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Los niños esconden un potencial inmenso, pero para desarrollarlo requieren de un cuidado intenso y prolongado que con frecuencia supera la capacidad de los padres. Somos dependientes durante años tras abandonar el útero materno y es probable que eso haya incentivado algunos rasgos típicos de la especie. Recientemente, la revista PNAS publicaba un análisis de investigadores de la Universidad de Harvard en el que planteaban que el valor de ser abuelos activos favoreció que los humanos mantengan un buen estado físico mucho después de los mejores años reproductivos y que explicaría también por qué el ejercicio es tan beneficioso en edades avanzadas. Este papel de los abuelos como pilares de la crianza podría ser el motivo de que las mujeres, al contrario de lo que sucede en casi todas las especies animales, puedan vivir décadas después de perder la fertilidad.
Daniel Mediavilla, La especie que triunfó gracias a las abuelas, El País 18/12/2021
La publicación en 1895 de la Psicología de las masas, de Gustave Le Bon, disparó la atracción general hacia el tema y despertó en muchos intelectuales un interés que no ha dejado de crecer desde entonces.
Podríamos hablar de una primera figura de las masas: la muchedumbre inorgánica o libre, mezcolanza de hombres y mujeres de todos los órdenes y rangos que inunda las calles de las grandes ciudades de Europa y Norteamérica en las sucesivas oleadas migratorias desde el medio rural o provinciano hacia el urbano, espoleada al mismo tiempo por la disolución de los vínculos de servidumbre, la Declaración Universal de Derechos y la revolución industrial. Esta muchedumbre es la forma sensible del pueblo en su sentido moderno.
Ya no se trata de la comunidad dotada de una identidad cerrada y homogénea, típica de las sociedades tradicionales, el “pueblo de Dios” cohesionado en torno a una fe religiosa única y excluyente que sirve como instrumento político de tutela de los súbditos. El pueblo que nace de las constituciones ilustradas se caracteriza por el anonimato de la igualdad: no es una clase, ni una nación, ni una facción; es, parafraseando a Georges Bataille, la comunidad —siempre abierta e indefinida— de los que no tienen por qué tener nada en común. Una colección irreductiblemente plural de individuos que, al no compartir más que una misma ley civil, no pueden apoyar su moralidad en ningún credo clerical y necesitan fundamentos más universales para sustentar lo que John Rawls llamaba un “consenso implícito”.
Pero no es esta masa la que llama la atención de políticos e intelectuales desde el siglo XIX: lo que intelectuales y activistas ven con temor o con esperanza es el poder de la masa cuando se la utiliza como fuerza política. De hecho, esto era ya lo que llamaba la atención de Le Bon, cuya reflexión nace ante la incipiente organización del movimiento obrero, y es también lo que ilusionará o atemorizará después a muchos en la época de los grandes movimientos de masas del siglo XX, el fascismo y el comunismo.
Claro está que esta es una segunda figura de las masas, en cierto modo contrapuesta a la anterior. Es la masa organizada y dirigida: no tan uniformada como la de las demostraciones gimnásticas y los desfiles militares que tanto gustaban a los dictadores totalitarios, pero sí tan entusiasta y ciega como la de los mítines o las grandes manifestaciones. Tiene algo de retorno al feudalismo, pero en ella las creencias religiosas han sido sustituidas por los eslóganes ideológicos y, más exactamente, por las consignas con las que los convocantes controlan su movimiento.
José Luis Pardo, Las dos figuras de las masas, El País 18/12/2021
La autoayuda nos emplaza a confiar en nosotros mismos y desconfiar de los otros, salvo de los autores de libros de autoayuda.
Únicamente a los metapoetas se les permite el acceso al metaverso.
Sobre el vacío no tengo nada que decir.
Si la existencia de los mortales es un sin vivir, la de los inmortales es un sin morir.
Los compañeros de profesión, afligidos por la reciente muerte de un especialista, declararon que era una persona que caía a todos muy bien.
Sin la filosofía dejarán de existir los debates en las terrazas sobre cómo tirar la caña ideal.
Al final entendió lo humillante que es la pobreza cuando le dijeron que no tenía ni media hostia.
La realidad se divide entre el internet de la cosas y el internet de las ideas (Platón 2.0)
Todavía recuerdo el día en el que el rincón de pensar sustituyó al panóptico. Aquel día fue el principio del fin de la filosofía.
¿Celebrar el día de la filosofía? Me lo estoy pensando.
Manel Villar
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Toda sociedad se constituye en torno al problema capital de cómo conciliar el interés público y el privado; esto es, de cómo lograr que la gente coopere y cumpla sus obligaciones incluso cuando esto no le reporta ninguna ventaja aparente. ¿Cómo hacer, por ejemplo, para que los más ricos paguen sus impuestos, o para que los más fuertes y capaces no abusen de los más débiles, o para que nos prestemos a sacrificar nuestra libertad o nuestra vida en aras del bien común (como puede ocurrir en una catástrofe, una pandemia o una guerra)?
En los regímenes autoritarios el problema de conciliar el egoísmo individual con el interés común se resuelve con la fuerza (lógico, dado que ese interés común no suele ser más que el del sátrapa o la oligarquía dirigente). En otros, con la ayuda de creencias tradicionales, religiosas o ideológico-políticas, de manera que es el honor, el mandamiento de un dios o el fervor patriótico o revolucionario lo que mueve a la gente a actuar desinteresadamente. Pero en sociedades como la nuestra, democráticas, descreídas y poco dadas a efusiones ideológicas, la cosa se complica.
Que la ciudadanía se sienta concernida por el interés común no es algo que se pueda lograr con las leyes. Si tales leyes no son la expresión de la voluntad general de los que están ya convencidos, serán débiles e ineficaces; y si son la expresión de tal voluntad, serán mayormente innecesarias. Lo que hace falta es, pues, convicción. Convicción para considerar particularmente interesante el interés común, y convicción para asumir los costes individuales que supone, en la práctica, dicha consideración.
Ahora bien: ¿Qué podría convencer a la gente de la bondad de comprometerse activamente con el bien público? De entrada, la concepción liberal de un estado-empresa al servicio de ciudadanos-clientes centrados exclusivamente en sus asuntos particulares (y que, por tanto, dejan el poder en manos de camarillas políticas fáciles de secuestrar por grandes intereses privados), no ayuda en absoluto.
El utilitarismo más ramplón tampoco sirve. ¿Cómo convencer, por ejemplo, a los más ricos para que paguen impuestos por servicios que no necesitan, o a los ciudadanos para que se involucren en actividades solidarias o cívicas de las que difícilmente van a obtener ningún beneficio concreto? En realidad, no hay ningún argumento sencillo con que combatir la poderosa idea de que lo más conveniente es, siempre, obtener la máxima ventaja al mínimo coste y, por lo mismo, que cada uno “vaya a lo suyo” ignorando (o utilizando para ello) a los demás.
El único razonamiento a favor del ideal republicano y altruista de vida en común es complejo, y consiste en demostrar que el interés particular es realmente inseparable del general. No en un sentido material, claro (en ese sentido suelen ser opuestos), sino en otro, cabe decir espiritual. Así, cuando un individuo entiende que entre sus intereses más particulares está el de dar o encontrar sentido a la propia existencia, la necesidad de concebir la realidad (incluyendo la realidad social) de modo coherente y armonioso, comprendiéndose a sí mismo como parte de ella, acaba por anteponerse a aquellas visiones más estrechas y relativistas que justifican el egoísmo individual.
Diríamos pues que uno de los efectos de la especulación filosófica y metafísica es la adopción de una perspectiva tan ancha y articulada que permite ver al otro y a sus intereses como tales y, a la vez, como complemento de los propios. Si esta consideración del otro implica, además, como suele ser el caso, un compromiso más allá del aquí y el ahora, la metafísica y su consideración trascendente de las cosas se vuelven insustituibles. Piensen, por ejemplo, en el cambio climático. ¿Qué podría convencer a los que hoy gobiernan y gozan del mundo de que renuncien a un nivel de vida altamente contaminante para garantizar el futuro de las generaciones venideras? Es obvio que no obtendrían de ello ninguna ventaja presente. Lo único que podría convencerlos es la consideración del sentido de sus actos en un plano metafísico y ético en el que, más allá del rédito o placer inmediato, adquiriesen un significado pleno y coherente en relación con principios y valores orientadores de la existencia.
La reflexión filosófica es, así, una de las condiciones fundamentales para el asiento de una democracia real en que los individuos no aspiren a desarrollar trayectos personales completamente desvinculados de lo común, sino que conciban tales trayectos como trazos o partes de un proceso más integrador y significativo. De ahí la necesidad de educar a la ciudadanía en esa suerte de “competencia global” (como la denomina la OCDE) con la que reconocer nuestros actos, intereses e ideas a través de un ejercicio de reflexión y diálogo amplio y trascendente en que la cooperación, la actividad genuinamente política y la propia existencia puedan tener sentido.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Artículos periodísticos contra el consumismo se pueden consumir todos los días. Este es uno de ellos. Pero distinto, claro, si no ¿por qué lo iba a querer leer usted? Para distinguirnos, empecemos por afirmar que el consumismo no es ninguna lacra sino, por el contrario, un síntoma inequívoco de progreso social. Por ello usted y yo, y hasta el antisistema más aguerrido, hemos de confesar que consumimos (cada uno en el stand correspondiente de la feria, eso sí). Algo que, por otra parte, se ha hecho siempre.
Uno de los mitos a derribar es precisamente este de que el consumismo sea un rasgo específico de nuestro tiempo. La práctica de adquirir cosas no imprescindibles, pero que reportan comodidad o placer (incluyendo placer estético o intelectual), o un plus de prestigio o estatus, no es exclusiva de nuestra época: desde el neolítico, la posesión y exhibición de costosos objetos de lujo (joyas, armas, ropas, obras de arte…) como fuente de placer y símbolo de clase, riqueza, fuerza, capacidad sexual, poder, vínculo con los dioses o cualquier otro valor en boga, ha sido una constante, al menos entre las élites, para las que el consumo ha sido siempre un modo de vida.
Lo que sí es específico de nuestra época es la generalización y vulgarización de esta conducta consumista. Si antes solo consumían las clases privilegiadas, ahora lo hacemos todos (de forma estratificada, claro, y graduando el valor material y simbólico de lo que se consume). Una transformación que no solo tiene causas económicas – la necesidad de masificar el consumo para mantener los ritmos de inversión y beneficio del capital – sino también otras de tipo social, político o cultural.
Desde un punto de vista social, el consumismo es la principal seña identitaria de una clase “media” destinada a amortiguar los efectos de la desigualdad económica, una desigualdad que, desprovista ya de todo encanto religioso, supone siempre un importante elemento de desestabilización. Para el poder político moderno, desprovisto de ínfulas sagradas, la provisión constante de baratijas para el consumo de la gente es un modo perfecto de mantener la conformidad con el orden establecido.
Por otra parte, el fundamento cultural de la generalización del consumismo parece claro: una vez derribados los grandes ideales religiosos, políticos o filosóficos, a nuestra época no le queda otra cosa mejor que hacer que consumir (objetos de lujo, experiencias con que ocupar el tiempo de ocio, información, cultura, relaciones humanas…). Y no es que el consumismo genere vidas vacías, como suele decirse, sino que es la vida la que, vacía de significado, genera el consumismo para intentar paliar o disimular ese vacío. Que haya otras formas mejores de hacerlo (la religión, el arte, la compulsión por el trabajo, el gusto por el poder, la costumbre de tener hijos…) es algo que habría que discutir.
Vivimos, pues, como siempre, pero quizás más que nunca, en una sociedad de consumidores, de clientes (más que de ciudadanos) conectados a una galería comercial global en la que se consumen a la vez cosas, personas, creencias, ideas políticas o cultura, sin otra preocupación que la de adquirir los medios para mantenernos conectados de manera solvente.
Es cierto que esto genera ciertos efectos problemáticos (“problemas de ricos” en todo caso): “adicción” a las compras, apatía política o, en general, una especie de narcisismo o infantilismo crónico. Pero a cambio tenemos (como los niños) bienestar material, comodidad y entretenimiento garantizado. Además, el vicio de consumir produce (según el credo liberal) la virtud de generar riqueza para todos. ¿Puede la utopía decrecionista, con su postal neoevangélica de hortelanos felices, competir con el paraíso que es la planta (ahora pantalla infinita) del gran almacén repleta de fetiches, emociones, deseos, valores y relaciones humanas que consumir?
Y lo peor no es que este paraíso sea lo mejor, sino que, como es lógico, nadie quiere darse de baja en él. Lo siento por los defensores de la austeridad y los ecologistas, pero nadie quiere ser pobre (ni los que lo son ni los que no). De ahí que tarde o temprano – y en el cambiante escenario climático que se avecina – la gente tendrá que luchar con fiereza por recursos cada vez más escasos. ¿Hasta el punto de una guerra? Es probable. Como también lo es el desastre que supondría una guerra a gran escala con el armamento del que se dispone hoy (¡Y que también hay que gastar, qué narices!).
Pues eso, dejen de preocuparse y láncense a ese Black Friday (y a las compras de Navidad, y a las rebajas, y…) como si no hubiera un mañana. El apocalipsis está cerca. Y tal vez las armas químicas no destrocen todo lo que aún queda por comprar. A los zombis desarrapados que anden por aquí les dará la vida. Si es que esos zombis no han llegado ya, y somos nosotros, tambaleándonos con una tarjeta de crédito en cada mano.
He pasado unos días muy a gusto en Sevilla y Cádiz, capitales de la España leve, y no por eso menos profunda; porque es esta una España que lleva la profundidad a flor de piel.
En Sevilla me alojaron en un hotel cómodo y funcional, que daba al Guadalquivir, justo en frente del puente de Triana, y de su mercado, uno de los lugares en los que mejor se come de España. Les aseguro que unas humildes zanahorias aliñadas son aquí un manjar exquisito, propio de una cultura que ha ido recogiendo con cuidado lo mejor de su heterogénea historia culinaria. A la izquierda tenía la mágica plaza de toros de la Maestranza y más allá la Torre del Oro, con sus misterios.
Hablé y me acogieron, me dieron de comer, de cenar, de desayunar, y di un largo paseo con mi hermano, Javier Sánchez Menéndez, poeta sevillano (valga la redundancia) de los que son capaces de hacer poesía con su escucha atenta. Con él siempre tengo motivos cordiales para recoger el hilo de lo que decíamos ayer. El sol templó las compañías y todo estuvo bien, alegre, sereno, entrañable. Me quedo con las caras alegres que me dieron la bienvenida a su mundo, que ya es un poco también el mío. Estoy seguro de que nos volveremos a ver.
De Sevilla a Cádiz, donde me esperaban 200 inspectores de educación para que les hablara de la lectura; profesionales serios, preocupados por lo que hacen, que aman la profesión, y que se sienten, con razón, el rompeolas de la educación española.
Cádiz se te queda adherido a la memoria, especialmente si te alojan en la plaza de San Francisco y te llevan a cenar al Casino. Cada detalle vivido ocupa su lugar en el espacio de los recuerdos buenos. Visité librerías de viejo, comí en el mercado (santuario gastronómico que no se queda atrás del de Triana), me encontré con otro poeta andaluz, Tomás Rodríguez Reyes y con Paula Fernández de Bobadilla, que me invitó a las bodegas de Jerez, pero yo estaba ya sin fuerzas. No tuve fuerzas ni para visitar a una queridísima amiga, Nacha Juanarena, compañera de estudios, allá en la Pamplona de finales de los 70. No me quedaban fuerzas, pero estaba lleno de entusiasmo y de cansancio feliz por los largos paseos de la madrugada y del atardecer.
Estando en Cádiz salió mi última colaboración en El locutori.
Reseña de
Cómo hacer cosas con Foucault. Instrucciones de uso
Francisco Vázquez García´
Dado ediciones, Madrid, 2011.
Escrito por Luis Roca Jusmet
Francisco Vázquez García es uno de los filósofos españoles que mejor conocen la propuesta de Michel Foucault y mejor han investigado a partir del horizonte que dejó abierto. El libro que nos ocupa no es uno más sobre Foucault: es una guía, tan clara como precisa, sobre cómo utilizar su método arqueogenealógico. Afortunadamente Vázquez García lo hace sin excesos retóricos, como es habitual con su estilo claro y preciso. Es una invitación que nos hace de la mejor manera posible, compartiendo su experiencia, centrado en su estudio, recientemente publicado, titulado Pater infamis. Genealogía del cura pederasta en España (1880-1912).
Lo primero que reivindica el ensayo es lo que llama “una lectura de autor”, es decir una lectura pragmática, híbrida, “impura”, de los textos de Foucault. La cual se contrapone a una lectura hermenéutica de los textos, según la propuesta heideggeriana, y que acaba, como sabemos, en la concepción académica de la filosofía entendida como comentario texto. Lo que propone este trabajo no es entender lo que el filósofo francés quiere decir en sus textos ni descubrir su logos interno. La pregunta es cómo puedo utilizarlo, en una línea que estaría más en la línea de lo que sugieren Wittgenstein o el sociólogo Pierre Bourdieu. Esto nos remite a la famosa “caja de herramientas” que nos propuso Foucault como manera de leerle a partir de la ocurrencia que surgió en su conversación con Gilles Deleuze. Pero esto no quiere decir que podamos hacer cualquier cosa, ya que, siguiendo la metáfora, hay que saber utilizar bien una herramienta para hacerla trabajar adecuadamente. Hay que evitar el abuso descontextualizado o dándole el sentido inverso a su orientación crítica y conventirlo en una ideología para reforzar el poder, por ejemplo. Para orientarnos en el empeño, Francisco Vázquez García nos propone tres aspectos a la hora de abordar el método arqueogenealógico y los dos polos en que se mueve: por un lado, el análisis de las formaciones discursivas y por otro el de sus transformaciones y sus aplicaciones como tecnologías de poder, sea sobre uno mismo o sea sobre los otros. También es importante una matización respecto a la posición del que problematiza. Si bien es cierto que no hay pretensiones de “imparcialidad” o “neutralidad”, ya que hay necesariamente una posición crítica de cuestionar lo que nos aparece como evidente. por su familiaridad, también hay que hacer una suspensión del juicio valorativo. Al ser un trabajo de investigación necesita lo que el sociólogo Jean-Claude Passeron llamó “la administración de la prueba”. Esto significa que la línea interpretativa debe ser compatible con los trabajos de los historiadores.
El primer aspecto es el del análisis de las problematizaciones o historia del presente. Hay que evitar caer en las trampas habituales que se dan en este registro. La primera es la del finalismo, como si el pasado fuera una preparación del presente. En lugar de esta banalización se trata de potenciar una actitud de interrogación sobre la singularidad del presente, que no hemos de ver como una repetición de un fenómeno universal. Esto nos lleva a lo que Foucault llama hacer una “eventualización”, que consiste en relacionar diversas contingencias en lugar de buscar cadenas causales. Eliminar las causas subyacentes y “transhistóricas”, buscando siempre explicar un acontecimiento en base a la confluencia de series heterogéneas que coinciden de manera azarosa.
El segundo aspecto es el análisis de los discursos o arqueología. La primera condición es tratar el discurso no de manera lingüística sino como una práctica. Tanto el sujeto como el objeto son productos de la práctica discursiva. No se trata de interpretar, sino de describir los hechos discursivos. No todo es discurso, por supuesto, pero todo se expresa a través del discurso: sujetos, objetos, normas, efectos de verdad. Para ello hay que discernir la relación entre lo visible y lo decible. Sin cuerpos visibles no hay discurso, pero sin discurso no hay cuerpos visibles. Los discursos están formados por enunciados, que siguen unas reglas de formación (patrones) que delimitan los objetos del discurso. Es un estilo de habla o de razonamiento que reconoce temas clave vinculados a palabras o imágenes, que nos ayudan a ver relaciones entre enunciados o entre enunciados y acontecimientos no discursivos. Se plantea aquí otra cuestión, que es la posición del sujeto respecto a los enunciados, que establece lo que Foucault llama una práctica divisoria entre formas marcadas y no marcadas. Otra operación arqueológica importante es la descripción de las “superficies de emergencia”, que quiere decir los lugares donde los sujetos del discurso son designados. Las instituciones donde aparecen los discursos, los contradiscursos que se le confrontan, los que son acreditados y desacreditados en la circulación del discurso. Están finalmente las “rejillas” de especificación. Hay enunciados sobre mundos sociales diversos y algunos entran en tensión entre sí o pueden llegar a ser contradictorios. Todo ello da lugar a unos mecanismos discursivos que producen pautas de veridicción y de prescripción.
El tercer y último aspecto es el de la genealogía o análisis de las relaciones de poder. Partimos de la base que es una estrategia inseparable de la anterior, que actúan ambas de forma simultánea y combinada. La genealogía tiene una dimensión claramente temporal, pero no es historia. O mejor dicho, es lo que Nietzsche llamaba “una historia crítica” que elimina la ilusión de una “realidad” subyacente la formación histórica, de una identidad que se complace en el `presente y de una verdad “ahistórica”. Las comparaciones se basan en una discontinuidad como instrumento analítico, que implica dos estrategias. La primera es prescindir de una conceptualización previa, señalando en cambio cómo se va construyendo históricamente. La segunda es sustituir la causalidad lineal por los análisis de tipo rizomático, entendiendo sujeto y objeto como configuraciones que aparecen de manera emergente por encuentros aleatorios. El punto fundamental de la genealogía es, de todas maneras, las relaciones de poder, que par Foucault son siempre intencionales, que no quiere decir que responda a voluntades subjetivas, sino a objetivos estratégicos. Poder que, como sabemos, para Foucault atraviesa los cuerpos, tiene una dinámica propia y no es una superestructura de un ámbito más básico, y es productivo más que represivo. El poder es una práctica que funciona a través de tecnologías que se inscriben en un dispositivo, al que no hay que entender como despliegue de una planificación sino como resultado de dinámicas que se cruzan. Siempre dándole un carácter inmanente y contingente. Hay también una mención interesante a las tecnologías del yo.
Francisco Vázquez García también nos previene de algunas lecturas precipitadas y simplificadas de Foucault, como la de considerar que se pasa del poder soberano al disciplinario y de este a la sociedad de control. Son tres formas de dominio que coexisten, aunque hay que ver las líneas de fuerza y la que predomina en cada sociedad.
Todo lo dicho puede parecer abstracto y lo es. Hay que leer el libro para ver como se concreta, como he dicho al principio, y aquí encontramos también su valor, aparte de la magnífica y didáctica síntesis que realiza Francisco Vázquez García. Los ejemplos no son exclusivos del estudio del propio autor sobre el cura pederasta, sino que se apoya también en los de Nikolas Rose. Aunque no hay una escuela foucaultiana, en el sentido ortodoxo (el mismo Foucault creó las condiciones para que no sucediera) si hay muchas investigaciones que siguen el horizonte abierto por él y que utilizan su caja de herramientas. Tanto Vázquez García como Rose son un buen ejemplo de ello.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Entre filosofía, democracia y educación ha existido siempre una relación íntima. De hecho, aparecieron casi a la vez, como bulliciosas y peleonas trillizas en la Grecia de Sócrates, Pericles y Aspasia. Sea por esta hermandad histórica o por la naturaleza propia a cada una de ellas, lo cierto es que ninguna se deja concebir idealmente sin la otra. Esto no quiere decir, desde luego, que la filosofía o la educación no existan más que en regímenes democráticos, sino que, sin la conexión de cada una con las otras dos, no llegan a ser más que una pobre e incompleta versión de sí mismas. Veamos en qué consiste y a qué da lugar este amoroso trío.
En primer lugar, las tres, filosofía, educación y democracia, giran en torno a un mismo y problemático asunto: el de lo qué deben ser (y lo que son idealmente) las cosas. Así, la filosofía busca conocer lo que debe ser la realidad, el ser humano, la verdad, la justicia, etc. (esto es: la idea o ideal de cada una de esas cosas), poniendo entre paréntesis lo que de ellas nos es dado. Por otra parte, la democracia trata de establecer lo que debe ser un consenso justo frente al poder fáctico de la fuerza, la costumbre o el dogma. Y la educación, en fin, tiene idealmente por objeto ayudar a que seamos lo que creemos que debemos ser a partir del dato de lo que de hecho somos y sabemos.
Otro elemento común a la filosofía, la democracia y la educación es el diálogo. El diálogo en torno a las grandes preguntas, en el caso de la filosofía; el diálogo como procedimiento para tomar decisiones políticas, en el caso de la democracia; y el diálogo como raíz misma del aprendizaje (no hay aprendizaje sin ese diálogo, externo e interno, por el que nos convencemos de lo aprendido). En los tres casos el diálogo debe ser, además, incesante, de manera que todo debe ser revisado y expurgado una y otra vez de errores, injusticias y prejuicios.
Un tercer rasgo común es el carácter reflexivo o autorreferente propio a las tres. La filosofía es un pensar en lo que se piensa; la democracia un democrático legislar sobre cómo legislar democráticamente; y la educación una capacitación para el desarrollo de las propias capacidades. La reflexión filosófica, la autonomía política y el aprender a aprender son, así, la expresión de lo que son, o deberían ser, respectivamente, la verdadera actividad filosófica, democrática y educativa.
A partir de esta somera descripción de la relación entre democracia, educación y filosofía deberíamos tener ya claro el lugar que ha de tener la filosofía en la educación en democracia (es decir, “en” una democracia y “en” aquellas competencias imprescindibles para ejercer una ciudadanía democrática).
La filosofía tiene la función, en primer lugar, de dotarnos del bagaje necesario para afrontar la tarea trascendental de considerar o reconocer por nosotros mismos lo que deben ser las cosas (el mundo, el ser humano, la verdad, lo justo, lo bello…). Ninguna ciencia puede ocuparse de esto (las ciencias se ocupan de “salvar las apariencias”, no de la idea o ideal de las cosas), y la religión o el arte lo hacen, pero no de forma estrictamente racional.
En un sentido procedimental, la tarea educativa de la filosofía es enseñar a dialogar. El diálogo filosófico, que no es el de las tertulias de la tele ni el de los torneos de retórica, consiste en examinarlo críticamente todo, empezando por las ideas propias, para intentar reconstruir luego una tesis racional que acepten los demás. Sus rasgos distintivos son la cooperación (no se compite), la honestidad (no se manipula), la intención de aprender (se reconocen y valoran con objetividad las razones del otro) y el rigor argumental (se evitan falacias y errores lógicos).
Y la tercera función fundamental de la filosofía es generar en nosotros una actitud reflexiva, algo que no equivale a pasividad o indiferencia (como suele decirse: no hay nada más práctico que una buena teoría), sino al necesario ejercicio de la lucidez. La lucidez consiste en ver y pensar más allá de lo que uno ve, piensa, desea o siente en cada momento o contexto. Sin esa lucidez no es posible la acción libre, inteligente y orientada al bien común.
Sostendríamos así que solo en el ejercicio filosófico cabe explorar sistemáticamente el ámbito axiológico del “deber ser”, que solo la filosofía puede dotar a las personas de una imagen consistente, ideal y racional del mundo que permita conectar sus intereses particulares con los generales, y que es la actividad filosófica la que convierte el diálogo crítico y la actitud reflexiva en los hábitos que han de sustentar la práctica democrática y educativa. Diríamos, en fin, que la filosofía representa la praxis deslegitimadora y deconstructiva que (paradójica pero lúcidamente) más coherentemente legitima y contribuye a construir la democracia. De ahí la necesidad de educar en ella a todos los ciudadanos.
Un comentario de Tom Waits que me ha interesado mucho: "El mundo es un lugar infernal y la mala escritura está destruyendo la calidad de nuestro sufrimiento. Abarata y degrada la experiencia humana, cuando debería inspirar y elevar".
Pocas cosas más humanas, más necesarias y más sutiles que la expresión exacta del sufrimiento. Quizás hablar aquí de exactitud sea excesivo, pero precisamente por ello, porque mi sufrimiento no se encuentra en una definición, sino en mi experiencia, hay que atraparlo como bien se pueda en el lenguaje. Para ello es imprescindible disponer de un bagaje de palabras que nos permitan darle un rostro para mostrárnoslo a nosotros y a los demás. O para callar sabiendo lo que callamos.
Si por algo la educación emocional, tal como la veo practicada en muchas escuelas, me produce suspicacias, es porque, posiblemente sin ser consciente de ello, está fomentando una estabulación sentimental. No sería de extrañar que dentro de unos años gravaran con un impuesto de lujo cualquier expresión diáfana de un sufrimiento genuino.
Jurado de Instrucción civil de California número 1707
Una opinión puede ser considerada una declaración de hechos si dicha opinión sugiere que los hechos existen. Para determinarlo, debe considerarse si el oyente medio concluiría, en base al lenguaje y el contexto, que se estaba dando una declaración de hechos.
Aquí va una declaración de hechos: pocos entienden lo que acabo de decir. Incluyéndome a mí.
¿Qué pasa cuando dos personas perciben lo mismo de forma diferente? Si tu percepción de un hecho no coincide con la mía. ¿Qué percepción es la verdadera?
No estamos hablando de personas con problemas mentales. Esas personas necesitan tratamiento médico y psicológico. No asesoría legal.
Independientemente de si han sido heridos, demandados o acusados de un delito, el interés de vuestro cliente debe ser la mayor preocupación. Y su percepción de la realidad es la que importa. Así que, como su abogado, debéis descubrir hechos que apoyen esa percepción porque la percepción de vuestro cliente es su verdad.
Prestarles un servicio significa hacer lo posible para demostrar que su verdad representa la verdad definitiva.
Hay quienes consideran que la verdad es universal. Esos no son abogados litigantes. Tachad eso. Esas personas no son abogados de éxito. Los abogados exitosos buscan la verdad. La buscan pero, aún más importante ..., son los que definen la verdad. (Dan Broderich)
Dirty John T2 episodio 7 (The Betty Broderich Story)
Hay que volver la mirada hacia los clásicos, porque siempre nos guardan alguna sorpresa. No importa cuántas veces hayas leído un texto de Platón o de Aristóteles. Si lo lees de nuevo con atención, encontrarás ese término preciso que hasta ahora te había pasado por alto.
Es lo que me acaba de ocurrir con la aristotélica Ética a Nicómaco, donde el estagirita define al hombre como "syndiastikós" (1162 a).
Podemos traducir este término como "emparejado", pero en griego el nexo de unión de la pareja está reforzado por el prefijo "syn-" (junto, unido) y la raíz "-dúo-" (dos).Estas son las palabras de Aristóteles: "La relación (philía) entre marido y mujer parece darse por naturaleza. El hombre, por naturaleza, es antes un "syndiastikós" que un "politikós".
Leer es (caer en) un abismo.
Tenía ya bastante adelantado el ensayo que estoy escribiendo cuando me di cuenta de que necesitaba más información sobre un punto aparentemente secundario que no me ocupaba más de media página, pero que en su formulación quedaba muy ambiguo. Así que comencé a leer y caí en la trampa.
La lectura me proporcionó, sí, la luz que yo buscaba, pero, al hacerlo, me iluminó tinieblas de las que no era consciente y que afectaban, estas sí, a algunos de los puntos centrales del ensayo. Así que decidí aparcar la redacción y leer más. Y el foso de las incertidumbres fue creciendo.
Por si fuera poco, la lectura me empujó a la relectura y descubrí, con sorpresa, lo mal que había entendido a Eugenio Trías, lo poco que aproveché a Helmuth Plessner, las vías que me abre el gran Juan David García Bacca, el cuidado con el que hay que tratar a Eduardo Nicol, etc.
Finalmente, he tenido que decir: "¡Hasta aquí he llegado!" En caso contrario no acabaría nunca el ensayo. Es lo que hay que hacer, pero someter tu propio pensamiento a una orden que no tiene que ver con la busqueda de la verdad, sino con asuntos de orden práctico tiene algo de sofístico.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario.es
Las “Marías”, ya sabrán o recordarán ustedes, son aquellas asignaturas de naturaleza “decorativa” que dábamos en el colegio y que le importaban un bledo a todo el mundo. Solían ocupar un espacio mínimo o simbólico en el horario (una o, con suerte, dos horas por semana) y las impartían profesores que, en muchos casos, no tenían ni idea, con lo que, en buena lógica, se dedicaban a matar al tiempo proyectando películas o charlando de lo primero que se les pasaba por la cabeza. Eso sí, en la época de los sacrosantos exámenes, nos dejaban la hora para estudiar. Y esa era, casi siempre, la única utilidad que tenían.
“Marías” las hubo y las hay de diversos tipos. Hagan memoria: la plástica, la educación física, el arte, la religión y, desde luego, la ética. Algo, esto último, que siempre me llamó mucho la atención. La educación plástica es fundamental, sin duda, y la educación física, y la música. Y la religión, para qué nos vamos a engañar, también significa mucho para mucha gente. Pero, ¿y la ética? – pensaba yo – ¿No es acaso lo más importante de todo? ¿No es fundamental saber algo (o intentarlo) acerca de un asunto tan peliagudo como el de “lo bueno y lo malo”?
Porque a ver: la vida, la salud, el dinero, el amor, la religión, la música, o lo que sea, nos parecen importantes porque las consideramos cosas “buenas” (y definan bueno en el sentido que crean más bueno: placentero, conveniente, debido, justo, digno…). ¿Pero por qué han de ser “buenas”? De hecho, hay gente que no las considera así (los suicidas, los que se enganchan a drogas peligrosas, los que desprecian la riqueza, los que practican la castidad, los talibanes que odian la música…). Fíjense que incluso para averiguar si algo es realmente más importante (es decir: “más bueno”) que la ética haría falta la reflexión ética…
Ahora bien, siendo la ética lo más importante de todo (o, al menos, la materia que sirve para pensar en qué es lo más importante de todo), ¿cómo es que se la trata en el sistema educativo como una maldita María? Además, el resto de las tradicionales Marías (la educación física, la música, la religión…) tienen, como mal menor, otros espacios disponibles para quien esté interesado: los gimnasios y polideportivos, las escuelas de música, las parroquias… ¿Pero y la ética? ¿Dónde se imparte ética más allá de la escuela?
Hay quien responde a esto último que “en casa”; es decir, que es en el entorno privado donde hay que transmitir la moral y los valores. Pero ni a mí ni a los adolescentes a los que doy clases nos convence para nada esta respuesta. Primero, porque no solemos estar de acuerdo con gran parte de los valores que se nos transmiten, casi siempre sin razón suficiente, desde el entorno familiar, social o mediático. Y segundo, y más importante, porque nos parece que sobre esto de la ética tiene que haber algo más que el saber infuso y parcial (cuando lo hay) de la familia, las tertulias de la tele o los colegas.
¡Y vaya si lo hay! Cuando uno abre cualquier manual de filosofía y se va al capítulo dedicado a la ética, comprueba que sobre esto tan presuntamente infuso o subjetivo de “lo bueno y lo malo” existen decenas de escuelas, tendencias y teorías, tanto antiguas como de rabiosa actualidad, y cientos de libros, tesis y expertos investigando, debatiendo, produciendo ideas y participando de comités científicos, médicos, empresariales o políticos. Esta ética no es, por demás, ninguna lista de mandatos o valores que haya que adoptar por narices, o desde argumentos ya inventariados, sino una disciplina que lo analiza todo: desde lo que es una “norma” o un “valor” hasta las peculiaridades del lenguaje en el que expresamos y justificamos nuestros particulares juicios morales. Un saber, además, en que se diseccionan y afrontan problemas cotidianos que a mucha gente ni siquiera le parecen problemas, sino “cosas que pasan” (la desigualdad económica, el sometimiento de las mujeres, las consecuencias del desarrollo tecnológico, la manipulación de los medios, la injusticia de las leyes, y mil más).
Porque, y esta es otra, mucha gente, gobernantes incluidos, piensa que la ética y la simple educación en valores son lo mismo, confusión que se debe, sin duda, a que a menudo se usa el mismo término para designar al que es “bueno” y al que estudia “lo que es bueno”, al que hace “lo que hay que hacer”, y al que se pregunta de forma sistemática “por qué hay que hacerlo”. Pero es claro que ambas cosas son muy distintas. La educación en valores está dirigida a la transmisión de aquellos mínimos principios morales o normativos que deben regular la convivencia y el comportamiento de las personas, mientras que la ética se ocupa de la reflexión racional acerca de los valores y de lo valioso en sí, dotando al alumno de las herramientas y hábitos (teorías y enfoques éticos, conceptos de filosofía moral, pensamiento crítico y sistemático, lógica y ética de la argumentación, procedimientos dialógicos, análisis de dilemas morales, etc.) necesarios para afrontar por sí mismo los retos y desafíos de su entorno, además de establecer de forma autónoma y responsable su propia escala de valores.
Además, todo esto tan sumamente importante que transmite la ética (y no, o solo circunstancialmente, la educación en valores) no lo puede enseñar “transversalmente” ninguna otra materia. En todas las materias se puede desentrañar un problema moral, ejercitar el diálogo argumentativo o practicar el pensamiento crítico, pero solo en ética se trata de todo esto de manera sustantiva, exhaustiva y problematizada, atendiendo a sus fundamentos, condiciones, normas, tipos, propiedades y límites. Pensar lo contrario sería tan absurdo como pensar que, dado que en todas las asignaturas se habla o se manejan números, podemos convertir a la lengua o la matemática en “Marías” con una hora semanal.
Porque, hablando claro: que después de tanto bla-bla-blade los políticos sobre lo importantísimo que es la educación para resolverlo todo (desde el cambio climático a los discursos de odio, pasando por el machismo y la violencia contra las mujeres, el consumismo, las adicciones, la desinformación, la corrupción, el suicidio juvenil, el género, y mil asuntos más) ahora resulte que la única materia que se ocupa directamente de todo esto en la educación obligatoria sea una asignatura consagrada a la educación en valores (no estrictamente a la ética) y con una sola hora a la semana (35 horas en toda la ESO, mientras que Religión, por ejemplo, dispone de 140) es, si lo hubiera, de juzgado de guardia político – un juzgado, por cierto, que tendría que estar compuesto de ciudadanos éticamente bien formados –.
En conclusión, sin una profunda educación ética y bien dotada de horas y espacios en las escuelas e institutos, vamos a generar ciudadanos no solo incapaces de afrontar de forma madura dilemas y decisiones de relevancia personal y social, o de entender a fondo lo que implican sus propios juicios y posiciones morales o políticas, sino algo peor aún: ciudadanos inermes ante todo tipo de demagogos, sectarios, salvapatrias, tunantes y vendehúmos; esto es, vamos a contribuir, más aún, a crear el peor de los mundos posibles. Piénselo. Y pongan, por favor, toda su competencia ética en hacerlo.
En estos días, y al calor de la movilización por la recuperación de la educación ética y filosófica en la enseñanza secundaria, hemos tratado de las complejas relaciones entre ética y educación cívica, y del papel de la filosofía como eje de la educación en democracia. Lo primero fue en las Jornadas de Fin de Proyecto "El filósofo, la ciudad y el conflicto de las facultades", en la Universidad Complutense de Madrid. Y lo segundo en el Aula Manuel Alemán de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.
Aquí se puede ver una buena parte del acto en la UCM
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La primera vez que hice turismo por el interior del Reino Unido me llevaba unos chascos de aúpa. No era raro que perdiera una mañana para llegar a algún sitio señalado como yacimiento o monumento histórico y que no encontrara allí más que el solar o los cuatro muros esparcidos de algún inapreciable edificio. A veces, el inevitable Centro de interpretación (con su tiendecilla de libros y souvenirs) era más grande que lo que interpretaba. Si algo me impresionó, en fin, de aquella tierra, fue el modo, exquisito hasta la exageración, en que cuidaban de su patrimonio.
¿Y en nuestro país? ¿Ocurre lo mismo? Ya se imaginan la respuesta. Aún recuerdo como la joven guía de un pequeño museo arqueológico (creo que por Osuna) nos contaba que las preciosas figurillas y monedas romanas que se exponían ahora en las vitrinas eran las mismas que usaban los niños para jugar en cierto lugar junto al pueblo. Yo mismo, hace más de veinte años, aún le daba al fútbol entre las piedras (literalmente, pues servían de portería) del circo romano de Mérida. Un inglés alucinaría con todo esto. Teniendo mucho más patrimonio histórico que otros países (o quizás por eso), lo hemos tratado durante años con la punta del pie. Y una prueba son los más de mil monumentos (castillos, conventos, ermitas, palacios…), sesenta y uno en Extremadura, que permanecen en la Lista Roja del Patrimonio, esto es, al borde de la ruina completa.
Es cierto que existe una sensibilidad cada vez mayor hacia estos lugares y edificios singulares, y una idea más ajustada y lúcida que la que se tenía antaño de los beneficios, no solo económicos, que supone el invertir en ellos. No es difícil. Hay que estar ciego para no ver que si unimos (y no acabamos por malvender y estropear) el impresionante patrimonio natural de Extremadura – uno de los mejor conservados de Europa – y su rico y variadísimo catálogo monumental (restos megalíticos, templos tartésicos, edificios romanos…) dispondremos de una mina turística y cultural de primer orden.
Y lo mejor es que para extraer réditos de esta mina no hace falta contaminar o cargarse nada, ni realizar un esfuerzo financiero inasumible. Aunque sí emprender políticas más decididas, tanto en la promoción turística y educativa, como en la adquisición de la titularidad de buena parte de ese patrimonio que, por estar emplazado en terrenos privados, depende para su conservación de la buena voluntad y generosidad de particulares.
Más allá de esto, solo hace falta crear (¡Y mantener!) una mínima infraestructura de señalización, servicios y accesos públicos, y renovar la que anda abandonada. Lo digo porque localizar y visitar alguno de estos monumentos representa a veces una odisea, además de algún que otro conflicto, pues la inexistencia (o la frecuente ocupación privada) de caminos públicos obliga a la petición de favor a los propietarios o a andar saltando vallas como un furtivo. Y tampoco vendría mal algo de vigilancia. No puede ser que restos arqueológicos o edificios históricos de primer orden se hallen sin control alguno y a merced de cualquier vándalo en mitad del campo.
Todo esto que hemos dicho para el patrimonio material también vale, por supuesto, para el inmaterial, como las fiestas populares, la gastronomía, la música, la literatura oral o las hablas vernáculas, incluido el llamado extremeñu, que no es “la lengua de los extremeños” como algunos exagerados claman (a la vista o al oído está), pero que sí es un elemento patrimonial (no identitario, conviene separar muy bien ambas cosas) que ha de ser investigado y documentado antes de que desaparezca del todo, cosa que pasará, por la sencilla razón de que no se debe (aunque se pueda, como ocurre en otras comunidades) obligar a la gente a hablar una lengua a la fuerza.
Toda esta demanda de protección del patrimonio no tiene nada que ver, por cierto, con el “terruñismo”, el chauvinismo provinciano o la frecuente idealización edénica de lo ya perdido. Proteger y conservar las tradiciones más importantes, incluso las peores (no más allá del museo), es una estimable estrategia para reconocer lo mejor que somos y prevernos de lo peor. Pero ojo, esto no implica sustituir la cultura viva y real por un folklore impostado y casi obligatorio, como el que por motivos políticos (en el peor sentido de la palabra “político”) se cultiva en otras partes del país.
Conocer y hacer conocer esta bendita tierra, con sus infinitos encinares, sus cielos límpidos, sus inigualables monumentos y sus gentes, es un filón maravilloso de riqueza cultural y de la otra. Hagámoslo más grande, no empeñándonos en buscar de forma artificiosa “nuestras diferencias”, sino procurando que todos se reconozcan en lo más hermoso y significativo que poseemos.
Biblioteca Marc de Vilalba de Cardedeu
Divendres, 17 de desembre 2021 - Horari: 18 h.
https://www.bibliotecacardedeu.cat/activitat/filmosofia-taxista-ful-jo-sol/
Entrada lliure
El taxista ful (2005), dirigida per Jo SolSinopsiEn José R. Treballa com a conductor de taxi pels carrers de Barcelona. La seva vida seria igual a la de qualsevol taxista de 52 anys si no fos perquè els taxis que condueix són robats. En José roba per poder treballar. [Font: Filmaffinity]
Cinefòrum dinamitzat per: Joan MéndezFilosofia a la gran pantalla
En el present curs analitzarem algunes de les propostes més rellevants aportades per destacats pensadors al llarg de la història, tot veient de quina manera aquestes han estat recollides pel món del cinema en diversos films i sèries. Pel·lícules com El setè segell, K-pax, El show de Truman, Espies des del cel o El juego del calamar ens serviran per il·lustrar algunes de les idees més originals de la història de la filosofia, com la hipòtesi cartesiana del Geni Maligne o la teoria de l’etern retorn de Nietzsche.”
1. La hipòtesi del Geni Maligne de Descartes (13 de desembre)
2. L’Utilitarisme de John Stuart Mill (10 de gener)
3. La teoria de l’etern retorn de Nietzsche (14 de febrer)
4. Del sentimiento trágico de la vida de Unam
Cada vez que usted paga con un billete se está dando un acto de confianza: usted confía en que ese papel de colores emitido por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre tenga un determinado valor. La persona que le cobra confía en lo mismo. Cada vez que usted lee una noticia y la da por buena está confiando en un medio de comunicación y en un periodista. Cada vez que usted toma un medicamento está confiando en la ciencia y en la industria farmacéutica. Cuando dejamos los asuntos públicos en manos de los políticos confiamos en que los gestionarán, al menos, con honestidad (cosa que no siempre ocurre). Aunque no reparemos en ello a menudo, la confianza es el pegamento invisible que mantiene en pie a la sociedad, a la democracia, a la economía… y hasta a la comunidad de vecinos. “Es la confianza, más que el dinero, la que hace girar el mundo”, señaló el economista Joseph Stiglitz. Pero, a veces, la confianza falla. Ahora está fallando.
¿Cuáles son las causas de esta creciente desconfianza? Son variadas. Por ejemplo, la corrupción política y la creciente desigualdad implican que la ciudadanía no se fíe de una política trufada de engaño o de un sistema económico que no parece ofrecer opciones vitales dignas para todos. La revolución tecnológica nos hace sentir en manos de fuerzas enormes que no llegamos a comprender. La precariedad laboral y las migraciones también nos hacen percibir un entorno demasiado cambiante e inestable. “Pero sobre todo la suscitan la frustración de expectativas y el reconocimiento de una vulnerabilidad creciente: pandemias, desempleo, etcétera”, señala el filósofo Carlos Pereda, investigador emérito del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y autor de Sobre la confianza (Herder).
“Las frustraciones individuales”, continúa Pereda, “son las escuelas más eficaces de la producción de desastres. Las redes sociales, si bien ayudan a desconfiar de falsos prestigios y de monumentos con pies de barro, también multiplican la incredulidad sin argumentos, no pocas veces la incredulidad más boba”. El virus de la desconfianza se hace evidente a la vez que se propaga en plataformas como Twitter. Muchas personas encuentran difícil obtener información fiable en internet, al tiempo que crece la creencia de que las instituciones son proclives a difundir falsedades. Se desconfía de la “versión oficial” de los hechos.
La confianza social que, como se ve, ha de construirse de manera colectiva tiene muchas ventajas: allí donde se da hay mejor calidad de gobierno, mayor crecimiento económico, menores índices de pobreza y más robustos Estados de bienestar. “En líneas generales, las sociedades ricas en confianza social funcionan mejor porque cuando los ciudadanos confían unos en otros, se reducen costes de transacción, y la cooperación es más sencilla”, explica Herreros.
Y ser desconfiados no significa que seamos más avispados o autónomos, que debamos vanagloriarnos de que no nos den gato por liebre, como pudiera parecer. “La desconfianza en las instituciones no fortalece la autonomía individual. Por el contrario, es el caldo de cultivo de la desorientación social y de la razón arrogante, esos prólogos irresistibles del autoritarismo”, concluye Pereda.
Sergio C. Fanjul, ¿Quién se cree la versión oficial? Ya no confiamos en nadie, El País 28/11/2021
Fernando Broncano, Hacer y deshacer cuerpos, El laberinto de la identidad 27/11/2021
Sin embargo, no se trata de una indisponibilidad absoluta: por supuesto, con dinero, y también con entrenamiento, se puede influir en el juego; esto lo sabe todo deportista amateur, no solo los futbolistas, sino también los tenistas, los jugadores de baloncesto y quienes practican otros deportes. Uno puede mejorar sus posibilidades en la pista de tenis, por ejemplo, mediante buena preparación, entrena- miento mental y relajación; pero jamás podrá con- seguir a la fuerza la victoria ni el próximo punto.
Aún más: el mero incremento del esfuerzo no alcanza para lograr nada; cuanto más se intenta poner el gol o el próximo punto a disponibilidad, es decir, forzarlo, tanto menos se lo consigue. Por esta razón, muchos deportistas amateurs llevan a cabo todo clase de ritos aparentemente oscuros —por ejemplo, antes de impactar la bola— similares a prácticas mágicas para poner a disponibilidad lo indisponible; y son las luchas y tensiones en esta línea fronteriza las que mantienen el carácter fascinante del deporte.
Sin embargo, el interjuego entre la disponibilidad y la indisponibilidad no es solamente un rasgo constitutivo de muchos deportes, sino de los juegos en general: el ajedrez, los juegos de naipes, de mesa y de azar.
En el juego y el amor, en la nieve e incluso en la muerte: la indisponibilidad es parte constitutiva de la vida humana y de la experiencia humana fundamental. Y cuan- do se pregunta acerca de la relación con el mundo de la Modernidad —es decir, acerca de la manera en que las instituciones y prácticas culturales de la sociedad actual se relacionan con el mundo, y, consecuentemente, acerca de cómo los sujetos modernos estamos colocados en él—, la manera en que entramos en relación individual, cultural, institucional y estructuralmente con lo indisponible parece constituir un foco cardinal del análisis.
En el juego y el amor, en la nieve e incluso en la muerte: la indisponibilidad es parte constitutiva de la vida humana y de la experiencia humana fundamental. Y cuan- do se pregunta acerca de la relación con el mundo de la Modernidad —es decir, acerca de la manera en que las instituciones y prácticas culturales de la sociedad actual se relacionan con el mundo, y, consecuentemente, acerca de cómo los sujetos modernos estamos colocados en él—, la manera en que entramos en relación individual, cultural, institucional y estructuralmente con lo indisponible parece constituir un foco cardinal del análisis.
Mi hipótesis inicial es la siguiente: en la medida en que nosotros, los tardomodernos, apuntamos a poner el mundo a disponibilidad, este nos encuentra siempre como un «punto de agresión» o como una serie de puntos de agresión, es decir, como un conjunto de objetos a ser conocidos, alcanzados, conquistados, dominados o usados. Precisamente de esta manera parece escapársenos la «vida», aquello que constituye la experiencia de la vivacidad y el encuentro: aquello que posibilita la resonancia. Esto, a su vez, produce angustia, temor, ira e incluso desesperación; sentimientos que luego, entre otras cosas, se ven reflejados en comportamientos políticos impotentes y agresivos.
Harmut Rosa, Lo indisponible, Herder, Barcelona 2020
Desde el Parador Nacional de Lleida, donde me están cebando con gran mimo. Me está tentando la idea de okupar la habitación que ya ocupo y no salir de aquí en unos meses.
Mientras tanto, El Locutori acude puntualmente a su cita con sus muy selectos lectores.
Después cena, agradabilísima, en casa de Ana Palacio, con la anfitriona y José María Marco. Doña Ana me echó la bronca porque dice que es indigno que a mi edad vaya coqueteando con mis achaques viejunos. Visto que se me puso seria, dejaré de quejarme para que me siga invitando a sus cenas. No se me ocurre nada mejor que hacer en Madrid que cenar en su casa.
Hoy, por la mañana, desayuno con Antonio Vargas, director de Políticas Públicas para España y Portugal de Amazon Web Services. Volveremos a vernos.
Después, encuentro en la redacción de El Debate con Ricardo Morales que acaba de llegar de la frontera oriental polaca. Sondeos y entrevista. De allí a la estación de Atocha y AVE a Lleida. En una habitación del Parador Nacional escribo esto. Me han dado de comer en un restaurante realmente excelente y sin apenas tiempo para hacer la digestión, me espera la cena. Me prometen borraja con patatas y aceite del rico.
Entre una cosa y otra, planes para la editorial. Todo sigue adelante y con buenas perspectivas. No me duele nada. Me siento saludable, fuerte, agil, más joven y hasta un poco más alto.