Francis Crick (derecha) y James Watson |
Rosalind Franlin |
Discutíamos estos días en clase las ideas de Horkheimer en uno de sus textos clásicos, Autoridad y familia. En opinión uno de los mayores logros del nazismo consistía en haberse instalado en el núcleo de la sociedad, que en su opinión es la familia. Nos acercamos a la sociedad totalitaria cuando en las propias familias las relaciones se basan en las jerarquías, la disciplina y la autoridad. Implícitamente, está atribuyendo también Horkheimer a la familia una capacidad crítica y transformadora de la sociedad, aspecto que se suele pasar por alto dentro del pensamiento marxista que tanto inspiró al frankfurtiano. Sea como fuere, intentábamos analizar en clase si estas ideas podrían tener algo de vigencia hoy, que tan lejanos nos encontramos, al menos temporalmente, del nazismo. La cuestión a discutir no puede ser ya si los patrones de comportamiento dentro de la familia se ajustan o no a esta ideología totalitaria, sino más bien si existe una ideología dominante que de una forma u otra haya penetrado en la vida cotidiana de la gente hasta instalarse en la médula de la sociedad, en sus unidades más simples que en cierta forma contribuyen a configurar la sociedad del mañana. A poco que se piense, la respuesta no puede ser más que afirmativa.
¿Cuál es entonces esta ideología dominante que lo impregna todo? Tratando de actualizar las ideas de Horkheimer en clase se apuntaba hacia el consumismo como forma de vida. Comprar por comprar y convertir el consumo en una de las actividades específicamente humanas. Salían algunos ejemplos que no son nada difíciles de imaginar: desde el hecho de que “ir de compras” se haya convertido en una más de las formas de ocio hasta que las pautas de consumo de los propios padres, que en teoría deberían ser modelos en aquello que predican pero que en la práctica terminan cayendo en aquello del “comprar por comprar” y en la satisfacción de esos deseos que ya desde Epicuro solían calificarse como “no naturales y no necesarios”. Educar en lo que podríamos llamar consumo responsable o consumo ético es una tarea ardua, puesto que afecta de una forma determinante a nuestra forma de vida. Más aún: sin quererlo, no son pocas las familias que enseñan a sus hijos a buscar siempre una recompensa material como recompensa a lo que hacen, trastocando el orden de las motivaciones: si apruebas te compramos tal o cual cosa. Estrategia que no sólo desprecia el conocimiento sino que también le pone un precio al esfuerzo.
Qué hacemos al ir al supermercado, al cambiar de coche o al renovar el armario (igual da el fondo que la superficie). Unos más cotidianos que otros, pero todos relacionados con la palabra clave: consumo. Una actividad que nos pone en relación con la naturaleza, no olvidemos que en último término todo consumo lo es también de recursos naturales, pero también con el resto de la sociedad, en tanto que aquello que compramos y vendemos es siempre fruto de un proceso productivo y afecta a las posibilidades de consumo, por no decir posibilidades de vida, del resto. Las resonancias éticas son menores en comparación con las educativas ya que el comportamiento de los adultos en el mercado es el virus que inocula la ideología en los más pequeños. El triunfo del consumismo como uno de los pilares más fuertes del capitalismo anida así también en la propia familia, tal y como detectara Horkheimer respecto al nazismo hace décadas. No parece descabellado en consecuencia convertir en objeto de reflexión un tema al que la filosofía apenas ha prestado atención: la familia y su función dentro de la economía, la sociedad y la cultura. Quizás nos diéramos cuenta de que es un tema mucho más importante de lo que se pueda pensar a primera vista. En los tiempos del nazismo, como hoy, transmisora de ideología.
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Hablábamos estos días del superhombre de Nietzsche y de cómo el deporte puede ser una fuente de ejemplos de personas convencidas de uno de los lemas que caracterizan al modelo de ser humano que nos presenta el alemán: “yo soy el que tiene que superarse a sí mismo”. Coincide esta explicación con la efervescencia mediática de la antigua entrenadora del equipo nacional de natación sincronizada, que lejos de esconderse tras las polémicas declaraciones de varias de las integrantes del equipo pasea por televisiones y periódicos. Preguntada por el asunto, su respuesta ha dejado bien clara su visión del deporte: se me pidió que crear un equipo campeón y lo he hecho, ya que no se puede ganar una competición como un mundial o unas olimpiadas si no eres capaz de superar tu propio umbral del dolor. Algo que no responde directamente a la pregunta sobre las hipotéticas vejaciones y humillaciones a sus pupilas, pero que deja bastante claro el asunto. Ganar. De esto es de lo que se trata en el deporte. Y habrá muchos que piensen que esto es algo indudable desde hace décadas o siglos: ganar es lo que importa. Nadie se acuerda nunca del segundo puesto, y mucho menos del cuarto. Pese a todo, no se puede ignorar lo que viene siendo el discurso “oficial” de los deportistas y del olimpismo en particular: lo importante es participar. ¿En qué quedamos entonces, cuántos “límites” es razonable superar para alcanzar la “gloria” olímpica”.
No sé si lograríamos un acuerdo en torno al dopaje. Aunque el discurso “oficial” parece rechazar esta práctica, los hechos parecen demostrar que si a los deportistas se les asegura que no van a ser detectados, están más que dispuestos a ingerir cuantos productos sean necesarios. Lo que sea con tal de ganar. Pero no es este el tema de hoy. Volvamos a las prácticas humillantes y vejatorias. La teoría, al menos la teoría, dice que el deporte es también una escuela de enseñanza moral. Cuántas veces hemos visto anuncios, reportajes o documentales que nos hablan de los valores del deporte: sacrificio, renuncia, esfuerzo, colaboración y un largo etcétera de palabras bonitas, que forman ya parte de la mercadotecnica deportiva. Luego resulta que no es así: que la competición de élite pasa, si nos fiamos de la exselecionadora, por ayudar a “superar el umbral del dolor”, lo que se concreta, siguiendo ahora a las jóvenes que competían, por insultos y vejaciones de la más diversa índole. En otras palabras: el deporte que quiere ser un modelo de humanidad esconde tras de sí prácticas inhumanas. Algo que en el campo de la psicología se conoce bien: abuso de autoridad. Son varios los experimentos que demuestran la brutalidad del ser humano a este respecto. La explicación posterior le resulta muy familiar a la que lograra la “gloria” con el equipo nacional: “me dijeron que lo hiciera así”. “Tenía la orden de hacer un equipo campeón”.
Ahí va un brindis al sol: de la misma forma que se persigue el dopaje en el deporte, deberían existir “comisiones éticas”, responsables de garantizar que los diferentes equipos entrenan respetando la integridad de las personas que compiten, y que derechos humanos fundamentales se respetan durante los entrenamientos. Dicho de otra forma: que todos aquellos que vemos competir en una olimpiada son personas, y no monstruos o animales de circo, a los que se roba la infancia y la adolescencia para que acudan a competir en busca de no se sabe muy bien qué gloria. Después de oler la visión del deporte de la antigua seleccionadora, que a buen seguro será compartida por una gran mayoría de los que se dedican al deporte de competición, dan ganas de lanzar un mensaje bien claro: es mejor no ganar ninguna medalla, que construir las victorias sobre la explotación y la exigencia irracional. Se ve que hace ya años se quedó obsoleto el viejo lema del deporte: mens sana in corpore sano. Si se asocia el deporte con ganar a toda costa, incluso maltratando a los deportistas, habría que reformularlo: mens insana in corpore sano. Probablemente, una frase empapada de ingenuidad, ya que parece presuponer que el deporte de alta competición es sano para el cuerpo. Algo está podrido en el mundo del deporte, pero quizás sea preferible mirar para otro lado mientras la gallina de los huevos de oro mutada en derechos televisivos y audiencias millonarias siga proporcionando un beneficio económico considerable.
by Jaime Francés Durá |
ENAMORAR-SE
Taller dinamitzat per l’equip de filòsofs de Granollers format per Mariano Fernández, Joan Carles Gómez i Joan Méndez Camarasa.
Entrada lliure.
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La suma de pequeñas acciones cotidianas puede contribuir a reducir las agresiones medioambientales y mantener el equilibrio ecológico.
La Tierra, nuestra casa común, merece que todos los días sean su día. Las continuas agresiones a las que se ve sometida por la acción humana han alcanzado límites insospechados hasta hace pocos años. Por ello, y más allá de las acciones que emprenden (o dejan de emprender) los responsables políticos , es mucho lo que cada uno de nosotros puede hacer en beneficio del planeta.
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Profes.net / Alejandro Feijoo