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Hannah Arendt |
Guárdate de los idus de marzo. La frase viene siendo repetida desde hace siglos y se ha convertido en uno de los lemas permanentes de la política. Ese terreno que últimamente empezamos a concebir como un mal necesario. O quizás: más mal que necesario, ya que empieza a haber quienes cuestionan seriamente hasta qué punto la sociedad necesita, en el sentido fuerte de la palabra, las instituciones políticas que hay en la actualidad. Una idea tan vieja como probablemente lo sea la experiencia política humana: el poder corrompe. Esto es precisamente lo que trata de mostrarnos la película: las maniobras que se dan en la sombra de la política son mucho más decisivas e importantes que lo que se ve. Cualquier información que aparece en un periódico, lo que se dice en un discurso de campaña, o lo que se anuncia tras una reunión de ministros es sólo las migajas de lo que se mueve entre bambalinas. Juegos de poder y falta de trasparencia: esta es la visión de la política que nos ofrece la película.
Con todo, no hay que caer en el error de pensar que esta lucha se produce entre partidos rivales, o entre líderes que aspiran a un mismo puesto. Todo lo contrario: los propios compañeros de campaña son las mayores amenazas. Una experiencia que traspasa la pantalla: por lo que dicen muchos políticos, las mayores patadas se terminan recibiendo dentro del propio partido. De manera que el mensaje de la película es claro: si lo que vemos los ciudadanos de la política apesta en muchas ocasiones, lo que ocurre detrás de los telediarios es aún más asqueroso. Y la reacción más sencilla teniendo en cuenta los tiempos que corren es terminar de ver la película y pegar un buen repaso a todos los que están ahora mismo ocupando algún cargo de responsabilidad en las diferentes instituciones del estado. Ya lo sabemos todos: los políticos son percibidos por los españoles como uno de los grandes problemas del país.
Es posible, sin embargo, una lectura distinta de esta película. Porque lo fácil es rechazar la política y pensar que cualquier espectador que esté delante de la pantalla es mucho mejor que los personajes que acaban de clavarse auténticas cuchilladas, todas ellas de guante blanco, en el transcurso de la historia. Puede que en realidad estemos ante un pequeño tratado de antropología humana: cuántas veces se reproducen estos comportamientos en el lugar de trabajo. La pregunta no es, por tanto, cuántos de nosotros nos comportaríamos de forma similar si nos dedicáramos a la política. Más bien habría que plantearla en términos mucho más amplios: cuántos de nosotros nos comportamos de forma similar en nuestro entorno más cotidiano, desde la comunidad de vecinos hasta cualquier otra actividad social. El tópico que nos presenta la película es que la política corrompe al ser humano. Pero no hay que olvidar que la política está hecha por humanos: quizás sea el humano el que corrompe la política. Tesis bastante más pesimista sobre la que, por otro lado, no se pronuncia la película, que termina en el mismo escenario en que empezaba: en el terreno del discurso político.
Andan revuelas las aguas de la moral social. Llevamos ya varios meses, por no decir años, en los que parece que las noticias relacionadas con la moralidad del ser humano se están llevando toda la atención mediática. Y como suele ocurrir, no para bien. Centrémonos en dos modelos: Armstrong y la corrupción política. Ejemplos bien distintos, pero con algunos elementos comunes. Empecemos con el caso del ciclista dopado. El estupor y escándalo social conviven con un “se veía venir” que se ha podido escuchar por doquier. El deporte está bajo sospecha, y a los ciclistas les toca pagar los platos que no sólo rompen ellos. Es impensable que otros deportes que mueven muchísimo más dinero se vean tan acosados por la duda, casi hasta metódica. Sencillamente, el propio sistema lo impediría. Con todo, en estos días se ha podido escuchar una crítica más que acertada: no se puede aceptar que la misma sociedad que consume el espectáculo, que lo apadrina y fomenta, sea la que después se escandaliza cuando los seres humanos de turno reconocen públicamente que se les está pidiendo un esfuerzo inhumano.
No deja de ser sintomático que Armstrong nos diga que no se puede ganar siete veces el tour de Francia sin doparse. Otro campeón más humilde, y seguramente con mayor calidad humana, nos dejó bien claro que no se sube el Tourmalet con un plato de espaguetis en el cuerpo. La presión que recae sobre el deportista es creciente, y le sitúa ante un abismo peculiar: para estar a la altura deportiva parece casi necesario no estar a la altura moral. No sé si está justificado que la sociedad que lo estimula y las grandes empresas mediáticas que hacen negocio con el asunto se dediquen después a tirar todas las piedras que tienen a la mano sober el héroe caido. Y la reflexión da un paso más allá: probablemente la actitud de Armstrong sea en el fondo un modelo de lo que muchos harían. Un auténtico paradigma moral: saltarse las normas para lograr el objetivo. Y negar el asunto una y otra vez hasta que la presión, la misma que te empujó al dopaje, te hace saltar en mil pedazos. Armstrong, como tantos otros ciudadanos, no sólo es mentiroso y deshonesto, sino que además le falta nobleza para reconocer su falta una vez cometida. Un dechado de vicios morales, construido a golpe de exigencia social. ¿Cuántos de nosotros seríamos distintos?
En el fondo, el caso de Armstrong es el mismo que el de la corrupción que tanto nos preocupa. Una de las mayores muestras de inmoralidad a las que hemos asistido en los últimos meses es la llamada amnistía fiscal que ha impulsado el gobierno. Somos muchos los millones de ciudadanos que, sea por obligación o por la convicción de que es una obligación social, pagamos nuestros impuestos. Hay sin embargo quienes aprovechan cirscunstancias de privilegio para no hacerlo. Ha llegado un momento en que la situación “irregular” ha sido tan generalizada que el gobierno ha ofrecido la posibilidad de que los evasores declaren las cantidades por las que no han pagado, para pagar ahora una pequeña cantidad. En otras palabras: se premia la inrmoralidad, que resulta ser “un buen negocio”. Es como si al bueno de Armstrong se le hubiera dicho: venga, confiesa que te has dopado y te quitamos sólo cuatro de tus siete títulos. Este tipo de medidas y decisiones nos dan una idea del clima moral de la sociedad española. Los que evadieron son como Armstrong: mentirosos, deshonestos e innobles. Con una salvedad auténticamente inquietante: mientras que Armstrong será sancionado, el gobierno español ha ofrecido a todos los evasores un suculento premio fiscal. Así somos, así nos va: cuando se tratan estos asuntos es mejor no preguntar por ahí cuántos de los que critican la evasión fiscal o la corrupción dejarían de poner en práctica ambas actividades si las tuvieran a la mano. No vaya a ser que la respuesta resulte descorazonadora.
Jane Goodall |
General Queipo de Llano. |
Duran Lleida, boxador contra la lona, respira per la boca, panteja buscant un aire que no troba i mira d’activar contactes que no se li posen al telèfon. Els serveis secrets a punt de fer amb la CUP el mateix que els van fer a través d’algunes escissions d’ERC, convençuts que serà fins i tot més fàcil (ja han donat una pasta a algun filosofet perquè tregui la pols a la suada tesi de la democràcia directa i el paio ni s’adona de qui li paga). Especialistes en contrainformació que s’havien quedat sense feina al País Basc i que ara creen empreses de comunicació a Barcelona. Socialistes meditant sobre la diferència entre amistat i complicitat. La bona gent carregada d’emprenyament són considerats bombes en potència i tots els polítics professionals miren de defensar-se’n. Ahir, un acte sobre l’Holocaust a Barcelona omple l’Ateneu Barcelonès. Ja sabeu la maledicció de la gitana: Tant de bo visquis temps interessants.
José Luis Pardo |