"…acaso hallemos muchas otras cosas de las que no podamos razonablemente dudar (…) como por ejemplo que estoy aquí, sentado junto al fuego" (Descartes, Meditaciones de Prima Filosofía).
En el Discurso del Método (arranque de la segunda parte) René Descartes nos dice que, hallándose en Alemania, tras asistir a la coronación del emperador, la inclemencia del invierno le hace renunciar a reintegrarse al ejército en el que se había enrolado, permaneciendo al refugio en una casa:
"(…) felizmente libre de pasiones que enturbiaran mi espíritu, permanecí todo el día encerrado en mi habitación que una estufa caldeaba, pudiendo así entregarme sin restricción a mis pensamientos".
Descartes nos habla al respecto de un estado de ensoñación, que se reveló fértil hasta el extremo de marcar su destino filosófico. No será el último sueño que cabrá asociar a la obra del pensador. Un segundo sueño (evocado en el "Discurso del Método" y con mayor amplitud en las "Meditaciones De Prima Filosofía" obra a la que pertenecen las referencias que siguen) es el centro neurálgico de la subversión que el cartesianismo supone en la historia del pensamiento. Sueño meramente hipotético, mera conjetura de que quizás está uno soñando (que transcurre esta vez en los Países Bajos) que sirve a alimentar la duda sistemática, uno de los pilares del método cartesiano. El punto de arranque, bien clásico, es esa sospecha sobre la veracidad de la percepción sensorial que ya tanto embargaba a los griegos:
Es indudable que en determinados momentos los sentidos nos confunden. A veces el asunto no es grave, pues los sentidos mismos corrigen su desviación: el paisaje parece moverse; la gran casa parece una pequeña cabaña. Basta detener el vehículo en el que viajamos, o descender al valle en el que se encuentra la casa para que la ilusión desaparezca. Los sentidos mismos parecen así encargarse de corregir las deformaciones aparentes de los objetos percibidos, pero es más: la ciencia, a la que cabe suponer origen sensorial (aunque vaya sin duda más allá del mismo), vendrá a demostrar que esa deformación está regida por una rigurosa ley, de tal forma que lo inquietante sería ver a un niño montado por vez primera vez en un tren no asegurar que la estación está moviéndose. El discurrir humano no sólo va más allá de las apariencias sino que muestra la necesidad de las mismas. Descartes tiene obviamente en mente tal corrección del error. Y sin embargo ello no es suficiente para detener el proceso de inmersión en la duda. Pongo en su contexto las líneas de las Meditaciones que encabezaban esta columna:
"Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces tocante a cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos muchas otras de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como por ejemplo que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos, o cosas a por el estilo". Papel que vuelvo a depositar para coger el atizador que me permite avivar el fuego, cabría decir. Y entonces: "¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los vapores de la bilis que aseguran constantemente ser reyes, siendo muy pobres, investidos de oro y púrpura estando en realidad desnudos ,o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio. Mas los tales son locos y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo".
La hipótesis de la locura no será formalmente tomada en cuenta. ¿No hay pues razón para poner en duda mi percepción de que estoy ahora meditando ante el fuego?:
"Con todo debo considerar que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas y a veces cosas menos verosímiles que esos insensatos [los locos del párrafo anterior] cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar por la noche que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama! (…) y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi nadie puede persuadirme de que no estoy durmiendo".
Si ahora estuviera soñando, mi percepción de las llamas sería falsa, aunque a ellas me acercara hasta quemarme; falsa sería asimismo esta quemadura y falso, por consiguiente, el dolor físico experimentado; en suma: si ahora estuviera soñando, la percepción que tengo de mi cuerpo y de mi entorno constituiría una ilusión. Ahora bien, aunque improbable, no puedo excluir totalmente la hipótesis de que estoy soñando, por consiguiente (según el método que Descartes se prescribe -no dar por sentado cosa alguna de la que haya la mínima razón para dudar) "pensemos que acaso ni nuestras manos, ni todo nuestro cuerpo, son tal como los vemos".
Llegados a este punto de la reflexión cartesiana, ha de quedar claro que lo perdido no es sólo el derecho a afirmar la verdad de tal percepción determinada, sino la verdad de toda percepción, de la percepción como tal. Sea cual sea la percepción que tengo del entorno y de mi mismo, siempre cabe aventurar la hipótesis de que es una circunstancia soñada, y por consiguiente excluirla del campo de la verdad, delimitada por el exigente criterio cartesiano, a saber, una verdad apodíctica, una verdad respecto a la cual es imposible dudar.
La meditación pasa entonces por considerar como verdad sólo aquello que sería indiferente a la variable soñando-despierto, criterio al que la matemática parece responder. Mas en este momento se introduce la hipótesis radical, la de un dios engañador suficientemente poderoso como para hacer que (en un plano sin curvatura) los tres ángulos de un triángulo dejen de medir dos rectos, o simplemente que la suma de cuatro más tres deje de ser siete. El hecho de que tal hipótesis de una potencia engañadora, por improbable que sea, no pueda ser descartada a priori hace que ni siquiera a los contenidos de la matemática quepa atribuir certeza apodíctica.
No puedo hacer aquí otra cosa que remitir al lector a la lectura de las Meditaciones y a los primeros capítulos del Discurso del Método, obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido y que sigue siendo la más fascinante manera de hacer inmersión en la filosofía. En cualquier caso lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo de una decepción, que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, mas quizás de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo:
"Que para examinar la verdad, es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida". Se consuma así ese destino que parecía ya el de Descartes cuando era estudiante en el colegio de los jesuitas en Anjou: "Desde mis años infantiles he amado el estudio. Desde que me persuadieron de que estudiando se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de lo que es útil a la vida, el estudio fue mi ocupación favorita. Pero tan pronto como terminé de aprender lo necesario para ser considerado una persona docta, cambié enteramente de opinión porque eran tantos los errores y las dudas que a cada momento me asaltaban que me parecía que instruyéndome no habría conseguido más que descubrir mi profunda ignorancia".
La tentativa de Descartes por seguir hurgando en los aspectos del mundo y del pensamiento que son susceptibles de ser puestos en entredicho, constituye uno de los momentos cumbres de la historia de la filosofía…Pero aquí dejo el hilo argumental, el contenido de la meditación para considerar la situación misma de quien así medita.
Con serenidad de espíritu, ante el fuego, Descartes inicia una reflexión, que le conduce a dudar de que efectivamente su situación sea la que percibe: se encuentra en esa Holanda que designa como "pueblo laborioso y tranquilo", en una casa confortable, templado su cuerpo por la acción del fuego (no por esos sorprendentes cambios de temperatura que experimenta las personas que deliran), teniendo al alcance de su mano un atizador para remover las brasas y un papel en el que poder fijar su reflexión. "Me da más miedo el interior de mi cabeza que el exterior", oí decir a una muchacha amiga. ¿Y si efectivamente todo fuera un sueño? La sola hipótesis aterroriza, quizás efectivamente más que si se tuviera la certeza de un objetivo peligro, al que cabría eventualmente enfrentarse con eficacia asimismo objetiva, es decir, aplicando la voluntad, la inteligencia adaptativa y hasta la astucia, facultades inútiles cuando se trata del sueño. La voluntad, la conciencia, la capacidad de soslayar o huir, tan operativas en la vida ordinaria, son aquí variables sin peso.
Víctor Gómez Pin, Sentado junto al fuego, El Boomeran(g) 21/05/2019