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-¿Dónde está Lenin? - pregunta.
El guía le contesta: “En San Petersburgo.”
Terry Eagleton, “Humor”.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Deliro si afirmo que vivimos en una sociedad “psicopatologizada”, en la que muchos de los problemas sociales o morales se pretenden arreglar con psicólogos? ¿Es paranoico decir que la psicología forma parte hoy del dispositivo ideológico que nos amansa y ciega con el mayor de los cuidados? ¿Supone un exceso de psicopatía por mi parte, en pleno frenesí publicitario-institucional en torno a la salud mental, expresar mis dudas al respecto? Vayamos por partes.
No hay duda de que el Estado debe ofrecer atención psicológica y de calidad para todos, ni de que hay que dejar de estigmatizar la enfermedad mental (un estigma debido, en parte, a que afecta a nuestra identidad como personas en mucha mayor medida que la enfermedad física). Ahora bien, dicho esto, y dejando las enfermedades mentales a un lado, ¿deben los psicólogos ocuparse del malestar emocional que destila por todos sus poros nuestra sociedad del bienestar?
Yo creo que no. Primero porque ese malestar solo es “emocional” en la medida en que no se deja analizar y entender fácilmente, por lo que lo que hay que hacer es dar a la gente herramientas intelectuales para hacer ese análisis (esto es: educación crítica, y no bonos para el psicólogo). En segundo lugar, porque ese malestar tiene causas objetivas (económicas, sociales, ideológicas) que solo pueden resolverse reevaluando nuestros valores (y actuando en consecuencia), algo que en ningún caso compete a la psicología como tal.
Dicho de otro modo: un psicólogo no es un sabio consejero espiritual, ni un filósofo experto en ética, ni un mago o sacerdote que te asegure la bienaventuranza. Así, si el mundo te parece una bazofia, o te das cuenta de que la vida no tiene sentido, o reparas con angustia en la soledad y miseria material y moral que te rodea, la solución no es hacer terapia. La terapia psicológica no puede suplir el análisis político, ético o filosófico sobre la propia vida, ni el compromiso para cambiar las cosas que deviene, eventualmente, de dicho análisis. Y estoy seguro de que los psicólogos estarán en esto de acuerdo conmigo.
El uso ideológico de la psicología como presunto remedio para todo arraiga, por demás, en la ingenua (yo diría que religiosa) creencia contemporánea en la omnipotencia de la ciencia para solventar nuestros problemas. La gente piensa que igual que el científico puede resolver (mágicamente, porque poca gente entiende cómo) problemas técnicos o logísticos, puede resolver también, encarnado en la figura del psicólogo, todo tipo de asuntos morales o existenciales. Pero nada de eso. No hay psicólogo o experto científico que nos libre de pensar en cómo debemos conducir nuestra vida para ser realmente dignos o felices.
La psicopatologización de los problemas sociales y morales se extiende a todos los ámbitos. Estos días he tenido que escuchar, por activa y pasiva, que la creciente ansiedad y preocupación de los jóvenes no es la lógica consecuencia de sus escasas perspectivas de empleo, de la precariedad en la que viven, de las ideas erróneas sobre el éxito que les hemos metido en la cabeza, o del debilitamiento de los lazos comunitarios frente a la vorágine del narcisismo digital, sino, simplemente, de que “sufren de más trastornos mentales”. Así, más que una masa de jóvenes en situación de hartazgo y tal vez proclives a forzar un cambio sociopolítico, lo que conseguimos es una panda de trastornados cuya principal reivindicación es contar con más terapeutas. La estrategia, calculada o no, es perfectamente perversa.
Seamos claros. Lo que necesita la juventud no son psicólogos, sino perspectivas e ideas ilusionantes con las que dar sentido y transformar al mundo. Y también, y como diría un marxista, una cierta “conciencia de clase”. Es necesario recuperar los lazos de camaradería y solidaridad intra e intergeneracional, dañados por el ultraindividualismo de nuestro tiempo y acentuados por la cultura digital y la pandemia. En este sentido, diría que hasta un botellón es más “saludable” que hacer terapia on-line. Si le quitas el elemento criticable del alcohol (una crítica cuando menos curiosa en un país en el que hay veinte veces más bares que bibliotecas), el fenómeno del botellón no es más que una forma “low cost” de cultivar los lazos sociales en el único lugar accesible que aún no está sujeto al negocio (y al control) digital, y que la mayoría de los jóvenes pueden sentir como suyo, y que es el espacio público.
El día, por cierto, en que los jóvenes ocupen ese espacio no solo para beber y charlar, sino para exigir con justa fiereza el futuro que descaradamente les negamos, no iba a haber psicólogos (ni bares) suficientes para paliar nuestra apoltronada y culpable angustia de adultos.
Buenas tardes. Me llamo Gregorio Luri y tengo una mujer deportista. Ayer, sin ir más lejos, se levantó a horas intempestivas para ir a correr una media maratón a Barcelona. Antes le decía, "tranquila, que del deporte también se sale." Pero tiene 66 años y sigue dale que te pego. Ya no le digo nada.
Solía decir mi padre que cada uno en su casa es el rey. Lo confirmo, lo subrayo y añado que mi trono es mi sofá, que lo hicieron justo a mi media para que encajara en él mis siestas, porque hay lugares para dormir y lugares para sestear. Para dormir, el silencio es imprescindible, en cambio, al sesteo le va muy bien el sonido de fondo de la televisión, un cojín bajo la cabeza, otro bajo los pies y un tercero sobre la tripa y ya tienes toda la corte y pompa necesaria para sentirte el rey del mundo. Hoy, al echarme sobre el sofá me ha tentado un rato la idea de convencer a mi familia para que me entierren tumbado en él, pero no he dicho nada porque seguro que me ponen pegas, ya saben... el qué dirán. El sofá ya está hecho a mi cuerpo, como una armadura de confort, y yo estoy tan hecho a él, compañero del alma, que no hay mejor lugar en el mundo para reponerme de las fatigas de un viaje, de la pesadez mental o del simple cansancio de la vigilia, que tan plúmbea se pone los domingos a eso de las cuatro de la tarde.
En el año 1913, John B. Watson presenta en la Universidad de Columbia “La psicología tal como la ve el conductista”, conocido más tarde como el manifiesto conductista. En él, Watson expone una serie de ideas que consolidan y unifican las diferentes propuestas conductistas que se venían haciendo en los años precedentes, entre ellos los famosos experimentos de Pavlov.
Watson consideraba que la psicología era una ciencia natural cuyo principal objetivo debía ser la predicción y el control de la conducta. Inspirándose en otros grandes estudiosos como Wuntz o Darwin, Watson consideró que la mente debía ser ‘naturalizada’ negando su vertiente metafísica y dejando fuera conceptos como la conciencia o el alma: los sentimientos, las emociones o los recuerdos eran distintas formas de conducta y podían ser estudiados a través de “conductas aprendidas observables”.
Tal y como lo definió años después Jacob Robert Kantor, psicólogo naturalista, el conductismo renuncia a las doctrinas del alma, la mente o la conciencia para centrarse en “el estudio de los organismos en interacción con sus ambientes”. Y Watson tenía un plan para estudiar ‘un organismo en interacción con un ambiente’: un bebé de 8 meses llamado Albert.Pablo Malo, Morir por un dólar: ¿por qué a los seres humanos nos vuelve locos el estatus?, El Confidencial 24/10/2021
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La revolución industrial impone otra noción del tiempo, cuantificando de forma precisa los 1.440 minutos de cada día. Se generaliza el reloj de bolsillo y ese pequeño instrumento mecánico comienza a controlar la vida, marcando el comienzo y el fin de la jornada laboral.
Con la globalización, se han extendido las modalidades de trabajo nocturno en empresas de producción y logística, ajustando las cadenas de producción y circulación al just-in-time. “El tiempo es oro”: siempre que sea productivo para el capitalista. Antes que Marx, los economicistas clásicos ya habían explicado que el tiempo de trabajo era la medida del valor de las mercancías. Marx develó que los capitalistas se apropian de una gran masa de tiempo de trabajo excedente, muy por encima de lo que pagan a sus trabajadores mediante un salario. En ese robo se va la vida. Por eso, desde que existe el capitalismo, se ha desplegado una batalla por el tiempo de trabajo.
En el último siglo, la productividad del trabajo ha aumentado varias veces en los países más ricos, pero la jornada laboral se mantiene sin modificaciones. O peor, con las reformas laborales neoliberales, las patronales disponen del tiempo de trabajo como prefieren, mediante horarios flexibles, horas extras que ni siquiera se pagan, etc. Con el teletrabajo, la esfera laboral ha colonizado aún más el espacio de la “vida”, dejando muy poco tiempo libre, aumentando el estrés y la ansiedad. Marx escribió en los Grundrisse que, si bien el capital tiende a crear tiempo disponible, “lo convierte en plustrabajo”. Es decir, que los avances tecnológicos permitirían hoy reducir la jornada a unas pocas horas diarias, pero en vez de liberar a los trabajadores de la carga del trabajo, el capital los ata con cadenas más pesadas.
Josefina L. Martínez, Ganar la batalla por el tiempo, revolucionar la vida, ctxt 22/10/2021
La escuela debe enseñar a convivir y debe hacerlo de una forma programada, sistemática y explícita. Pensar en la convivencia en términos de aprendizaje consiste en definir qué competencias queremos que adquiera el alumnado, cómo conseguirlo y de qué manera evaluarlo.
Desde la lógica retributiva, el sistema educativo expulsa al alumnado que no se relaciona de manera adecuada. Eso supone un fracaso tanto para los excluidos como para quienes permanecen, ya que ninguno aprende a superar los conflictos y a convivir en armonía. En cambio, cuando concebimos la convivencia desde una lógica restaurativa la conectamos con la equidad. Las prácticas restaurativas son realmente eficaces para cohesionar grupos, comunicarnos de forma eficaz, resolver desacuerdos y construir comunidad.
El marco restaurativo es una oportunidad muy valiosa para repensar la convivencia escolar, para tener más en cuenta a la comunidad educativa, dar el protagonismo al alumnado, tejer redes de apoyo social, acompañar, cuidar y resolver conflictos, teniendo en cuenta las necesidades de quienes los sufren y de quienes los provocan. Es una magnífica herramienta para enseñar convivencia sin excluir, sin penalizar, pero exigiendo responsabilidad para afrontar la reparación del daño causado.
Sobre el autor
Juan de Vicente Abad es catedrático de orientación educativa, trabaja en el IES Miguel Catalán de Coslada y es especialista en temas de convivencia escolar y prácticas restaurativas. Ha escrito numerosas publicaciones y participado en el diseño de materiales audiovisuales sobre resolución de conflictos, interculturalidad y Aprendizaje Servicio. Obtuvo en el Certamen D+I de 2016 el premio al docente más innovador de España.
Complementa su trabajo en el centro con la formación de profesorado en diferentes comunidades autónomas y pertenece al equipo coordinador de la asociación Convives.
Primeras páginas de Convivencia restaurativa.
La entrada Convivencia restaurativa se publicó primero en Aprender a pensar.
Ayer se presentó en el casino de El Masnou el Club Conservador, que quiere ser un club conversador de política y literatura. Para el acto inaugural me invitaron a decir alguna cosa solemne y comprensible. Critiqué a los conservadores que son tan celosos de conservar lo suyo que se olvidan de la importancia de conservar lo común; defendí que es el mismo derecho de propiedad el que legitima la huelga de los obreros y divagué sobre lo que me pareció adecuado al momento. Pero no es esto lo que guardaré en mi memoria. Lo que me impactó fue el pequeño diálogo que mantuve al final con un asistente de unos 50 años:
- Mi argumento para ser conservador -me comenzó diciendo- no tiene nada que ver con ninguno de los que ha dicho usted.
- ¿Y cuál es su argumento? -le pregunté, muy interesado en su respuesta.
- ¡El amor a la belleza! -mo soltó inmediatamente.
- ¿Ha leído usted a Scruton? -le volví a preguntar, pedante de mí.
- ¿Y quién es ese? -me respondió.
Y me rendí de admiración.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Cada vez que le cuento esto a mis alumnos, alucinan. En parte porque estas cosas, por suerte, casi ya no pasan (o eso espero). Era mi último año en el bachillerato nocturno y, como trabajaba, decidí, de acuerdo con los profesores, dejar un par de asignaturas para septiembre; una de ellas, mi favorita: Historia de la Filosofía. Tras estudiar a fondo y a placer durante el verano, hice mis exámenes lo mejor que pude, incluso con virtuosismo (ese virtuosismo amateur – y un tanto arrogante – del adolescente apasionado por una materia). Pero, para mi sorpresa, la profesora de Filosofía me puso un insuficiente como un castillo. ¡Un suspenso, y en filosofía! No solo se trataba de un golpe para mi ego, sino, sobre todo, de la condena a repetir curso con una sola materia, y a aplazar un año entero el examen de acceso a la Universidad.
De nada sirvió que al revisar la prueba no pudiera mencionarme ningún error de relevancia, ni que el resto de los profesores intercediera por mí, ni el notable de mi nota media. A la profesora no le parecía suficientemente bueno mi examen y punto. Y entonces, cuando ciertos profesores decían “y punto”, no había nada que hacer. Se podía reclamar, pero era perder el tiempo. Un desastre. Pensé hasta en dejar los estudios. Mi única y mísera satisfacción fue volver al instituto, recién acabada la carrera (de Filosofía, claro) y, con no sé qué pretexto, exhibir ante aquella profesora la sucesión de matrículas de honor de mi expediente, las becas, el premio del Ministerio, las primeras publicaciones… Me quedé muy a gusto, sí. Pero el año académico que absurdamente perdí (y todo lo que ello supuso) no me lo quitó nadie.
Dicho esto, entenderán ustedes que aplauda, casi incondicionalmente, una ley educativa que, como la presente, viene a garantizar que las decisiones sobre la promoción de los alumnos sean obligatoriamente colegiadas incluso cuando hay suspensos. ¿Por qué? Porque una decisión tan compleja y determinante no puede depender de una sola persona, sino de todo el equipo docente, y de la ponderación lo más objetiva posible de todo un plantel de factores, y no solo de la valoración individual de un examen.
¿Que esto es difícil? Sí, claro. Educar es, en general, muy difícil. ¿Qué habrá que establecer criterios para no incurrir en arbitrariedades o agravios comparativos? Por supuesto. ¿Que esto va a convertir algunas sesiones de evaluación en algo más complicado que discutir sobre las décimas obtenidas en una prueba, o sobre lo “cortito” o lo “vago” que es un alumno? ¡Ya era hora! Tratar con complejidad lo complejo de evaluar a los alumnos es una vieja asignatura pendiente con la que, inexplicablemente, hemos pasado una y otra vez de curso y de ley educativa.
De otro lado, hay quien dice que permitir que se titule con uno o dos suspensos es el acabose de la “cultura del esfuerzo”. Pero esto resulta igualmente discutible. Partamos de la idea, que nadie niega, de que el esfuerzo es necesario para aprender. Pero también del hecho de que solo aprende el que quiere, es decir, el que comprende el sentido y el valor de lo que le enseñan. Así, si “esfuerzo por aprender” significa entregarse con firmeza a una tarea por decisión propia y porque se cree que vale la pena, ¿tan terrible es titular o promocionar a un chico o chica que se ha esforzado en la mayoría de las materias, pero no ha logrado descubrir el interés o valor de alguna? Salvo excepciones, que habría que considerar, no creo que esto sea, en este ámbito formativo al menos, ningún error de bulto. A no ser que lo que también queramos “enseñar” a los chicos es a pasar por el aro de aparentar aprender a toda costa lo que no quieren ni entienden, memorizándolo y reproduciéndolo mecánicamente (es decir, a no ser que queramos cambiar el esfuerzo genuino y con sentido, por el esfuerzo ciego y embrutecedor).
¿Pero queremos eso? ¿De qué sirve el esfuerzo sin sentido? ¿Qué tiene que ver con la educación, es decir, con la relación entre el deseo innato de aprender y la competencia del profesor para encauzarlo desde la convicción en el valor de lo que enseña? Yo creo que nada.
Es, además, llamativo que se le exija al alumno demostrar constantemente su esfuerzo, mientras que este se le suponga, por defecto, y casi de forma vitalicia, al profesor. Algo que no casa con el principio de que un fracaso educativo es cosa de todos: del que enseña (que es el profesional), del que aprende, y de lo que rodea a ambos. Aunque solo paguen, como de costumbre, los más débiles. Por eso yo, tras mi insuficiente en aquel examen de Filosofía, tuve que quedarme un año en el dique seco, y la profesora que, contra toda evidencia y frente a todos sus compañeros, determinó que no merecía superar el curso, siguió con su vida tan campante, y sin que nadie le exigiera repetir algún tramo de su, me temo que inexistente, formación pedagógica.
¿Por qué me resulta tan agotador acompañar a mi mujer a comprar, especialmente si se trata de un centro comercial o, sobre todo de Ikea? A Dios pongo por testigo que intento hacerlo bien, portarme como un hombre adulto y sereno que sabe tratar con su señora en tono dialogal sobre el color adecuado de la manta para la cama del nieto o sobre si es mejor este bol de cristal con un borde azulado que este otro con un fondo anaranjado. No lo logro, pero diré, en mi descargo, que nunca acierto con la respuesta adecuada. "¿A o B?", me pregunta mi mujer. "A", digo yo esperando acertar. "¿Cómo puedes decir A si a la legua se ve que es mucho mejor B?" Pero lo que me deja vaciado de mí mismo es el cansancio. Un kilómetro en una gran superficie equivale, psicológicamente, a un par de maratones. A los diez minutos ya parece que llevas arrastrando cada una de las cosas que no has comprado.
Entiendo que los matemáticos han de dar a cada cosa su nombre preciso, exacto, bien delimitado, porque el suyo es un lenguaje formal. Pero no entiendo a los científicos sociales que inflan el lenguaje hasta la pomposidad retórica y creen ofrecer conceptos cuando sólo nos lanzan rosarios de bombas de jabón que explotan sin dejar ningún rastro en la memoria. No me sorprenden. Hace tiempo descubrí que cuanto más ampuloso es el lenguaje de un científico social, más vacío es su contenido. Un discurso sobre las cosas humanas que olvida las cosas humanas, es un abalorio.
En ciencias sociales, lo vero es severo.
Por eso me gusta la cena de planeta, un evento sin demasiadas pretensiones académicas, frívolo y educado, en el que se cotillea con humor, pero sin despellejar a nadie, se come y se bebe bien, al pan se lo llama pan y al vino "costers del Segre" y te encuentras cada año con personas con las que no te volverás a ver en los siguientes 364 días. Memorable el largo aplauso al rey, con los invitados, en su inmensa mayoría, puestos en pie. Me dio la sensación de que en aquel aplauso había más desahogo que entudiasmo, pero era un desahogo necesario.
Sí, el farero de la isla de Ons es el farero de Occidente.