabra es algo ambiguo. La palabra, al separarse de la realidad, al convertirse sencillamente en herramienta, en expresión de lo que somos, se convierte, como decía otro gran sofista, Gorgias, en un fármaco: puede curar y también envenenar. Todo depende de cómo la uses. Podemos usarla para construir algo juntos o para destruir, para perseguir nuestros intereses en contra de los intereses de los demás. Con la palabra podemos hacerlo todo. Como dice Gorgias en el ‘Encomio de Helena’, la palabra es invisible, microscópica, aparentemente minúscula, pero lo puede todo. Quien sepa hablar puede hacer lo que quiera. El problema es lo que queramos hacer con la palabra. Es un discurso muy profundo, para nada insignificante. Los sofistas son grandes pensadores que merecen atención. El problema es, ante todo, nuestro: ¿qué seríamos sin las palabras?
Un gran filósofo contemporáneo, Ludwig Wittgenstein, dijo: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Si no tengo palabras para hablar de algo, no existe. Yo, por ejemplo, no sé mucho de plantas. Cuando voy a un bosque, solo veo árboles. Otra persona, en cambio, verá abedules, pinos… verá cosas. Sin palabras para definirlas, yo no las veo. También está el famoso ejemplo de los esquimales, que tienen muchísimas palabras para describir la nieve. Gracias a eso, ellos ven algo que yo no veo. Yo solo veo nieve. Y eso no solo vale para los árboles o para la nieve, sino para nosotros. Si no tenemos las palabras para poner orden dentro de nosotros, en nuestros deseos y emociones, ¿qué somos? Ese es el primer problema. ¿Para qué sirven las palabras? Su cometido es poner orden e intentar construir algo. Hay una anécdota que ilustra muy bien cuál es la función de la palabra según los sofistas. La protagoniza la persona que mejor supo usar la palabra: el ministro nazi de Propaganda, Joseph Goebbels. No ha habido nadie más hábil en el uso de la palabra para que la gente se creyera algo. Es el sofista por antonomasia en el sentido negativo, una persona capaz de hacerte creer lo que sea. Es una anécdota que aparece en sus diarios, cuando ya estaban en Berlín, asediados por el Ejército Rojo, escondidos en el búnker. Hicieron una reunión en la que Adolf Hitler, explicó que sí, que parecía que estaban perdiendo la guerra, pero que iban a cambiar las tornas porque los ingleses se darían cuenta de que los rusos eran peligrosos y…
Lo explicó todo de una manera muy convincente, intentando que los jerarcas nazis se creyeran que la situación iba a cambiar. Por la noche, Goebbels volvió a casa… bueno, «a casa» no, a su habitación del búnker, y escribió en su diario: «Hoy el Führer ha dado un discurso fantástico y lo ha aclarado todo». ¿Y los hechos? La palabra está para eso, para abordar los hechos, no para inventárselos. Esa es la función de la palabra. Y lo último que quiero decir, para que veáis la importancia de los sofistas, es que para ellos la palabra tiene que usarse para construir algo todos juntos, unas ideas y valores que nos unan. La diferencia es esa. Construir un mundo humano de personas unidas. Construir, con la palabra, el debate y el diálogo, unos principios que nos permitan convivir. Uno de los problemas a los que nos enfrentamos hoy es la idea de que la sociedad se está dividiendo. Como un espejo que se hubiera roto y reflejara imágenes que no son la realidad. Es tu burbuja de las redes sociales, desde la que tienes una imagen de la realidad diferente a la de otras personas. El deber del sofista, del político y de la democracia es intentar reconstruir un lenguaje común para abordar los hechos, la realidad que nos rodea. Porque al final, los hechos son los hechos, como aprendió Goebbels, a su pesar. Como nos enseñaron los sofistas, tenemos que aprender a usar la palabra para conocernos mejor a nosotros mismos e intentar construir algo. Es un tema muy actual.
Mauro Bonazzi, Pararse a pensar te puede salvar, aprendemosjuntos.bbva.com
Las democracias suscitan expectativas y modos de relacionarse con el futuro, esperanza o precaución. La democracia tiene la función de articular futuros deseables y no puede vivir sin esa promesa. Si esa promesa deja de ser plausible, también deja de serlo la democracia. Tarde o temprano la desconfianza respecto del gobierno se convierte en desprecio al “sistema” para acabar siendo desafecto hacia la democracia.
La democracia está en crisis porque lo está su futuro y tal vez eso explique por qué resulta tan atractivo el pasado. La expresión más rotunda de esta ausencia de futuro es que el futuro prometedor consistiría en la recuperación de un pasado supuestamente glorioso; el futuro estaría realmente en el pasado. La frustración respecto del futuro se compensa retornando a un pasado político mejor o inmutable. Hay quien desea volver a un pasado en el que se tenía más futuro. Puede consistir en hacer que América vuelva a ser grande, en el Imperio británico antes de la Unión Europea, volver a la familia de antes o a la nación homogénea y colonial, a la masculinidad dominante e incuestionada. También se da una curiosa combinación de neoliberalismo y nacionalismo en esa nueva derecha que aspira a tener ambas cosas, mercado e imperio.
Aunque se perciba a sí misma como progresista, tampoco la izquierda se relaciona demasiado bien con el futuro y apela a mantener el presente; sueña con que las cosas se limiten a no empeorar, mantener las conquistas sociales (del pasado), con un lenguaje literalmente conservador. Y a pesar de que se autodenomine transformadora, no hay futuro alternativo, sino una especie de futuro continuo, como mera prolongación o supervivencia. En la izquierda hay actualmente más resistencia que revolución.
Podríamos tomar esta cuestión del futuro como el elemento que mejor nos define políticamente. En última instancia, las diferencias ideológicas se basan en diferentes relaciones con el tiempo. La izquierda está preocupada por la desaparición del futuro, mientras que la derecha está más bien preocupada por la desaparición del pasado; la izquierda lamenta que el pasado tenga tanto peso en el presente (que intenta contrarrestar con la política fiscal o con la propuesta de la herencia universal, por ejemplo) y la derecha lamenta exactamente lo contrario (tratando, por ejemplo, de impedir que se revise el pasado con leyes de memoria).
Daniel Innerarity, El futuro de la democracia, El País 03/11/2023
La pantalla era un ritual colectivo; se veía en familia y, al llegar a clase, tanto profesores como alumnos habían visto lo mismo la noche anterior. Recuerdo vaciarse la piscina a las seis de la tarde el verano que estrenaron V: Invasión extraterrestre. Y el domingo que vi Cantando bajo la lluviapor primera vez, porque al día siguiente el colegio entero salió al recreo declamando frases de la descacharrante Lina Lamont. Ver Perdidos con el móvil en la mano para debatir teorías del espacio-tiempo parecía similar, pero no lo era. No era bajar al patio con los compañeros para hacer algo juntos, sino sentarse en el sofá para comentar en Twitter con miles de desconocidos a la vez.
Ahora todo el mundo acaba viendo las mismas series, pero nunca a la vez. La cultura del spoiler ha destruido incluso el placer colectivo de comentar. La red social no es un placer compartido, es una adicción individualizada global. Una adicción que te separa de tu familia, tus vecinos, tus compañeros y tus profesores y te conecta con una comunidad sintética, que no existe fuera de la plataforma, diseñada con el objetivo de extraer un beneficio económico de tu atención. Los documentos filtrados de Facebook demuestran que eran conscientes del daño que esa comunidad sintética provoca entre los adolescentes. Pero, como dijo la filtradora Frances Haugen, su avaricia es más fuerte que su preocupación.
Dicen que es difícil demostrar que algo hace daño a la salud mental de un colectivo. No es verdad. Antes de que los fiscales generales de 41 Estados demandaran a Meta, las escuelas públicas de Seattle presentaron una demanda colectiva contra TikTok, Instagram, Facebook, YouTube y Snapchat, con una estrategia muy inteligente. Argumentaron que el deterioro en la salud mental de los estudiantes y el aumento de trastornos de comportamiento, incluyendo ansiedad, depresión, trastornos alimenticios y acoso cibernético, han complicado tanto la labor educativa que se han visto obligadas a invertir en profesionales en salud mental, planes de estudio específicos para proteger a los niños y entrenamiento específico para el personal docente. En otras palabras: las empresas tecnológicas explotan a los niños y delegan las externalidades a su verdadera comunidad.
Marta Peirano, Instagram y TikTok no son televisión, El País 30/10/2023
En esta entrada voy a comentar la Teoría diádica de la moralidad que, por simplificar, voy a atribuir a Kurt Gray, aunque la ha desarrollado trabajando con muchos otros autores. Cuando la conocí hace unos años, la verdad es que me pareció demasiado simple. Al volver sobre ella hace poco creo que tiene más miga de lo que me pareció y que nos puede ayudar a entender muchos aspectos de la moralidad que vemos a nuestro alrededor todos los días. La moralidad es compleja y es muy difícil pretender que una teoría pueda explicarla en su totalidad, pero esta teoría captura aspectos que son esenciales y puede ser complementada con otros enfoques, ya que no es incompatible con ellos.
Gray y colaboradores plantean que la mente humana hace plantillas o modelos de muchas cosas, de lo que es un perro o de lo que es un pájaro, por ejemplo. Un ave es un ser con plumas capaz de volar, aunque sabemos que hay aves que no vuelan. Pues bien, la mente humana tiene una plantilla también de las transgresiones morales, un modelo cognitivo de lo que es una transgresión moral y los elementos claves de este modelo son la intención y el dolor. La esencia de un juicio moral es la percepción de dos mentes complementarias, una díada, compuesta por un agente moral intencional y un paciente moral que sufre (la acción del agente). La díada o pareja moral es asimétrica y está compuesta por un agente intencional (perpetrador) y un paciente que sufre (víctima) y la esencia de la inmoralidad no es simplemente el daño sino daño causado intencionalmente. Hablaremos en general de que la díada está compuesta por individuos pero estas mentes percibidas pueden ser también grupos, corporaciones, robots o seres sobrenaturales.
Hay datos de que la gente percibe las mentes a lo largo de dos dimensiones complementarias. Una es la capacidad de sufrir, de tener sensaciones y sentimientos como miedo, dolor, placer, etc. La otra dimensión es agencia, la capacidad de tener intenciones y de actuar. Una entidad puede puntuar alto en ambas, como por ejemplo un ser humano adulto, otras entidades pueden tener poca capacidad de sufrir y mucha agencia (Dios, Google), otros seres pueden tener mucha capacidad de sufrir y poca agencia (niños, animales) y, por último, otros pueden puntuar bajo en ambas dimensiones (los muertos, objetos inanimados). Lo que se ha observado es que el reconocimiento de derechos correlaciona con la capacidad de sufrir y la responsabilidad (legal, moral) correlaciona con la percepción de agencia. La agencia hace que una entidad sea un agente moral y la capacidad de sufrir y de experimentar cualifica para ser paciente moral y tener derechos.
Pablo Malo, La Esencia de la Moralidad: La Teoría Diádica de la Moral, evolucionyneurociencias.com 19/01/2019
Un anochecer de septiembre de 1731 la voz empezó a correr entre los habitantes de Songy, en la Champaña francesa: una niña de nueve o diez años de edad, descalza, cubierta de harapos y de pieles de animales, con los cabellos metidos en un casco de calabaza y la cara y las manos negras, casi un demonio, había entrado en el pueblo en busca de agua; cuando un vecino le lanzó un gran perro enfurecido, la niña lo mató de un golpe, pero después subió a un árbol y “se quedó dormida plácidamente”.
Marie-Angélique Memmie Le Blanc, la “niña salvaje” de Songy, fue, durante algunos años tras su captura, una pequeña celebridad. La escritora Marie-Catherine Homassel Hecquet –que la conoció– escribió su historia en 1755, y en los últimos años su figura ha vuelto a concitar la atención pública gracias a una biografía de Anne Cayre y a la novela gráfica Salvaje de Aurélie Bévière, Jean-David Morvan, Gaëlle Hersent y Serge Aroles. Pero su caso está lejos de ser único en su tipo, como quizás recuerden quienes hayan visto El pequeño salvaje, filme de François Truffaut inspirado en la historia de Víctor de Aveyron, posiblemente una de las más conocidas y documentadas entre las de niños ferales: Víctor fue capturado en enero de 1800 y sometido a estudio y “tratamiento” por parte del médico Jean Itard, quien intentó demostrar que poseía un “sentido moral natural” del tipo postulado por Jean-Jacques Rousseau; los castigos que le aplicó en nombre de su instrucción no arrojaron resultados positivos y el médico acabó deshaciéndose de él.
Acerca de la supuesta “integración” de la “niña salvaje” de Songy cabe hacer varias salvedades: desde su captura, fue obligada a suspender su dieta de raíces y carne cruda, lo que la condujo a problemas estomacales, de digestión y a una debilidad general que la acompañaron el resto de su vida; internada en hospitales y en conventos, Marie-Angélique se vio obligada a vivir de la caridad de los demás, lejos de los bosques que había convertido en su hogar, transformada en un fenómeno de feria que subsistía de la venta del libro que narra su historia. Según su autora, “el tono de su voz era agudo y penetrante, aunque débil, sus palabras breves y tímidas, como las de un niño que todavía no conoce bien los términos para expresar lo que quiere decir” y “no tenía memoria ni de su padre ni de su madre, ni de nadie de su país de origen, ni apenas de dicho país, excepto que no recuerda haber visto allí casas”. Pero quizás sí recordó hasta el final la visita de una princesa polaca, que “la colmó de mimos. E informada de la rapidez de su carrera, quiso que la acompañara a cazar. Viéndose allí en libertad y entregándose a su verdadera naturaleza, la niña perseguía a la carrera las liebres o conejos que se levantaban, los atrapaba y, volviendo a la misma velocidad, se los entregaba”: el instante luminoso de otra vida de mujer en penumbras durante el supuesto Siglo de las Luces.
Patricio Pron, El llamado de lo salvaje, Letras Libres 01/10/2023
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Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Durante estos días hemos tenido que soportar declaraciones vergonzosas acerca de los migrantes llegados a la península desde Canarias; algunas de ellas de dirigentes políticos con mando en plaza. Ahí tienen al inefable vicepresidente de Castilla-León anunciando una invasión extranjera. O a la presidenta de la Comunidad de Madrid invocando nada menos que a la seguridad nacional. O a un increíble concejal de cultura (¡) de Málaga proponiendo que se marque a los migrantes como a animales (sic) para protegernos, según él, de delitos y enfermedades contagiosas.
Pero lo preocupante no es solo la irresponsable demagogia de algunos políticos, sino también las cosas que se dicen por esas nuevas calles y plazas que son las redes sociales. Entre todas las simplezas, bulos y barbaridades que he tenido que escuchar, hay una que me llama especialmente la atención. Es la de invitarnos, a los que pedimos que se acoja a los migrantes como la ley, el deber y Dios mandan, a que los metamos en nuestras casas. «Si tan solidario eres – te dicen – llévatelos a tu casa y ocúpate tú de ellos».
Se podrían dar muchos argumentos para explicar por qué no es fácil, y ni tan siquiera posible crear un centro de acogida o un hospicio clandestino en tu casa. Y decenas más acerca no solo de la necesidad legal y moral de socorrer a estos migrantes, sino también de la conveniencia a todos los niveles de hacerlo. Pero hay algo especialmente interesante de analizar en esa desabrida «invitación» a que nos metamos los migrantes… donde nos quepan.
Veamos: se supone que el que te pide que te lleves los migrantes a tu casa es porque le parece inaceptable que sea el Estado el que los acoja y ayude. Bien: es la posición ultraliberal de que la caridad o la solidaridad son cosa de cada uno, no del Estado. Quien quiera ser solidario que se haga socio de una ONG o que se lleve a los migrantes a su casa – dirán –; pero nadie debería obligarnos a tal cosa a través de nuestros impuestos – añaden –.
Sobra decir que esta posición es perfectamente legítima. Faltaría más. Lo que no es tan aceptable es ser inconsecuente con ella, so pena de volverse uno loco y volver locos a los demás. Así, si uno es ultraliberal y niega el derecho del Estado a intervenir en las relaciones económicas o laborales con otras personas, tendría que estar contentísimo de que llegaran migrantes. ¿No ha de ser el mercado de trabajo un mercado libre? ¿No es la mano de obra una mercancía más? Para un liberal, desde luego que sí. Por ello, nadie entendería que ese mismo liberal exigiera al Estado que no interviniera para socorrer a los migrantes, pero que sí lo hiciera para impedirles venir, «no sea que le quiten el trabajo a los de aquí». Si lo que debe imperar es el mercado, y un senegalés o un sirio trabajan igual o mejor por menos dinero, ¿a quién deberíamos contratar – desde una perspectiva liberal – para nuestra empresa o para lo que sea?
Por supuesto que aquí se entrecruzan los sentimientos nacionalistas (aquello de «los españoles primero», o «los extremeños», o «los navarros», etc.). Pero ojo, esto ya no es ser un liberal, sino más bien todo lo contrario: es ser una especie de nacionalsocialista. Un ultraliberal ha de defender a ultranza la libertad económica y la libre concurrencia del talento individual, venga de donde venga. Desde una perspectiva liberal-meritocrática, ser español no tiene ningún mérito (nadie elige su lugar de nacimiento), ser un buen médico o albañil sí, seas de Cuenca o de Tombuctú.
Así que fíjense, tanto los que creemos en el valor de esa casa común que es el Estado (a ser posible sin el siniestro sótano del nacionalismo), como los que reniegan de ella (los más ultraliberales), deberíamos estar de acuerdo en lo lógico y conveniente de acoger e integrar a los migrantes. No solo son personas con los mismos derechos que nosotros, entre ellos el de competir e intentar mejorar su vida (diría el liberal), sino la única esperanza que tiene este país, o Europa entera, para renovar su ímpetu productivo (empezando por su población en edad de trabajar) y refundarse como una civilización capaz de integrar otras culturas bajo un mismo sistema universal de valores. La otra opción (cerrar fronteras – y pudrirnos dentro –) solo es retóricamente válida para falsos ultraliberales deseosos de lograr el poder – y vivir del Estado – al precio de sembrar todo el odio que haga falta. Puro nacionalsocialismo.