Creemos que podemos hacer lo que queremos, pero ni siquiera podemos elegir lo que deseamos, parafraseando al filósofo Arthur Schopenhauer.
Multitud de determinantes ambientales y fisiológicos causan nuestro comportamiento. ¿Queda algún hueco para el libre albedrío? El último libro del neuroendocrinólogo Robert Sapolski (Determined. Life without free Will) explora los determinantes de nuestra conducta y responde claramente: no.
La (in)existencia del libre albedrío ha llamado la atención de las neurociencias, que han tratado de analizar la relación existente entre nuestras acciones voluntarias y la experiencia subjetiva de que nuestro «yo» es el causante de esas acciones.
Quizá el ejemplo más famoso de este tipo de intentos es el que llevó a cabo Benjamin Libet en 1983. De acuerdo con nuestra intuición, la decisión consciente de realizar un movimiento debería ser anterior a la actividad cerebral responsable de prepararlo (premotora) y llevarlo a cabo (motora). Para comprobar esto preparó un ingenioso experimento.
Libet pidió a los voluntarios que eligiesen un momento al azar para doblar su muñeca. Mientras realizaban esta tarea se registraba la actividad electroencefalográfica de la corteza motora. Los participantes debían señalar el momento exacto en el que habían sentido el deseo consciente de mover la muñeca, para lo cual empleaban un cronómetro que tenían enfrente. Sorprendentemente, la decisión aparecía hasta 350 milisegundos después del inicio de la actividad cerebral relacionada con el movimiento.
Dicho de otra manera, los participantes experimentaban la sensación de tomar una decisión libre, espontánea, aunque otros mecanismos cerebrales ya habían iniciado de manera autónoma el movimiento.
El experimento de Libet ha sido ampliamente debatido y cuestionado, pero es tan solo uno más de los múltiples trabajos que han encontrado resultados similares. Una de sus réplicas contemporáneas más famosas la realizó John-Dylan Haynes en 2008 y 2011.
Haynes y sus colegas emplearon técnicas de neuroimagen para identificar los patrones de actividad neuronal asociados a mover la mano derecha o la mano izquierda. Una vez identificados estos patrones fueron capaces de predecir qué mano iba a mover la persona hasta ¡diez segundos! antes de que tuviese la intención consciente de hacerlo. Sin embargo, la precisión de esas predicciones nunca superó el 60%. ¿Qué ocurrió en el 40% restante?
Estos y otros estudios similares han llevado a una parte de los neurocientíficos a abandonar el concepto de libre albedrío.
Una de las posibles respuestas al determinismo causal newtoniano llegó de manos de la mecánica cuántica, que reintrodujo la aleatoriedad y la incertidumbre en la visión científica del universo.
Pero el abanico de probabilidades para la manera en que un objeto puede comportarse siguen determinadas por el estado inicial del sistema, lo que para muchos autores nos devuelve al determinismo inicial. Aun cuando nuestro comportamiento no fuera predecible, no significaría que fuéramos dueños de nuestro destino.
Es probable que el señor Usted-2, residente en Universo-2, se comportara de forma diferente al original. Pero eso no lo dotaría necesariamente de libre albedrío: seguiría determinado, pero por los caprichos de la probabilidad cuántica.
Ante este dilema, ¿por qué tenemos esa firme sensación de libertad cuando los datos no la avalan? Son muchos los científicos que han tratado de responder a esta pregunta. Una de las explicaciones más sugerentes la desarrolló Michael S. Gazzaniga a partir de algunos resultados experimentales obtenidos en pacientes con «cerebro dividido» (a los que se les ha seccionado la conexión entre hemisferios cerebrales).
Para Gazzaniga, esa sensación de ser agentes de nuestras acciones es el resultado de la actividad de una zona del hemisferio izquierdo (estrechamente relacionada con el lenguaje) y que denominó «el intérprete». Su función sería elaborar un relato a posteriori sobre las acciones que ya han sido realizadas, buscando causas y explicaciones que cuadren con los hechos observados. Incluso amañando un poco las cosas si es necesario.
Su función sería esencial: generar hipótesis sobre las causas de los sucesos ya ocurridos que puedan modificar la manera que actuamos en el futuro. Esta propuesta es coherente con las investigaciones de otros autores, que sugieren que la sensación de sentirnos dueños de nuestro comportamiento ha sido seleccionada por la evolución por sus ventajas para la supervivencia.
Analizando la situación desde otro punto de vista, podríamos decir que somos esclavos de… nosotros mismos. Es lo más parecido a la libertad que podemos imaginar. Esta esclavitud simplemente responde al hecho de que cualquier decisión está determinada por la actividad cerebral previa, aunque sea inconsciente para nosotros.
Pero dicha actividad previa es mía, no está separada de mi individualidad. Si mis decisiones no estuvieran causadas por mi actividad cerebral, dejarían de ser propias. No responderían a los determinantes genéticos y ambientales que han esculpido la persona que soy. ¿Acaso queremos tomar decisiones sin contar con nosotros mismos?
Decía el psicólogo y psiquiatra Viktor Frankl que «entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio está nuestro poder de elegir nuestra respuesta. En nuestra respuesta yace nuestro crecimiento y nuestra libertad». Es cierto. Ese espacio existe. Pero no es necesariamente un espacio de libre albedrío, sino un espacio de flexibilidad, de procesamiento activo de la información, de diversificación del comportamiento. No tiene por qué ser un espacio indeterminado, pero puede considerarse igual de nuestro como si lo fuera.
Podemos decir que somos tan libres «como el sol cuando amanece, como el mar, como el viento que recoge mi lamento y mi pesar». Efectivamente, Nino Bravo, tan libres y tan determinados como el sol, el mar o el viento.
Pedro Raúl Montoro Martínez y Antonio Pietro Lara, ¿Somos libres o estamos esclavizados por el destino?, ethic.es 05/03/2024