... se ha probado que nuestro hipocampo sufre con la nueva tecnología digital. La neurocientífica Eleanor Maguire descubrió que los taxistas londinenses que han memorizado el trazado de 25.000 calles conocido como “el saber” desarrollaron más materia gris en sus hipocampos. Algunos estudios apuntan a que a las generaciones con GPS nos podría estar pasando lo contrario. En Londres, la gente que desanda las calles que ya ha recorrido previamente no pone en marcha el sistema de navegación del cerebro cuando sigue las instrucciones de un GPS. “Si piensas en el cerebro como un músculo, hay algunas actividades, como aprenderse el callejero de Londres, que equivalen a levantar pesas —dijo uno de los principales autores del artículo, Hugo Spiers—, y a partir de nuestros hallazgos podemos afirmar que no ejercitamos estas partes del cerebro cuando usamos un navegador”.
Deirdre Mask, Los taxistas que memorizaban calles desarrollaban más materia gris, El País 10/04/2023
La llegada de la fotografía en el siglo XIX sacudió los cimientos del Arte que hasta ese momento tenía el monopolio de la representación del mundo. De un día para otro apareció una nueva tecnología capaz de documentar nuestra realidad de forma aún más precisa y eficiente, cambiando para siempre el rol asignado a los artistas y el sentido otorgado al Arte.
Lejos de acabar con él, la invasión del que era su espacio natural obligó al Arte a transformarse, a ir más allá de la representación para encontrar nuevas formas emancipadas, propias, creativas y maduras de ser. En pocos años el realismo naturalista dejó paso al impresionismo, al expresionismo y al arte abstracto. El Arte se convirtió en vanguardia, en exploración, en expresión, en manifestación e ideología de la incipiente Modernidad.
Nos encontramos ante un escenario parecido, el símil entre lo que aconteció entonces y el momento actual es pertinente. La Inteligencia Artificial es una tecnología emergente que viene a invadir un espacio hasta ahora reservado a lo que creíamos eran habilidades únicas e irreplicables del ser humano.
Se trata de una tecnología que, en caso de consolidarse, nos obligará a reinventar nuestra manera de trabajar, de hacer, de tomar decisiones, de organizar la sociedad, de crear, de pensar, aprender o de incluso ser.
Por ello, para anticipar un posible escenario en el que nos vemos destronados por las máquinas, expulsados una vez más de nuestro centro, en lugar de enredarnos en discutir sobre el valor o no de la Inteligencia Artificial, podríamos comenzar a especular sobre el aspecto que tendría esa potencial inteligencia humana reinventada y emancipada.
¿Quiénes serán vanguardia en esta nueva era, como lo fueron los impresionistas en su tiempo? ¿Cómo podemos abordar el pensamiento y la innovación desde una perspectiva más conceptual, al igual que lo hicieron los dadá y los surrealistas? ¿Cuál será el nuevo lienzo en el que despleguemos nuestra imaginación y construyamos el futuro?
Dicho de otro modo, ¿cuál será el territorio liberado en el que el pensamiento y la creatividad humana puedan florecer?
Alberto Barrero, Máquinas de Invocar. ¿Puede la inteligencia artificial hacernos más humanos?, Retina 17/04/2023
Herbert Marcuse fue tal vez el filósofo más popular e influyente en los años sesenta y setenta del siglo pasado, al calor de los movimientos contraculturales y de la llamada Nueva Izquierda. ¿Por qué hoy su lectura ha decaído?
Aventuramos lo siguiente: el declive del interés por Marcuse es paralelo al declive de la capacidad utópica de las sociedades. Es decir, al triunfo de lo que hoy se denomina “realismo capitalista” y que viene a repetirnos lo siguiente: lo que hay es lo que hay.
Asombra, a cien años de los descubrimientos de Freud, la cantidad de sociología supuestamente crítica que se desarrolla como si la vida de los seres humanos transcurriese enteramente en el ámbito de lo explícito y transparente, de lo racional y consciente, de la mera pertenencia a la clase social y sus intereses.
Marcuse piensa no sólo a partir de Marx, sino también de Freud. Acepta que el ser humano es ante todo un animal deseante constituido estructuralmente por dos pulsiones –de vida y de muerte, Eros y Tánatos– abiertas a la sociedad y la historia, es decir, cuyos objetos y canalizaciones cambian en cada época.
Sólo en ese engarce entre lo psíquico y lo social podemos penetrar en el secreto de la “servidumbre voluntaria”: ¿por qué los seres humanos luchan por su esclavitud como si se tratase de su salvación? Las revoluciones no sólo son vencidas desde fuera, sino también desde dentro. Conocen, dice Marcuse, su propio “Termidor psíquico”.
Lo que el filósofo alemán encuentra en la socialización bajo el sistema capitalista es un “exceso de represión” que conlleva una mutilación severa de la sensualidad y el principio de placer. El cuerpo y sus pulsiones son vistas con desconfianza por la tradición occidental en general, como aquello que hay que reprimir para fabricar seres humanos que giren esencialmente en torno a la necesidad de trabajar.
Si esa “represión sobrante” tuvo alguna vez razón de ser, por motivos de la lucha por la existencia, desde luego ya no es así. Hay una abundancia material que no sólo podría ser mejor distribuida, sino también servir como base al deseo de una vida distinta, cuyos valores centrales no fuesen la productividad, el rendimiento y la competencia.
Entre los objetivos principales de los movimientos políticos según Marcuse está por tanto la reactivación de la sensualidad y el placer como modos de relación con el mundo. ¿Cómo nos suena hoy esto? ¿Es una proclama hedonista como las que solemos escuchar de boca de una política neoliberal como Isabel Díaz Ayuso?
Nada que ver. Nuestras sociedades están enganchadas al goce del consumo: formas de adicción y compulsión, satisfacciones sustitutivas y compensatorias de una vida mutilada. Todas las grandes industrias de nuestro mundo –desde el turismo a los estupefacientes, pasando por la bebida, el sexo o el deporte– son negocios, no del placer, sino del tranquilizante, del alivio y el desahogo. Taponan por un momento el pozo sin fondo de la insatisfacción.
El principio de realidad sigue comandado por mandatos: ayer, el mandato superyoico de la autoridad, la religión o la moralidad que dice “no hagas”; hoy, el imperativo superyoico del rendimiento, productividad y competencia que dice “¡haz!”. Los dos, en tanto que mandatos, igual de mortificantes. De ahí la necesidad de pulsiones compensatorias.
La liberación de la sensualidad y del placer, la fuerza de Eros, no tiene nada que ver con el incremento de las oportunidades de consumo o de encuentros sexuales (a menudo lo mismo), sino con la activación de una relación amorosa con el mundo: trabajo creador y no alienante, tiempo libre autónomo, relación de cuidado con el entorno natural y social.
Sólo la derrota política de los proyectos colectivos de los años sesenta y setenta explican que hoy se reduzca la liberación de Eros a un problema de elecciones personales y privadas: poliamor, crítica de la monogamia, multiplicación de partenaires sexuales, etc. Para los movimientos contraculturales se trataba de “hacer el amor” con el trabajo, la ciudad y el cosmos. Reinventar la relación con la realidad entera desde un vínculo sensible. Lo que Marcuse llamaba “sublimación creadora”, distinta a la sublimación represiva o compensatoria.
Pero el cuerpo pulsional no es sólo Eros, sino también Tánatos: energía destructiva, agresividad, instinto de muerte. Marcuse acepta esta dualidad freudiana de los principios pulsionales y concluye: sólo Eros puede sujetar a Tánatos, sólo la fuerza de Eros es capaz de poner a Tánatos a trabajar a su servicio, como energía agresiva de defensa o resistencia.
Una sociedad que reprime a Eros está condenada a ver reproducirse por todos lados la lógica y la pasión del sacrificio: de la naturaleza, de los vínculos sociales y de la propia vida. Sólo la reactivación de las energías eróticas puede sustraer a los fascismos de ayer o de hoy el combustible afectivo que precisan. El deseo es el campo de batalla.
Política es terapia social: reactivación y recapacitación de las capacidades eróticas y deseantes del ser humano.
Amador Fernández-Savater, Erótica, estética, revolución: las utopías concretas de Herbert Marcuse, Lobo suelto 03/04/2023
Mientras vivimos, todo en nosotros y a nuestro alrededor (el color del cielo, el calor del aire, las sensaciones y los sentimientos) cambia sin cesar. Lo que le falta a la vida es la unidad, la congruencia, la estabilidad, el sentido. Preocuparse por la muerte es preocuparse por ese sentido. Sin esta inquietud, la vida no sería más que una secuencia disparatada de episodios incoherentes.
A la unidad de sentido de la vida un griego puede llamarla “alma” (psykhé). Quien filosofa se ocupa no de la vida y el “cuerpo” (lo que cambia, confunde y zarandea), sino de la muerte y el “alma”, nombre de la separación y el desprendimiento frente a lo primero. La filosofía, como el arte, se aparta de la vida para comprehenderla.
Fedón recuerda que en mitad de aquellos discursos tan valientes se hizo un largo silencio. Los cisnes, dijo Sócrates, cantan sus cantos más bellos en la antesala de la muerte. Y no son cantos de tristeza, como cree la mayoría, sino de gozo.
Fedón confiesa que nunca la admiración por Sócrates le sobrecogió tanto como en aquel momento. Los animaba a no desfallecer y mantener viva la llama de las conversaciones mientras acariciaba su cabeza y jugaba con su pelo: “Mañana, Fedón, te cortarás quizá esta bella melena. O tal vez no, si me haces caso”.
Es entonces cuando los discursos se hacen más que nunca ensalmos, hechizos, encantamientos; historias y cuentos capaces de consolar al niño lloroso que en nosotros sigue temiendo la muerte.
Aída Míguez Barciela, Sócrates, la muerte y la filossofía: sobre un diálogo de Platón, theconversation.com 09/04/2023
Acuñado por el crítico de tecnología Evgeny Morozov, el término solucionismo tecnológico es la creencia errónea de que podemos hacer enormes progresos para mitigar dilemas complejos hasta solucionarlos en su totalidad, si reducimos sus elementos centrales a problemas de ingeniería más simples. Esto es atractivo por tres razones. En primer lugar, es psicológicamente consolador. Se siente bien pensar que, en un mundo complicado, los grandes retos se pueden solucionar de forma fácil y directa. En segundo lugar, el solucionismo tecnológico es económicamente atractivo. Promete una accesible, aunque no barata, solución milagrosa, en un mundo con recursos limitados para abordar muchos problemas apremiantes. En tercer lugar, el solucionismo tecnológico refuerza el optimismo en torno a la innovación, en particular la idea tecnocrática de que los enfoques de ingeniería para la resolución de conflictos son más efectivos que las alternativas que tienen dimensiones sociales y políticas.
Pero si suena demasiado bueno para ser verdad –¡un nuevo final para una mala serie!–, sabemos que probablemente lo sea. El solucionismo no funciona porque tergiversa los problemas y malentiende sus causas. Los solucionistas cometen estos errores porque descartan o minimizan la información crítica, que muchas veces tiene que ver con el contexto. Para obtener esa información, es necesario escuchar a las personas que tienen los conocimientos y la experiencia relevantes.
El solucionismo es un componente crucial de la forma en que las grandes empresas tecnológicas venden sus visiones sobre innovación al público y a los inversionistas. Cuando Facebook se convirtió en Meta y comenzó a anunciar su viraje hacia la realidad virtual, lanzó un costoso e inesperadamente deprimente comercial en el Super Bowl, que transmitía el mensaje de que la realidad física está rota y que la solución a todo lo que nos acongoja se puede encontrar en las alternativas virtuales. El mensaje tuvo un gran impacto, y hoy tenemos a las fuerzas policiales sugiriendo que el metaverso es “una solución en línea para el problema de reclutamiento de las fuerzas policiales” porque va a permitir a los potenciales reclutas tener experiencias inmersivas como manejar vehículos policiales y resolver casos. Al mismo tiempo, Meta está haciendo movimientos que revelan que su solucionismo es una estrategia de relaciones públicas. A pesar de que la compañía era optimista con Horizon Workrooms, un producto del metaverso que permite a los equipos colaborar en realidad virtual, Mark Zuckerberg ha hecho un cambio de 180 grados al permitir que los empleados de Meta continúen trabajando de manera remota. También está dando señales de un cambio en las prioridades de la empresa, del metaverso a la inteligencia artificial.
Ahora el solucionismo es parte del actual ciclo de publicidad y exageración en torno a la inteligencia artificial. Aunque no hay duda de que los nuevos productos de inteligencia artificial van a afectar de manera significativa la forma en la que trabajamos, socializamos y jugamos, también es cierto que nos estamos ahogando en un mar de hipérboles. Tanto así, que la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos ha intervenido para advertir que está preocupada por las exageraciones de las compañías sobre lo que sus productos de inteligencia artificial son capaces de hacer. “Todo este revuelo por la inteligencia artificial se ha extendido a muchos productos hoy en día, desde juguetes hasta autos, pasando por chatbots y muchas cosas de por medio”, escribe la agencia.
Evan Selinger, El espejismo que hay en el boom de la inteligencia artificial, Letras Libres 05/04/2023
Como tantos otros científicos relevantes en la historia de Occidente, Einstein no creía en un dios antropomorfo, personal o individual, como ocurría también en el caso de Spinoza. De hecho, el panteísmo de ambos es una manera de rechazar las creencias antropomorfas propias de colectivos infantilizados que proyectan en el ámbito de lo divino sus anhelos y construyen una realidad paralela en el plano de lo sagrado. Se trataría, como señaló también Feuerbach, de un constructivismo religioso: elaboramos nuestra representación de lo divino a partir de los fenómenos de la naturaleza. Un dios humanizado, con grandes barbas y pasiones humanas, no tendría ningún sentido tanto para Spinoza como para Einstein.
Ya Jenófanes en el siglo IV a. C dijo: «Chatos, negros: así ven los etíopes a sus dioses. De ojos azules y rubios: así ven a sus dioses los tracios. Pero si los bueyes y los caballos y leones tuvieran manos, manos como las personas, para dibujar, para pintar, para crear una obra de arte, entonces los caballos pintarían a los dioses semejantes a los caballos, los bueyes semejantes a bueyes, y a partir de sus figuras crearían las formas de los cuerpos divinos según su propia imagen: cada uno según la suya».
Es por ello que un dios real (racional) jamás podría atenerse a un paradigma antropomorfo, y es por eso que tanto Spinoza como Einstein, dos referentes racionalistas –aunque creyentes–, adoptaron el modelo panteísta como más aceptable en términos de pensamiento. Esto se traduce en el hecho de que un dios pasional y caprichoso, inestable, no representa aquella realidad con la que se topa el científico, a la busca de leyes estables e inmutables que habrían sido las mismas desde origen de los tiempos como fruto de esa natura naturans. Sería, así, un ente despersonalizado, creador y contenedor de todo lo real, ese concepto de naturaleza que tanto el tiempo de Spinoza como el de Einstein (o el nuestro) defienden.
Iñaki Domínguez, El Dios de Spinoza, ¿el Dios de Einstein?, ethic.es 08/09/2022
Tecnología y progreso no son sinónimos. Sin embargo, en Occidente la asociación entre ambos es tan estrecha que, por regla general, actuamos como si fuera así. Por eso, cuando escuchamos afirmaciones tales como “la digitalización ha llegado para quedarse” o “la inteligencia artificial (IA) es inevitable”, las aceptamos casi sin cuestionamiento o contestación. Porque ¿quién en su sano juicio querría ir contra el progreso? Nadie. ¿Qué futuro imaginable no tiene a la tecnología como protagonista? Ninguno.
Con estas preguntas no pretendo hacerles creer que tengo alguna inquina personal contra la tecnología. Yo también coincido en que la tecnología (y la ciencia) han sido esenciales para alcanzar los niveles de bienestar de los que gozamos en Occidente, y considero, sinceramente, que pueden seguir haciendo nuestras vidas mejores. Ahora bien, también creo que deberíamos ser más precavidos y reflexivos al depositar gran parte de nuestras esperanzas para la construcción de un futuro mejor en un desarrollo tecnológico que, en muchos casos, parece avanzar sin nadie a los mandos. Y es que ni la IA ni ninguna otra tecnología nos dirigirán, por sí mismas, hacia ningún lugar o tiempo que sea digno de ser calificado como progreso.
La IA, al igual que las demás tecnologías, es un producto social y, por tanto, su diseño, construcción y uso se encuentran plagados de condicionantes políticos. No reconocerlo significa blanquear la tecnología y hacerla pasar por neutra para que los que ejercen el poder a través de ella puedan seguir haciéndolo sin posibilidad de contestación. Admitir la naturaleza social y política de la IA es el primer e ineludible paso para poder retomar el control de estas tecnologías y, con ello, tener la posibilidad real de construir un futuro mejor.
Lucía Ortiz de Zárate, El divorcio entre tecnología y progreso ..., Retina
El objetivo de [Metaphysic] es aplicar nuestra tecnología a todo lo relacionado con la interacción humana con la tecnología, cada pantalla que se mira, cada cosa que se hace en internet. Nos centramos en cómo nuestra tecnología va a cambiar nuestra interacción con todo eso, con es todo lo que hacemos fuera del mundo real físico, y extender el mundo real. Hablamos de extender la realidad. Cuando algo parece tan real que en tu mente se convierte en realidad.
Es entretenimiento, sí, pero también se aplica a todas las facetas de la existencia humana. Estamos empezando a desvincular la experiencia humana del lugar y el momento en que ocurre. Su localización y su momento en el tiempo.
Por ejemplo: Podrás capturar datos de tus experiencias en el mundo real. Puede que sea la fiesta del quinto cumpleaños de tu hijo. Puedes capturar ese momento [en un modelo neuronal]. En el futuro, podrás almacenar ese gran acontecimiento de tu vida en tu catálogo de acontecimientos vitales, para después descargarlo, renderizarlo con IA y revivir por completo esa experiencia exactamente con la misma fidelidad de la experiencia original que viviste la primera vez que estuviste allí.El liberalismo entiende la ‘esfera pública’ como «isegoría», la posibilidad de la comunicación política justamente distribuida. Se define como un espacio de discusión y deliberación colectiva sobre cuestiones de interés general, siendo la búsqueda del consenso el objetivo fundamental de las perspectivas democrático/deliberativas. De ahí la preocupación por la calidad de la conversación pública, por un sistema de comunicación racional y un lenguaje público, transparente y compartido. A través del intercambio de razones con los otros, guiados por la fuerza no forzada del mejor argumento, tratamos de encontrar el mejor argumento público. Desde una comprensión idealista de la comunicación humana, se señala el carácter virtuoso de los procedimientos deliberativos. Es posible alcanzar un lenguaje de significados compartidos y libre de elementos coercitivos. Por eso la univocidad es la precondición de la comunicación pública. A través de ella los sujetos forjan el consenso sobre las estructuras del mundo y buscan una sociedad justa e ideal.
Esta concepción de la esfera pública y del lenguaje contiene implícita una antropología y una metodología: el individualismo metodológico. Considera al individuo el actor político fundamental, el punto de partida de lo político, un sujeto dotado de racionalidad que le permite alcanzar acuerdos. La mirada liberal no atiende a los procesos de subjetivación, esto es, de construcción de los sujetos, pues los sujetos son ya individuos con racionalidad. Por ello es posible un diálogo intersubjetivo entre ciudadanos libres, a través de una argumentación racional, entre individuos con una igual competencia político-moral. Esta concepción de la esfera pública pivota sobre la legitimación procedimental que otorga una forma colectiva a la toma de decisiones. Y las instituciones público/discursivas son las garantes de una isegoría reducida a procedimiento como fundamento de las democracias representativas.
Pensar la esfera pública como un procedimiento abstracto, ideal y formal en el que cualquier conflicto social queda subsumido dentro de un equilibrio estable; como el lugar de encuentro de los individuos y sus intereses privados; y como espacio en el que no existen relaciones de fuerza ni de dominación como modo de organizar la sociedad, es una visión limitada y sesgada. Una concepción plebeya de la esfera pública ha de someter a sospecha el énfasis liberal en la deliberación pública, criticar la legitimidad de las mediaciones que se proponen y quebrar el objetivo velado que aquí se esconde: lograr la impunidad ilocucionaria y la salvaguarda de la autoridad y las credenciales epistémicas de los privilegiados lugares de enunciación que se ocupan.
Antonio Gómez Villar, El lamento hipócrita del "ofendido" liberal, catalunyaplural.cat 11/04/2023
Todos comienzan a filosofar –escribe Aristóteles en su Metafísica- movidos por interrogación de si las cosas son como parece que son, como ocurre con los que contemplan los autómatas de los ilusionistas. Alejandro de Afrodisia explicó este pasaje asegurando que Aristóteles llamaba admirables a los muñecos que parecen moverse por sí mismos, automáticamente.
El postureo moral es la traducción (propuesta por el filósofo Antonio Gaitán) de “moral grandstanding”, un concepto acuñado por los pensadores estadounidenses Justin Tosi y Brandon Warmke. Este término, que también se puede traducir por “exhibicionismo moral”, hace referencia a los discursos exagerados e hipermoralistas que se hacen con la intención de señalar afinidad o pertenencia a un grupo. Es decir, para señalar que somos “de los buenos” y para que se nos reconozca como moralmente respetables.
En el postureo moral hablamos de discursos con una indignación impostada o fuera de tono, como en este ejemplo parcialmente exagerado. El objetivo no es exponer razones, alimentar un debate o llegar a acuerdos con los demás, sino que los interlocutores (o seguidores en redes sociales) puedan ver que estamos en el bando que consideramos correcto. Y, a veces, señalar a quien está en ese bando contrario. Es exhibición y no debate.
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Aquella opinión, erróneamente adjudicada a Darwin, de que solo sobrevive quien más compite, era en realidad una frase de Herbert Spencer para caracterizar ese mundo regido por la competición implacable y despiadada que está en el origen de la desigualdad. Hay quien ha propuesto que sería más coherente con el pensamiento de Darwin hablar de la supervivencia del más amable, ya que la cooperación, más que la competición, es lo que ha hecho posible los éxitos de nuestra especie. Los antepasados de la humanidad que mejor han logrado sobrevivir habitaban en comunidades unidas y solidarias. El prestigio de la lógica combativa es inmerecido y tampoco sirve para la supervivencia política.
Daniel Innerarity, La cordialidad política, El País 23/03/2023
Percibimos la presencia de un poder inaccesible, sin nombre ni rostro. Si hay un problema, la respuesta siempre es: “Lo decidió Europa”. O: “Hay que hacerlo así, son las reglas del mercado”. Y es automático imaginar la política como un dispositivo de poder.
El complotismo és un arma de despolitización de masas. El complotista estándar se sienta en el ordenador e intenta crearse una información él mismo, pero al final se entrega a su impotencia. Intenta desenmascarar ese poder, pero en realidad se entrega a una pasividad.
El complotismo no es una duda legítima, sino una que se transforma en dogma sin interés en verificarla. No hay coordinación de la rabia, de la voluntad de cambiar.
(El complotismo moderno nace en ) Un punto de inflexión fue la caída de las Torres Gemelas. Por un lado, por no lograr ya descifrar la historia, entender lo que vendrá. Desaparece la idea del progreso que guio la modernidad, la idea de ir siempre a mejor. Ahí comienza el resquebrajamiento del siglo XXI, la desorientación y el desconcierto. Lo que viene en los siguientes 20 años es un cisne negro tras otro: la crisis económica, la guerra, la pandemia… Cunde la idea de que desaparece el progreso. Y ante ese escenario trágico, la tentación es el atajo e interrogarse sobre quién rige nuestro destino y mueve los hilos del orden mundial.
Hay un complotista en cada uno de nosotros. Pero el complotismo nos entrega a esa pasividad que termina premiando a las fuerzas políticas reaccionarias que apelan al resentimiento.
Italia es la tierra de los complots. Por su historia entremezclada, hecha de intrigas, el país de Maquiavelo. Casi todo lo relevante que ha sucedido en los últimos años se fundamenta en un secreto. Y todos estos casos influyen en el alejamiento ciudadano de la política.
Es muy importante el nexo entre complotismo y populismo. La idea sustancial es que el pueblo ha sido engañado y llega un profeta que enciende la luz y dice que la democracia es una estafa.
Daniel Verdú, entrevista a Donatella Di Cesare: "Hay un complotista en cada uno de nosotros", El País 27/03/2023
La teoría de la guerra justa ocupa gran parte del debate contemporáneo sobre conflictos bélicos desde que el filósofo estadounidense Michael Walzer publicara Guerras justas e injustas en 1977. Su idea es que en algunos casos, como la Segunda Guerra Mundial, la respuesta armada está justificada y puede incluso ser necesaria, pero se han de dar una serie de circunstancias que la permitan. Es decir, Walzer coloca la ética en el centro de la reflexión sobre la guerra, y no el poder.
Los teóricos de la guerra justa distinguen entre:
1) ius ad bellum: las causas para justificar el inicio de la guerra. Tradicionalmente son seis:
2) ius in bello: las causas para justificar una acción concreta durante el conflicto:
3) ius post bellum, o qué hacer una vez termina el enfrentamiento.
Por supuesto, no se trata de ver si se cumplen todos estos criterios o no: "Uf, solo reúne cuatro, su guerra es injusta". Estas variables proporcionan un marco de análisis que se ha de usar de modo crítico, para no tragarse la propaganda de quien quiere defender su guerra y, también, para no caer en el error de pensar que todas las guerras en las que participamos son justas.
Jaime Rubio Hancock, ¿Hay guerras justas?, Filosofía inútil 27/04/2023
Del mateix autor podem llegir ¿Se puede responder a Putin desde el pacifismo?
... no cabe duda de que ChatGPT ha superado el test de Turing. El gran matemático británico Alan Turing, pionero de la computación y la inteligencia artificial, propuso en 1950 que una máquina sería inteligente cuando pudiera hacerse pasar por una persona en una conversación a ciegas. Los textos que produce ChatGPT pueden parecer más o menos atinados, pragmáticos o fantasiosos, pero resulta francamente difícil distinguirlos de lo que diría un Homo sapiens en su lugar. Si le preguntas por qué hay algo en lugar de nada —una pregunta sin respuesta—, empieza por reconocer que se trata de una cuestión muy profunda y luego te da media verónica y acaba respondiendo a otra cosa. Es exactamente lo que haría una persona, y el test de Turing queda, por tanto, superado.
Pero ¿es eso inteligencia? ¿O solo la finge? Sabemos a estas alturas que ChatGPT compone cuentos infantiles y artículos académicos, cuenta chistes, escribe códigos de computación y aprueba la selectividad. El psicólogo clínico Eka Roivainen ha sometido al pobre ChatGPT a una prueba de CI (cociente de inteligencia) como las que hace a sus pacientes en un hospital finlandés. Ha usado el test más común (Wechsler, o WAIS), donde la media humana es de 100, el 10% de la gente alcanza 120, y el 1% más listo llega al 133. ChatGPT ha sacado un 155. Solo el 0,1% de los humanos se le pueden comparar. Eso son 50.000 personas en España, 3.000 en Madrid, 200 en Carabanchel y ninguna en mi casa, redondeando un poco. Planazo.
Ya sé lo que estás pensando: que el CI no mide la inteligencia, ¿no? Es lo que hacemos siempre los humanos en nuestra guerra no declarada contra las máquinas. Si Deep Blue gana a Kaspárov, concluimos que el ajedrez no es un signo de inteligencia. Si una máquina supera el test de Turing, no tiramos a la basura nuestra soberbia, sino el test de Turing. Si ChatGPT tiene un CI como para ingresar en el club Mensa, será que el CI no mide la inteligencia, sino alguna otra cosa que no sabemos lo que es. Cualquier cosa menos admitir que una máquina nos supera en alguna actividad intelectual.
Javier Sampedro, En la mente de la máquina, El País 30/03/2023
La temperatura es en realidad una medida de la velocidad de las moléculas del aire que hay en nuestra atmósfera o de los átomos en las nubes de gas que dan lugar a estrellas. Y aquí introducimos lo que necesitábamos para seguir nuestra historia de que las cosas caen. Las cosas caen, cada vez van más rápido, así que su temperatura incrementa. Y si la temperatura de un gas incrementa, ¿cómo se pueden formar nubes frías? Sin nubes frías no pueden existir zonas donde el material se vuelva más denso, y esto es algo necesario para formar estrellas o planetas.
Volviendo a la Tierra, lo que se cae gana velocidad —energía cinética se dice— y el resultado final, sepa caer como la patinadora o no, es frenar su movimiento con un choque contra la superficie del planeta. A no ser que su energía sea suficientemente alta, el resultado del choque será que toda esa energía que llevaba se convertirá en deformación, vibración (y por tanto sonido), calor... Es decir, en transferencia de energía a los átomos del suelo y del objeto que cae, que se moverán más rápido, tanto que quizás ya no puedan macroscópicamente dar cuenta de un sólido, sino pasar a estado líquido (donde los átomos o moléculas se mueven más) o incluso gaseoso.
Pablo G. Pérez González, ¿Cómo llegaron hasta aquí nuestros átomos?, El País 30/03/2023
Como la cuerda que tira de la cometa, la consciencia dirige el proceso, pero debe permitir la suficiente holgura para que el ingenio levante el vuelo. Por eso los métodos para conseguir eficacia creativa proponen —usando ardides de uno u otro cariz— que la frecuencia cerebral se sitúe en un estado alfa, de relajada consciencia. Aunque debemos permanecer atentos, porque si la consciencia mengua en exceso, caemos dormidos. Y, eliminada por completo la tensión, la cometa vuela sin control fabricando imágenes imprevisibles (sueños). El estado creativo óptimo es pues el de una consciencia discretamente atenuada, que permita un oscilante tira y afloja sobre la memoria. Y los caminos para alcanzarlo actúan primero sobre nuestro organismo físico y, en segunda instancia, sobre nuestras frecuencias cerebrales.
Carlos García-Delgado, El momento eureka: las mejores ideas aparecen cuando desconectas, El País 31/0372023
Hasta el presente, todos los logros en el campo de la inteligencia artificial han sido en el desarrollo de lo que se conoce como “inteligencia artificial particular”, específica o estrecha. Es decir, en la creación de sistemas computacionales que despliegan una gran capacidad, superior incluso a la humana, para realizar tareas muy específicas y bien definidas. Por ejemplo, jugar a un juego con reglas fijas (ajedrez, go, damas, videojuegos), responder a preguntas de cultura general, realizar diagnósticos médicos precisos (enfermedades infecciosas, tipos de cáncer, medicina personalizada), reconocer caras y otras imágenes, procesar e interpretar la voz humana, traducir de un idioma a otro.
En realidad, una parte sustancial de lo que hoy llamamos inteligencia artificial son sistemas de minería de datos, llamados así porque son capaces de analizar cantidades masivas de datos y obtener de ellos patrones desconocidos y lo que podríamos considerar como conocimiento nuevo sobre esos datos.
Por impresionantes que sean estos logros, estas tecnologías no alcanzan la versatilidad y flexibilidad de la inteligencia humana. Los sistemas más inteligentes de los que disponemos en la actualidad no pueden ser utilizados con eficacia en tareas diferentes a aquellas para las que fueron programados. Hay quienes piensan que ni siquiera los deberíamos llamar inteligentes, puesto que la única inteligencia que aparece en ellos es la del programador humano o la de los seres humanos en cuyo contexto social estos sistemas cumplen alguna función.Creo que, para analizar las consecuencias posibles de la inteligencia artificial, tanto favorables como desfavorables, discutir si se trata de inteligencia genuina, similar a la humana, con posibilidad de ser consciente o no, es desviar el foco del auténtico problema.
Lo que me parece que debería preocuparnos ahora no es si podremos crear inteligencia similar a la humana o superior, sino qué podrán hacer con nosotros las máquinas que creemos en el futuro, si es que estas tienen capacidad para tomar decisiones que se consideren en la práctica como inapelables en su autoridad. No es cómo piensen esas máquinas lo que importa, es cómo actúen, puesto que serán agentes con una cierta autonomía, y, sobre todo, cómo las insertaremos en nuestra ordenación social.
Lo relevante en todo esto será que los seres humanos acepten sin supervisión las decisiones que forjen dichas máquinas, así como las consecuencias que esas decisiones puedan tener sobre nuestras vidas, sobre todo si el propio ser humano cede el control.
En definitiva, es necesario promover instituciones y procedimientos que faciliten la defensa de los derechos de los ciudadanos frente a los riesgos potenciales de la inteligencia artificial, como, por ejemplo, la defensa del derecho a la privacidad, así como comenzar a pensar en los requisitos que serían fundamentales para un control efectivo de la IA, porque frente a lo que algunos nos dicen, no hay a priori ninguna razón incontestable para aceptar que el problema del control de la IA sea irresoluble.
Antonio Diéguez Lucena, En el control de la inteligencia artificial nos jugamos el futuro, the conversation 08/04/2023
En realidad, lo que hoy llamamos “inteligencia artificial” no es ni artificial ni inteligente. Los primeros sistemas de IA estaban muy dominados por reglas y programas, de modo que, por lo menos, la palabra “artificial” estaba justificada. Pero los sistemas actuales, como el ChatGPT que tanto gusta a todos, no se basan en reglas abstractas, sino en el trabajo de seres humanos reales: artistas, músicos, programadores y escritores, de cuya obra creativa y profesional se apropian esos sistemas con la excusa de querer salvar la civilización. En todo caso, es una “inteligencia no artificial”.En cuanto a “inteligencia”, el interés primordial de la Guerra Fría, que financió gran parte de los primeros trabajos en IA, influyó enormemente en el sentido que le damos. Es el tipo de inteligencia que sería útil en una batalla. Por ejemplo, lo mejor de la IA actual es su capacidad de buscar patrones. No es extraño, puesto que uno de los primeros usos militares de las redes neuronales —la tecnología en la que se basa ChatGPT— fue la detección de barcos en fotografías aéreas.
Sin embargo, muchos críticos han señalado que la inteligencia no consiste solo en buscar patrones o seguir reglas. También es importante la capacidad de generalizar. La obra de Marcel Duchamp Fuente, de 1917, es un buen ejemplo. Antes de Duchamp, un urinario no era más que un urinario. Pero Duchamp cambió la perspectiva y lo convirtió en una obra de arte. En ese momento, estaba generalizando sobre el arte.Cuando generalizamos, la emoción anula las clasificaciones arraigadas y aparentemente “racionales” de las ideas y los objetos cotidianos. Deja en suspenso las operaciones habituales, casi maquínicas, de búsqueda de patrones. No es algo que convenga hacer en medio de una guerra.
La inteligencia humana no es unidimensional. Se apoya en lo que el psicoanalista chileno Ignacio Matte Blanco denominó bilógica: una fusión entre la lógica estática y atemporal del razonamiento formal y la lógica contextual y muy dinámica de la emoción. La primera busca las diferencias; la segunda las borra a toda velocidad. Nuestra mente sabe que el urinario está relacionado con el retrete; nuestro corazón, no. La bilógica explica cómo reorganizamos las cosas prosaicas de maneras nuevas y esclarecedoras. Todos lo hacemos, no solo Marcel Duchamp.La IA no podrá hacerlo porque las máquinas no pueden tener un sentido (no un mero conocimiento) del pasado, el presente y el futuro. Sin ese sentido, no hay emoción, lo que elimina uno de los componentes de la bilógica. Como consecuencia, las máquinas siguen atrapadas en la lógica formal singular. Así que a eso queda reducida la parte de “inteligencia”.
ChatGPT tiene su utilidad. Es un motor predictivo que también puede servir de enciclopedia. Cuando se le pregunta qué tienen en común un botellero, una pala de nieve y un urinario, responde acertadamente que son objetos cotidianos que Duchamp convirtió en arte.
Pero cuando se le preguntó qué objetos actuales convertiría Duchamp en arte, respondió que los smartphones, los patinetes electrónicos y las mascarillas. Aquí no se vislumbra nada de bilógica ni, reconozcámoslo, de “inteligencia”. Es una máquina estadística que funciona bien pero es aburrida. Tiene su utilidad, por supuesto. Pero entonces el verdadero debate deberíamos tenerlo sobre hasta qué punto dependemos del pensamiento estadístico, en vez de sobre las ventajas de la “inteligencia artificial” frente a la “inteligencia humana” ni sobre el hombre frente a la máquina.
El peligro de seguir manejando un término tan inexacto y obsoleto como “inteligencia artificial” es que corremos el riesgo de convencernos de que el mundo funciona con arreglo a una lógica singular: la del racionalismo profundamente cognitivo y sin sentimientos. En Silicon Valley ya hay muchos que así lo creen y se están dedicando a reconstruir el mundo inspirados por esa convicción.
Pero el motivo por el que las herramientas como ChatGPT son capaces de hacer algo mínimamente creativo es que sus patrones de entrenamiento los han creado unos seres humanos reales, con sus emociones complejas, sus angustias y todo lo demás. Y, en muchos casos, no es el mercado —y mucho menos el capital riesgo de Silicon Valley— el que ha pagado por ello. Si queremos que esa creatividad siga existiendo, debemos financiar la producción de arte, ficción e historia, no solo los centros de datos y el aprendizaje automático.
Evgeny Morozov, Ni es inteligente ni es artificial: esa etiqueta es una herencia de la Guerra Fría, El País 03/04/2023
Lo cierto es que hablamos poco del lenguaje, de cómo lo empleamos y de la manera en que su uso moldea nuestras concepciones vitales. El argot económico se ha adueñado del universo simbólico de las emociones y, desde diversas instancias, se nos invita a «crecer», «sacar provecho», «optimizar», «gestionar» o «rentabilizar» los momentos difíciles y onerosos de nuestras biografías. Se trata de un giro perverso y muy bien urdido en virtud del cual lo emocional queda subsumido por el afán productivista de nuestra cultura del éxito económico y del progreso personal. Dicho brevemente: nuestro dolor y nuestro sufrimiento han sido absorbidos por una maquinaria, la económica, que los considera como tesituras normales e incluso inevitables dentro de un escenario competitivo y hostil, en el que sobrevive y medra quien es capaz de continuar a pesar de todo (aunque el “todo” sea inhabitable).
Si nuestras emociones quedan secuestradas por el lenguaje económico, también se estrechan los límites de nuestro mundo. Ya escribió Wittgenstein que «el mundo es lo que es el caso». Y el caso, en este punto, es dictado por la gramática neoliberal. Es decir: nuestro mundo se ha transformado en una cuestión meramente transaccional, económica. Con ello, nuestra vida ha sido convertida en una negociación: a cambio de seguir adelante, en muchas ocasiones de manera precaria (en términos laborales y psicológicos), entregamos nuestro derecho a la resistencia. El lamento, la protesta o la reclamación es cosa de los desheredados por el sistema económico: es asunto de pobres, de malhadados y desgraciados a quienes el propio sistema ha expulsado de su retórica y funcionamiento. No supieron «crecer», «gestionarse» o «rentabilizarse». La queja, la denuncia o la oposición son para los fracasados.
Convertir el lenguaje en ideología ha supuesto una de las grandes victorias de nuestro sistema económico. No existe estructura de control y vigilancia más efectiva que la limitación e imposición de un lenguaje que, en nuestro caso, se ha convertido en una cárcel ideológica. Gran parte de los libros de autoayuda están repletos de recetas que nos muestran las claves para «sobrellevar» las dificultades de nuestros tiempos mientras «administramos eficazmente» nuestras emociones; por su parte, los coaches emocionales nos exhortan con fórmulas propiamente neoliberales: «explota tu motivación interior», «alcanza la autorrealización», «sé merecedor del éxito». Desde el mindfulness nos instan a hacernos conscientes de nosotros mismos mientras dejamos de lado los aspectos sociales y estructurales: lo importante es estar en armonía con uno mismo. Todo ello no son más que pérfidas derivas del cuidado de sí foucaltiano; pero en Foucault, no lo olvidemos, el cuidado de sí deriva de y aboca en una ética de la comunidad, en un sistema social en el que los unos nos pre-ocupamos por los otros, al igual que en Aristóteles: la ciudad es el lugar de quienes se reúnen para responsabilizarse del bien común (kοινόν), de quienes van más allá de los asuntos privados de la casa (οiκος). Todo este tipo de técnicas disciplinarias, que están en sintonía con el modo transaccional de vida más arriba expuesto, nos expropian del lenguaje y, por extensión, de nuestro mundo. No se trata de vilipendiar de manera pueril e inocente el sistema económico, sino de hacernos conscientes de los vicios que hemos adquirido a fuerza de aplicarlo en todas las facetas de nuestra vida. “¡Resiliencia o muerte!”, nos invitan a aguantar todo tipo de gurús. Pero lo grave y sobre lo que debemos reflexionar, como sostiene muy atinadamente Eva Meijer, es que “no todos se hacen más fuertes por soportar algo así, y no todos pueden soportarlo”.
Romantizar el sufrimiento esconde el silencioso y desagradable precio de llegar a adorarlo como un bien necesario. Digámoslo con claridad: el sufrimiento no nos dignifica ni nos hace mejores. Muchos de aquellos gurús aseguran que «uno elige cuánto sufrir», como si las condiciones estructurales, económicas y sociales de nuestra vida fueran irrelevantes, prescindibles o insignificantes. Además, romantizar el sufrimiento o entenderlo como síntoma propio de una determinada clase social significa perpetuarlo. Hacer sufrir –e invitar a aceptar gratuitamente el sufrimiento– encierra la tiranía de imponer un ritmo ajeno. Y todo, siempre, comienza por el lenguaje.
Carlos Javier González Serrano, La expropiación del mundo, ethic 04/04/2023
Los más preparados son quienes más errores de predicción tienen. Y esa gente es con la que los magos disfrutan más: las personas muy educadas anticipan e infieren más, qué es lo que se supone que debe ocurrir, por lo que es más colosal el conflicto de expectativas cuando aparece el desenlace de un efecto de magia que es imposible.
El funcionamiento del cerebro es clave porque lo que el ilusionismo persigue es hacer efectos imposibles. Un grueso importante de la magia requiere manipulación psicológica, y se tiene que buscar la vida para conseguir al final un efecto en el que no cuadra con aquello que tú te ibas a esperar como espectador. Esto requiere muchos deberes, lo que llamamos la vida interna del truco. Una parte fundamental a veces consiste en desviar la atención, en hacer cosas relacionadas con la cognición. Pero también la magia es un arte escénico que utiliza tecnología, de la física o la óptica, por ejemplo. Aunque no muy a menudo, también nuevos materiales o electrónica.Un efecto que entendemos como “imposible” pone en evidencia las limitaciones estructurales del cerebro, pero los sesgos no son errores. El cerebro es incapaz de procesar en bruto toda la información que recibe del mundo exterior, gigas por segundo, por lo que recurre a atajos para funcionar en el día a día. Son estrategias, circuitos que hemos aprendido para sobrevivir. A veces nos traicionan, pero en general son para buenas finalidades, podríamos decir. También ocurre en otros animales.
Nuestra concepción de la realidad es continúa, no fraccionada, cuando en verdad captamos fragmentos que después fusionamos y rellenamos. Gracias a esto podemos ir al cine, donde proyectan una sucesión de fotogramas. También vemos de forma relativa, no absoluta, y solo procesamos las diferencias. El cerebro genera predicciones constantemente, se busca la vida, diríamos, desea anticipar lo que pasará y este mecanismo es el que la magia interfiere. El ilusionismo lo aprovecha para hackearlo, algo que ha aprendido de forma empírica a lo largo de los siglos a base de prueba y error. El de la magia es un mundo muy pragmático, todavía funcionan trucos antiquísimos de hace miles de años, de los tiempos de Séneca, entonces ya había por la calle trileros, con cuencos y nueces o dados chinos. La clave es que los trucos siguen funcionando porque la manera de funcionar del cerebro que los percibe no ha cambiado.
El más frecuente y más conocido es el control de la atención, incluso han acuñado en inglés un término paraguas, misdirection, que agrupa las diferentes estrategias para redirigir la atención del público. Si atiendes algo, no puedes ver lo otro. Al provocar un conflicto se consigue que aunque estén mirando algo no lo veas, ya que no puedes procesar varias cosas simultáneamente. Se da un atraso, como al conducir y mirar el móvil.
El campo de la memoria es apasionante, hay muchos tipos de recuerdos. Se recrea cada vez que se evoca. O sea, se reconstruye de alguna manera y, además, no todos lo hacemos igual ante recuerdos que hemos compartido, un mismo suceso, porque no todos nos fijamos en lo mismo. Es normal porque no todos procesamos de la misma forma la realidad. En magia, se dan oportunidades para manipular recuerdos, llegando a engañar, haciendo pensar que han ocurrido cosas que realmente no han sucedido, incluso en muy corto tiempo.
El error es creer que la memoria individual de cada uno es una cinta magnetofónica, una grabadora precisa de un suceso. No lo es. Incluso los recuerdos que se han producido en situaciones emocionalmente muy fuertes. El evento quizá se te queda tatuado de una manera que no te olvidas, pero los detalles son tan poco fidedignos como los de un recuerdo normal.
Se debe ir con mucha cautela, no existe una fiabilidad integral. Lo no intuitivo cuesta mucho de procesar y aceptarlo: como que un recuerdo, pese a que sea muy vívido en nuestra cabeza, puede estar recreado.
Jon Gurutz Arranz, entrevista a Jordi Camí: "Los más preparados cometen más errores en sus predicciones", El País 05/04/2023
Una vez, viviendo en EE UU, me pusieron una multa de tráfico porque giré a la izquierda en una carretera en la que estaba prohibido. Era un giro que hacía todo el tiempo cuando iba a surfear y, un día, pusieron una señal de prohibido girar a la izquierda y no la vi. En vez de pagar la multa, escribí una carta diciendo que no había visto la señal porque hay un fenómeno en la investigación de la consciencia que se llama ceguera al cambio, que dice que si no esperas algo, aunque esté en tu campo de visión, no lo vas a ver. Llevé este argumento hasta el tribunal.
Daniel Mediavilla, entrevista a Anil Seth: "La noción de alma quizá ya no es útil", El País 27/04/2023
El filósofo que por vez primera puso en primer plano las razones para considerar los objetos inmediatos de nuestros sentidos como no existentes independientemente de nosotros fue el obispo Berkeley (1685-1753). Sus Tres diálogos entre Hilas y Filón, en oposición a los escépticos y a los ateos, nos prueban que no hay tal cosa como la materia, y que el mundo sólo consiste de mentes y sus ideas. Hilas había creído en la materia, pero como no se compara intelectualmente a Filón, quien lo dirige sin piedad hacia contradicciones y paradojas, este último le hace ver que su negación de la existencia de la materia parezca, al final, producto casi del sentido común. Los argumentos empleados son de valor distinto: algunos son importantes y lógicos, otros son confusos o irrelevantes. Pero Berkeley tiene el mérito de haber mostrado que la existencia de la materia puede ser negada sin caer en el absurdo, y que si hubiera cualesquiera objetos que existan independientemente de nosotros, éstos no pueden ser los objetos inmediatos de nuestras sensaciones. Hay dos cuestiones distintas involucradas cuando nos preguntamos si la materia existe, y es muy importante mantenerlas bien claras.
Normalmente significamos por “materia” algo que se opone a la “mente”, algo que creemos que ocupa espacio y que es radicalmente incapaz de cualquier tipo de pensamiento o conciencia. Es principalmente en este sentido en el que Berkeley niega a la materia; es decir, él no niega las informaciones sensoriales que tomamos normalmente como signo de la existencia de la mesa, como realmente signo de la existencia de algo independiente de nosotros, pero sí niega que algo sea nomental, que no sea mente o ideas producidas por una mente. Él admite que debe haber algo cuya existencia continúa cuando nos salimos del cuarto o cuando cerramos los ojos, y que lo que llamamos ver la mesa nos da la razón para creer en ese algo que persiste inclusive cuando no la vemos. Pero él cree que este algo no puede ser radicalmente diferente a la naturaleza de lo que vemos y que no puede ser independiente de lo que se ve en conjunto, a pesar de que debe ser independiente de nuestra vista. Esto lo llevó a considerar a la mesa “real” como una idea en la mente de Dios. Tal idea tiene la permanencia requerida e independiente de nosotros, sin ser — como la materia sería de otra manera — algo que no se pueda conocer, en el sentido de que sólo podríamos inferirla y que no podríamos nunca percibirla de forma directa e inmediata.
Bertrand Russell, Los problemas de la filosofía
Apariencia y realidad por Bertrand Russell, bloghemia.com 18/08/2020
Este artículo fue originalmente publicado por El Periódico Extremadura
¿Importa que unos jovencísimos filósofos, algunos de apenas quince o dieciséis años, se reúnan durante tres días para tratar de «Fronteras y Justicia global» (el lema de las X Olimpiadas Nacionales de Filosofía, celebradas hace unos días en Tenerife)? Por supuesto que sí. En cuanto jóvenes, porque van a ser ellos los que apechuguen con el desastrado y desigual mundo que les estamos dejando en suerte. Y en cuanto filósofos porque, ¿quiénes, si no ellos, van a tratar de lo que es o no justo? La ciencia solo nos ofrece datos. Y la política, un simple muestrario de los deseos de la gente (sean los del poderoso o los de la mayoría) …
Que la filosofía sea el saber que se ocupa de la justicia (y que la educación filosófica sea fundamental para formar gobernantes y ciudadanos justos) quiere decir muchas cosas. En primer lugar, que la justicia representa realmente un problema relevante. Algo que no todo el mundo ve claro: para algunos lo único que existe son los hechos contantes y sonantes, por lo que «lo justo» no es más que simple ficción (lo justo es justo lo que pasa: no hay más); otros creen que la justicia es en sí misma un tipo de hecho normativo, inevitablemente diferente según la cultura y época en la que la gente lo inventa; y, finalmente, están los que creen que existe algo así como lo universalmente justo, aunque sin que se sepa cómo logran justificar de forma consistente esa universalidad (por ejemplo, la de los derechos humanos), sin acudir a los dioses o los libros santos para que les resuelvan la papeleta.
Una vez que reconocemos que la justicia es un problema, toca intentar resolverlo. Y aquí cabe hacer algunas distinciones; por ejemplo, la que hay entre hechos y valores. La justicia es un valor, y no un hecho (nadie se topa con la justicia por la calle y, como tales, los hechos no son ni justos ni injustos). Y si la justicia ha de ser algo real (sería al menos justo que lo fuera), los valores también habrían de serlo. ¿Pero querría decir esto que los valores existen independientemente de los hechos? Esta hipótesis viene que ni pintada para justificar la universalidad de los valores, pero nos obliga a aceptar la existencia de mundos trascendentes (más allá de los hechos). ¡Uf!
¿Seguimos? Si alguien replicara que el razonamiento anterior no es verdadero porque, por ejemplo, no se basa en ningún hecho, se le podría preguntar por su concepción de la verdad (¿se basará ella misma en hechos?), y ahí tenemos otro asunto filosófico de los gordos. Otros podrían preguntar si la justicia es solo un valor aplicable a lo que acontece entre seres humanos, o también a nuestras relaciones con seres no humanos, y aquí es posible que tuviéramos que afrontar hondos asuntos éticos y antropológicos. Y eso sin contar con la no menos interesante relación de lo justo con lo estético: ¿habría seductores imaginarios especialmente proclives a la justicia?...
En cualquier caso, si alguna utilidad fundamental tienen la filosofía y la educación filosófica en relación con el problema de la justicia, es la de revelarnos el único marco en el que dicho problema puede afrontarse (sin recurrir a ningún «deus ex machina»): el de la universalidad de la razón y la ración de trascendencia a la que esta obliga. Ciertamente, sin una referencia a intereses desinteresados (desinteresados del aquí y el ahora) hablar de justicia no tiene el más mínimo interés. ¿Cómo podríamos interesarnos por algo más que nuestros intereses particulares si no pudiéramos entender la conexión necesaria entre ellos y los intereses de todos (aunque en diferentes camarotes – y la mitad en la sentina – vamos todos en el mismo barco)? Y no solo esto: los adolescentes intuyen a la perfección que comprender el mundo como una entidad coherente y con sentido (con un sentido del que nos podemos sentir partícipes) es del máximo interés particular. ¿Quién no quiere vivir en un mundo así de armonioso y lógico, en el que los iguales sean tratados como iguales, y el diálogo sea la lengua universal? ¿O cómo defender, si no es desde esa perspectiva racional y trascendente, la consideración del interés de los que aún no han nacido y merecen vivir, como nosotros, en un mundo habitable y en el que, como mínimo, aún tenga sentido hablar de la dignidad humana?
La justicia, pues, por su misma naturaleza, no entiende de fronteras. Hablar, por ello, de «justicia global» es un pleonasmo: o la justicia es global, o no es justicia alguna. Lo descubrieron nuestros jovencísimos filósofos hace unos días, mientras ponían en práctica ese espíritu cosmopolita y olímpico de los que razonan juntos. Igual es cosa del entusiasmo que me contagiaron, pero la conclusión parece justamente esta: el mundo que viene será un mundo de filósofos o no será…
Cuando George Bush padre contendía por la presidencia de los Estados Unidos se negaba a hablar de sí mismo debido a los valores que le inculcaron en la infancia. Si un redactor incluía la palabra “yo” en sus discursos, él la tachaba automáticamente. Sus colaboradores le decían: “¡Está compitiendo por la presidencia, tiene que hablar de usted mismo!”, y lo forzaron a hacerlo. Al día siguiente, Bush recibió una llamada de su madre. “George, otra vez estás hablando de ti…”, le dijo. Y Bush volvió al redil: no más “yoes” en los discursos.
En Aceprensa: La autoridad en tiempos emotivos.
Poco a poco, esta idea de que la consciencia es algo misterioso y diferente que no encaja en la idea de un universo hecho de átomos y quarks, de neuronas, hueso y carne puede desaparecer. Para mí ya lo está haciendo, pero aún no se ha ido del todo porque no tenemos aún completa la respuesta alternativa. El progreso en ciencia a veces se produce cuando cambian las preguntas que hacemos, no por responder a las preguntas que habíamos hecho. La gente no encontró la chispa de la vida, pero porque dejó de buscarla, porque ya no era la pregunta adecuada.
El descubrimiento de la inmensidad del universo es desafiante desde el punto de vista existencial. Cuando resulta que no estamos en el centro del universo, sino entre miles de millones de estrellas, puedes asustarte o puede darte fuerza. De la misma manera, comprender que la vida es un fenómeno natural y que hay una continuidad con otros animales puede darnos una sensación de conexión con la naturaleza o parecernos una amenaza porque ya no somos especiales. Para mí, ahí está la diferencia. Somos especiales, tenemos cultura, ciencia, civilización, pero también somos parte de la naturaleza. Así que para mí, entender que la consciencia no es algo dado por un ser sobrenatural que nos aparta del resto de la naturaleza, sino que es parte de la naturaleza, es existencialmente tranquilizador.
Pero hay una diferencia con otros misterios de los que hablamos. El universo está muy lejos, la mecánica cuántica es muy pequeña, pero la consciencia es algo muy personal, combina este misterio desafiante científica y filosóficamente con una característica central de nuestra vida individual. Es relevante porque nos ayuda a gestionar preguntas lejanas, como nuestro lugar en el universo, con cuestiones más cercanas, como el modo en que gestiono mis emociones. ¿Qué significa ser yo? ¿Cómo encuentro significado a mi vida? Creo que la neurociencia de la consciencia puede ayudarnos en esto.
... la naturaleza de la percepción del mundo y de uno mismo, uno de mis tesis principales es que la percepción no es un registro directo de lo que está ahí. Es siempre una interpretación. Es una construcción activa, aunque no lo parezca. No vemos las cosas como son, las vemos como somos. Y reconocer eso ayuda a gestionar situaciones difíciles.
La inferencia es este proceso en el que el cerebro combina sus predicciones y creencias sobre lo que sucede con la información sensorial que recibe para crear una aproximación a la realidad. Lo que experimentamos es una alucinación controlada con información sensorial. Para la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, todo esto es inconsciente. No puedes ver un color de un modo diferente. Pero creo que podemos cambiar la forma de percibir las cosas. Hemos hecho experimentos en los que demostramos que se puede entrenar a la gente incluso para que vea un color de forma diferente. Y con el tiempo suficiente podemos cambiar nuestras reacciones a las cosas que percibimos inconscientemente en el mundo. Creo que en nosotros hay una capacidad para moldear activamente cómo experimentamos el mundo.
Daniel Mediavilla, entrevista a Anil Seth: "La noción de alma quizá ya no es útil", El País 27/04/2023
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y El Periódico de España
Pese a lo cursi que parece a veces, creo que hay mucho de
positivo en esa reivindicación de la alegría y lo común que exhiben algunas
propuestas políticas. Ante la disgregación de los ya de por sí atomizados
individuos en grupúsculos, parroquias, partidos, corrientes, sectores, mundos
virtuales y algoritmos cerrados y opuestos, restaurar y revitalizar espacios de
comunidad donde podamos encontrarnos, por diferentes que seamos y pensemos,
comienza a ser imprescindible.
Antes que nada porque hay muchas y no gratas tareas que vamos a tener que afrontar juntos en un futuro inmediato. El mundo ha entrado en una fase acelerada de transición, vivimos al borde de una catástrofe climática sin precedentes, a expensas de un conflicto entre potencias sin un claro día después, momentáneamente a salvo de un tsunami energético y económico, y peligrosamente acostumbrados al debilitamiento crónico de nuestras democracias, carcomidas desde dentro por la polarización y la desarticulación social, y amenazadas desde fuera por autocracias orwellianas armadas hasta los dientes de demagogia y misiles.
Ahora bien, ¿cómo regenerar y fortalecer el espíritu comunitario, el compromiso cívico y la vida democrática para hacer frente a este horizonte incierto, evitando tentaciones totalitarias? No vendría mal reconocer, a este respecto, dos elementos que creo imprescindibles para entender y promover la vida en común: una asunción decidida de la pluralidad (ideológica, moral, cultural…) que nos caracteriza como sujetos, y un cultivo deliberado de la aristotélica virtud de la amistad como elemento aglutinador de aquella.
Diríamos que una comunidad está compuesta, como cualquier organismo, de partículas (de personas e ideas particulares) y de la fuerza que las mantiene unidas. La suma plural de particularidades es la materia del organismo comunitario, lo que lo dinamiza y le presta toda su potencia generadora; y la fuerza cordial de la amistad es la forma ideal de articularla sin suprimir u oscurecer la energía expansiva de dichas particularidades. A diferencia de una secta, un ejército o cualquier otra sociedad totalitaria, una comunidad humana libre (libre de fines que la instrumentalicen) no uniforma las diferencias, y mantiene unidos a los individuos sin obligarles, por ello, a dejar de ser y pensar como tales.
Definir esa amistad cívica, entendida como la sutil fuerza gravitatoria que mantiene unida a una comunidad libre, no es nada sencillo. Los filósofos clásicos dedicaron libros enteros a ello. A mí me gustaría añadir al análisis justo aquella virtud de la que hablaba al principio: la alegría; o mejor: la jovialidad. La jovialidad (esa «alegría apacible» que caracteriza a ciertas personas de naturaleza jupiterina, dice la RAE) es la manera de afrontar la pluralidad como alegría, incluso como diversión (entendiendo por diversión el placer con lo que diverge y nos hace aventurarnos en la esfera desprejuiciada de lo otro). Pero con una alegría lo suficientemente «apacible» como para que ese otro, lo divergente mismo, dé su necesario con-sentimiento a la diversión. Sin la simpatía fraterna que reina en la serenidad de lo jovial, es difícil vivir la pluralidad como fiesta y motivo de aprendizaje (en lugar de como pretexto para el exorcismo de los propios demonios).
Por demás, pluralidad y divergencia son, contra lo que suele creerse, el mejor caldo de cultivo de lo fraterno. Poco sentido tiene para los que no somos perfectos el hacer migas con los que son iguales a nosotros, y sí, y mucho, el hacerlo con quienes son diferentes, nos ponen a prueba y, al cabo, nos enseñan que el mundo es más ancho de lo que da a entender nuestro entrecejo. La alegría, la jovialidad consiste, tal como decíamos, en ese divertido encuentro con lo que nos saca de las casillas de nuestras más desesperadas seguridades.
La pluralidad amistosa y jovial requiere, por supuesto, de un aprendizaje, y tiene sus ritos y espacios. La cultura mediterránea sabe de ellos, y ha cultivado sistemáticamente la vida en la plaza, la discusión en el ágora o el foro, el banquete entre amigos, el diálogo como motor de la vida pública – en la filosofía, en la asamblea, en el teatro –, el viaje como experiencia de aprendizaje… Todavía pueden observarse tales ritos, con su cohorte de virtudes (la cortesía, la hospitalidad, la tolerancia, la ecuanimidad…) en algunos rincones de nuestra geografía, e incluso en olvidadas y humildes instituciones (los ateneos, las sociedades culturales, las peñas de amigos…). Nada que ver, en todo caso, con el mundo digital y el espectáculo de la polarización como expresión, ni siquiera de conflictos genuinamente humanos, sino de un mero mercadeo de datos.
Urge, pues, recuperar ese jovial lazo filial capaz de mantener la comunidad al servicio de sí misma, librándola de su desmoronamiento definitivo, y sosteniéndola como el único recurso eficaz para salvarnos de la destrucción y la barbarie.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Lo repetía hace poco, en la prensa, un prestigioso
investigador español: «el mejor predictor del éxito profesional no es el
rendimiento cognitivo, es que tus padres tengan dinero». Está demostrado: en la
inmensa mayoría de los casos los hijos de los ricos continúan siendo ricos, y
los hijos de los pobres, pobres; los primeros heredan y acaparan los mejores
puestos y cargos, y los segundos… hacen lo que pueden.
Es cierto que este reparto de roles tiene una relación colateral con las capacidades personales. ¡Estaría bueno que quien disfruta desde pequeño de todo tipo de medios, oportunidades y experiencias conducentes a cierto rango de empleos y cargos, no desarrollara más que otros la capacidad para desempeñarlos con pericia! Ahora bien, ¿es esa capacidad mérito suyo?
Si el mérito refiere aquella dignidad que concedemos a quien logra por sí mismo una determinada posición o capacidad, la respuesta solo puede ser negativa. Nadie escoge nacer con tales o cuales talentos; ni que esos talentos sean apreciados en su cultura y época; ni pertenecer a una familia rica o pobre; ni venir al mundo en un entorno estimulante y cosmopolita, en lugar de en otro mediocre o embrutecedor. ¿Entonces? ¿De qué «mérito» hablamos? ¿Cómo es que sacralizamos algo de cuya existencia cabe tan fundadamente sospechar? ¿Es la meritocracia una suerte de nueva teocracia secularizada?
Pudiera ser: en cuanto a las desigualdades heredadas al menos, nuestra época no parece muy diferente de otras más teocráticas. Hace años, un estudio gubernamental demostró que en la Gran Bretaña del siglo XXI la inmensa mayoría de altos ejecutivos, jueces, fiscales, políticos, generales, y hasta famosos periodistas o actores, precedían de colegios privados en los que (por razones obvias) solo podía estudiar un 7% de la población. Un porcentaje parecido al que representaban los estamentos privilegiados y la alta burguesía a finales de la Edad Media…
¿Sufrimos, entonces, las mismas e injustas desigualdades que siempre? Se diría que sí. Pero con un agravante. Mientras que en la Edad Media esa desigualdad era atribuida al poder divino o a la naturaleza (que creaban seres de diferente calidad y linaje), en nuestro tiempo se atribuye casi por entero a los méritos y virtudes individuales.
De este modo, mientras que en otras épocas el pobre asumía su miseria material como producto de la voluntad de Dios y como pasaporte de primera clase al cielo («los últimos serán los primeros»), en nuestra época suma a su pobreza la miseria moral de creerse el responsable fundamental de la misma. Surge así la figura del «loser», el «perdedor» del universo moral liberal, posición que se contrapone a la figura, no menos moralizada, del «self-made man», el privilegiado que ya no lo es por la gracia de Dios o por la consanguineidad con gloriosos antepasados, sino (presuntamente) por su esfuerzo y talento individual.
Esta moralización de las desigualdades puede entenderse, como propone el filósofo Michael Sandel, como la raíz del malestar social y la polarización política (la soberbia de las élites que creen merecer su éxito frente a la humillación de los que se tienen por culpables de su postración), pero debe comprenderse también como un dispositivo cuasi perfecto para justificar el «statu quo». Si todos (ricos y pobres) creemos que cada cual tiene lo que merece, la desigualdad parecerá ética y políticamente aceptable.
Un elemento no marginal de ese dispositivo ideológico es la conversión del mito del héroe desde el lenguaje y códigos de la sociedad estamental a los de la nueva sociedad liberal. En el primer caso, el héroe o heroína, exhibiendo su compromiso con el orden vigente (matando dragones o mostrándose humilde y obediente), accede al universo de las élites (se casa con la princesa o el príncipe, descubre su linaje nobiliario, etc.); en el segundo caso, el mismo héroe, demostrando las virtudes burguesas del trabajo, el ahorro, la astucia, etc., asciende gloriosamente hasta la cima del éxito (es la fábula moral del empresario que empieza con un pequeño comercio, del humilde deportista que se convierte en una estrella o del joven emprendedor que inventa un negocio genial en su garaje). Por supuesto, todo esto es puro cuento (los casos que refiere son estadísticamente irrelevantes), pero un cuento enormemente eficaz.
El otro ingrediente fundamental de este preparado ideológico es, sin duda, la educación. O, más bien, cierta concepción, meritocrática y mendaz, de la misma, según la cual todos los alumnos y alumnas están en igualdad de condiciones para aspirar y ganar la «excelencia académica» que tanto ponderan algunos (¡incluyendo los que se dicen críticos del ideario liberal!), y que les capacitaría, según ellos, para acceder sin más, y a base de superar exámenes, al club de los privilegiados (o al menos, diríamos kantianamente, al purgatorio de los que «merecen» entrar en él) … Opio, en fin. Puro opio para el pueblo.
He pasado cuatro formidables días en un Madrid primaveral y acogedor, acumulando pruebas de amistad y cansando del bueno. Llevaba varios proyectos y compromisos en la maleta y todos han salido bien. En todos he reforzado lazos de estima y en todos se han abierto nuevas posibilidades.
Resumo lo mucho que he vivido en estas fotos:
En la librería Ontanilla, en Aravaca, a donde nos desplazamos el viernes por la tarde. En Aravaca nos quedamos a cenar, invitados por las Diotimas. El encuentro tenía como objetivo presentar la Editorial Rosamerón y el éxito superó todas las expectativas.
Añadamos una comida con Álvaro Delgado Gal, Álvaro Matud y Leticia Lombardero; los desayunos en la chocolatería San Ginés, la comida en casa de Ana Palacio, un café con Montserrat Gomendio, un buen rato con Nuno Crato, una entrevista con Helena Farré...
Són les cinc del matí en un carrer d’una gran ciutat nord-americana. Un cotxe de la policia s‘atura al costat d’un cos aparentment sense vida. Una trucada anònima va advertir de l’existència del cadàver. De seguida, la zona s’omple de més vehicles. Una munió d’agents uniformats recullen qualsevol indici per trobar connexions amb altres casos. És el quart homicidi a la ciutat en cinc dies. “No són casos aïllats. Les coincidències no existeixen”, declara el cap de la investigació a la premsa.[1]
La cultura y la sociedad surgieron en el amanecer de lo humano como producción de orden frente al caos, frente al destino de la fuerza y de la muerte. En el origen de todo lo social y cultural está una aspiración al orden que a veces se le encomienda a los dioses y a los reyes y casi siempre a la propia comunidad: orden en el espacio y tiempo, mediante topologías que nacen de las prácticas sociales en entornos naturales; orden en lo social mediante la constitución de familias, clanes, tribus, estados, que entrañan también topologías, límites y brechas, relaciones de poder, categorías; orden en la cultura material, que entraña la creación de espacios de posibilidad; orden en la cultura, mediante conceptos y artefactos que crean significados o sentidos. En las sociedades tradicionales, el caos acechaba en la amenaza de una naturaleza incomprensible y en la no menos incomprensible violencia. En las sociedades modernas, el caos se instaura como motor básico del desarrollo económico fundado sobre la destrucción creativa. La burguesía, nos cuenta Marx, solamente puede existir en una inacabable competencia que destruye todo lo que, por otra parte, coloniza como fuente de beneficio. Se encomienda entonces a la cultura la función de hacer creíble una suerte de orden social, de construir aunque sea de forma provisional y vulnerable un suelo de lo cotidiano que haga inteligible y practicable el mundo.
La fábrica sobre la que se sostiene esta función de producción de lo cotidiano son los relatos (mitos), los rituales y las normas constitutivas de lo social. Sobre ellos recae la tarea de elaborar la confianza diaria que nos permite salir cada mañana a las tareas mundanas sin el terror a un futuro incierto. La filosofía política ha desarrollado las ideas de constitución y contrato para especificar esta función constructiva de estabilidad que son las normas sociales. La antropología ha estudiado con detalle la función de los rituales, desde los mínimos que dan forma a las prácticas cotidianas como el saludo a los rituales de paso que dan sentido a las trayectorias vitales en cada sociedad concreta. Por su parte, los mitos, los relatos, forman igualmente los andamios sobre los que se construyeron las sociedades. El originario nombre griego para el relato, mythos, derivó en un término de connotaciones negativas de contraposición con los análisis conceptuales sobre los que se edificaron las arquitecturas de la cultura moderna. Sabemos muy bien, sin embargo, que la cultura moderna no fue una superación de los mitos sino su transfiguración en formas nuevas como la novela y, tardíamente, los productos audiovisuales. No hay ningún misterio en esta pervivencia: los mitos crean sociedad junto a los rituales y las normas que especifican las separaciones de lo sagrado y lo profano, de lo puro y de lo impuro, de lo permisible y lo tabú. Los mitos forman un tejido cultural nunca apacible, siempre en conflicto cargado de emociones contradictorias, pero instauran el orden sin el que el mundo cotidiano se derrumba.
La teoría narrativa debería permitirnos excavar arqueológicamente los estereotipos con los que los relatos contribuyen a producir orden. Los manuales clásicos de narratología nos hablan de autores implicados, de voces narrativas, de actantes y de guiones y esquemas con los que se construyen las narraciones, pero las fuentes de la estabilidad social que proporcionan los mitos y relatos las encontramos sin mucho esfuerzo en las formas más superficiales de los medios de comunicación.
Si atendemos a la forma superficial que presentan, por ejemplo, a los medios de comunicación escritos, a las páginas de la prensa, sea en formato material o digital, esta función creativa de confianza y estabilidad se hace bastante manifiesta: las primeras noticias son pantallas de caos y amenaza. Son las secciones de la política, la economía y los conflictos internacionales. Usualmente, miramos estas páginas con irritación y ansiedad, que nos lleva inmediatamente a las páginas de sociedad y cultura, a los relatos de vida de la gente famosa y poderosa, de los héroes del deporte. Continúa su trabajo la cultura con las páginas de literatura, con las dietas de alimentación sana y con las recomendaciones de turismo. Al final, encontramos como evidencia las listas de lo más leído, en las que siempre aparecen en posiciones altas relatos que esconden futuros implícitos en los que se manifiesta el deseo. Ninguna sociedad podría sobrevivir sin confianza ni esperanza y por ello cada mañana en la prensa y cada tarde en la televisión se encomienda a la sociedad de la información la producción de tranquilidad y orden. Con mucha agudeza, se pregunta China Miéville qué precio pagaríamos si no tuviésemos utopías, pero también qué precio pagamos por tenerlas. A la cultura se encomienda la tarea de convencernos de que podemos permitirnos pagar los precios de la esperanza.
Fernando Broncano, El precio de la esperanza, Laberinto de identidad 11/04/2023
Isaiah Berlin (1909-1997) escribía que los historiadores han documentado “al menos doscientos sentidos de esta palabra sumamente poderosa y proteica”.
Lo decía en Dos conceptos de la libertad, un texto en el que Berlin intentaba poner un poco de orden. Estos son los dos conceptos a los que se refería:
- La libertad negativa, o la “libertad de”. Esta libertad se refiere a la ausencia de impedimentos, interferencias y control por parte de los demás. Es el área de libertad personal que se debe preservar a toda costa, libre de invasiones.
Es la idea de libertad de pensadores como John Stuart Mill y Benjamin Constant, que defendían que ha de haber el menor número de prohibiciones posible: hemos de poder expresar nuestras ideas, reunirnos con quien queramos y leer los libros que nos apetezca. Esto es un bien en sí mismo, pero también por las consecuencias que trae: una sociedad abierta y libre estimula el conocimiento y el progreso.
- La libertad positiva, la “libertad para”. Aquí hablamos de la posibilidad de alcanzar nuestras metas y objetivos. A menudo está ligada a la libertad económica: de acuerdo, nadie me prohíbe ir a la universidad, pero ¿qué ocurre si no puedo pagarme los estudios? En ese caso, ¿de verdad soy “libre” para sacarme una carrera? Tampoco hay nadie que prohíba a ninguna mujer que sea consejera delegada de su empresa, ¿pero es libre de conseguirlo si tiene que enfrentarse a un sistema que discrimina a las mujeres de forma tácita?
Esta segunda libertad puede llevarnos a fijarnos en cuestiones de justicia y de equidad, pero, en opinión de Berlin, también presenta riesgos: abre la puerta a que una sociedad autocrática decida por nosotros cuáles son las metas y objetivos que debemos alcanzar. Si alguien se opone a estas metas es porque no entiende que este plan racional es lo mejor para él y para toda la sociedad, y en realidad no es libre, sino que obedece a ideas preconcebidas o a la propaganda de los enemigos de la nación. Es una idea que parte de la “voluntad general” de Rousseau y que llega a las dictaduras y totalitarismos de los siglos XX y (todavía) XXI.
Como hemos apuntado, la “libertad para” es peligrosa porque puede llevar a utopías autoritarias. En cambio, la “libertad de” no puede ser absoluta porque entra en conflicto con otros valores y derechos (que, a su vez, tampoco pueden ser absolutos).
Por ejemplo, yo no tengo libertad “de” circular con el coche a la velocidad que quiera: la velocidad está limitada por la seguridad de todos. Como dice Berlin, “debe trazarse una frontera entre la vida privada y la autoridad pública. Ahora bien, dónde trazarla fue asunto de discusión”. Es dificilísimo saber cuánta autoridad hemos de poner en manos de los demás, incluso aunque sepamos que lo mejor es que sea la menor posible.
Un ejemplo de este conflicto lo vivimos durante la pandemia. En circunstancias normales, podemos salir a la calle con el pelo mojado y en camiseta, y al Gobierno le da igual que pillemos un griponcio. En cambio, durante lo peor de la pandemia se tomó la decisión de limitar nuestra movilidad para no saturar los hospitales. Pero incluso entre los que estuvieron a favor de esa medida, había quien creía que no era necesario sacrificar tanta libertad personal, aunque solo fuera durante un tiempo limitado.
Berlin recuerda que la vida en sociedad está marcada por el conflicto y la negociación: el pluralismo implica que a veces entrarán en liza valores y principios como la libertad, la seguridad, la prosperidad, la igualdad, la justicia, la compasión, la propiedad privada, la protección del medio ambiente… “Las metas humanas son múltiples, no todas son conmensurables y algunas rivalizan perpetuamente entre sí”.
Es decir, siempre tendremos que buscar una solución que no será “ideal, pero sí adecuada; ni enteramente buena ni enteramente mala, pero sí más buena que mala”, como escribía en Seis enemigos de la libertad humana. No hay una gran idea o teoría política que dé respuesta a todos nuestros problemas, pero sí podemos ver qué soluciones funcionan mejor en cada momento o, al menos, cuáles son las menos perjudiciales, y aprender para el futuro. En esto coincide con John Rawls, que decía que no podemos alcanzar unanimidad en asuntos de ética. Como mucho, un conjunto de valores compartidos gracias a la reflexión, el debate y el compromiso.
Volviendo a Berlin, el pluralismo nos debería ayudar “a actuar no demasiado mal, sino razonablemente bien”, basándonos en “el sentido común y el debido respeto, un respeto moderado y decente a casi todos los deseos de los demás, de modo que la gente, en conjunto, no obtenga en realidad todo lo que desea, pero sí una protección para los ‘derechos’ mínimos, y más de lo que obtendría según cualquier otro sistema”.
Jaime Rubio Hancock, Libertad, una palabra y doscientos significados, Filosofía inútil
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Ahora bien, decir que procesos como la creatividad están fuera de la esfera del entendimiento lógico es exagerado (¿cómo podríamos entender entonces lo que es?). De hecho, y pasando de puntillas por ciertos problemas filosóficos (como el de explicar el «milagro» mismo que supone crear algo «nuevo»), la creatividad se puede describir a un nivel básico como el simple proceso de transformación de una cosa dada en otra nueva y distinta; algo que, en rigor, puede hacer cualquier máquina, desde un ordenador a una máquina de hacer churros.
Otro asunto es que se quiera añadir a esta descripción la idea de intencionalidad, asumiendo que la acción de crear exige un sujeto (una conciencia) que decida y emprenda la acción creativa. Esta petición de principio es discutible (ha de suponer, por ejemplo, que cuando decimos que un paisaje «fue creado» por la actividad volcánica, o que las nubes «crean» caprichosas formas en el cielo, estamos usando el concepto de creación de modo impropio o poético), pero vamos a darla por buena. La pregunta sería ahora: ¿tienen las máquinas (por ejemplo, las máquinas de IA) algo parecido a una conciencia intencional desde la que «crear» cosas (dibujos, piezas musicales, discursos, etc.)?
Por supuesto, alguien podría empezar por argüir que algunos artistas crean cuadros, partituras o textos sin demasiada carga intencional. Muchos, por ejemplo, lo hacen por encargo (tal como los programas de IA, que generan un dibujo a partir de las órdenes que le damos), y otros presumen de crear de modo inconsciente, al azar o sin pensarlo demasiado (no pocos artistas y estetas han identificado la creatividad con la libertad, y a esta con ciertos estados de inconsciencia o acción espontánea o mecánica). Pero supongamos que, incluso en estos casos, el artista puede hacer que su conciencia recupere el mando en cualquier momento. ¿Puede hacer esto último una máquina?
Nuestra primera reacción es pensar que no. ¿Pero por qué no? Pensemos un momento en qué consiste la consciencia. Asumiendo que se trata de un asunto filosófico de primer orden, y despejando su problemática dimensión fenoménica (la conciencia es un fenómeno cuya existencia solo podemos certificar subjetivamente, por lo que no podemos demostrar que exista o deje de existir en otros seres, humanos o no), la consciencia es, básicamente, un proceso cognitivo por el que representamos y organizamos la vida mental en relación con una determinada perspectiva (la del sujeto o «yo»). En el caso de la consciencia humana, este proceso de organización de la vida mental se hace especialmente complejo gracias, además, a un lenguaje no menos sofisticado que permite «narrar» internamente (generándonos como sujeto de dicha narración) parte de nuestros procesos vitales, juzgarlos, y tomar decisiones para reconducirlos, dando origen, en ocasiones, a esas respuestas novedosas que llamamos «creaciones».
Ahora bien, si es esto lo que es básicamente la conciencia, no creo que las máquinas anden muy lejos de tenerla. De hecho, hasta los mecanismos inteligentes más simples son ya capaces de representar sus propios estados internos, chequearlos y corregir errores sin nuestra intervención (piense en los ordenadores que regulan y rectifican el funcionamiento de cualquier automóvil moderno). ¿Pero podrían estos sistemas generar, además, respuestas novedosas o no inicialmente programadas? ¿Por qué no? De hecho, los programas de IA que generan imágenes a partir de palabras lo hacen a cada instante. Reparen, además, en cómo lo hacemos nosotros: dada cierta información ya registrada, le aplicamos mecanismos heurísticos que combinan esa información para producir, según criterios combinatorios o más aleatoriamente, propuestas nuevas cuya idoneidad evaluamos (si es el caso) en base a pronósticos y expectativas… ¿Cuál de estas tareas no está al alcance de un simple ordenador?
Obviamente, todo esto que hacen las máquinas lo hacen a partir de lo que le hemos enseñado; pero también nosotros hacemos todo lo que hacemos (empezando por pensar y tomar decisiones) en base a lo que nos han enseñado otros seres humanos.
Afirmar, pues, que las máquinas (los programas de IA, por ejemplo) son capaces de una cierta creatividad no parece descabellado. Otra cuestión, bien distinta, es si esa creatividad puede ser de naturaleza artística; un tema interesantísimo que merece ser tratado en otra ocasión.