A partir de l'article: ¿Ha adquirido conciencia de sí misma una inteligencia artificial de Google?
La consciencia tiene que ver con nuestra capacidad de sentir el mundo, de ser afectados por él. Así que un ser consciente, como mínimo, tiene que poseer algún tipo de sensor que le transmita información del mundo. LaMDA no lo tiene, solo es un conjunto de redes procesando datos según una serie de funciones matemáticas. En principio, si LaMDA es consciente no sé por qué Windows 11, o el Súper Mario Bros corriendo en una Game Boy, no lo iban a ser. Pero la consciencia no es solo recibir información del mundo, sino sentirla. Yo no solo percibo que un puntiagudo clavo traspasa la piel de mi dedo, sino que siento dolor. La consciencia está llena de sensaciones, sentimientos… lo que los filósofos llamamos qualia. Bien, ¿qué le hace pensar al señor Lemoine que LaMDA alberga qualia? ¿Por qué un conjunto de funciones matemáticas que ponen una palabra detrás de otra pueden sentir el mundo? Para sentir el mundo hay que tener algo que se asemeje de alguna manera a un sistema nervioso… ¿Qué le hizo pensar al señor Lemoine que LaMDA alberga dentro de sí algo parecido a un sistema nervioso? Si ahora LaMDA nos dijera que siente que le late el corazón… ¿creeríamos que tiene un corazón físico? ¿Podríamos dejar inconsciente a LaMDA administrándole anestesia? No sé… ¿Quizá se la podríamos administrar poniendo la máscara de oxígeno en el ventilador de su CPU?Desde que en 1921 Otto Loewi descubriera la acetilcolina, hemos ido demostrando que nuestras emociones están muy ligadas a un tipo de moléculas llamadas neurotransmisores. Así, cuando en mi cerebro se liberan altas cantidades de dopamina o serotonina, tiendo a sentirme bien… ¿Tiene LaMDA algún tipo de estructura que, al menos funcionalmente, se parezca a un neuropéptido? ¿Tiene LaMDA algo que se parezca, al menos en un mínimo, a lo que sabemos de neurociencia?
Pero es más, esa forma de sentir el mundo es, en parte innata, pero también aprendida. Durante nuestra biografía aprendemos a sentir, de forma que en nuestra historia psicológica quedarán grabadas situaciones que nos parecerán felices o desagradables, se configurarán nuestros gustos y preferencias, se forjará nuestra personalidad… ¿Tiene LaMBDA una biografía psicológica tal que le permita una forma particular de sentir la realidad? ¿Tiene traumas infantiles y recuerdos de su abuela? ¿Puede LaMDA deprimirse? En serio Blake Lemoine… ¿podemos darle a LaMBDA un poquito de fluoxetina para mejorar su estado de ánimo? No digo ya en pastillas físicas, sino su equivalente informático… ¿Habría un equivalente en código al Prozac? ¿Podríamos alterar sus estados conscientes con ácido lisérgico? ¿Podrá tener orgasmos? ¿Se excitará sexualmente contemplando el código fuente de otros programas?
Es muy escandaloso que gran parte de la comunidad ingenieril se haya tragado acríticamente una teoría computacional de la mente en versión hard. Una cosa son los algoritmos como herramientas para estudiar nuestra mente y otra cosa, muy diferente, es que nuestra mente sea un algoritmo. La metáfora del ordenador puede ser ilustrativa y evocadora, pero retorna absurda cuando se vuelve totalizalizadora. Me explico: es muy diferente decir que el cerebro procesa información, a decir que el cerebro es un procesador de información. Tengámoslo muy claro.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, Curso exprés sobre la consciencia para ingenieros de Google, La máquina de Von Neumann 28/06/2022
Ha sortit una publicació meva a la revista El Búho de l' Asociación Andaluza de Filosofía titulada "Sobre la paciencia". Hi ha una altra publicació escrita per una companya que es dedica també a l'assessorament filosòfic en l'enfocament de la filosofia sapiencial. Es tracta de Silvia Artigues amb l'article: "El amor com anhelo".
Els dos articles apareixen a la revista nº 22. Els podeu llegir aquí.
Mi hijo ha pasado el día con mis dos nietos en un parque acuático y, por lo visto, se han divertido tanto los tres que les ha propuesto ir al cine juntos esta misma tarde a ver no sé qué película de aventuras. Mi nieto mayor no ha recibido con muy buena cara la propuesta. Al ver su incomodidad, mi hijo le ha preguntado si tenía algún inconveniente.
- ¡Sí! -le ha contestado.
- ¿Cuál? ¿No quieres ir al cine?
-Sí, quiero, pero papá...
- ¿Qué pasa?
- Tú no vengas...
Obviamente mi nieto teme encontrarse en el cine con sus amigos y no quiere que lo vean como una critura necesitada de protección paterna.
Mi hijo ha comprendido la situación y ahí está, hundido en el sofá.
Yo, sin embargo, estoy viviendo su derrota como una prueba innegable de justicia poética. Los dioses están, sin duda, de parte de los abuelos.
La necessitat de veritat és més sagrada que cap altra. Però mai no se’n fa menció. Fa por llegir quan hom s’ha adonat de l’enormitat i la quantitat de falsedats materials exposades sense vergonya, fins i tot en els llibres dels autors més reputats. Llavors llegim com si beguéssim d’un pou dubtós. (...)
Amb més raó és vergonyós tolerar l’existència de diaris dels quals tothom sap que cap col·laborador no hi podria ser-hi si no consentís a vegades alterar conscientment la veritat. El públic e malfia dels diaris, però la seva malfiança no el protegeix. Sabent en línies generals que un diari conté veritats i mentides, reparteix les notícies entre aquestes dues seccions, però a l’atzar, en relació amb les seves preferències. Així és lliurat a l’error. Tothom sap que quan el periodisme es confon amb l’organització de la mentida constitueix un crim. Però tothom creu que és un crim que no es pot castigar.
Simone Weil, L’arrelament
Quan algú pregunta per a què serveix la filosofia, la resposta ha de ser agressiva, ja que la pregunta es té per irònica i mordaç. La filosofia no serveix ni a l’Estat ni a l’Església, que tenen altres preocupacions. No serveix a cap poder establert. La filosofia serveix per fer posar trist. Una filosofia que no entristeix o no contraria a ningú no és una filosofia. Serveix per detestar l’estupidesa, en fa una coa vergonyosa. Només té aquest ús: denunciar l baixesa del pensament sota totes les formes. (...)
En fi, fer del pensament una cosa agressiva, activa i afirmativa. Fer homes lliures, és a dir, homes que no confonguin els fins de la cultura amb el profit de l’Estat, la moral o la religió. Combatre el ressentiment, la mala consciència, que ocupen un lloc del pensament. Vèncer la negativitat i els falsos prestigis. Qui, excepte la filosofia, s’interessa per tot això?
La filosofia com a crítica ens diu el més positiu de si mateixa: empresa de desmitificació. I, així, que ningú s’atreveixi a proclamar el fracàs de la filosofia. Per més grans que siguin l’estupidesa i la baixesa, ho serien encara més si no subsistís una mica de filosofia que, en cada època, els impedeix anar tan lluny com voldrien (...). No els són permesos certs excessos, però qui, excepte la filosofia, els els prohibeix?
Gilles Deleuze, Nietzsche i la filosofia
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
La afirmación del título es, desde luego, irónica. Pero no he podido resistir la tentación de parodiar el viejo lema de los nostálgicos de la dictadura (aquello de “con Franco vivíamos mejor”) al toparme estos días, y por casualidad, con la primera ley sobre educación secundaria del franquismo, firmada en 1938, sin acabar aún la guerra civil, y en la que se leen cosas como esta: “La técnica memorística, producto del sistema imperante, ha de ser sustituida por una acción continuada y progresiva sobre la mentalidad del alumno, que dé por resultado, no la práctica de recitaciones efímeras y pasajeras, sino la asimilación definitiva de elementos básicos de cultura y la formación de una personalidad completa”.
¿Cómo? ¿Qué la técnica memorística ha de ser sustituida por la acción sobre la mente del alumno (es decir, por una enseñanza comprensiva)? ¿Y esto lo decía un decreto educativo de Franco? Pues así es. Y hay más. En el punto tres del artículo preliminar de la misma ley se afirma que “como consecuencia lógica de lo anterior, [se establece la] supresión de los exámenes oficiales intermedios y por asignaturas, evitando así una preparación memorística dedicada exclusivamente a salvar estos exámenes parciales con todos sus conocidos inconvenientes”. ¿Qué les parece? ¡Suprimir los exámenes oficiales del Bachillerato para que los alumnos pudieran concentrarse en aprender y no en memorizar!
Por supuesto, estoy sacando estos párrafos del contexto de lo que fue una ley absolutamente retrógrada en muchos aspectos ideológicos. Pero no deja de ser asombroso que una norma así, y de hace un siglo, cuestionara los exámenes, algo con lo que se sigue fustigando hoy de forma inmisericorde incluso al alumnado de primaria (¡cincuenta exámenes ha tenido que hacer este año – casi uno y medio por semana – la hija de unos amigos, con 8 añitos, en un cole público de Badajoz!).
Y ojo, que no quiero decir que esas “viejas novedades” pedagógicas sean (ni mucho menos) patrimonio del franquismo. Podríamos citar aquí los movimientos de renovación pedagógica, de muchísimo mayor calado (y brutalmente cancelados tras la guerra civil), promovidos por la II República, o leyes seguramente más antiguas. ¡Pero que ciertas innovaciones pedagógicas básicas, por las que llevamos peleando decenios, hayan sido ya previstas hasta por las más rancias leyes de Franco es, cuando menos, humillante!
Por cierto, y visto lo visto, ¿a qué época de la historia se referirán los que reniegan de las nuevas pedagogías y suspiran por aquella escuela en la que, a base de clases magistrales y exámenes, los alumnos lograban un grado de excelencia hoy – presuntamente – impensable? Pues no se sabe. O, a lo sumo, a la ley del 1970, igual de franquista que la del 38, pero con el agravante de que lejos del romanticismo católico-humanista de esta, la del 70 estaba hecha a imagen y semejanza de los ideales de excelencia técnico-científica de los más liberales tecnócratas (y no menos católicos) del OPUS. Esta ley (la de la EGB, el BUP y el COU) es la que suelen invocar con lágrimas en los ojos los que no ven más que una progresiva decadencia de la enseñanza desde la LOGSE hasta hoy.
Ahora bien, ¿era la escuela de los 70 y 80 mejor que la de ahora? En absoluto. O solo en la imaginación de los que se educaron en ella y creen, como los más viejos suelen creer, que lo suyo fue la repera. ¡Entonces sí que se estudiaba, sí que había nivel en los exámenes, sí que había disciplina en clase! – dicen –. Pero la verdad es que en aquellos años las clases eran, la mayoría, tan buenas o malas como las de ahora, las horas de estudio o los exámenes igual de numerosos y duros que los de hoy, y sobre la disciplina solo hay que revisar las actas de los claustros de aquella época: nada nuevo bajo el sol…
Y atención, que este tipo de demencia se encuentra también en los docentes más jóvenes y primerizos. Yo mismo recuerdo mí primer año de profesor, recién salido de la facultad, exigiendo con petulancia a mis alumnos el nivel de competencia que presumía haber tenido “cuando era como ellos”. Hasta que una tarde, tras corregir unos exámenes en los que me había cargado a la mayoría, el destino quiso que me topase con uno mío, casi del mismo tema y nivel, en una vieja carpeta escolar. Era tan malo y estaba tan mal escrito (pese a que me lo habían calificado con generosidad) que, tras leerlo, no tuve más remedio que revisar y cambiar la nota a todos mis alumnos.
Aquello fue el inicio de una conversión que acabó en el mismo punto que las leyes de Franco: en la convicción de que los exámenes rara vez tienen relación con aprender nada, algo que muchos docentes actuales no parecen aún entender. ¿Acabarán por hacerlo? ¿Serán capaces de ponerse al día y llegar, al menos, a principios del siglo XX? En septiembre, que empieza todo (otra vez), lo veremos.
Hasta entonces, y por lo que pueda venir, qué tengan unas felices vacaciones.
Quería demostrar que una máquina con los órganos y la figura de un ser humano y que imitase nuestras acciones en lo que moralmente fuera posible, no podía ser considerada como un hombre; y para ello, aducía dos consideraciones irrefutables. La primera era que nunca una máquina podrá usar palabras ni signos equivalentes a ellas, como hacemos nosotros para declarar a otros nuestros pensamientos. Es posible concebir una máquina tan perfecta que profiera palabras a propósito de actos corporales que causen algún cambio en sus órganos –por ejemplo: si se le toca en un punto, que conteste lo que determinó el autor de la máquina – ; lo que no es posible, es que hable contestando con sentido a todo lo que se diga en su presencia, como hacen los hombres menos inteligentes. La segunda consideración era que, aún en el caso de que esos artefactos realizarán ciertos actos mejor que nosotros, obrarían no con conciencia de ello, sino como consecuencia de la disposición de sus órganos.
Descartes, Discurso del Método trad. Francisco Larroyo, México: Porrúa, 1977, pág. 31-32
Evidentemente, desde el punto de vista filosófico el problema no es si hemos alcanzado ya o todavía no una máquina que supere el reto de Turing, sino más bien si es posible alcanzarla. Antes decía que el mismo Turing había avanzado una amplia variedad de objeciones al respecto. Algunos pretenden que la lista incluye todas las cuestiones que se han planteado, desde que el escrito de Turing apareció… y que habrían sido respondidas por el propio Turing. Pero la cosa no está clara. Existen al menos dos argumentos:
A) Aunque la máquina haya superado el test de inteligencia de Turing, esto no prueba que tenga aspectos intencionales ligados a la consciencia. Pero consciencia e intencionalidad son características difícilmente separables de la inteligencia humana.
B) El segundo argumento está vinculado al pensador americano John Searle y esencialmente alega lo siguiente: si la máquina superase el test, simplemente simularía una conversación humana, sin llegar nunca a hablar o pensar realmente. Para hacer esta simulación basta con un ordenador que pueda seguir unas determinadas normas o pautas.
La tesis de John Searle es ampliamente conocida como The Chinese Room Argument y fue publicada por primera vez en 1980 en un documento titulado «Mentes, Cerebros y Programas». El argumento se centra en la llamada Inteligencia Artificial Fuerte (es decir, aquella que podría ser comparada a la inteligencia humana), ya que Searle no hace ninguna objeción a la posibilidad de una inteligencia artificial débil, que esencialmente sería un dispositivo auxiliar de los verdaderos seres inteligentes (por ejemplo, con el fin de estudiar modalidades de expresión de la inteligencia humana).
Transcribo aquí la síntesis de la reflexión que el propio Searle realiza en un texto de 1989 titulado, “Reply to Jacquette”. La letra A representa la palabra “axioma”, la letra C, representa la palabra “conclusión”.
A1. Los programas computacionales son puramente formales (sintácticos).
A2. Las mentes tienen contenidos mentales (semántica).
A3. La sintaxis por sí misma no es, ni constitutiva de la semántica, ni condición suficiente para forjarla.
C1. Los programas computacionales ni son constitutivos de la mente, ni condición suficiente de la misma.
Si ahora añadimos:
A4. Los cerebros son agentes causales de las mentes.
Se infiere:
C2. Cualquier sistema capaz de generar mentes, ha de tener poderes causales equivalentes (cuando menos) a los de los cerebros.
C3. Cualquier artefacto productor de fenómenos mentales, cualquier cerebro artificial, ha de tener la capacidad de duplicar [no meramente simular, la precisión es nuestra] los específicos poderes causales de los cerebros, y no podría realizar tal cosa limitándose a responder a un programa formal.
C4. La manera en la que el cerebro genera efectivos fenómenos mentales, no puede reducirse al hecho de responder a un programa computacional.
Víctor Gómez Pin, De Descartes a John Searle, El Boomeran(g) 20/06/2022
El psicólogo Bruno Laeng y sus colegas de Oslo y Osaka acaban de presentar una investigación sobre otra ilusión óptica, la de los agujeros en expansión. La miras y ves con meridiana claridad que el agujero se está inflando con claras intenciones de devorar el mundo. En realidad allí no se está moviendo nada; es una figura perfectamente estática, y lo único que se está expandiendo son tus propias pupilas.
La introspección ―pensar sobre tu pensamiento— es una guía desastrosa para entender cómo funciona la mente. Lo que percibimos, sentimos y pensamos es una construcción de nuestro cerebro inconsciente, que sigue unas pautas de las que tenemos muy poca idea. Las ilusiones ópticas son una ventana a ese conocimiento.
Javier Sampedro, Ilusiones ópticas: lo que no ven tus ojos, El País 09/06/2022
A menudo, el intento de censurar un texto, una representación o un objeto artístico es un reclamo para el público. Una visita a la biblioteca del Colegio del Patriarca en Valencia recala siempre en los libros censurados, en el morbo de adivinar qué se esconde bajo las tachaduras de líneas y páginas enteras. Y basta con prohibir un libro para que aumente el número de lectores. De ahí que en las democracias el método más eficaz para borrar de la escena pública relatos o propuestas consista en forzar la autocensura de las víctimas, pero no de cualquier modo, sino por medio de un mecanismo sutil y efectivo, entrañado en la naturaleza de nuestro ser social, que es el temor al rechazo de la opinión pública.
Esta es la tesis del libro La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social, publicado en 1982 por la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann. En el texto, la autora formula una teoría, cuya clave reside en un lúcido apotegma de Tocqueville: la gente “teme al aislamiento más que al error”. Bien decía Thoreau que “siempre es fácil infringir la ley, pero incluso para los beduinos del desierto es imposible resistirse a la opinión pública”.
El hombre es un animal verdáboro —había dicho Ortega—; lo verdadero era uno de los trascendentales, aquel al que tiende el intelecto, también la verdad es una de las pretensiones de validez del habla en la teoría de la acción comunicativa de Habermas, y en su Teoría de la justicia, de 1971, Rawls asegura que la justicia es la virtud de las instituciones como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento.
Sea, pues, como valor intelectual, como valor vital, como una de las condiciones de validez del habla, como meta de la comunidad de los científicos que tienden a ella en el largo plazo, en la línea de Peirce, se ha entendido que la humanidad desea descubrir la verdad y huir del error. La tensión del ser humano hacia la verdad parece incuestionable, se trate de la verdad en sentido perspectivista o en el sentido absoluto de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela”.
Y, sin embargo, Noelle-Neumann afirma acertadamente que, aunque la gente vea con claridad que algo es incorrecto, se mantendrá callada si la opinión pública se manifiesta en contra. ¿A qué nos referimos con la expresión “opinión pública”? No tanto a las deliberaciones racionales que se llevan a cabo en el espacio público, sino a las opiniones y conductas que pueden mostrarse en público sin temor al aislamiento, al consenso sobre lo que constituyen en una sociedad el buen gusto y la opinión políticamente correcta.
Sigue siendo verdad, como decía Nietzsche: “Nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación”. La dimensión interpretadora del cerebro puede acallar la voz de la conciencia, pero la reputación y el estatus están en manos ajenas, y perderlos puede significar el ostracismo y la pérdida de oportunidades vitales.
Adela Cortina, Autocensura: destruyendo la democracia, El País 08/06/2022
En la Física vigente, basada en la Relatividad General y la Mecánica Cuántica, el tiempo transcurre a diferente ritmo según el observador o se hace borrosa la diferencia entre pasado y futuro. El tiempo ya no es un flujo constante, universal, ajeno al mundo, como el concibió la Física newtoniana. A veces se especula con que el tiempo ni siquiera sea una propiedad del mundo, sino de la mente humana, que sea una forma en la que nuestros cerebros perciben y ordenan eso que llamamos Realidad.
Pero lo más raro que le ha pasado al tiempo en los últimos tiempos probablemente no es materia de estudio para los físicos, sino para los sociólogos: el tiempo se ha acelerado tremendamente, y cada vez parece más escaso (véase el libro Esclavos del tiempo. Vidas aceleradas en el capitalismo digital, de Judy Wajcman, que publica Paidós). Parece que ya no hay tiempo para nada, que vamos corriendo a todas partes, que todo tiene que ser instantáneo, mientras los humanos del capitalismo tardío vivimos inmersos en el desenfreno y el desaliento. Hasta han aparecido iniciativas, como el Instituto del Tiempo Suspendido (ITS), convencidas de “la necesidad de reapropiarnos del tiempo de vida expropiado, constante y diariamente. Una manera de pasar de ‘la vida no me da’ a ‘yo tengo mi ritmo”. Una apuesta por la “cronodiversidad”.
La tecnología ha tenido bastante que ver en el proceso: si los relojes de los campanarios comenzaron a marcar férreamente los ritmos vitales, ahora la hiperconectividad nos fiscaliza al segundo y nos hace estar alerta, disponibles y asediados por estímulos desde que abrimos el ojo por la mañana para mirar el smartphone hasta que nos despedidos cariñosamente del aparato antes de dormir. Es curioso: la tecnología, que tenía la teórica misión de hacernos ahorrar tiempo, nos lo está robando.
Sergio C. Fanjul, Cronodiversidad. ¿Por qué el tiempo cada vez va más rápido?, Retina
El ruido nos debería importar al menos lo mismo que el sesgo. No obstante, el estudio del ruido ha recibido mucha menos atención que el sesgo en la literatura. Daniel Kahneman, Olivier Sibony y Cass R. Sunstein nos alertan en Ruido de su omnipresencia en la toma de decisiones. El subtítulo que han escogido para la obra no podía ser más esclarecedor: Un fallo en el juicio humano. Los autores sentencian casi nada más empezar: «Dondequiera que haya juicio, hay ruido (y más del que se piensa)».
Los autores plantean algunas formas generales de reducción del ruido en los sistemas de evaluación, como son la introducción de normas claras o fomentar la participación de más de un experto. Pero la reducción del ruido puede tener un coste elevado respecto a sus beneficios potenciales, como muestra el uso de algoritmos: aunque estos puedan resultar atractivos para eliminar el ruido, generan sesgos y pueden discriminar a grupos desfavorecidos, mujeres o etnias concretas. Es algo de lo que ya avisó Cathy O'Neil en Armas de destrucción matemática, un ensayo que profundizaba más en las consecuencias sociales del uso masivo de los macrodatos (big data) y la inteligencia artificial.
Por eso, en Ruido se aboga por la optimización. Se nota que hay economistas detrás muy duchos en realizar balances de coste-beneficio. Más allá de una fe ciega en los algoritmos, hay que exigir transparencia a los modelos utilizados en ellos, conocer con qué bases de datos se entrenan y enfocar su uso como ayuda a la toma de decisiones, siempre bajo la supervisión (y responsabilidad) de expertos, nunca como sustitutivos del humano.
Pero abandonemos por un momento a las máquinas y volvamos a los humanos. En Ruido se cuestiona la apariencia justa de algunas reglas socialmente aceptadas, reductoras del ruido. Por ejemplo, para el acceso universitario, se establece una nota de corte, resultado de las ponderaciones de las notas de bachillerato y de las pruebas de acceso a la universidad. Parece una norma sencilla y efectiva. No hay quejas: quien más estudia tendrá mejores notas y merecerá la plaza. Meritocracia. Ahora bien, las calificaciones dependen del entorno familiar. Los ricos siempre pueden pagar unas clases de refuerzo para ayudar a sus hijos, mientras quizás otro alumno debió ponerse a trabajar para pagarse la carrera, pudiendo dedicar menos horas al estudio. Las estadísticas sobre la procedencia social del alumnado universitario no dejan lugar a dudas. Pero ante la abigarrada casuística y el planteamiento de valorar para el acceso universitario otros aspectos que influyen en el rendimiento académico (ingresos de los padres, situación laboral, etcétera), la sociedad se rinde a soluciones simples y fáciles de entender. Aunque generen sesgos. También es verdad que es más fácil buscar la trampa en sistemas complejos de reglas, si bien para muchos las reglas actuales ya son una trampa. Ruido desnuda una realidad legal llena de fallos.
Mejorar el juicio humano pasa por (re)conocer los propios sesgos, pero también nuestro ruido. Implica saber ayudarnos de las máquinas cuando realizan tareas mejor que nosotros, pero, por dignidad, subrayan los autores, un humano debe dar la cara ante decisiones que afectan a la vida de sus congéneres
Antoni Hernández-Fernández, Más allá del sesgo, el ruido, Mente y Cerebro, mayo/junio 2022
Si en la mayoría de las frases en las que leemos la palabra “metaverso” la sustituyéramos por la palabra “internet”, la frase seguiría significando lo mismo. Realmente, el metaverso no es más que la siguiente fase de internet. Matthew Ball, experto en esta cuestión y una de las personas del mundo que más han escrito sobre ella, lo describe como “una especie de estado sucesor del internet móvil”. Es decir, no es otra cosa que una visión amplia del internet futuro que borrará aún más los límites entre el mundo físico y el mundo virtual. Un internet 3.0, pero con un nombre más atractivo. Un lugar paralelo al mundo físico en el que pasar tu vida digital y en el que los seres humanos nos juntaremos para trabajar, jugar, comprar y socializar; es decir, para hacer todas esas cosas que ya hacemos en el mundo físico.
Un usuario del metaverso podrá diseñar un avatar, un trasunto de sí mismo, como si fuera el personaje de un videojuego. Con él, cualquier persona podrá unirse a una sala de reuniones, ir a un concierto o acudir a una consulta médica. Al menos, esa es la idea. Es como ocurría en los Sims. Esos personajes que se creaban y a los que se hacía vivir en un mundo paralelo de un juego. En el metaverso no se crea el personaje, el Sim es la propia persona.
Un punto clave para que el metaverso desarrolle todo su potencial es la opción de pasar de una pantalla a estar dentro de la pantalla. Cuando en 2014 Mark Zuckerberg compró Oculus, la firma que fabricaba gafas de realidad virtual, ya nos estaba dando una pista. La experiencia de vivir en el nuevo mundo virtual no será completa hasta que nos veamos dentro de él, hasta que sea un internet 3D. Por ahora, la única forma para acceder a esas primeras salas de reuniones con nuestros avatares y sentirnos dentro es con unas gafas como las Oculus.
El problema hoy en relación con las gafas Oculus no es otro que el acceso a ellas…, o, dicho de otro modo, su precio. Aunque ha bajado en los últimos años, siguen estando en torno a los 400 euros. Y, por otro lado, son grandes, pesadas, aparatosas. Nada que no se pueda solucionar con un poco más de tecnología…
Margaryta Yakovenko, De distopía a realidad: cinco claves para entender el metaverso, El País 06/06/2022
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
El hundimiento de la izquierda alternativa en Andalucía no ha sorprendido a nadie. Lo que sí que sorprende siempre es la diligencia con que ella sola se precipita una y otra vez al abismo. Una diligencia inversamente proporcional a la que debe tener uno en aprender de los errores. Estoy hasta por sospechar que son esos errores, junto a la altivez despechada de los que creen que es la humanidad entera (y no ellos) la que se equivoca, los que dan identidad y razón de ser a buena parte de esa izquierda siempre al borde de la irrelevancia política.
El desafortunado discurso de Inma Nieto, la cabeza de cartel de Por Andalucía (la penúltima marca de la coalición entre IU y UP), la noche del domingo, tras confirmarse su estrepitoso batacazo electoral, fue una exhibición impúdica de esos vicios y errores en los que incurre constantemente la izquierda, siendo el principal de ellos el insoportable complejo de superioridad moral que muestran (algunos con iracundia de obispos y otros con desparpajo de párroco molón, pero siempre con una naturalidad que espanta) buena parte de sus dirigentes y militantes.
De este modo, y sin caer por un segundo en la tentación de la autocrítica, la dirigente andaluza pasó a desgranar ante las cámaras las causas de su fracaso electoral. ¡Y, por increíble que parezca, ninguna tenía que ver ni con ella ni con su coalición! Así, la causa principal de tamaño fracaso habría sido la falta de participación (y eso que ha sido casi la misma de 2018, cuando la misma coalición obtuvo más del triple de escaños). Esa menor participación – afirmó Nieto – habría supuesto una menor movilización de los votantes de izquierda y, consecuentemente, una pérdida de votos. ¿Conclusión? Que la culpa, lejos de ser nuestra (vino a decir la líder de PA), era de la desidia de nuestros potenciales votantes…
La segunda causa principal del desastre electoral de Por Andalucía habría sido, según dijo Nieto ante toda la prensa, la profusión de encuestas y propaganda mediática que (son sus palabras) habrían “modulado” a la opinión pública para que votara a la derecha. Es decir que la culpa, de nuevo, no es nuestra (vino a insinuar Nieto), sino de la gente que (es idiota y) se deja manipular. Y la prueba es que, estando todos sujetos a las mismas encuestas y a los mismos y maléficos medios de comunicación, solo unos pocos (ellos y sus votantes) habrían sabido resistir tanta manipulación y votar como es debido.
Indescriptible. Es tal la soberbia que se gasta esta izquierda dogmática y completamente fuera de la realidad que, en lugar de entonar el “ahora toca recuperar la confianza de la ciudadanía” de los partidos cuando pierden (más aún ante un fracaso de la magnitud del sufrido), la dirigente se infló a repetir (a coro con Ione Belarra) que el resultado electoral era “una mala noticia para el Pueblo andaluz” ¡No para ellos – ojo – sino para el Pueblo andaluz, que es el que, por lo visto, se había equivocado! Pues si el Pueblo es el que vota, y lo que vota representa una mala noticia para él, la conclusión está clarísima: es el Pueblo, pobrecito mío, el que no sabe lo que hace. Menos mal que Yolanda Diaz estuvo más contenida, y matizó un poco después que el resultado era una mala noticia solo para los progresistas (algo es algo).
Lo único lejanamente parecido a una autocrítica que hizo Nieto fue a la (obvia, crónica, patética) falta de unidad de la izquierda. Y digo aparente porque realmente no fue autocrítica, sino crítica al partido escindido de Teresa Rodríguez, con quien se estuvieron peleando durante toda la campaña (después de pelarse públicamente entre sí por ver quien encabezaba la coalición). Ya saben: lo del Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular. ¿Pero cómo diablos creen que el electorado puede confiar en una fuerza política dividida por dentro y por fuera, que cambia de siglas en cada proceso electoral, que vive ensimismada en reivindicaciones simbólicas, disputas ideológicas e incomprensibles luchas por una microscópica porción de poder y que, en vez de reconocer su fracaso y hacer propósito de enmienda, se sube al púlpito para reprochar a la gente su desidia, maleabilidad e ignorancia? Pues tal como ven: de ninguna manera.
No sé si está ya perdida toda esperanza, pero si la izquierda alternativa quiere tener aún una mínima expectativa electoral (y falta haría frente a la que se nos avecina) tiene que despabilar, unir fuerzas, abrir ventanas, salir de la parroquia, abandonar el estilo tribal, escuchar, hacer política, dejar de sembrar miedo, tener ideas en lugar de consignas, exhibir proyectos ilusionantes en vez de un cabreo permanente, mirar al futuro en lugar de obsesionarse con la historia y los símbolos, tratar de lo que de verdad importa a la gente y no de delirantes batallas culturales… Y, sobre todo, y por favor, y antes de nada: bajarse de una maldita vez del púlpito.
Esté artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El movimiento por la “positividad corporal” abriga el ideal de que todos los seres humanos deben tener una imagen corporal positiva de sí mismos, y se opone a que la sociedad promueva estándares de belleza poco realistas o inclusivos, abogando por la representación de todos los tipos de cuerpos, especialmente en ámbitos como los de la moda o la publicidad. Sin embargo, y aunque tras estos propósitos hay una innegable buena intención, es conveniente que los pensemos más a fondo.
En primer lugar, que todas las personas tengan una imagen corporal positiva de sí mismas no debe confundirse con pensar que todos los cuerpos son indistintamente bellos. Esto no es ni lógica ni fácticamente cierto. No lo es lógicamente, porque la belleza sería indistinguible si nada se le opusiera o limitara (¿cómo distinguir lo bello si no existe más que eso?); y no lo es desde un punto de vista fáctico porque, de hecho, todos tenemos criterios de belleza y emitimos juicios estéticos sobre los cuerpos o cualquier otra cosa (aunque no nos atrevamos a reconocerlo a veces – precisamente porque creemos que en ocasiones resulta “feo” y de “mal gusto” –).
Por otra parte, tener criterios de belleza no está reñido con el aprecio por la diversidad. Las cosas o cuerpos pueden ser diversos también en cuanto a su cualidad estética (reconocer que unos son más bellos que otros, es, también, un reconocimiento de la diversidad), y las cualidades y criterios estéticos son más interesantes aún gracias a que se plasman de manera relativamente distinta en cada cultura o incluso en cada tipo o género de cuerpo (hay muchas maneras de ser guapos – y de ser feos –). Incluso, rizando el rizo, y dado que estimamos que lo diverso es más bello o “positivo” que lo “estandarizado”, ¿no deberíamos deducir a partir de ahí que un cuerpo es más bello cuanta más diversidad encierra, y más feo cuanto más se ajusta a los estándares vigentes?
Otro elemento a considerar es la crítica al “poco realismo” de los estándares o modelos de belleza. Porque, ¿cabe exigir realismo a lo que, justo por ser modélico, ha de distinguirse de lo real (o de lo que concebimos vulgarmente como tal)? Piensen, además, que la belleza es un valor, no un hecho. Los hechos reales (tal como los cuerpos que habitamos) no son en sí mismos bellos o feos; somos nosotros los que los valoramos como “bellos” aplicándoles un determinado criterio, esto es, comprobando hasta qué punto se ajustan a nuestras normas o ideales de belleza. Exigir un “modelo-realista” es, pues, un oxímoron, una contradicción “in terminis”.
Pasemos a otro asunto. Que debamos renegar de los ideales de belleza porque haya gente que se deprime al no verse adecuadamente reflejada en ellos es otra supina memez. De entrada, el ideal de que no hay más ideal que lo que hay, y de que hay que adorar el propio cuerpo sí o sí, resulta tan exigente y estresante como cualquier otro ideal. Y, en segundo lugar, negar la evidencia de que hay personas más bellas (y nobles, inteligentes, simpáticas, carismáticas…) que otras, por la sola razón de que esto pueda serle doloroso o frustrante a alguien, no es sino un engaño inútil, condescendiente y absurdo. ¿Deberíamos sacarnos también un ojo para no molestar o deprimir a los tuertos?
Es claro que no. Lo que hay que hacer es educar a las personas para lidiar con la propia condición humana. Y es parte de esa condición el ser conscientes de nuestras miserias (también de las corporales) tanto como el aprestarse constantemente a superarlas. Decía Shakespeare que estamos hechos de la materia de los sueños, y, según Platón, del deseo de unirnos a los que nos engrandece y mejora. Sin esa tensión erótica entre lo real y lo ideal, o entre lo que somos y lo que anhelamos ser, la vida carecería completamente de sentido. ¿Qué esto implica dolor e insatisfacción? Claro. Es el precio a pagar por estar lúcido y vivo; algo que una sociedad tan infantiloide y narcisista como la nuestra, que reclama comisarios políticos para que les quiten de delante todo aquello (¡hasta los maniquíes de las tiendas!) que pueda hacerle daño, no parece dispuesta a reconocer.
Ah, y otra cosa: sería estupendo dejar de obsesionarse con el cuerpo, en relación con el cual hemos pasado del extremo del dualismo que lo concebía como algo radicalmente distinto y opuesto al “espíritu”, a un monismo idólatra, no menos extremista, que pretende reducirlo todo a él. Frente a todo esto recuerden que la belleza, como se ha dicho siempre, está en el interior. Y que, en todo caso, y esté donde esté, para ser bello (o bueno, o listo, o sabio…) lo primero es reconocer que uno no lo es (al menos todavía). Cosa para lo cual los ideales y los modelos (y hasta los maniquíes) nos vienen que ni pintados.
Respuesta a “Notas sobre una transfilia inducida” de Ignacio Castro Rey
Hola Ignacio, la siguiente disertación ha estado marcada por los efectos de una de esas machaconas noticias que nos acompañan desde que nos levantamos hasta que nos acostamos: la victoria de Rafael Nadal en Roland Garros. En una de las muchas entrevistas concedidas por el tenista, el periodista con sus preguntas intenta descubrirnos qué hay detrás de este practicante del neoestoicismo o encarnación de la nueva palabra que poco a poco está ocupando un lugar destacado en la literatura de autoayuda, resiliencia. Conocer que sufre un dolor desde hace mucho tiempo provocado por una lesión crónica (síndrome de Müler-Weiss) lo humaniza, aunque después de relatarnos con detalle las estrategias médicas, quirúrgicas y terapéuticas que ha seguido para neutralizarlo: antiinflamatorios, infiltraciones para insensibilizar y dormir el nervio, analgésicos, anestesia, unas zapatillas especialmente diseñadas para la dolencia…, nuestra admiración decae, ya que empezamos a sospechar que toda esta amalgama biotecnológica que necesariamente le ha acompañado ha sido la clave del éxito, si no cómo se puede entender que un ser humano pueda exhibir esa potencia de piernas con un pie completamente dormido. Si de un héroe se trata es del héroe donde convergen los valores de lo que Byung-Chul Han llama sociedad paliativa. Entrenar la resiliencia, lo que Nadal lleva haciendo desde que era un niño, busca convertir al ser humano en un sujeto capaz de rendir, insensible al dolor y continuamente feliz. Sentirse competitivo, dice el tenista, es lo que compensa el sufrimiento[1]. Han en su Sociedad del cansancio afirmaba que la actual sociedad del rendimiento era una sociedad de individuos dopados.
En una escala menor, este caso me hace recordar cuando todavía me dedicaba a jugar al fútbol. En mis últimos días como jugador aficionado conviví con un dolor intenso que afectaba a mis talones. Mi estrategia para contrarrestarlo era dar unas cuantas vueltas al campo para calentarlos, de tal manera que cuando pitaba el árbitro el inicio ni siquiera notaba los pinchazos. Fue un día lanzando una falta que sentí como una pedrada golpeaba el talón, tal como Aquiles pero sin flecha. Me caí y ya no me pude incorporar. Acabé en urgencias y enseguida, después de que los médicos evaluaran la situación, se decidió que lo mejor era una visita rápida al quirófano. Después de tres meses de rehabilitación, me aconsejaron que si quería evitar que el otro talón sufriera el mismo percance evitara la práctica de deportes parecidos al fútbol, consejo que he seguido a rajatabla hasta el momento presente. Así se desvaneció el dolor. De la misma manera puede desvanecerse el dolor de Nadal. Él mismo reconoce en la entrevista que si dejara el tenis de competición el dolor en su vida diaria en poco tiempo desaparecería, pero la sociedad perdería entonces el modelo de individuo que necesita para perdurar.
En un principio parece fácil sortear determinados tipos de sufrimiento, sólo hace falta tararear varias veces en nuestro interior como un mantra un verso de una canción de la mexicana Natalia Lafourcade[2] “Para qué sufrir si no hace falta”. Aunque estas actividades puedan resultar adictivas, en nuestras manos está dejar el fútbol, el tenis o una relación sentimental tóxica, nada de esto nos hace falta. Otros tipos de sufrimiento son un poco más difíciles de tratar: la preocupación por el futuro de un hijo, el planeta que dejaremos a las generaciones futuras o los problemas derivados del cambio climático. Pero si nos convencemos de que no está en nuestras manos la solución a estas preocupaciones, el sufrimiento se disipa. Resulta, por otro lado, contraproducente el optimismo que desprenden eslóganes como “crea tu futuro”, “el futuro es nuestro” … En el caso que nuestra intervención individual o incluso colectiva tuviera una cierta incidencia, nada asegura que los resultados sean los que se persiguen. Por lo que esta incertidumbre sería sin quererlo causa de sufrimiento y preocupación.
Como tú dices, “todos sufrimos, siempre hemos sufrido”, cada uno lleva en su mochila la carga de las heridas sufridas y también de las infligidas a otros y a otras, el estado natural de la especie humana es la insatisfacción, por eso parece natural aspirar a lo que no se tiene, o lo que es lo mismo, a la felicidad. La religión, la filosofía y hoy en día la terapia obedecen a la misma necesidad; las tres han intentado o intentan exorcizar el desasosiego que significa el existir humano. Las personas filosofan por la misma razón por la que rezan. Esta angustia crónica es un defecto presente en el animal humano, escribe John Gray en su “Filosofía felina”[3].
Otra de las razones por las que el dolor es consustancial a la vida humana es la que expone Santiago Alba Rico en un artículo[4]: todo compromiso implica conflicto y sufrimiento. Entre cuerpos todo es potencialmente doloroso. La pretensión de eliminar el dolor sólo es posible si a la vez se eliminan el espacio y el tiempo, las condiciones radicales que permiten la existencia de la sensibilidad. Por eso escribe que una de las frases que más le irrita es aquella que dice que “si es amor, no duele”. Y concluye: no hay utopía más peligrosa que la de creer que se puede amar a otro cuerpo sin exponer el propio y sin exponer también el alma.
Para Descartes espacio y tiempo son las condiciones para que exista la materia, el cuerpo, la substancia extensa de la que se distingue y separa la substancia pensante, el cogito. Cuando en la segunda de las Meditaciones Descartes se pregunta por la naturaleza de la substancia pensante, explora diferentes posibilidades antes de dar con la respuesta correcta. Podría ser materia, cuerpo, lo más parecido sería un artefacto mecánico, un robot. Pero esta posibilidad no cumple con los requisitos de la auténtica substancia: no es autosuficiente, su autonomía dura lo que dura la energía que le aporta un ente exterior, una batería o una pila, una suerte de alma o material sutil que lo mueve y alimenta. La otra posibilidad que baraja el francés sería que esta fuente de energía pudiera satisfacer los requisitos de una substancia pensante. Sin embargo, no deja de ser una entidad contingente que debe su existencia a una realidad superior y por lo demás está demasiado apegada al artefacto que mueve. Por eliminación (por “descarte”, chiste fácil), llega finalmente al espíritu. Solamente la substancia pensante puede ser espíritu, la entidad más alejada de la materia en la escala del ser. Se puede dudar de que tenga este cuerpo, podría tener otro, incluso no tenerlo, pero no hay duda de que pienso y eso sólo lo puede ejercer un espíritu. El espíritu pensante es la substancia superior mientras Dios no demuestre lo contrario. Del “pienso luego soy” se desprende que somos espíritu en esencia y sólo secundariamente cuerpos. Y en consecuencia en tanto que en parte somos cuerpos estamos expuestos al dolor, a la queja, la expresión del desajuste que se produce cuando las piezas del artefacto no acaban de encajar.
Para lo bueno y para lo malo, a lo largo de nuestra vida hemos observado que no siempre el cuerpo ha sido el obediente colaborador que todos pensábamos. A veces sorprendentemente tomaba la iniciativa, sobre todo cuando éramos más jóvenes, ahora con la edad le cuesta más responder a nuestros deseos, se resiste y se rebela el muy cabrón. Nunca se ha desechado la alternativa de prescindir del cuerpo para rebajar la carga dolorosa o incluso suprimirla del todo. El cuerpo siempre ha estado en el foco a la hora de atribuir la fuente suprema de nuestros percances existenciales y sentimentales: nadie me quiere con este cuerpo, si fuera más alto, más delgado, si no tuviese un rostro marcado per el acné, otro gallo me hubiese cantado en la adolescencia. Lo que fue el resultado de un acto azaroso, se ha interpretado como la consecuencia de un cruel destino. En la República platónica con el mito de Giges se especulaba con la invisibilidad para imaginar las infinitas libertades que alguien podría permitirse sin un cuerpo. Los gnósticos del siglo II asimilaban el cuerpo a un cadáver, un sepulcro, una prisión, un intruso … El cuerpo, incluso para aquellos y aquellas que pueden exhibirlo sin tapujos, ha sido tradicionalmente y es hoy todavía un engorro.
El transhumanismo y la doctrina de género son las propuestas más novedosas para salvarnos de la tiranía del cuerpo. La topología mesiánica hace tiempo que se ha desplazado desde un arriba espiritual hacia un adelante político. En este sentido lo político ha sido substituido por las esperanzas que suscitan las nuevas tecnologías y las múltiples identidades de género. Para el transhumanismo, lo digital puede hacer realidad el sueño de la filosofía berkeliana, la desaparición de la materia. Su objetivo es, a través de la descarga, extraer la mente del cuerpo superfluo, para acceder al espacio líquido de las ondas electromagnéticas[5]. Para la doctrina queer, lo que cuenta es el género, no el sexo, el sentimiento que cada uno pueda tener de ser masculino, femenino o cualquier otra cosa entre los dos o más allá de los dos. Las identidades son tan múltiples que los cuerpos se utilizan solo como meros soportes[6]. Tal como acertadamente escribes, lo paradójico de la situación es que a un ciudadano cada vez más controlado por todas partes se le concede el privilegio narcisista de sentirse como quiera. Todo vale con tal de huir de lo real.
Igual que para el mago Pop, nada es imposible para los que subscriben estos principios. Confían en el poder ilimitado de las biotecnologías y la digitalización a la hora de crear mundo alternativos donde aparentemente no hay barreras naturales (ni siquiera culturales) y donde cada individuo pueda reconstruirse o deconstruirse según le parezca. Creen que si se logra liberarse de las prisiones corporales nada se resistirá a lo que pienses e imagines. Cuando leo u oigo estas palabras de inmediato me aparece viva la imagen de Uri Geller doblando cucharillas de café. Parece que si se habla de la fuerza del pensamiento no se habla de la capacidad de conocer mejor los misterios del mundo, sino que en el fondo se trata de competir con la fuerza física. Si realmente lo que priva es lo fantasmagórico sobre lo carnal, no estaría de más que en un próximo futuro las empresas de comunicación substituyeran los móviles por güijas para hacer más llevadera la invocación de estas entidades espirituales.
Sé que lo dicho anteriormente puede herir ciertas sensibilidades, ya conoces cómo se las gastan. Según Judith Butler respondiendo a las declaraciones de J. T. Rowling, autora del personaje de Harry Potter, nadie conoce el tormento que causa vivir entre los muros de una asignación sexual impuesta desde las instituciones médicas y legales. Lo que dijo Rowling atenta contra la dignidad de estas personas. La indignación de Butler la entiendo como la de quien está convencido de que sólo algunos colectivos tienen más derecho que otros a que su sufrimiento sea reconocido[7]. Indignación también es lo que emana del artículo escrito por Lidia Falcón que en muchos puntos creo estaría muy en consonancia con lo que tú defiendes[8]. La veterana feminista reaccionaba contra el proyecto de llevar adelante la Ley Trans y la imposición de la “autodeterminación de género”, a la que considera un disparate lanzando una seria de preguntas: “¿este tema es realmente divisorio de la derecha y de la izquierda, o nos situamos en un mundo surrealista donde la materialidad de los cuerpos no existe? “, “¿Se trata de abolir el Patriarcado o de abolir la realidad?”, “¿… es que hay que descubrir ahora el mundo material en el que está inserta la especie humana?”, “¿Dónde queda el sentido común …?
Nacemos para sufrir, la vida es un valle de lágrimas, esta parece ser la conclusión de toda la disertación, pero no siempre estamos sufriendo, también tenemos momentos, días e incluso años de disfrute y de alegría, hasta que alguien se enfada porque considera inmoral tanto goce. Aunque parece ser que según los sesudos estudios de la economía conductual somos más sensibles al dolor que al placer. Los psicólogos economistas lo llaman aversión a la pérdida: se sufre más por una pérdida que por una ganancia de la misma magnitud. Por ejemplo, si encuentras en el suelo un billete de 50 euros te produce una gran alegría, pero si más tarde encuentras a faltar en tu billetero la misma cantidad de dinero, el sufrimiento producido eclipsa completamente la sensación agradable experimentada anteriormente.
Creo que esta situación a nivel político ya había sido planteada. Cuando Glaucón debate con Sócrates sobre el origen de las leyes, el sofista hermano de Platón defiende que el miedo a ser víctima se impone a la posibilidad de gozar siendo agresor, por ello las leyes son necesarias no porque sean buenas sino porque previenen el dolor futuro. El mismo esquema argumental podemos encontrar en la reflexión sobre el origen del estado en Hobbes. El problema es que se deja en manos de la ley y del estado el monopolio de la gestión del miedo y del dolor. Se respeta la ley y el estado por el dolor que infringirían a quienes quisieran desafiarlos. La huida del dolor crea más dolor. La felicidad que promete la doctrina queer no es inmune a este planteamiento.
Podríamos establecer una lista de dolores de mayor a menor. ¿Qué sufrimiento es el más doloroso? ¿Cuál encabeza la lista? ¿Sobre qué indicadores establecemos el orden de los padecimientos? ¿Es factible la creación de un dolorómetro? ¿Cuál es la causa del dolor más doloroso? Judith Butler tiene la respuesta y la solución. El dolor más inhumano es el que se produce cuando a una persona no se le reconoce el derecho a cambiar de género. Y para ello, sin tener en cuenta otras circunstancias, todo es válido porque en su cosmovisión, que comparte con el mago Pop, todo es posible, aunque eso suponga negar la realidad, contrariar el sentido común, el cuerpo, la contingencia y la finitud humana.
Acabo con un poema de Fernando Pessoa que me parece que expresa mejor en unos cuantos versos que todas las líneas que he malescrito en esta disertación:
Hablas de civilización y de no deber ser,
o de no deber ser así.
Dices que todos sufren o la mayor parte,
con las cosas humanas puestas de esta forma;
dices que si fueran diferentes sufrirían menos.
Dices que si fuera como tú quieres sería mejor.
Escucho sin oírte.
¿Para qué querría oírte?
Oyéndote, terminaría sin saber nada.
Si las cosas fueran diferentes, serían diferentes: eso es todo.
Si las cosas fueran como tú quieres, serían sólo como tú quieres.
¡Ay de ti y de todos que pasan la vida
queriendo inventar la máquina de hacer felicidad!
Barcelona, 10 de junio de 2022
[3] GRAY, John, Filosofía felina, Madrid, Sexto Piso 2021
[5] AGUILAR GARCÍA, Teresa, Ontología ciborg, Barcelona, Gedisa 2008
[6] BRAUNSTEIN, Jean-François, La filosofía se ha vuelto loca, Barcelona, Ariel 2019
En una situación vivida un hombre llora desconsolado porque su perrito parece que está muy mal . El veterinario está cerrado . En sus gritos de dolor se puede uno detener para encontrar el vínculo emocional de dos seres conscientes entre sí. Una cierta empatía indica ese nivel de sentimientos, emociones. En ese mismo momento una madre lleva a su hijita pequeña de 3 añitos detrás de la puerta de hierro que entra en un parque público a hacer un pipí . La imagen sugiere el tipo de valores que ambas personas pueden creer importantes en su vida. En el caso del chico parece que sigue el patrón de un mundo actual que cada vez es más consciente que los animales sienten dolor, padecen y por tanto hay que saber tratarlos bien y preocuparse por ellos. En el otro de la madre uno puede creer que frente a una urgencia no hay más remedio que mear en el parque público . SIn embargo el observador , esa tercera persona que entra en escena se le ocurre pensar que si los propietarios de perros llevan botellines de agua para eliminar los orines de sus perros y se multa a las personas que miccionan en la calle pública , la madre está cometiendo un delito , educando a su hijita en el relativismo más absoluto de que cada uno haga lo que le venga en gana.
Volviendo al debate , en el caso de los valores , término que indica esa importancia que le damos a los objetos o a las personas , establecemos jerarquías entre ellos . Por ejemplo la vida sería el primer valor en la escala funcional para muchas personas pero no para todas . Un soldado puede considerar que quitar la vida a los otros es un mal menor dentro de las consecuencias de la invasión de su país. Por eso tal como decía Hartmann , los valores van cambiando a lo largo de la vida, porque cuando somos jóvenes seguramente saltarnos las normas es casi como una obligación para sobrevivir en este mundo caótico , a diferencia de cuando somos ya mayores y dependemos de la salud, la economía, los otros . Si vivir es establecer criterios sobre lo que nos importa por considerarlo fundamental para vivir con nosotros , entonces esa ética del cuidado de uno mismo queda vinculada con estos. Pero estas creencias o costumbres , o sea valores, en el fondo pueden llenarse de prejuicios , de falsas creencias, de estereotipos , de falacias . De ahí el problema de ese choque entre civilizaciones , entre grupos , entre personas. Defender los valores de uno en singular puede originar desde fanatismo, dogmatismo, intolerancia, racismo, violencia. Parece pues que la legitimidad de unos valores que uno tiene que le vienen dados por la sociedad y sus modelos, ya sea en relación al poder que le sostiene sea en el ámbito de la familia , en el ámbito económico de su poder adquisitivo, en el ámbito político de su ambición social y proyección social, ... justifique absolutamente casi todo.
En esta deriva actual ya no se habla de la caída de los valores más que en bolsa y economía , en esa frase de Jose María Valverde "Nulla estetica sine ética" parece que se vaticine cierto declive hacía la nada. Pandemia , Guerra, Situación climática, pobreza, crisis se defienden como si fueran series de films de temporadas infinitas y de capítulos interminables. La obsesión por el control , por la vigilancia, por la disciplina del poder, por delimitar las palabras , delimitar los pensamientos, rige en este modelo social que genera la paradoja kantiana de la insociable sociabilidad. ¿Cómo vivir en este mundo de riqueza y abundancia para unos y pobreza absoluta para otros ? Camus ya advertía de ese soportar tal situación existencial , ver al pobre como un objeto de consumo.
Volviendo a la idea la ética seria esa relación con lo que somos y lo que hacemos pero que nos vincula con la verdad , se trata pues de no autoengañarse , de no entender una verdad a medias o una post verdad que me conviene. Eso no es facil porque no va de valores adjuntos o de modas va de relaciones con uno mismo. Vivir es crearnos para que lo que hacemos o pensamos no sea fruto de un deber moral que no siento propio todo lo contrario . Respirar , escuchar, Obedecer son infinitivos que añadidos a unos cuantos más identifican nuestra posición frente a la realidad. Examinar nuestra vida de forma constante indica ese arte de hacer de nosotros lo que hemos decidido ser . No está nada de acuerdo con el parecer , con el aparentar, con una estética del decoro, de la buena forma. Por eso moral no es ética , por eso el compromiso único de lo que deseamos ser por voluntad propia lo encontramos con la verdad misma que nos delata o nos convierte en seres éticos.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Hay adoctrinamiento moral o ideológico en las aulas? Sí, por supuesto. Con la nueva ley educativa y con cualquier otra. Aquí y en Pekín (en Pekín muchísimo más). ¿Cómo no iba a haberlo? Una de las funciones de la escuela es transmitir los valores comunes en torno a los que se articula una sociedad. Sin un mínimo adoctrinamiento en tales valores (es decir, sin un mínimo de educación cívica), los niños y niñas solo conocerían los valores particulares de su familia o entorno inmediato, y la vida pública carecería de referentes morales desde los que orientar la convivencia.
Ahora bien, aunque toda educación y sociedad implican un cierto adoctrinamiento moral, no todo adoctrinamiento moral es educativo ni socialmente valioso. Cuando este es excesivo y adopta un carácter completamente dogmático, la educación se reduce a mera instrucción, es decir, al tipo de aprendizaje en que prima la obediencia al razonamiento, algo que en nada conviene a una sociedad democrática en la que lo deseable es que la gente, que es la que en última instancia toma las decisiones políticas, piense de forma racional y por sí misma.
Pues bien, ¿cómo podemos hacer entonces para que el necesario adoctrinamiento moral que compete a todo sistema educativo no sea excesivo ni demasiado dogmático, de manera que los niños y niñas sean correctamente educados como ciudadanos capaces de ejercer la soberanía política? Aquí va la receta. Apunten (u opinen al respecto).
Lo primero para que el adoctrinamiento escolar sea el justo y necesario es que los valores morales en los que se adoctrina sean únicamente aquellos que emanan de las leyes o principios que despiertan mayor acuerdo o consenso democrático: la Constitución, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados por la ONU, etc. En esas leyes y acuerdos de amplio consenso está contenida la moral mínimaen que se ha de educar a la ciudadanía.
Lo segundo se deduce de lo anterior, y consiste en que las administraciones velen para que en la escuela no se dé especial cuartelillo a ningún mensaje moral o ideológico que (dejando aparte el que se deriva de la enseñanza de las distintas materias) no sea el mínimo consensuado y consignado en leyes y acuerdos. Así, es estupendo, como proponen algunos políticos, que se revisen los libros de texto para eliminar sesgos ideológicos impropios (es decir: no derivados de las leyes y consensos vigentes), ¿pero por qué no se revisa también el modo entero de enseñanza de algunos colegios concertados, en los que también se adoctrina, y de forma más invasiva y persistente, en valores alejados de lo que hoy consideramos moralmente aceptable (piensen, por ejemplo, en aquellos colegios religiosos en los que se segrega a chicos y chicas para educarlos por separado)?
Una tercera medida útil para minimizar el adoctrinamiento escolar es dejar de emplear la educación como arma arrojadiza en la pelea por el poder. Ya sabemos que la única que da y quita votos es hoy la “batalla cultural” (la económica o política se agotaron hace mucho), pero los políticos deberían trasladarla a otros escenarios menos lesivos para el sistema que les da de comer. No puede ser que tras cada cambio de gobierno vengan los halcones de la derecha montaraz, o los iluminados inquisidores de la izquierda verdadera, a imponer a todo el mundo sus consignas y valores vía decretos educativos, impidiendo una y otra vez el mil veces implorado consenso educativo.
La cuarta medida ha de consistir en promover la pluralidad del profesorado (algo que, por cierto, es mucho más difícil en la concertada, donde los profesores no son elegidos por oposición, sino, a menudo, por afinidad ideológica con quien los contrata), y en formarlos como buenos profesionales de manera que, entre otras cosas, no aprovechen su posición de autoridad para adoctrinar dogmáticamente al alumnado (¡menor de edad!) en sus propios valores o posiciones políticas.
Y la quinta y última medida: fortalecer la educación crítica, esto es, aquella que promueve una actitud analítica y reflexiva frente a todo tipo de adoctrinamiento, incluido aquel que viene amparado por la ley (pues el fundamento de una democracia está precisamente en permitir la revisión dialéctica de sus propios fundamentos, leyes y valores). Así, si dejamos que aquellas materias en las que más se ejercita el pensamiento crítico (la ética, la filosofía, la crítica literaria, la historia…) hagan su trabajo formativo (en lugar de convertirlas en panfletos moralizantes o desquiciados ejercicios de revisionismo histórico al servicio de los ismos de turno), estaremos garantizando la mejor inmunización contra el adoctrinamiento excesivo, así como una educación cívica consecuente con los propios valores democráticos, esto es: basada en la convicción y el diálogo, y no en el dogma y la catequesis ideológica.
6.06.2022
Hola, Gregorio:
La Biblioteca Pública de Historia de Rusia, Centro de Historia Sociopolítica me propone hacer una presentación de tu libro. En caso normal, que no lo tenemos, sería mejor que lo hicieras tú, pero lo haré yo, el miembro menos valioso de nuestro equipo. En mi vida no he hecho nada semejante. Esta biblioteca es un lugar histórico, debes conocerlo bien, porque se encuentra en el mismo edificio del Comintern, en la calle Wilhelm Pick, enfrente de Mosfilm, por aquí pasaron muchos personajes de tu libro.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Uno de los rasgos más visibles de nuestro tiempo es el aparente aprecio por el desorden, una patología ideológica que se muestra, entre otras cosas, en la manera irreflexiva e inconsecuente con que se rechaza todo lo que suponga categorizar o jerarquizar las cosas. Así, definir se concibe hoy, por definición, como algo políticamente incorrecto (que estigmatiza y coarta la libertad de ser lo que se quiera a cada instante), sistematizar se percibe sistemáticamente como un ejercicio de dogmatismo poco respetuoso con la diferencia, y clasificar se clasifica como una inaceptable expresión de poder excluyente. No digamos si de lo que se trata es de valorar y (por tanto) de establecer jerarquías: eso es ya fascismo puro (ya saben que en la romántica metafísica de lo líquido y fluido rige aquello del viejo tango: todo es igual y nada es mejor…).
Pero negar el orden como impostura frente al presunto caos indomesticable de la realidad es ya, de entrada, un tipo específico de contradicción. Decir que “todo es fluido” es suponer que todo es permanentemente lo mismo y que, por tanto, nada cambia ni fluye; afirmar que “las cosas son indefinibles” es imposible sin suponer una definiciónmínima de lo que se define y lo que no; proclamar que “toda jerarquía es imposición arbitraria” implica que dicha proclamación (que sitúa una tesis por encima de otras) es tan arbitraria como su contraria. Y así podríamos seguir hasta el infinito. No hay verdad más dogmática que enunciar que “nada es verdad”, ni juicio de valor más “fascista” que estimar que “nada es en realidad más estimable que nada” (con lo que, finalmente, lo valioso solo puede ser lo que impone la voluntad del más fuerte).
El presunto desorden regente tampoco tiene nada que ver con la realidad. El mundo no es energía indiferenciada ni simple materia en movimiento; en él hay leyes, constantes, jerarquía; y hay razones para creer (diga lo que diga la limitada fontanería teórica de los físicos) que no hay más realidad que esa estructura o forma suya (esa forma que tan bien describen las fórmulas matemáticas).
Lo mismo podríamos decir de la ciencia: que no es más que un modo estructurado de jerarquizar datos, hipótesis, teoremas y axiomas con objeto de definir la forma real que subyace al desorden aparente. O del ámbito moral o estético, en el que los seres se clasifican como mejores o peores en multitud de aspectos (entre los cuales también hay una clara jerarquía – no es lo mismo ser más sabio que más inteligente, ni más bello que más fornido –). Si no tuviéramos claro todo esto careceríamos de razón alguna para elegir a nuestros amigos, cuidar nuestra imagen o educar nuestro talento.
Pero si en algún aspecto resulta especialmente sangrante esta aparente negación de la jerarquía y al orden es en el terreno político y social. Nada más estúpido que creer que estás al mismo nivel de los que mandan porque les tratas de tú o porque te hacen “sugerencias” en lugar de darte órdenes. Es falso que exista algo así como una estructura “horizontal”; toda organización mínimamente compleja (un estado, una empresa, un partido, una institución, una familia…) supone asimetría, niveles distintos y, por lo mismo, verticalidad y jerarquía. Simular que este orden no existe no es sino una manera perversa de invisibilizarlo y volverlo, por ello, más difícil de fiscalizar.
Uno de los “brazos armados” de este poder invisible (en la peor de sus versiones) es, justamente, el desorden informativo. La desinformación consiste en difundir representaciones indebidamente desorganizadas (en que se mezclan la ficción o apariencia con la realidad, las partes con el todo, lo contrastado con lo que no, lo que es con lo que debe, lo necesario con lo contingente, lo sustantivo con lo accesorio…), y frente a las que no queda otra que educar a la ciudadanía en habilidades tan filosóficas y desprestigiadas como definir, categorizar, sistematizar y jerarquizarlas ideas y las cosas.
Y digo esto último porque buena parte de las personas con las que me topo son incapaces de hacer todo esto por sí mismas, ni, por tanto, de ordenar y expresar las ideas (las suyas y las ajenas) en un discurso o sistema estructurado desde el que se pueda entender algo de lo que ocurre o tomar decisiones con un mínimo de responsabilidad y espíritu crítico.
Esta alienante incapacidad para pensar de modo estructurado delata, además, un desorden mental que, aceptado con complacencia por el discurso dominante y multiplicado por la fábrica mediática del mundo, está en la raíz de ese deterioro de la salud psíquica que acusamos hoy, y ante el que lo que se precisa no son fármacos o atención psicológica, sino precisamente esto: aprender a pensar o, lo que es lo mismo, aprender a reconocer en el orden de las ideas el orden de todo lo demás. Sin ello, no hay más que cambalache: el viejo orden del poder y del dinero revestido de estupidez y confusión. El tango de siempre, vaya.
El racionalismo se queda con la verdad y abandona la vida. El relativismo prefiere la transformación de la vida a la verdad inmutable. En ambas posturas sufrimos una mutilación, nos dice Ortega. O perdemos la verdad o perdemos la vida. Para salir del embrollo lo primero es entender que el pensamiento es una función vital, tan vital como la digestión o la respiración. Es un instrumento útil y esencial para la vida. La voluntad, es un ímpetu que emerge de las profundidades orgánicas, un querer hacer algo, un deseo de que algo sea. Las voliciones ejecutan actos eficaces que modifican la realidad, que a su vez se muestra como una voluntad externa a la que hemos de adaptarnos. Este dualismo es un aspecto esencial de lo vivo. Por un lado, la voluntad es un producto del sujeto viviente, por otro, lleva en si la necesidad de someterse a un régimen externo (y objetivo). “Ambas instancias se necesitan. No puedo pensar con utilidad para mis fines biológicos si no pienso la verdad. Un pensamiento que nos presentase un mundo divergente del verdadero nos levaría a continuos errores prácticos”. (Aquí se podría objetar que el fin biológico no es la verdad, al menos no la única, sino que es sólo naturaleza, prakṛti. Pero ello exigiría adelantar nuestra propuesta y es más conveniente, por ahora, seguir la argumentación de Ortega). Ese carácter dual es la característica esencial de toda forma de vida. La vida humana tiene una dimensión trascendente. Sale de sí misma y participa de algo que no es ella. Esa salida de sí propicia el pensamiento y la voluntad, la experiencia estética y la emoción religiosa.
El relativista niega que el ser vivo pueda pensar la verdad. Pero esta creencia suya, negativa, es su verdad, por lo que se contradice. Si somos de verdad empiristas observaremos que ciertas actividades inmanentes trascienden el organismo. ¿Pertenece al cuerpo lo que el ojo mira y el modo en que lo mira? ¿pertenece al cuerpo el aire que respira? Ortega cita a Georg Simmel: la vida consiste en ser más que vida: en ella, lo inmanente trasciende más allá de sí misma. Acierta en la trascendencia misma que supone el proceso vital, pero yerra en el objetivo de esa trascendencia. No acaba de liberarse del kantismo en el que se ha educado (más tarde lo hará). Nos dice: “Lo justo debe cumplirse, aunque no le convenga a la vida. Justica, verdad, rectitud moral, belleza, son cosas que valen por sí mismas y no sólo en la medida en que son útiles a la vida”. Ese valer por sí mismas, del Bien, la Justicia y la Verdad, supone reeditar el cielo platónico. Y afirma sentencioso: “esa suficiencia plenaria de la justicia y la verdad nos hace preferirlas a la vida misma que las produce.” Pero luego rebaja su apuesta: “la espiritualidad no es una sustancia incorpórea, no es una realidad, sino una cualidad que poseen unas cosas y otras no. Esta cualidad consiste en tener un sentido, un valor propio” (Scheler asoma por aquí). A continuación, añade algo que suscribimos plenamente: los griegos llamarían a esta espiritualidad nous, no psique. Dicho en términos de nuestra hipótesis de trabajo: la llamarían conciencia, no mente o alma. El alma es mundana y vital. La conciencia trasciende lo mundano y lo vital. Es el no lugar, la no localidad, que impulsa el movimiento y las transformaciones. No como causa, sino como complemento de aquellos. Es, además, el factor que hace posible el goce estético y la experiencia amorosa.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022“El racionalismo, para salvar la verdad, renuncia a la vida… Siendo la verdad una, absoluta e invariable, no puede ser atribuida a nuestras personas individuales, corruptibles y mudadizas”. El racionalismo es antihistórico. El punto de inflexión de la historia moderna proviene del entusiasmo de Descartes por las construcciones de la razón. De su creencia, incomprobable, en que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real. Y de la distinción de Robert Boyle entre cualidades primarias y secundarias. Las cualidades primarias (solidez, extensión, figura, forma, movimiento o reposo y número) existen de manera objetiva en las cosas, mientras que las secundarias (gusto, color, sabor, sonido, calor, etc.) son subjetivas y sólo existen en la mente del individuo. Sin embargo, la experiencia de la vida se compone fundamentalmente de texturas, colores y sones. “Pero la razón no es capaz de manejar las cualidades. Un color no puede ser pensado, no puede ser definido. El color es irracional.” Frente a él, el número coincide con la razón y puede crear, mediante ésta, el universo de las cantidades. Dada esta situación, Descartes decide, unilateralmente, que el mundo verdadero es el cuantitativo, geométrico, mientras que el mundo de las cualidades, inmediato y magnético, es considerado ilusorio y acientífico. Una decisión que sirve de fundamento a la física moderna, que no sólo ha sido la ciencia en la que hemos sido educados, sino que ha servido de modelo al resto de las ciencias. Se trata, en definitiva, de una inversión de la experiencia espontánea del ser que vive y siente, una “gigantesca antinaturalidad”. Pues se comienza por intuir, llevados por ese magnetismo de lo sensible, que las cosas sean de cierta manera, y luego se buscan las pruebas para demostrar que las cosas son como intuíamos. Ortega recuerda que no son las pruebas quienes nos buscan y asaltan, sino nosotros los que vamos a buscarlas, movidos por un afán teórico.
La física y la filosofía de Descartes se extenderán a todos los ámbitos (el salón, el estrado y la plazuela). Esa es la sensibilidad específicamente moderna. Suspicacia hacia lo espontáneo e inmediato, preminencia de lo cuantitativo, indiferencia ante los cualitativo (esencia de la experiencia humana). El mundo se transforma, gradualmente, en un lugar indiferente a la humana sensación, queda a merced de la “razón pura”, exacta e ineludible (una situación que, en el ámbito político, conduce al orden social definitivo de los totalitarismos). Pero la vida no puede regirse por principios matemáticos, de hecho, no lo hace. Advertir esto, supone entrar en el umbral de una “nueva sensibilidad” (Ortega escribe en 1922, hace exactamente un siglo), una insurgencia que consiste en la negativa a tomar parte por una de estas dos tendencias antagónicas: racionalismo o relativismo. En ambos casos sufrimos una mutilación. Con el relativismo perdemos la verdad, con el racionalismo la experiencia sensible y la ineludible realidad del deseo.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022Para entender su postura hay que hacer la genealogía de las ideas que consolidan la época moderna. Lo primero es darse cuenta de que el racionalismo de Descartes no es razonable. Marca el rumbo del mundo moderno y lo aboca a la desorientación presente. El debate entre racionalismo y relativismo es, para Ortega, el tema de nuestro tiempo. En muchos sentidos, un siglo después, sigue siéndolo. La proliferación algorítmica es una buena muestra. Vamos a exponer la postura de Ortega, que es una vía media entre ambas tendencias, para, a continuación, exponer la nuestra. Para Ortega, entre la razón (absoluta) y el relativismo (local) marcha de la vida singular. La razón vital o “inteligencia de la vida” (Agustín Andreu) es lo decisivo: cómo entendemos la propia vida y qué sentido le damos.
La verdad es una e invariable. Esa es una premisa irrenunciable para Ortega. Las cosas son lo que son. Ahora bien, en la historia del pensamiento vemos continuos cambios de opinión. Diferentes épocas, diferentes verdades. Cada individuo y cada sociedad tiene sus convicciones. Lo que llamamos verdad consiste, más bien, en verdades. Y que éstas son relativas. Pero el relativismo tiene un problema (ya lo advirtió Nāgārjuna). Si no existe la verdad, el relativismo no puede tomarse a sí mismo como verdad. Ha de ser, él mismo, relativo. El relativista relativo es un relacionista. Un sujeto dedicado a establecer relaciones entre las distintas visiones del mundo, que no valen todas los mismo, pero que se iluminan unas a otras, formando una colección de perspectivas. Ortega considera que el relativismo es, a la postre, escepticismo, y el escepticismo es una teoría suicida, que va en contra de la fe en la verdad, fundamental para la vida humana. Desde la perspectiva de la libertad, como forma de vida y como objetivo de la vida misma, ser un relacionista no debería suponer ningún problema. Siempre hay camino y siempre hay elección. El relacionismo no suprime la idea de lo mejor. Hay culturas superiores a otras, hay ideas mejores que otras, que ayudan a vivir más que otras. Sin que sea necesario un marco común que cuantifique el valor de cada perspectiva, que mida su distancia a esa verdad única. Pero no nos adelantemos.
El perspectivismo es un tema que recorre la obra de Ortega de inicio a fin. Y se conecta con la razón vital en el hecho de que “cada vida es un punto de vista sobre el universo”. Y vida no es sólo pensamiento, es también acción, y devoción, y voluntad, desarrollo de intereses. La vida, en sí misma, es un órgano insustituible que conquista verdad, una verdad vital, experiencial. Cada vida contribuye a la verdad absoluta, omnímoda. Y no deja de ser verdad por no ser la verdad entera. Se trata de un realismo vital sin parangón. Todas las vidas, hasta la más humilde, son verdad. Incluso las vidas de los ignorantes, de los iletrados, incluso la vida de los malvados y criminales. Nuestra perspectiva parcial forma parte de la perspectiva divina, que es aquella que, según Leibniz, integra todos los puntos de vista.
“La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital”. A una razón en perspectiva. Las perspectivas, además, son intransferibles. Nadie puede vivir tu vida por ti. La realidad radical no son los átomos o las sustancias, es la vida de cada cual. Ortega tiene una metafísica definida, la razón vital, pero duda en desarrollarla exhaustivamente. No la quiere hacer pública. ¿Los motivos? No lo sabemos. Quizá le pareció demasiado aventurada, demasiado etnográfica, demasiado próxima al relativismo. Prefiere insinuarla, jugar con el brillo de sus metáforas. La cultura es una actividad vital, biológica. Y toda auténtica cultura nació de un individuo, de una vida particular, de una perspectiva. Posteriormente se objetiva y pierde ese carácter personal.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022