El test de Lovelace 2.0.
La prueba de esquemas de Winograd.
Test de Eugene.
Test de Marcus.
Los clásicos CAPTCHA.
Prueba de Feigenbaum.
El test definitivo: la prueba de Ebert
Enrique Pérez, El test de Yuring ya no sirve ..., xataka.com 15/01/2023
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Ya les advierto que el escrito pertenece al antiquísimo género literario del maestro quejándose de sus alumnos. De hecho, si buscan en las actas de cualquier claustro de hace diez, veinte, cuarenta o cien años, encontrarán, en esencia, la misma carta. Esto explica parte de su éxito: leer lo ya consabido sosiega a las almas muertas, que diría Gógol.
Pero vayamos a las quejas concretas de este señor, que dice sentirse «como un profesor de instituto» (siendo, como es, todo un catedrático). Se lamenta, por ejemplo, de que sus alumnos universitarios se fumen las clases, copien y se muestren ansiosos por salir… ¡Vaya! ¡No me puedo creer que los estudiantes hagan lo que les es propio desde que inventaron las clases obligatorias o los exámenes! ¡Increíble!
Se queja también de tener que mandar callar. ¡Terrible! Dígamelo a mí, que ahora doy clase a adultos y a profesores, y rajan tanto o más que mis alumnos adolescentes. Más que nada porque en este país se habla por los codos. Y si a este señor solo le murmuran (como dice desesperado), igual es que le falta esa misma resiliencia que echa de menos en sus alumnos. Por cierto (seguro que esto lo sabe): para callarlos no hay nada mejor que ganarse su interés y demostrar un poco de liderazgo, otra habilidad de la que, según dice, carecen sus pupilos (¿Tendrán de quién aprenderla?).
Otras quejas pintorescas de nuestro despechado catedrático son que los alumnos acudan en chándal o leggins a las presentaciones (!), que «se encorven, balbuceen o no fijen la mirada» (cuántos profesores no habré encontrado yo así en la universidad) y, sobre todo, que vayan con el portátil a clase; algo que, si fuera por él, estaría prohibido. ¿Razones? Da dos: (1) que (sospecha que) el alumnado se entretiene con Instagram y cosas así (algo que, por cierto, justificaría prohibirlos también en claustros, conferencias magistrales y sesiones del Congreso), y (2) que «la plasticidad neuronal se desarrolla con lápiz y papel, no con la dictadura de los teclados», hipótesis probablemente similar a la que ya esgrimían los cazadores-recolectores cuando se impuso la pérfida moda de cultivar la tierra...
Ahora bien, la mayor desazón de este profesor proviene de que, según dice, el noventa por ciento de sus estudiantes no solo son malísimos (no saben leer ni escribir, carecen de vocabulario, no saben estar, etc.) sino que no muestran el más mínimo interés por sus clases. ¡Vaya! ¿Y por qué será eso?
Se me ocurren tres opciones. La primera es que sea cosa de mala suerte. No lo descarto: yo llevo los mismos años que este catedrático dando clases, y la mayoría de mis alumnos de Bachillerato leen, escriben (algunos mejor que m… mejor me callo) y se comportan como yo (o mejor que yo) cuando era adolescente. Y en cuanto al apego al móvil y las redes tienen el que tiene todo dios.
La segunda opción es que quizás (es solo una loca hipótesis) este profesor no logre demostrar a sus alumnos el interés objetivo de lo que enseña, o que no haya actualizado sus métodos de enseñanza. Al fin, él mismo dice que está harto de dar cursos para motivar al alumnado y (a la vez) que el alumnado debe venir ya motivado de casa, así que no sé si él mismo está o no muy motivado para aprovechar esos cursos.
Y la tercera opción, y favorita del autor de la carta, es (adivinen)… que la culpa de todo la tienen: (1) los estudiantes, por supuesto; (2) el gobierno y sus leyes, cada vez peores; y (3) el resto del mundo… Porque él, por supuesto, y aun siendo catedrático, no es en absoluto responsable de nada. Por eso, las soluciones que ofrece en su carta son: (1) que la universidad vuelva a ser patrimonio de élites (intelectuales); (2) que trabajen otros (que los alumnos lleguen a la universidad sabiendo ya pensar, expresarse con rigor, hablar en público…); y (3) que el alumnado aprenda que todo depende de su esfuerzo. Un lema, este último, que bien podría aplicarse este profesor a sí mismo. ¡Cambie usted, señor Arias, y el mundo educativo (que tanto le disgusta) cambiará con usted! – le diríamos en plan coach –. Y si ve que no puede – porque el mundo es más grande que sus fuerzas –, no exija semejante insensatez a sus estudiantes, y limítese a enseñarles (cosa que nunca fue fácil) lo que sepa y lo que pueda.
Conocí a Viqui Molins hace ya unos cuantos años. Estábamos firmando libros en un Sant Jordi. O, mejor, estábamos viendo como los firmaba a manos llenas un personaje mediático que estaba en nuestro mismo stand. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que muchas personas con las huellas de la mala fortuna en la cara se acercaban a Viqui para saludarla afectuosamente y ella les respondía interesándose por sus parejas o sus hijos, cuyos nombres sabía. Así que le pregunté a qué se dedicaba exactamente. Me respondió que lo suyo era cuidar del mal ladrón. Le pedí que me explicara esta extraña dedicación. "Es fácil -me dijo- cuidar del buen ladrón. Ha tropezado, lo ayudas a levantarse y camina recto y agradecido". "¿Y quién es el mal ladrón?" "Es el que aprovecha para robarte la cartera el momento en que estás ayudándole a vomitar". Me impactaron mucho estas palabras y desde entonces he intentado seguir los pasos de esta monja singular. Le escribí con mucho gusto el prólogo de uno de sus libros, titulado "Dignos de descubrir el mundo".
Sin duda, hacer de abuelo es mucho más fácil que hacer de padre, por la sencilla razón de que el abuelo sabe que hay alguien que ya está haciendo de padre.
Largo paseo por las viñas de Alellla, subiendo y bajando pendientes a muy buen ritmo entre las cepas sin podar. Era preceptivo visitar al primer almendro que florece en El Maresme (véanlo ustedes en la foto) para disfrutar unos segundos de su generosidad floral y llegar a casa antes de que anocheciera.
La vida no es tanto adaptación al entorno como la creación de entornos. El bosque amazónico tiene cierta autonomía y produce la lluvia que necesita. Los árboles, cuando necesitan agua, generan más vapor, que se convierte en nubes y lluvia. Bombean agua del suelo a la atmósfera (la suben y transpiran a través de sus copas). El principio antrópico rige aquí. Vemos el universo en la forma en que lo vemos porque existimos. No es posible dejar al espectador fuera de la ecuación. Cualquier teoría válida sobre el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser humano. Una verdad de Perogrullo que ignoran muchos modelos de universo. Lo que es evidente es que, como civilización, hemos perdido la conexión con la naturaleza. Los indígenas nos lo recuerdan. Ellos son sus custodios. El error moderno ha sido suponer que no somos naturaleza o que la naturaleza estaba a nuestro servicio. No hay aquí buenismo ni ingenuidad alguna. Cuidar la naturaleza es cuidarnos a nosotros mismos. Ahora somos el lado oscuro de la naturaleza, la pregunta es si queremos seguir siéndolo.
Juan Arnau, Los rostros del agua, El País 13/01/2023
En los manuales proliferan las pequeñas historias que empiezan y terminan, a veces son cuentos y otras, anécdotas y resúmenes de lo que les sucedió a personas que tuvieron un problema, lo afrontaron siguiendo alguna de sus pautas y vencieron. Como saben, una función de las historias es ayudar a vérselas con lo inesperado. La vida está llena de esta clase de acontecimientos. Tener un bagaje de historias oídas, leídas, debería ayudar a enmarcar lo inesperado cuando suceda y saber un poco más a qué atenerse.
En la región gris abunda lo esperado, está fundamentalmente hecha de lo esperado. Las historias, se dice, son útiles para acompañarnos en esos momentos en que el piloto automático no sirve, pues no se puede seguir con él cuando sucede lo excepcional. La región gris se caracteriza, en cambio, por la ausencia de lo excepcional. El mismo trabajo, las mismas expectativas de un trabajo igual de malo que el anterior o de una larga temporada sin trabajo. La misma casa que se va deshaciendo, o una con la misma falta de luz y un previsible precio aún más alto. Los mismos temores, los mismos deseos. Podríamos pensar que las novelas de aventuras, policíacas, románticas, están hechas para entrenar, siquiera de un modo imaginario, la capacidad de vivir sin piloto automático una vida inesperada, y que, en cambio, se acude a los manuales para entrenar, precisamente, la capacidad de vérselas con lo esperado. Pero el hecho es que, como decíamos, la mayoría de ellos guarda dentro montones de pequeñas novelas condensadas.
A menudo hay que vivir en la región gris porque se echa encima, porque salir de ella no consiste en proponérselo. Algunas personas se lo proponen y parece que encuentran una salida individual. Pueden ser llamadas trepas, oportunistas y, en otros casos, cuando su salida no utilizó a ninguna otra persona como escalón, afortunadas. Ya avisamos desde el principio que nos resulta complicado separar lo individual de lo colectivo. A nuestro modo de ver, la mejor manera de abandonar la región gris es transformarla. Y suele ser un proceso jodidamente lento. Su gran ventaja, sin embargo, es que permite no cargar con la región gris, no ser su soporte. Estamos en ella, de acuerdo, pero eso es diferente de sostenerla. Porque no hemos creado la región gris y no tenemos ninguna obligación de hacer que se sostenga. Aguantaremos nuestro propio peso, nuestras dificultades, pero no nos quedaremos con las que nos echaron encima.
Belén Gopegui, Qué buscamos y qué encontramos en los libros de autoayuda, El País 13/01/2023
Puede haber victorias ilegítimas debidas a fraudes electorales y también puede darse el caso de gobiernos que hagan cosas ilegítimas e incluso que se deslegitimen completamente, aunque para juzgarlo están los organismos competentes, no la oposición, a la que únicamente correspondería en ese supuesto presentar la denuncia correspondiente. En Estados Unidos y Brasil, las autoridades encargadas de supervisar los resultados de las elecciones han acreditado las victorias de Biden y Lula. Las revueltas subsiguientes no son justificables por una trampa que pudieran objetivar en una acusación, sino a la mera insatisfacción con el resultado. Se da la paradoja de que hay en amplios sectores sociales una creciente incredulidad en el funcionamiento ordinario de las instituciones y una desmesurada credulidad ante cualquier explicación conspiratoria. Esta situación pone de manifiesto la naturaleza paranoide de nuestras sociedades, escépticas frente a la normalidad institucional y dispuestas a creerse cosas más increíbles que el hecho de que las cosas funcionen correctamente.
En primer lugar, todo esto no sería posible si no se hubiera producido una perversión de los conceptos y del discurso político. La pretensión de los populistas de hablar en nombre del pueblo les incapacita para aceptar los procedimientos democráticos, establecidos precisamente para impedir que nadie —ni la mayoría triunfante ni la minoría derrotada— lo represente en su totalidad y para siempre. En una democracia, el pueblo es el soberano sí, pero plural, representado parcialmente por los agentes políticos, activo tanto en las mayorías que gobiernan como en las minorías que construyen las alternativas al Gobierno vigente.
En segundo lugar, habría que referirse a una impaciencia que obedece a la aceleración estructural de nuestras sociedades. Antes, con ritmos políticos más lentos, quien perdía unas elecciones sabía que gozaría de nuevas oportunidades en el futuro. Hoy, hemos tensado tanto nuestras demandas de éxito que partidos y electores apenas conceden nuevas oportunidades; al primer fracaso se declara agotado el liderazgo y se lo remplaza. Vivimos en una cultura de la urgencia, de la satisfacción inmediata y las recompensas en el corto plazo que está abreviando despiadadamente la vida política de los candidatos.
Una derivada de esta aceleración es considerar el mandato político como una especie de “última oportunidad” que ha de aprovechar quien gobierna y que debe impugnar quien está en la oposición. Esta prisa explicaría algunos errores de los que han ganado, que gobiernan como si no hubiera un mañana, y de una oposición que actúa confundiendo la construcción de una alternativa con la destrucción de la mayoría gobernante. Se instala así la sensación de que en un mandato electoral se puede hacer cualquier cosa, generando unas expectativas en quien gobierna tan exageradas como los temores de la oposición. Unos y otros parecen desconocer las limitaciones de la acción de gobernar en una sociedad compleja y con constricciones de diverso tipo.
El encarnizado combate político se desliza así con facilidad hacia la descalificación del otro como inelegible, no simplemente como una opción legítima pero peor. El peso de la prueba de la ilegitimidad debería estar en quienes acusan y no en quienes cumplen con la legalidad vigente y han configurado una mayoría suficiente. Por supuesto que puede haber decisiones del Gobierno que se sitúen fuera de la legitimidad constitucional, aunque para declararlo hay órganos competentes, no precisamente la oposición, a la que solo correspondería presentar la correspondiente denuncia. En nuestro caso concreto, creo que la cultura política comenzó a estropearse cuando, sin ningún reproche de los organismos encargados de la vigilancia constitucional, ciertos partidos o gobiernos fueron acusados de actuar al margen de la Constitución (a pesar de que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional acogía en el marco del juego constitucional a partidos que se proponían objetivos políticos contrarios a la vigente Constitución, como la república o la independencia de alguno de sus territorios). El creciente uso del calificativo “constitucionalista” para restringir el radio de los actores legítimos y excluir a otros revela un uso grotesco de las categorías políticas. ¿Qué Constitución es esta que permitiría gobernar contra ella misma? O las críticas de la oposición son exageradas o la Constitución es muy mala y no merece ser defendida...
El primer deber de la oposición es conseguir que la opinión pública perciba como insólito al Gobierno y no le parezca insólito que la oposición pueda arreglar el supuesto desastre. La oposición forma parte del sistema y se neutralizaría a sí misma si pensara o actuara con una lógica similar a quienes actúan fuera de él. Esto tiene un efecto disciplinante para el modo de plantear la confrontación democrática. Una oposición que deslegitima al Gobierno sin ninguna moderación puede terminar careciendo de argumentos creíbles para rechazar las formas injustificables de hacerle frente (como la violencia) y, de paso, situarse fuera de la credibilidad política que necesita para volver a gobernar.
Daniel Innerarity, La oposición al asalto, El País 12/01/2023
Estoy leyendo al inmenso Gracián -que cada vez me parece más grande, más sutil y más agudo observador de la naturaleza de las cosas humanas- y no puedo dejar de pensar en la muchachada podemita. Dice Gracián: "Cuantos más tiernos sus hijos, se los traga Saturno con más facilidad".
Porque no queremos llegar a conclusiones falsas o engañosas.
No queremos engañarnos ni ser engañados.
No queremos ser víctimas de superengaños, es decir, de una metafísica y una Moralidad que nos lleven a dañarnos o a autodestruirmos, a bloquear la "energía de la vida.
El "nombre" en sí mismo, aletheia, implica sólo dos tesis:
La tesis de la independencia: la verdad (el discurso verdadero) dice "las cosas como son" (Crátilo, 385c)
La tesis de la exclusión: la verdad excluye lo falso: si una proposición es verdadera, su negación debe ser falsa e inaceptable (a-letheia, negación de lo oculto).
La noción de a-letheia como no ocultación nos revela las dos tesis. Ellas nos dicen: hay algo oculto que debe ser revelado.
Como tal, a-letheia es un principio escéptico capital. El concepto nace (en nuestra mente como en la historia) justo cuando nos damos cuenta de que lo que creemos muchas veces es falso, o a lo sumo una verdad a medias: surge cuando nos damos cuenta de que tenemos opiniones, y no la verdad.
... necesitamos la verdad porque no queremos que ls mentiras del poder (...) se hagan pasar por verdades Morales y Metafísicas.
Franca d'Agostini, El nihilismo y el juego de la verdad, La maleta de Portbou, nº 56, enero-febrero 2023
La Casa de Campo de Mérida hace unos días |
En Extremadura, además de observando las cunetas, puede uno hacer una prueba similar paseando por el campo, especialmente por algún camino o paraje público. La cantidad de basura es ingente, y desproporcionada en relación con la densidad de población. ¿Cómo puede ser que en pleno siglo XXI, tras varias décadas de educación obligatoria, y con el grado de sensibilidad global hacia el medio ambiente que hay hoy, todavía existan tantos guarros en este país?
Y conste que no me refiero a la mayoría de la gente, esa que sabe usar las papeleras, que no tira colillas o desperdicios por la ventanilla del coche, que lleva bolsas de basura cuando se va a comer al campo, que recoge las heces de sus perros y que lleva los escombros donde debe… Me refiero a la minoría, especialmente vistosa por el rastro de podredumbre que deja, que parece, hoy y siempre, inmune a toda consideración hacia lo que es de todos.
Porque la primera y principal explicación de la asquerosa conducta del guarro hispánico es la del desprecio por lo común. Pues si se fijan, el gorrino ibérico no tiene ningún problema en general con la limpieza: no padece del síndrome de Diógenes ni de ningún otro trastorno parecido. De hecho, suele ser exigir la mayor limpieza y cuidado con lo que es estrictamente suyo: su casa, su ropa, o no digamos su coche, que posiblemente lava a conciencia cada semana (esparciendo toda la porquería posible alrededor, como demuestra la periferia de casi cualquier lavadero de coches, tenga las papeleras que tenga). El problema es con lo que no es (solo) suyo, sino de todos: la cuneta, la acera, el campo, el parque… Allí parece que vale tirarlo todo.
Las raíces de este desprecio por lo común no pueden estar, obviamente, más que en una pésima educación. Yo no sé, a este respecto, cómo puede haber todavía gente que se resista a implantar masivamente materias obligatorias relacionadas con la educación cívica y ética. ¿Cómo esperan, si no, convencer (porque se trata de convencer) a esta minoría para que acepte los más básicos estándares de civilización? Ni hay policías para tanto cochino, ni sirve de mucho colocar carteles y papeleras ante gente que ni los lee ni las usa.
Sin esa educación ética, lo que irremediablemente prevalece en esa minoría porcina es el particularismo tribal (ya saben: en casa somos limpios y cuidadosos, y fuera y con los de fuera unos bárbaros), amén de ese liberalismo castizo, tan español y patilludo, del «yo hago lo que quiero y nadie tiene que decirme a mí (¡a mí!) lo que tengo que hacer». Un «liberalismo» este que nada tiene que ver con haber leído a Adam Smith o Robert Nozick, sino, a lo sumo, con haber oído a tipos como Aznar reclamar el individualísimo derecho a hacer lo que a uno le dé la real gana (beber lo que se quiera antes de coger el coche, correr sin limitaciones, contaminar sin límites – que ya se sabe que lo del cambio climático es cosa de rojos –, etc.)
Luego está el tópico (que igual es cierto) de la dificultad real para abstraer de aquellos que no entienden que algo (un camino, una calle, un parque…) sea de «todos». De hecho, me temo que para algunos de mis conciudadanos, fieros nominalistas sin saberlo, el «ser de todos» tiene mucha menor entidad moral e incluso real que el «ser de Fulanito o Menganito Pérez». ¿Qué es eso del «todos» sino una abstracción vacía? – piensan o, más bien, sienten – ¿Quiénes son concretamente «todos»? ¿Cómo se llaman? ¿Me tocan algo? Pues entonces: ¿Qué le importa a nadie lo que le pase a lo que es de «todos»?
Al desinterés por lo común y a la imposibilidad de entender conceptos y derechos abstractos se le une igualmente, a esta facción gorrinera, el desprecio a la naturaleza en general. Así, si otros salen a contemplar la naturaleza (¡qué sosos!), estos salen, más bien, a usarla sin contemplaciones. Por ejemplo, para tirar basura, para limpiar o poner a punto el coche, para dejar el campo sembrado de cartuchos, o para montarse una juerga de padre y muy señor mío sin recoger nada, como la que delata la foto.
¿Y es esto irremediable? No. Simplemente hace falta mucha (muchísima) más educación. Y, mientras tanto, denunciarlo con el mismo desparpajo y falta de reparos con que ellos ensucian lo que es nuestro (y suyo, aunque no parezcan saberlo). ¡Cerdos!
VOX Málaga @vox_malaga @ivanedlm en Ronda:”Comprendo que a muchos no os gustan los toros. Lo comprendo, y lo respeto. Pero la mayoría de los ataques a la tauromaquia provienen de una izquierda que pretende acabar con nuestras tradiciones y nuestra identidad. Los toros son sólo la excusa”.
El tipus de fal·làcia d’aquest tweet és ad antiquitatem perquè VOX vol fer creure que el correcte és allò que es porta fent des de fa molt temps. Aquesta idea és errònia perquè no està justificat fer mal a un altre ésser viu per entreteniment o per “tradició i identitat”. Encara que sigui una tradició, la societat canvia i avança. Per la qual cosa sabem que no està bé maltractar cap animal per oci.
Hi ha d’altres tradicions a Espanya que són menys agressives i que encara continuen estant vigents, com per exemple, Les Falles.
Ese narrador del universo que es el hombre presenta la evolución de la energía, de la vida y de las especies, y en nuestros días avanza lo que puede advenir respecto a entidades inteligentes que son fruto de la técnica. (...) El hecho mismo de haber alcanzado este saber del entorno, debería fortalecer la idea de su singularidad. Y sin embargo la implacable lógica de la teoría le conduce a una contradicción: verse a sí mismo como un elemento más de lo que él mismo cuenta: un animal más que ni siquiera tendría en exclusiva la condición racional.
El concepto mismo de evolución, que el hombre ha desplegado con tanto ingenio, supone inestabilidad, oposición y, tratándose de seres vivos, conflicto y lucha. (...) La elevación por las sociedades actuales del sentimiento de universal compasión con las especies vivas a principio de moralidad genera un ethos, un comportamiento verdaderamente extraño: el ser que indiscutiblemente piensa el universo y los entes que lo forman, niega tener alguna diferencia esencial, ontológicamente jerárquica, respecto a seres animados que no hacen tal cosa; el narrador del universo se afana en buscar argumentos para sostener que la mera condición de ser vivo es equiparable en peso a la doble condición de ser vivo y a la vez testigo de la vida.
El hombre cuenta. Desde luego en todo momento el hombre importa, importa el ser que da cuenta o razón de las cosas, e importa el ser que fuimos cada uno de nosotros, cuando, en el momento esencial en que nuestra animalidad se empapó de palabras, quisimos que todas las cosas que configuran el mundo fueran contadas. Ismael, el único superviviente en la hecatombe del ballenero Pequod, no se equivoca sobre cómo interpretar esta excepción, y recoge unas palabras del libro de Job: "Sólo yo sobreviví para contarlo".
Víctor Gómez Pin, En la catástrofe ... el hombre cuenta, La Maleta de Portbou, nº 56, enero-febrero 2023
su -ahora expareja- le había llevado a aquella situación. Nunca abandonada por nadie ni por nada se encontraba con ese no saber que hacer con su vida, su trabajo, su casa, su mascota, su realidad.
Era una persona optimista pero en aquella ocasión le superaron las circunstancias. Miro en su bolso si encontraba la dirección de su amigo Pérez , un hombretón bonachón que le había tirado los trastos varias veces . Pensó que un lugar para pasar la noche le vendría bien pero antes pasó por el super para visitar la zona de
Interesante artículo sobre la importancia de la escritura par desarrollar el pensamiento.
Sostiene el autor, y yo estoy completamente de acuerdo con él, que escribir te ayuda a pensar mejor, con más claridad y de manera más convincente. Es un poco como las matemáticas, en el sentido de que no importa cuánto las utilicemos como adultos, porque cuanto más aprendemos a usarlas, mejores analistas y pensadores seremos.
Una de las características que se suele atribuir al capitalismo es su capacidad fagocitadora. Como si se tratara de un agujero negro, todo lo que se aproxima a sus dominios es engullido, pero también descompuesto, por la fuerza incontrolable de su gravedad. Incluso la luz acaba formando parte de su oscuridad. Los ejemplos son infinitos y de los más diversos ámbitos. Y especialmente significativos cuando nos referimos a aquellas llamaradas que surgieron como posibles alternativas al propio capitalismo.
La escala social, por tanto, ya no se muestra como radicada en nuestro origen social y en la naturaleza -la sustancialidad- de nuestro linaje, fundamento del orden social del Antiguo Régimen. En la sociedad burguesa nuestro ser social se identifica con la capacidad de acumular objetos que son entendidos como constituyentes de nuestro ser individual, el cual deberemos construir a partir de nuestro nivel adquisitivo. Un estatus que –consecuentemente con la mentalidad meritocrática del capitalismo– dependerá de nuestro trabajo y esfuerzo.
Tal concepción la encontramos, por ejemplo, en la última campaña de una famosa marca de ropa cuyo eslogan –“que nada ni nadie te defina”– invita a la autodefinición –la definición es en la metafísica clásica donde se manifiesta el ser de lo real– a través del consumo de sus productos. Un eslogan que, además, nos remite a otra de las ideas recurrentes en la publicidad: la del acto de consumir como supuesta forma de rebeldía frente a la autoridad y el orden establecido.
Una vez –al menos desde el punto de vista de la descripción de la lógica del consumo– se ha identificado el ser con el tener, el individualismo propio del capitalismo busca ocultar su propia naturaleza aborregante invitando a la construcción de nuestra identidad a través de un tener que nos hace, supuestamente, diferentes y ajenos a la normatividad establecida.
Por un lado, el objeto de consumo se convierte no solo en el símbolo de nuestra identidad, sino de aquello que nos diferencia y nos hace superiores a los demás: aquellos y aquellas que, en su mediocridad, cumplen con las normas establecidas. Un punto de vista en realidad tan paradójico como sorprendente: la identidad específica de cada uno y cada una se alcanza no solo a través del consumo, sino del consumo de aquello que la marca del producto en cuestión pretende vender al mayor número posible de consumidores y consumidoras.
Por otro, esa supuesta diferencia la construye el individuo –como en el caso del superhombre– al margen de la sociedad y sus normas. El acto supremo del consumo se muestra así como acto de libertad y rebeldía contra lo establecido, a pesar de que –segunda paradoja– el consumo sea precisamente pilar fundamental de lo establecido. El producto –como ocurre de manera recurrente en los anuncios de coches– se convierte en fundamento de una vida en auténtica libertad. Una libertad que se ejerce en la propia decisión de comprar como acto propio de aquel “que no acepta las normas establecidas” (todo un leitmotiv en los anuncios publicitarios).
Sergio de Castro Sánchez, El Superhombre se va de compras: Nietzsche y la construcción del sujeto consumista, El Salto diario 19/06/2018 [https:]]«Si alguien pregunta por qué hemos muerto
diles que fue porque nuestros padres mintieron».
Tras constatar que el ADN de los chimpancés difiere del nuestro en apenas un dos por ciento, Jane Goodall concluye que «estas criaturas nos han enseñado lo arrogante que ha sido el ser humano al pensar que era diferente de los chimpancés y del resto del reino animal».
¿Pero por qué es arrogante reconocer una diferencia?
Los escolásticos decían, con razón, que donde no hay diferencia no hay claridad. La diferencia es el ser del límite.
En ese dos por ciento de diferencia genética se encuentra la posibilidad de un Newton, un Bach, un Velázquez, un Cervantes, un Platón... una Jane Goodall.
- En busca del tiempo en que vivimos.- El primer paso del saber es saberse.
- La más ventajosa superioridad es la que se apoya en la adecuada noticia de las cosas.
- No se acreditan los vicios por hallarse en grandes sujetos.
- Siempre filosofar, entristece, y siempre satirizar, desazona.
- La verdad es una doncella hermosa, pero tan vergonzosa que anda siempre tapada.
- Se cree mal aquello que no se desea.
- La vida de cada uno no es otra cosa que una representación trágica y cómica. Ha de hacer uno todos los personajes a sus tiempos y ocasiones.
Dos aforismos de Gracián:
“Toda ventaja en el entender lo es en el ser”.
"No vive vida de hombre sino el que sabe".
... el primer apunte de reseña: AQUÍ.
Observó Jacobi (Sobre una profecía de Lichtenberg) que para el animal la madre tiene solamente pechos, por eso a medida que olvida el pecho olvida a la madre. Sin embargo, para el hombre la madre tiene rostro. El niño desplaza su mirada del pecho materno y la dirige hacia el rostro de su madre en busca de su amor y de su reconocimiento. Podría limitarse a llorar, pero también sonríe. Ahora, con 67 años cumplidos, puedo añadir yo que el rostro de mi madre está cada vez más vivo en mí. Comprendo muy bien lo que le ocurrió a Susana Sainz, neuróloga del Hospital Universitario Ramón y Cajal, cuando le pidió en su consulta a un anciano de 85 años con deterioro cognitivo que le escribiese en un papel lo primero que le viniera a la cabeza. Lo que el anciano al borde de la desmemoria escribió fue «Mamá, yo no te olvido»
- En busca del tiempo en que vivimos.Existe una tendencia general al enaltecimiento de «lo concreto» frente a «lo general» o abstracto. Impera la filosofía del «dejarse de filosofías e ir al grano». Y se extiende la teoría de que «lo que importa no es la teoría sino la práctica».
¿A qué viene tanta incongruencia? ¿Qué es «lo concreto» sino una abstracción más? ¿Cómo podríamos saber cuál es el grano (ese al que «hay que ir») sin una filosofía que nos lo aclare? ¿Y habrá precisamente algo más práctico que una buena teoría?
No es sencillo delimitar las causas de este dislate. Algunas son de raíz religiosa. En la versión más ultraortodoxa del cristianismo la salvación se lograba con una mezcla de fe ciega y trabajo duro («Ora et labora»). Para la ideología moderna, igualmente imbuida de fideísmo luterano, la felicidad se logra con voluntarismo ciego y emprendimiento entusiasta. En ambos casos el pensamiento no es más que un vicio pecaminoso o (en lenguaje secular) una obsesión patológica.
Si a este pragmatismo anti-intelectualista, tan yanqui y evangelista él, le unimos el capitalismo de consumo, con su culto a las emociones y su moralina de carpe diem (no dejes para mañana lo que puedes comprar hoy), y añadimos el culto la tecnociencia y sus soluciones mágicas, tendremos el caldo de cultivo perfecto para que prolifere el espíritu anti-espiritualista de nuestro tiempo, es decir, la falsa idea de que la vida es algo radicalmente distinto de las ideas (¡la de románticos vitalistas que habrán dado su vida por esta idea!).
Al «concretismo» actual tampoco le es ajeno el descrédito de los viejos ideales (políticos, religiosos, estéticos, filosóficos…) ni la correspondiente banalización de la existencia. Esto se deja ver en la estética minimalista vigente, en la jerga fragmentaria de las redes, en el hedonismo sensualista al uso, y en esa suerte de ética de lo efímero, cotidiano, diverso, abierto, líquido y otras denominaciones de la más emperifollada nadería, con la que comulgamos hoy todos. Reina así el politeísmo más republicano y ramplón, y el Dios (muerto) de Nietzsche se transfigura en el dios de las pequeñas cosas infinitamente infinitas, es decir, de las cosas que, en el límite, no se dejan concretar (más que) en nada.
Toda esta fe en la minucia irrelevante se deja ver también en el mundo educativo. Una buena facción de las tendencias pedagógicas institucionalizadas (y ojo que digo tendencias, y no pedagogías, que son cosa más seria) insisten en que a la hora de educar hay que dejarse de abstracciones y enseñar en y para lo concreto, reducir el peso de lo teórico y abundar en lo práctico, cambiar las cosas y no andar dando vueltas a entelequias intelectuales.
¡Error garrafal! Pues si se piensa un poco se comprenderá que la educación consiste justamente en lo contrario: en liberar a la gente de su entorno concreto para lograr que dejen de atender (durante un rato siquiera) a lo inmediatamente práctico. La escuela no es (como) la «vida», sino aquello que permite entenderla, y justo por eso ha de distanciarse y extrañarse de ella.
Para entender es, además, imprescindible la inteligencia, y esta consiste en abstraerse, es decir: en tomar distancia con respecto al mundo concreto para, en ese espacio abstracto, delimitar, relacionar y comprender de forma unitaria y estable lo que en su contexto parece diverso y cambiante. Por eso, no hay mejor «situación de aprendizaje» (término opresivamente de moda) que la que te permite entender las cosas fuera de toda situación, condición esta sine qua non para poder pensar esas cosas en todo contexto y momento posible.
Lo mismo podríamos decir con respecto a lo teórico y lo práctico. No hay forma de enseñar cosas prácticas sin un profundo conocimiento teórico. Para cambiar las cosas (que es el objeto de toda praxis) hay que saber antes qué y cómo deberían ser esas cosas. Además: nadie aprende simplemente haciendo, sino a través de ese tipo sutil de acción que, antes o después del hacer, llamamos reflexión (y el más sabio solo con ella). Solo el lerdo aprende a base de ensayo y error.
Y ojo que estas tendencias educativas son, además, enormemente peligrosas. Si el espacio abstracto de las ideas promueve por su propia naturaleza la reflexión, el diálogo y la apropiación crítica de las ideas, el lenguaje más concreto del juego, la imagen, el ejemplo práctico o las emociones (todo con lo que se tiende hoy a educar al alumnado, incluso al de más edad) fomenta, si se abusa de él, la asunción dogmática y acrítica de ideas y valores; ideas y valores de los que ni siquiera es consciente a veces el educador.
Así que ya saben: déjense de menudencias y vayamos a lo que de verdad son las cosas, es decir, a aquello en lo que trabajosa, pero también gozosamente se dejan comprender. Al fin, no hay una forma más concreta de poseer algo que comprenderlo en su más profunda y abstracta esencia.
Oli London es un influencer británico que se considera una persona no binaria transracial y se ha sometido a 18 operaciones de cirugía estética para parecer coreano, porque asegura que ha estado viviendo durante toda su vida en «un cuerpo equivocado». «Soy un ser humano que vive en mi verdad», declaró a Sky News. El problema para él es que ha sido acusado de apropiación cultural.
- En busca del tiempo en que vivimos.
Eterna, un pueblecito de unos diez habitantes de la comarca de Montes de Oca, es como la síntesis de la Sierra de la Demanda. Está casi cercado por un extenso acebal destinado a adueñarse de sus calles. El reloj de la torre, dando la hora eterna, está parado.
La vegetación avanza y el pueblo se encoge a medida que sus habitantes se refugian en las comodidades legítimas de las gran- des ciudades. Desde lejos sobresale la torre de la iglesia, el hito referencial de una comunidad que desaparece. Ya nadie echa en falta sus campanas, porque nadie tiene una vida que regular con la agenda de sus tañidos. Pero ahí resisten, firmes y en silencio, cumpliendo su indeclinable misión de unificar las miradas de la comunidad y dirigirlas hacia el cielo en busca de raíces. Siempre sorprende en estas iglesias un capitel provocador, la piedra finamente tallada de un canecillo bajo la cornisa, o una arquivolta que mantiene su elegancia a pesar de la carcoma del tiempo. Pero la fe que talló estas piedras ya no está a su lado para sustentarlas.
Lo humano se va, pero aún no se ha ido, y lo natural vuelve, pero aún no del todo. Entre medio, el turista ve sin comprender. Y hace fotos.
Cada casa tiene su poyo junto a la puerta principal, que es, naturalmente, el elemento doméstico que más resiste el colectivo desmoronamiento. No hay nada más resistente a la obsolescencia que un poyo. Ni nada más humilde. Ni nada más ajeno al forastero que ha olvidado el arte de sentarse a pegar la hebra.
¡Qué humilde es todo: el poyo, la torre de la iglesia, las campanas, el capitel! Pero su humildad resume un mundo.
En "En busca del tiempo en que vivimos",
Los días pueden ser largos, y algunas horas son interminables, pero los años... los años se han ido acortando a medida que he ido envejeciendo y últimamente caen en alud. No deja de parecerme increíble que ya estemos en el 2023 si parece que fue ayer que...
Si alguien con poderes para hacerlo me ofreciese volver atrás, a alguna época de mi vida que haya quedado sepultada en el tiempo, le diría que me quedo en el presente. No es que no añore determinadas cosas del pasado, es que no estoy dispuesto a renunciar a mis ilusiones del presente. Quiero verlas crecer y desarrollarse y sentirme, de una u otra manera, partícipe de su desarrollo.
Este libro se comenzó a escribir en el autobús que me llevaba, la prometedora mañana del 25 de junio del 2021, de Córdoba a Hornachuelos. Durante el trayecto tomé apresuradamente las primeras notas que aquella misma tarde comencé a desarrollar en mi habitación de la hospedería del monasterio trapense de Santa María de las Escalonias, a donde me dirigía sin comprender muy bien el impulso que me guiaba, pero sintiendo nítidamente su fuerza y su empuje. Decidí seguir el horario de los monjes y levantarme a las cuatro de la mañana para acompañarlos en sus cantos con mi escucha atenta. En aquellos días, de los que recuerdo especialmente la serenidad de la noche profunda, con una luna inmensa, bruñida, que lucía su hierática majestad sobre los altísimos eucaliptos que aromatizaban de esperanza la avenida del monasterio, fui añadiendo más anotaciones. La impaciencia de las palabras que se arremolinaban en la punta del bolígrafo me forzaba a mantener la moleskine siempre abierta.
De las Escalonias me trasladé, caminando con mi bastón, la mochila a la espalda, mi sombrero de paja y mis sesenta y seis años, a Hornachuelos, punto central de mis caminatas radiales por los senderos de Sierra Morena, explorador caprichoso de límites, horizontes e instantes. Como se sabe, el horizonte es lo que dota de figura a un paisaje y permite interrogarlo por la contrafigura de lo indefinido que esconde la distancia, allá donde no alcanza la vista. ¿Y el instante, qué es, sino el hito del tiempo?
«Ser hombre», escribí aquella noche, «es tener la capacidad de fijarse límites» y, por lo tanto, de orientarse y errar. El errático es el que da la espalda a los límites y anda extraviado. Con razón un discípulo de Platón, Jenócrates, definía la sabiduría como la facultad de poner los límites —o mojones— adecuados a las cosas. Como un mojón, en griego, es un horos, la prudencia era para él una horística.
Caminar por Sierra Morena a primera hora de la mañana es atender a los límites de las últimas penumbras y al barrunto de la luz que cantan, impacientes, las avecillas, habitantes naturales del entrambos. En uno de sus tan sugerentes comentarios de los textos mesiánicos, escribe Emmanuel Lévinas: «Todo el mundo es capaz de saludar a la aurora. Pero distinguir el alba en la noche oscura, la proximidad de la luz antes de que resplandezca, en eso consiste tal vez la inteligencia». Ésa es, precisamente, la inteligencia que posee la alondra y le falta a la lechuza de Minerva.
Caminar cuando apunta el alba es sentirte teórico del cielo y del infinito, de esa íntima e inquietante lejanía de las estrellas. Schelling, siguiendo a los clásicos, decía que en el hombre la Naturaleza se contempla a sí misma y, al observarse a través de nuestros ojos, toma conciencia de sí. Efectivamente, sin el hombre, la naturaleza permanecería muda, ilegible, sin hitos ni horizontes ni fronteras. Nadie entendería la inteligencia de la alondra. Cuando despierta el rumor germinal de la naturaleza, caminar es un ejercicio de hitología —de «hito», dado que son hitos o mojones los que suelen marcar los límites— y una horística. En el Llibre de meravelles de Ramon Llull, un padre da este consejo a su hijo: «Ve per lo món e meravella’t» [Ve por el mundo y maravíllate] . Esto es lo que me decía a mí mismo cada noche al meterme en la cama.
Se trata de no contentarse con ser morales fragmentariamente y de aspirar a buscar en nosotros mismos el principio capaz de ordenar nuestra conducta. Este principio podría tener esta forma:
«Tú debes proyectar sobre tu futuro la unidad posible de lo mejor que ya has sido fragmentariamente, de forma que se convierta en principio ordenador de tu vida».