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El aspecto más esquivo de la tolerancia tiene que ver con eso que Bernard Williams nos presenta como la paradoja de tener que tolerar lo que en el fondo nos resulta muy objetable o censurable. Por decirlo en sus propias palabras: “Necesitamos tolerar a otra gente y sus formas de vida solo en situaciones en las que es muy difícil hacerlo. La tolerancia, podríamos decir, solo se requiere para lo intolerable. Este es su problema principal”. O sea, que lo que se requiere de quien tolera es que acepte como bueno lo que entiende que es malo. Por decirlo en los términos clásicos, que se “permita el mal” (permissio mali), en vez de enfrentarse a él en todas sus formas, no solo cuando se presenta de forma extrema. Aquí solo cabría justificar esta excepcionalidad por razones de necesidad, en aplicación del principio del mal mayor; para evitar la guerra y la violencia, por ejemplo. Lo curioso del caso, sin embargo, es que esta actitud encima se nos vende como virtud, como lo “moralmente correcto”; es decir, que no lo hacemos por hipocresía, cobardía, dejadez o debilidad de juicio. Presupone, por el contrario, el convencimiento de que hay razones morales que nos inclinan a debilitar nuestros juicios negativos en nombre de un supuesto valor superior, el respeto por la persona tolerada, algo que seguramente sea mucho presuponer si aquello que rechazamos de ella lo vivimos de forma primaria y casi existencial. En algunos casos, incluso, por la propia actitud intolerante de aquellos a quienes se nos llama a tolerar. Ya ven, nada fácil.
Desde la perspectiva del tolerado la cosa no es menos delicada. Hay algo ciertamente ofensivo en la actitud condescendiente de quien tolera; lo normal es que el tolerado no desee ser “soportado” o “sufrido” sin más, sino aceptado como un igual, con las diferencias que reclaman aprobación, desde luego, pero salvando impoluta su propia dignidad humana. Recuerdo una frase que puso en circulación el Tea Party en la época en la que lo lideraba Sarah Palin y que decía literalmente: “Estamos en contra del matrimonio homosexual, pero toleramos a los homosexuales”. Esa es justo la mayor manifestación de desprecio, porque viene a decir que los “soportan”, pero sin que ello suponga equiparar sus derechos a los de los heterosexuales. Con todo, al menos sirve para sacar a la luz el otro lado o perspectiva de la tolerancia, aquella del tolerado, que casi siempre presupone la búsqueda de un reconocimiento que haga obsoleto el recurso a ella. Y eso exige algo más que una espera pasiva a que les sea concedida, presupone iniciar las correspondientes luchas sociales para alcanzar el objetivo, que lo que consideran que son sus derechos se trasladen a medidas legales específicas o se avance en el reconocimiento de quienes se sienten preteridos.
De lo anterior podemos extraer la consecuencia de que ni quien tolera ni el tolerado pueden sentirse especialmente a gusto con la práctica de la tolerancia. Solo parece que estarían dispuestos a aceptarla por necesidad, como un ajuste necesario bajo condiciones extremas en las que aparece como un mal menor. Lo ideal es que ni siquiera hiciera falta el recurso a ella. Pero eso supondría haber diluido cualquier resquemor hacia las diferencias de conductas o las formas de vida de todos, que ya habríamos entrado en la bendita indiferencia o la aceptación; es decir, un mundo sin conflictos derivados del choque entre identidades o concepciones del mundo e incluso de opiniones; en realidad, un mundo sin política.
Hasta ahora ese nunca ha sido el caso, pero lo cierto es que ha habido importantísimos avances. Bernard Williams pone el ejemplo del tránsito desde la ofuscación originaria del conflicto religioso a su domesticación a través de la privatización de la religión y el progresivo asentamiento de una sociedad más secularizada. Una vez implantada la tolerancia, el propio cambio social se encarga de quitarle carga explosiva a la anterior causa de la contenciosidad y poco a poco va desembocando en aceptación o indiferencia. Al menos hasta la siguiente situación en la que surge otra fuente de hostilidad similar, y ahí es cuando volvemos a precisar de esa virtud. Por decirlo en otras palabras, la peculiaridad de la tolerancia es que no es apenas necesaria cuando se apaciguan los juicios negativos sobre algo, pero nada nos asegura que sea eficaz cuando vuelven a rebrotar sobre alguna otra cosa. La integración del pluralismo de la sociedad liberal funcionó sin grandes problemas hasta que comenzó la inmigración masiva, por ejemplo, o la nueva ola feminista y los nuevos conflictos identitarios. (…)
“Lo personal es político”, el grito de guerra del feminismo, simboliza bien el cambio hacia el nuevo paradigma porque apelaba a la necesidad de romper aquellos espacios en los que se hurtaban al ojo público las demandas de emancipación y reconocimiento insatisfechas; las minorías de color salieron también de sus guetos para reivindicar igualdad de derechos efectivos; los estudiantes pusieron en la picota la moral sexual tradicional, los valores familiares e incluso algunos de los presupuestos centrales de la democracia, como la necesidad de acceder a una política más participativa. La consecuencia fue la ampliación del ámbito de lo tolerable y la extensión del debate político a cuestiones que hasta entonces eran marginales en la discusión pública.
Hasta muy recientemente no puede decirse que haya habido cambios sustanciales, las luchas sociales tardaron en encontrar una plasmación efectiva. Pero ahora la condición de la mujer ha sufrido ya una trasformación radical, como también la actitud ante los homosexuales o las minorías étnicas y culturales. La aparición de la Red no solo facilitó la convocatoria física de manifestaciones de estos grupos; también contribuyó a que encontraran a sus afines y se trasladara a ellos su conciencia de lucha. Ahora sí que nada escapa al ojo público. Todos nos enteramos de cómo se siente cada cual, lo que opina, lo que le satisface o indigna. Tampoco hace falta enhebrar la propia posición en un discurso. Aquí (…) no hay contraste de ideas, ni siquiera de valores. La fuerza del mejor argumento se sustituye por la intensidad de las pasiones. Importa más la expresividad de la indignación moral, cuyo único objetivo es fortalecer la cohesión del grupo, mantener viva su animadversión al otro como fin en sí mismo. Es lógico, por tanto, que una de las partes beligerantes no pueda comenzarse diciendo que respeta las otras posiciones, a pesar de no estar de acuerdo con ellas; todo lo contrario, la eficacia reside en mandar el mensaje contrario, que esa opinión es inaceptable, inasumible, degradante, o de facha o rojo, la mejor manera de evitar tener que argumentar en contra de alguien. No hay manera de encontrar una transacción pacífica de las diferencias. La política posverdad añade a esto un elemento aún más distorsionador, si cabe, porque son los hechos mismos los que se ponen en la picota, y sin ese mundo de una realidad compartida todo queda ya al albur de afirmaciones arbitrarias sobre cualquier cosa. Todo vale.
Fernando Vallespín, "Estamos en contra del matrimonio homosexual, pero toleramos a los homosexuales": la trampa de la palabra 'tolerancia', El País 10/10/2021
1- Eliminaron del menú el milhojas y lo sustituyeron por un resumen de cincuenta.
2- A mi hijo disléxico empezar el cole le produce alergia
3- Me rompí el brazo. La recuperación, en septiembre
4- El tiempo más que pasar te retiene hasta que te vas.
5- Ahora tener una buena calculadora es lo que cuenta.
6- Si te buscas a ti mismo sin saber quien eres acabarás perdiéndote
7- -¿Principal defecto?
- Abrirme a los demás
- ¿Profesión?
- Interiorista
8- No creo que acabe el curso de pesimismo en el que me he matriculado.
9- No puedo hacer pastel casero fuera de casa. No me sale.
10- - ¿Quieres establecerte en un sitio de una vez?
- Nómada la gana
11- ¡Qué caro! ¡Me cago en Dior!
12- El meteorólogo encontró trabajo en una empresa de trabajo temporal
13- ¿Qué palabra sustituirá a "viejuna" cuando "viejuna" sea "viejuna"?
14- Todo mi tiempo lo dedico a vivir.
15- Entré en la cárcel porque me dijeron que allí podría reducir mi pena, mi dolor.
16- El consumo de embutido va por barrios. El índice de mortadelidad aumenta en los barrios más pobres.
17- De la vida nadie sale ileso
18- "Anarchiste". No hay manera que los franceses se tomen la política en serio.
19- La poesía es versátil
20- Se busca persona de color amarillo para doblar al castellano el personaje de Homer Simpson
Manel Villar
Los que quieren hacer al hombre perfecto acaban deshumanizándolo"
Eric Hoffer, Reflections on the human condition
Otro magnífico sábado trivial. Despertarse despacio, demorarse un poco en cada cosa, mirarse la cara en el espejo como comprobando que aún no está emergiendo el rostro de otra persona en el tuyo, disfrutar de la luz que entra a raudales por la ventana, perder tiempo generosamente, ir a la plaza de Ocata a tomar un café, tener la suerte de compartir mesa con tu mujer, tu hijo y tu nieto, comentar cosas irrelevantes, leer un poco a Dalí, ir a hacer la compra, hacer albóndigas, elegir la fruta, comer juntos, disfrutar de la pereza de las primeras horas de la tarde, decidir no dar ni un paso fuera de casa y hacer lo menos posible, rendirse a la placidez vegetal, dejarse llevar por la mansa corriente de la luz de la tarde, cenar un poco, mirar si es ya hora de ir a la cama, protestar como siempre de lo mala que es la programación de televisión, comprobar con pena que aún son las 10, sentir que todo va bien y que todo es efímero y por eso tan valioso, no echar en falta la prensa. Posiblemente no recordaré este día, pero sé que añoraré días como este.
Hay un cansancio que parece surgir, como radiación, de algún punto indefinido de tu alma y adueñarse de todos tus músculos y colgar su peso de tus párpados. Es un cansancio dulce y tentador que te permite disfrutar de lo que has estado haciendo y te empuja a la cama como al paraíso. No cambiarías esa sensación de cubrirte con las sábanas para entregar tu levedad ingrávida a Morfeo, como una crisálida de paz y bienestar, por nada del mundo. Te entregas al sueño como a una disolución de ti mismo en la placidez y al dia siguiente despiertas, después de haber dormido 10 horas, como si fueras un niño que estrena el mundo. Sí, hay una felicidad honda y generosa en el cansancio.
Lo de conocerse a sí mismo está bien como lema, pero en la práctica es un ejercicio complicado, en primer lugar porque somos laberínticos y, en segundo lugar, porque el poco conocimiento que vamos adquiriendo de nosotros mismos contribuye a nuestro cambio, es decir, a ser un poco diferentes de como nos acabamos de conocer. Aquí el sujeto que conoce y el objeto conocido siguen sus propias metamorfosis.
Sin embargo, hay conocimientos fragmentarios de mí mismo que son certeros porque aquello que conozco es una debilidad reiterada mil veces, que tiene la estabilidad de un teorema matemático.
Este es mi caso ahora. Estoy atascado escribiendo un ensayo, de tal manera que lo que voy escribiendo me parece pesado, aburrido, reiterativo y poco original. Como he llegado a conocer bien este fragmento de mi personalidad, sé que esto me pasa siempre que voy por la mitad de un ensayo. Me entra como una especie de decepción y hastío que despierta en mí una voz que me anima a dedicarme a otra cosa más llevadera. ¿Pero a qué otra cosa podría dedicarme, si en el fondo, lo haga bien o mal, no sé hacer nada más que escribir y leer?
Sé que tengo que sacar el machete y abrirme camino en línea recta. Después, cuando acabe el manuscrito, será el momento de revisar, corregir y, sobre todo, recortar, porque si algo he aprendido de mí como escritor es que no hay libro mío que no mejore recortándolo.
Hacia el final de su libro La era del capitalismo de la vigilancia, Shoshana Zuboff evoca la resistencia colectiva que precedió a la caída del muro de Berlín: “El muro de Berlín cayó por muchas razones, pero, sobre todo, porque la gente de Berlín oriental se dijo: ‘¡Ya está bien! (…) ¡Basta!’. Tomemos esto como nuestra declaración”. El sistema comunista, que suprime la libertad, difiere fundamentalmente del capitalismo neoliberal de la vigilancia, que explota la libertad. Somos demasiado dependientes de la droga digital, y vivimos aturdidos por la fiebre de la comunicación, de modo que no hay ningún “¡Basta!”, ninguna voz de resistencia (…)
El régimen neoliberal es en sí mismo smart (inteligente). El poder smart no funciona con mandamientos y prohibiciones. No nos hace dóciles, sino dependientes y adictos. En lugar de quebrantar nuestra voluntad, sirve a nuestras necesidades. Quiere complacernos. Es permisivo, no represivo. No nos impone el silencio. Más bien nos incita y anima continuamente a comunicar y compartir nuestras opiniones, preferencias, necesidades y deseos. Y hasta a contar nuestras vidas. Al ser tan amistoso, es decir, smart, hace invisible su intención de dominio. El sujeto sometido ni siquiera es consciente de su sometimiento. Se imagina que es libre. El capitalismo consumado es el capitalismo del “Me gusta”. Gracias a su permisividad no tiene que temer ninguna resistencia, ninguna revolución.
Byung-Chul Han, Aferrados a nuestros móviles ..., El País 02/10/2021
«Debemos concluir que el origen de todas las sociedades grandes y estables ha consistido no en una mutua buena voluntad de unos hombres para con otros, sino en el miedo mutuo de todos entre sí».
Thomas Hobbes, De Cive
1 Origen del filósofo político.
2 La teología, irracional.
3 Materialismo frente a idealismo.
4 Filosofía, ciencia de los cuerpos.
5 Soberanía absoluta.
6 Teoría política.
7 Leviatán.
8 Contrato social.
9 El hombre es un lobo para el hombre.
10 Leyes naturales.
Amalia Mosquera, Hobbes: materialismo filosófico y filosofía política, filosofia & co., 30/06/2021
Los pocos y los mejores no se limita a la crítica, sino que esboza también una propuesta. Se condensa en la fórmula de Jefferson sobre las “repúblicas elementales”: el mejor sistema es una democracia cotidiana, donde los sujetos múltiples puedan hacerse protagonistas en la elaboración de las normas de la vida común.
¿Cómo podrían construirse hoy esas repúblicas elementales? Una virtud del libro es huir de los modelos: no hay receta, pero contamos con un “archivo” de experiencias de democracia real a nuestra disposición. Hay un pragmatismo, una impureza, un bricolaje en la propuesta de José Luis que me parece muy atractivo: podemos usar diferentes instrumentos para crear democracia, herramientas que vienen de muy diversas tradiciones y que pueden tener cada una su momento y su oportunidad. Desde la representación al sorteo, pasando por el “salario político” o distintos modos de rendición de cuentas.
Pero, ¿con qué criterios? ¿Cómo juzgar el uso? Yo diría que para José Luis es positivo todo lo que promueve la rotación y la circulación del poder, mientras que es dañino todo lo que fomenta la acumulación y la concentración. Por ejemplo, la aportación de los expertos en tal o cual cuestión puede ser positiva si supone un insumo para la toma de decisiones de la colectividad, pero es un problema si el experto acumula todo el poder de decisión en nombre de un saber que poseería en exclusiva. No hay receta, hay que ir caso por caso. Es positiva la complejización y la valoración de la multiplicidad de los saberes, los modos de compromisos y las dimensiones de lo social, mientras que es dañina la “reducción al uno” y la jerarquización: un sólo tipo de saber reconocido, el académico por ejemplo, prima sobre los demás saberes, experienciales, etc.Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Una de las máximas más certeras que conozco es esa de que “por la boca muere el pez”. Aunque se usa para aludir a gente poco discreta o mentirosa, se refiere también al hecho, obvio, de que es a través del habla como se desvela lo que las personas son.
Seguramente, todos tenemos la experiencia de topar con individuos de lo más aparente que, al mostrarnos su incapacidad para hablar o dialogar con inteligencia y sentido, han perdido, de golpe, todo su atractivo inicial. A lo sumo, y en caso de expresarse en algún otro lenguaje de menor rango – digamos, no sé, el de los mimos o los músicos –, se les ha podido aguantar un rato – todo lo sublime que quieran –, pero no más. Al fin, no solo de imágenes y emociones vive el hombre.
A veces pongo a mis alumnos en una reveladora disyuntiva. Tienen que irse a vivir para siempre a una isla desierta, y solo pueden elegir a uno de estos dos acompañantes: un perro que habla, o un ser de aspecto humano (todo lo atractivo que quieran) que únicamente puede ladrar. La mayoría escoge, sin dudarlo, al perro. Intuyen que un ser que no pueda comunicarse en un lenguaje verbal (o en algún otro análogo, como el de signos o el código Braille) ni siquiera merece claramente la categoría de “humano”.
Ocurre algo similar si colocan a un niño pequeño frente a la representación de un objeto u animal que hable como una persona y, a continuación, ante un personaje con forma humana que solo emita sonidos mecánicos o propios de otros animales. En el primer caso, el niño se identificará rápidamente con la cafetera habladora o el dragón parlanchín; en el segundo, probablemente se asuste y no quiera saber nada con el “monstruo” aquel. Lo humano del ser humano – lo saben hasta los niños – está, pues, en el hablar.
Tal vez parezca simple, o injusto, pero solo encuentro dos criterios fiables a la hora de evaluar como tal a una persona: su aptitud para dialogar con honestidad y empatía, y que sepa escribir o, cuando menos, hablar. No me interesa (ni me fio de) la gente que no es capaz de rebatirse a sí misma (que es la forma más seria de reírse de sí) o de emplear el lenguaje con cierta pulcritud. Sin duda, se puede saber dialogar y escribir, y ser un canalla. Pero en este caso hay cura. Quién, en cambio, no domina el lenguaje, no domina su pensamiento; y quien no domina su pensamiento no tiene forma alguna de dominarse a sí mismo.
Crear o recrear – interpretándolo – un texto, trazar en él un mapa de ideas y operaciones, sembrarlo de hipótesis, abonarlo con argumentos y contraargumentos, y dejar, con todas sus podas, que crezca por sí solo, es el único modo que concibo de desvelar o dar a luz lo que uno piensa – tan distinto, a menudo, de lo que cree pensar –. Decía Platón que la escritura sustituye el pensamiento por la memoria. ¡Pero lo decía en uno de sus más prodigiosos escritos! Fuera de ese combate mayéutico, en fin, con el lenguaje y el texto – compendio de todo diálogo posible –, que es el arte de escribir, apenas cabe aventurarse en el pensamiento.
Escribo todo esto, no para insistir en aquello de la degradación actual del lenguaje – algo que es cierto, pero que también hay que valorar en el contexto de unos índices de escolarización o de acceso a los medios multiplicados en muy poco tiempo –, sino más bien para denunciar la perversa idea de que esa degradación en el uso de la lengua (incluso la administrativa o la educativa) es poco menos que un requisito democrático.
Circula así la consigna, por claustros, consejerías o ministerios, de que, “para que todo el mundo lo entienda”, hay que simplificar(que no es lo mismo, sino lo contrario, a veces, que clarificar) medios y mensajes, aliviando al lenguaje de estructuras complejas, párrafos extensos, vocabulario excesivo y argumentos que no quepan en el espacio de un tuit (que es el formato ya asentado de la declaración pública). Pareciera que la Administración se empeñara en imitar la economía del lenguaje verbal (y de la inteligencia) que imponen los medios audiovisuales.
Ahora bien, el imperativo de vulgarizar el lenguaje solo responde a una idea muy burda de lo que es “democrático”. La democracia es el gobierno del pueblo. Pero el pueblo ha de gobernar algo, digamos el Estado, que posee una entidad y unas funciones propias, entre otras la de capacitar o educar a la gente que ha de gobernarlo. Y educar no equivale a homogeneizar la práctica del lenguaje, sino a reconocer lo valioso de su heterogeneidad y promover aquellos usos que más y mejor nos permiten ser y comunicarnos. Hacer apología de la simpleza, en una época tan complicada de pensar como esta, es otra manera – otra más – de infantilizar, tutelar y entontecer plácidamente a la gente, manteniendo las desigualdades fundamentales bajo la apariencia de que, como hablamos igual (de mal), estas han dejado de existir.
Matar a Dios, pase. ¿Pero a qué sádico desalmado se le ocurre matar a James Bond? ¿Y ahora quién nos salvará del tedio?
Se me han muerto jugadores de futbol, actores, músicos... que en mi niñez y juventud parecían eternos y poco a poco he ido asumiendo que la vejez obliga a ir cada vez a más entierros, pero no estaba preparado para asistir a la muerte de James Bond.
Este me parece un ejemplo muy claro de cómo están las cosas en la educación. Se ha perdido el sentido del ridículo y a semejante pérdida la llaman innovación.
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Me escribe el traductor de "El cielo prometido" al ruso y me dice lo siguiente:
"Ayer me reuní con el señor Erlich, el editor. Le entregué el texto completo y las fotos. Todo está bien. Esta es mi mejor traducción. He añadido varias notas explicativas. Me parece que he logrado transmitir el humor y la compasión hacia tus protagonistas que se encuentra en tu libro.
El libro tendrá tapas duras."
La traducción ha sido un trabajo largo y difícil, porque he tenido la inmensa suerte de contar con un traductor meticuloso y muy exigente que me ha consultado cada palabra que no entendía bien o cualquier acontecimiento que no le parecía bien explicado. Le estoy profundamente agradecido... casi tanto como estoy agradecido a los Mercader por no abandonarme durante estos últimos 20 años.
Poros sería una especie de personificación de la divinidad de la astucia, en el sentido de la adquisición, la capacidad de adquirir cosas. Adquirir, no en el sentido monetario, sino en el sentido de conseguirlas. Penia, en cambio, es la pobreza, es la carencia. Y durante una fiesta, un banquete de celebración por el nacimiento de Venus, Poros se emborrachó, y Penia, que no había sido invitada a la fiesta, se durmió con él. Se durmió, como se dice en los mitos griegos en el sentido de que se acuestan juntos, y conciben este hijo, que es Eros, que, por tanto, nace, por un lado, de un padre que sabe conseguir las cosas, y de una madre a la que le faltan las cosas. ¿Y qué dice Sócrates? Dice: «Eros es filósofo, porque él sabe que no sabe». El famoso saber que no se sabe socrático está relacionado con el erotismo del conocimiento, y por tanto a este impulso realmente erótico hacia querer conocer, hacia querer perseguir la sabiduría. Y todo lo que nos falta, en realidad, nos genera un deseo. Por lo tanto, el eros, el deseo que reside en el amor, es algo que nace de la carencia y que se posa en el vacío de lo que nos falta. Entonces, esto ya me parece una enseñanza bastante propia de aquella época. Por lo tanto, la filosofía nos enseña a desear, en el sentido de que nos enseña que nosotros deseamos aquello de lo que tenemos una carencia. Nos enseña a mantener este espacio abierto para el deseo.
Ilaria Gaspari, Filosofía, un modo de estar en el mundo
Basta abrir Edipo rey para encontrarse con "esta batalla ardiente que es la vida" (381) y con la ironía amarga de la mirada de Sófocles sobre la misma: "Si crees que la arrogancia es un bien cuando la razón no guía, estás equivocado". Pero el lector no tarda en descubrir que la razón nunca engarza los acontecimientos ni según sus propósitos, ni según su lógica, puesto que ningún humano es capaz de prever con seguridad nada (977). Incluso puede ser mejor rendirse y buscar la protección consoladora de la ignorancia (1165), dado que vista cara a cara, la vida humana es semejante a la nada (1190). Sófocles hace suyas las famosas palabras de Solón a Cresos: "Esperemos hasta su último día para proclamar feliz a un mortal".
Edipo en Colono es el relato del "pathei mathos", de lo que el dolor enseña a quien sabe leer el tiempo (6, 22) omnipotente (pankratés: 609). Como ocurre siempre con un clásico, cada nueva lectura es un nuevo descubrimiento. Esta vez he tropezado en 1085 con una advocación de Zeus a la que hasta ahora apenas había dado importancia: "Zeus panóptico", pero esta vez la imaginación se me ha enredado con Bentham y a Foucault. Lo que ha aprendido Edipo es, en defintiva, que el mayor bien es no haber nacido (1225), pero si has nacido, debes aceptar y sufir lo que los dioses envían.
Antígona es la historia del enfrentamiento de dos dogmáticos irreconciliables, Creonte y Antígona, que se creen seguros de sí porque desconocen las consecuencias de sus actos. Aunque es Antígona la que goza de buena fama, el único que aquí aprende algo es el tirano Creonte, pero lo aprende cuando ya es demasiado tarse para aplicar lo aprendido. El Hado es un poder terrible que no se puede esquivar (952). Ciertamente frente a él, la imprudencia es el peor de los males (1151), pero no hay manera de ser prudente. Todo lo que está a nuestro alcance es descubrir que no lo hemos sido. De ahí que Sófocles describa nuestras vidas como "esfuerzos desforzados" (1275: pónoi dísponoi).
Pero todo esto, tan humillante para la soberbia humana, está dicho con tal arte, con tanta belleza, que el lector siente que si el hombre es capaz de hacer brillar así su miseria, es un mísero admirable capaz también de dejar detrás de sí chispas de fulgor eterno. Los clásicos nos proporcionan la experiencia de la proximidad con ese fulgor. Eso sí, no es un fulgor competencial. Sólo sirve para afirmar nuestra esencia como humanos.
“¿Pero es que nadie piensa en los niños?”, exclama con frecuencia Helen Lovejoy, la esposa metomentodo del reverendo de Los Simpson, que acostumbra a soltarla gimoteando, venga o no a cuento, en las más variopintas circunstancias. Supongo que el guionista la introdujo con el fin de satirizar el lacrimógeno y demagógico recurso de apelar a los niños para enturbiar emocionalmente cualquier disputa. O, quizá también, para señalar a aquellos que, aunque digan lo contrario, ni por asomo piensan de verdad en los niños.
Me acordé de la frase en mitad de un bautizo al que asistí hace unos días. Una de las niñas a bautizar tenía ya diez años, y el cura, en buena lógica, le preguntó que con qué nombre quería ser bautizada. La niña, de nombre Miriam, tras unos minutos de perplejidad, y ante la insistencia del cura, acabó por responder, y con una vocecita apenas audible le dijo a toda la Iglesia que como quería llamarse de verdad era Noa. La cara de los padres era un poema. El cura intentó mediar y propuso Miriam Noa. Pero la madre estalló entonces: “ni Noa ni Noe – vino a decir –, la niña se llamará Miriam y sanseacabó”. El espectáculo fue patético. Me pregunto que hubiera pasado si la niña, en lugar de Noa, hubiera pedido llamarse Juan José.
La anécdota es significativa de lo poco o nada que respetamos a los niños, y de cómo, bajo toda la pringosa sensiblería al uso, poca gente piensa realmente en ellos. Dudo que la humillación que recibió el otro día esa niña, al comprobar como su timidísimo arrebato de voluntad era aplastado delante de todos, y en mitad de una ceremonia sagrada, pueda olvidársele fácilmente.
Pero no solo se trata del nombre (algo tan personal), o de frivolidades como la decoración del cuarto, el corte de pelo o la ropa que se usa (que algunos padres escogen para sus hijos como si jugaran con muñecos). La tiranía y el poder arbitrario de los adultos se expresa en cosas mucho más serias, imponiéndoles, sin razonar ni escucharlos, actividades, afinidades y normas, amén de – y esto es lo más grave – ideas, creencias y valores de todo tipo.
Con lo anterior no estoy diciendo que no haya que transmitir ideas y valores a los hijos (¿qué sería educarles si no?), sino que es una completa falta de respeto a su personalidad hacerlo de modo dogmático y excluyente. Como si, por ser pequeños, no hubiera que darles razones y concederles la palabra. O como si se fuesen a “contaminar” por relacionarse con ideas y valores distintos a los de su entorno. El “las cosas son así y punto”, o el “porque lo digo yo (que soy tu padre, madre, profesor…)”, son dos de las mayores agresiones que se pueden cometer sobre ese ser racional en ciernes que es un niño. De nada sirve dejar de darles bofetadas (costumbre ya superada, por suerte) y seguir maltratándoles con esos golpes morales a su dignidad.
Otro caso claro de esta transmisión cerril y dogmática de ideas y valores es el protagonizado por aquellos padres empeñados en llevar a sus hijos a colegios estrictamente acordes con sus creencias. Este obtuso deseo es parte del no menos perverso argumento de que los padres tienen derecho irrestricto a escoger la educación moral de sus hijos. Un derecho que, obviamente, no solo ha de estar limitado por el sentido común y por el Estado (es decir, por la sociedad en su conjunto), sino también y, sobre todo, por el propio derecho de los hijos a ejercer su libre criterio y elegir sus propios valores.
Ahora bien, para que los niños puedan ejercer ese derecho hay que educarles en el aprecio de la pluralidad y el ejercicio de la autonomía, invitándolos a desarrollar esas capacidades que resultan igualmente fundamentales para ser buenos ciudadanos: las del diálogo, el razonamiento y el respeto por los que no piensan como nosotros. Lejos de encerrarlos en “burbujas ideológicas”, se trata de invitarlos a que conozcan ideas y valores distintos, exponiéndolos así a contradicciones y dilemas que vayan alimentando y afinando su propio juicio moral.
Porque a todo esto, sepan, quienes aún no lo saben, que los niños, desde muy pequeños, piensan. Y que piensen quiere decir que, con un lenguaje a veces pleno de imágenes, pero también de sentido, son capaces de dudar, preguntar, pedir y dar razones, inquirir si algo es bueno o malo, justo o injusto, verdadero o falso, así como de distinguir contradicciones y malos argumentos (¿qué niño no sabe, desde muy pronto, lo que es una contradicción, oyendo y viendo, por ejemplo, lo que dicen y hacen luego sus padres?).
Si los niños, en fin, además de materias tan abstractas como matemáticas o geografía, aprendieran desde el principio ese más concreto saber que es el de la reflexión y el diálogo sobre valores, habría muchas más noasen el mundo, y muchos más padres, madres y maestros convencidos de que “pensar en los niños” no es lo mismo que pensar por ellos.
Me pidió ayer el farero de la isla de Ons que hable más de los cielos de Ocata y para complacer al farero, por su profesión, experto en cielos, me he ido a ver amanecer a la playa, pero ante los clarines del día, me he quedado mudo. A mi lado la gente corría. ¿De qué huye esta gente que se levanta a horas intempestivas para correr con tanto ímpetu? Sí, claro, de la decrepitud, de la enfermedad y de la muerte, como todos.
Pasemos al cielo.
En el principio, decía el filósofo Moderato de Cádiz, era el Uno, que está más allá de todo ser. Por las razones que fueran el Uno se cansó de sí y quiso conocer la pluralidad. Y creó el mundo. Para ello alienó de su esencia una parte de sí, la cantidad, y se recluyó en ella. La cantidad, en este caso, hay que entenderla como lo que se mueve y no acaba de encontrar una forma precisa, como estas nubes, que parecen ir persiguiendo a los corredores y como esta luz que muta, inasible, sobre un mar agitado. La cantidad, en realidad es añoranza de forma (de Unidad). Y de añoranza estamos todos hechos. Y esto es todo lo que se me ocurre decir del cielo que clareaba esta mañana en la playa de Ocata.
Cada vez me gusta más leer y menos hablar.
No sé si es bueno o malo o, simplemente, otro síntoma de la edad. Esto no significa que ya no hable con nadie, sino que me estoy volviendo muy selectivo en mis conversaciones.
Si veo a ciertas personas de lejos, doy un rodeo para no tener que pararme a ser cordial.
Conocí en México a un personaje que resultaba entrañable siempre y cuando no le preguntaras nada, pero si por un descuido se te deslizaba una pegunta de la boca, estabas perdido. Como él decía: "yo soy de esas personas a las que si les preguntas la hora, necesitan comenzar contando la historia del reloj." Era exactamente así.
Tengo un vecino que ante un "¿Qué tal?" de compromiso, te contesta de una manera tan prolija que resulta insufrible. Además tiene la manía de ir corrigiéndose a sí mismo a cada paso: "Serían eso de las 9 menos diez ... No, miento, porque en ese momento ... así que ya serían las 9 pasadas...".
Sin embargo a los ancianos que se han quedado solos en sus casas, cada vez más llenas de recuerdos y más vacías de seres queridos, no me importa escucharles el tiempo que haga falta. Nada valoran más que la misericordia de nuestra atención. Te suelen contar las mismas cosas cada vez que te detienes a escucharlos, pero cada vez lo hacen como si se agarrasen al salvavidas de sus propias palabras para seguir vivos.
Donde no hay diferencia, no hay claridad.
Atardece. Se ha levantado una brisilla otoñal caprichosa, arremolinada, que de vez en cuando trae alguna ráfaga de aire fresco (más que frío) y una cierta sensación de humedad. Durante un rato he oído el retumbar de truenos lejanos e incluso han caído cuatro gotas desganadas, pero ahora parece que a las nubes inquietas les ha dado por abrirnos una ventana al cielo. Estoy solo en casa y aprovecho para leer dos libros bien distintos a intérvalos, como la brisa que me acompaña en la terraza: la Crisis de Husserl y una biografía de Prim. Leo porque -entre otras cosas- cada vez me resulta más insufrible la televisión. Creo no pedir demasiado: actores que no griten (descartados, pues los españoles), que no necesiten gesticular para interpretar y que sepan hablar en silencio, guiones verosímiles y no excesivamente previsibles y cámaras que pasen desapercibidas. ¿Es demasiado?
Husserl. Todos los caminos de la filosofía del siglo XX nacen en él y, a mi modo de ver, no hay tarea más urgente para la filosofía que la reivindicación de la doxa del mundo de la vida. Respecto a Prim, es otra de esas figuras trágicas de nuestra historia que nos empujan a pensar en lo que pudo haber sido y no fue, esa enfermedad española.
Placeres grandes son aquellos que más disfrutas. Por ejemplo, a mi edad, el de levantarme descansado y con la cabeza despejada, para comenzar el día con espíritu inaugural. Es este un placer nuevo que se presenta cuando él quiere y por el que hace algunos años no hubiera dado ni un céntimo (de peseta) y ahora me parece un lujo.
Uno asiste un poco desconcertado a la reorganización de sus posibilidades de hedonismo y sabe que hay que atrapar al vuelo cualquier nuevo gozo que te ofrezca la vida y este de levantarse más liviano no es pequeño.
Levantarse bien dormido, ducharse, ponerse ropa limpia y salir a la calle con un libro en el bolsillo a respirar el primer aire del día y a desayunar un buen café con leche. ¡Ahí es nada!
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Mallorca.
Sale a la luz que una comisión escolar canadiense ha quemado o destruido cerca de cinco mil obras de las bibliotecas de Ontario por considerar que presentaban estereotipos de los pueblos indígenas, eran irrespetuosos con sus prácticas culturales o, simplemente, contenían términos como “indio” o “esquimal”, considerados hoy peyorativos. Entre las obras destruidas se encuentran ejemplares de Astérix o Tintín, así como novelas y cuentos dirigidos al público infantil y juvenil.
No por esperables, dejan estas cosas de generar preocupación. Digo esperables porque hace ya tiempo que las guerras culturales se han convertido en novedoso opio y fuente de adrenalina política para el pueblo. Juzgar moralmente a los demás siempre pone, y en este resurgimiento del espíritu puritano mucha gente se está acostumbrando a exigir (o peor: a tolerar) que se prohíba todo lo que parezca ofensivo a cualquier minoría o colectivo con capacidad de convocatoria. Comenzaron con la cultura popular, censurando series de TV, canciones de rap o películas de Walt Disney. Metieron luego la cabeza en los museos, con campañas para retirar obras de arte “poco edificantes”. Y hace años que andan destrozando bibliotecas y removiendo estatuas. Todo esto a la vez que mantienen campañas de acoso y derribo de todo aquel o aquella (artistas, profesores, humoristas…) que no comulga con el pack biempensante.
Más allá de lo difícil que resulta soportar a estas hordas de iluminados odiadores (obsesionados por los “delitos de odio” de quienes no odian lo que ellos), de su insufrible complejo de superioridad moral (que les impele a protegernos paternalmente de todo mensaje pernicioso, como si fuéramos cretinos morales), y de la absoluta ineficacia de sus métodos (¿habrá algo que incite más a la lectura que prohibirle un libro a un niño? ¿Y algo más educativo que leerlo con él?), el problema más grande y profundo que parece tener este tipo de ultras puritanos es el de la risa.
Y no les faltan motivos. Fíjense que los argumentos, por razonables que sean, se pueden desactivar fácilmente con falacias, eslóganes, ataques o apelaciones al activismo o la emoción, pero la risa es siempre incontenible y casi siempre incontestable. Una buena broma nos deja sin réplica. Si el insulto suele descalificar a quien lo emite, la burla, cuando es efectiva (es decir, cuando da la risa), deja en evidencia al burlado. Y esto, siempre tan conveniente, de que se rían de ti y de lo que dices, no lo soporta cualquiera. Y menos un fanático.
Tal vez por esto, la liga de colegios católicos de Ontario aficionada a quemar libros la haya tomado con Astérix el Galo, la divertidísima colección de historietas de Uderzo y Goscinny en que los autores se burlan amablemente de todo y de todos (empezando por los propios galos, que son constantemente caricaturizados, junto a los belgas, los ingleses, los españoles…) y en la que, curiosamente, lo que se transmite – de forma harto ingenua – es una defensa a ultranza del indigenismo frente al imperialismo romano.
Y digo de forma ingenua porque – ahora que andan moviéndose y derribándose estatuas de Colón y otros –, los pueblos indígenas no son ni han sido unos ángeles que no merezcan, como todo dios, su ración de burla y crítica. Lo siento por los que siguen creyendo en el bíblico (o rousseauniano) mito del Edén, pero no hay pueblo o civilización, por colonizada que haya sido, que no tenga sus luces y sus sombras. De hecho, algunos de los pueblos conquistados fueron, antes, tiránicos y crueles conquistadores de otros como ellos. Y muchas sociedades de cazadores-recolectores son y han sido tan belicosas y sanguinarias como sus medios les han permitido. Desengáñense: hasta ahora, y salvo casos marginales, ningún grupo humano se ha asentado sobre un territorio sin usar de la fuerza para ocuparlo y/o para evitar la intrusión de otros, y me temo que muy pocos, si es que alguno, ha dejado de aprovecharse, cuando la opinión la pintaban calva, de las debilidades del vecino.
Esto no quiere decir, obviamente, que uno apruebe o tolere la humillación, la marginación o el genocidio de los pueblos indígenas, ni que ponga al mismo nivel a los hoy poderosos y a los que ya no lo son, ni que no haya que resarcir, en justicia, a todas las víctimas posibles de todos los atropellos cercanos. Lo que hay que tener claro es que la batalla para erradicar las relaciones de dominación tiene que proyectarse hacia el futuro, sin negar o mitologizar el pasado, sino reconociéndolo como tal y aprendiendo de él. Quien no conoce y comprende la historia está condenado a repetirla. La prueba está en observar a estos aprendices canadienses de Torquemada.
La educación actual está sometida al prejuicio de lo competencial, es decir, al prejuicio que sostiene que todo aprendizaje escolar debe ser un medio para un fin. Si te atreves a poner este prejuicio en cuestión, serás acusado de defender el absurdo de una educación para la incompetencia. Pero la negación de la proposición "todo aprendizaje debe ser competencial" no es "ningún aprendizaje debe ser competencial", sino "algún aprendizaje no debe ser competencial". Lo que ocurre es que en este "algún" se esconden precisamente las riquezas de la alta cultura.
Me explico.
¿Las Variaciones Goldberg son grandes por ser un medio para un fin o lo que las hace grandes es ser estrictamente inútiles?
¿Qué uso práctico se les puede dar a las Variaciones Goldberg? ¿Y a Velázquez? ¿Y a los sonetos de Quevedo?
Desde luego nada de esto ayuda a ser mejor ciudadano, a desarrollar la inteligencia emocional, a adquirir competencias del siglo XXI. Nada de esto es un medio para un fin.
La alta cultura es un fin en sí misma.
El hecho de que hoy todo aquello que es un fin en sí mismo se mire con recelo expresa el triunfo de la cultura de masas; pero el hecho de que los ministros de educación se rindan a la cultura de masas indican la cobardía democrática de quien tiene que justificarse utilitariamente ante el inculto.
En nuestros centros educativos la alta cultura se ha convertido ya en contracultura precisamente porque exige un esfuerzo deliberado y perseverante cuyo premio es la conquista de lo inútil.
El sentimiento de la desaparición del futuro y la percepción del tiempo como presente continuo son características del momento, forma o estructura de sentimiento de la cultura contemporánea, manifestaciones, diría Jameson, de la imaginación dañada o de expresiones de una conciencia desgraciada.
Ernest Bloch nos había convencido de que el impulso utópico y la esperanza estaban ligados necesariamente como expresiones de la aspiración de trascendencia que tiene toda actividad y experiencia humanas. La esperanza está dirigida al futuro: entrevé posibilidades y genera un deseo que selecciona aquellas que el tiempo presente ha abierto, siempre ambiguo entre caminos de servidumbre o de emancipación. El principio esperanza es un relato épico de las manifestaciones de este impulso a lo largo de la historia humana, convirtiéndose así en un largo argumento que cose esta emoción en la trama de la agencia humana, naturalizando a un tiempo la utopía y la esperanza como ejercicios de capacidad de intervención en el mundo.
La esperanza ha quedado olvidada como emoción política y como constituyente de la agencia. Coincide en ello con el mito de Prometeo que, como sabemos, recordó a su hermano, Epimeteo, que no aceptase ningún regalo de los dioses pero este, obnubilado por los encantos de Pandora, aceptó y abrió su maldita caja que expandió por el mundo todos los males dejando en el fondo del recipiente la esperanza, la Elpis, la diosa hija de Nyx y de la Fama.
Tanta gente, tantos anticapitalismos chic, tantos conservadurismos de tertulia (explícitos o disfrazados de izquierda nostálgica) matando el mito del progreso sin reparar que lo que estaban dañando era algo más valioso: la esperanza.
Fernando Broncano, Utopía, nostalgia, esperanza, El laberinto de la identidad, 25/09/2021
Me encuentro con M. Se le acaba de morir un familiar muy próximo y está pasando un mal momento. Durante el rato que pasamos juntos recibe varias llamadas telefónicas que, de manera visible, lo incomodan. Cuando el móvil se calma, me comenta que ya hemos perdido la sabiduría que el mundo de la vida había puesto a nuestra disposición para estas ocasiones. Se refiere a aquellas fórmulas, "te acompaño en el sentimiento", "mi más sentido pésame", etc. que se utilizaban con normalidad en estas circunstancias. Hoy, como pesa sobre nosotros el deber moral de ser auténticos, nos vemos en la obligación de decir algo que no suene a cliché, a frase de compromiso... El resultado es que no sabemos qué decir, con lo cual convertimos el acto de dar el pésame en una incómoda comunicación de un sentimiento que no sabemos cómo expresar para que no suene a frase hecha.
¿Pero cómo sentimos lo que no sabemos decir?
Las frases hechas, como todo lo que la tradición ha ido depositando en las costumbres, tienen su sentido. Facilitan la relación en los momentos difíciles y nos permiten librar a la persona dolorida de la incomodidads de tener que mantenerse sereno ante la pesadumbre que no sabemos formular.
Nos hemos propuesto dinamitar el mundo de la vida por considerarlo falso e hipócrita y no tenemos manera de construir otro que sea auténtico, genuino, sincero... simplemente porque no damos para tanto.
La meva principal tesi és que la filosofia dintre dels plans d’estudis (sobretot d’aquests últims) sempre ha estat una anomalia, sempre ha generat situacions incòmodes als dissenyadors dels nous sistemes educatius.
Aquesta precarietat en la que ha viscut la filosofia al llarg d’aquest últims temps, no cal enganyar-nos, se l’ha guanyat a pols. Podem remuntar-nos al seu origen. En aquest temps, un pensador que ha passat a la història com a un filòsof defensor de la moderació, va fer una afirmació radical: la filosofia era l’únic saber lliure, un saber que hauria de fugir de tot instrumentalisme perquè no serveix per a res que no fos per a ell mateix. És evident que amb aquests antecedents el quasi ostracisme en el que viu aquesta assignatura està del tot justificat, no forma part d’aquelles assignatures anomenades instrumentals, d’aquelles assignatures que realment serveixen i són útils.
D’altra banda, els nostres i les nostres col·legues psicopedagogs no han ajudat gaire a la causa per al manteniment de la filosofia dins del sistema educatiu, des del moment que a primària van substituir els tradicionals clatellots pel més sofisticat racó de pensar per resoldre els comportaments disruptius de les criatures. La famosa frase de Descartes ha patit una severa transformació en l’imaginari de l’escolar de l’ensenyament obligatori: “penso, llavors he fet alguna cosa malament”.
L’instrumentalisme pedagògic hegemònic ha arribat fins als nostres dies adoptant la forma de competencialisme educatiu. Tot el sistema educatiu actual gira al voltant del concepte “competència bàsica”. Què s’entén per competència bàsica, segons el que apareix en els documents que qualsevol ciutadà pot tenir a l’abast consultant l’xtec.gencat del Departament d’Ensenyament de la Generalitat? Competència bàsica és, d’una banda, una capacitat per resoldre problemes reals en contextos diversos, d’altra, ho fa mitjançant la mobilització integradora de coneixements, habilitats pràctiques i actituds, per finalment, assolir una acció eficaç i satisfactòria. Per tant, podem desglossar, el que és, el com, i el perquè d’aquest concepte.
Si ens atrevim a seguir explorant aquesta pàgina web, consultant etiquetes i els seus corresponents desplegables, ens trobarem les diferents competències tal com són tractades tant a l’educació primària com la secundària obligatòria dividides per àmbits, que no assignatures (lingüístic, matemàtic, científic-tecnològic, digital, social, aprendre per aprendre …). Aquest desplegament pretén ser totalitzador, hi ha un afany d’empaperar-ho tot sense deixar la més mínima escletxa, com si hagués una por latent a què en el futur el ciutadà o ciutadana quan abandoni la seva vida acadèmica es pugui fotre de morros contra una situació que cap educador no hagués programat, no hagués previst. Se suposa que aquests àmbits del coneixement inclouen les anomenades “competències claus” (article 8) que són imprescindibles assolir per poder fer front en el futur a una realitat que es qualifica com a problemàtica. El que és curiós és que després d’haver pintat un escenari tan cru, dins el recinte acadèmic, quan arriben les avaluació, els criteris inclusius desmenteixen la duresa amb què està descrita la realitat, hi ha una voluntat, sobretot imposada per part de l’administració, perquè tothom passi de curs.
L’educació per competències, tal com jo l’entenc, ens proporciona una mena de kit de supervivència que ens servirà per fer front a l’adversitat de la realitat i evitar que la mínima dificultat ens paralitzi. Com tot kit, per molt complet que sigui, necessita reduir els seus components a allò que és imprescindible, eliminant per tant tot allò que es consideri inútil o ranci.
La macyverització de l’educació actual està suportada per dos fonaments implícits: un de crític i negatiu i un d’afirmatiu i positiu. El crític s’adreça a una educació que no creu que el seu objectiu fonamental sigui la inserció del alumnat al món extraescolar, que no li aporta recursos cognitius per adaptar-se al funcionament real del món (sobretot el món econòmic). El positiu es basa en la creença que aquests ensenyaments competencials corresponen al que la realitat demana (la realitat econòmica), és a dir, que la persona que finalitza la seva vida acadèmica ha de sortit equipada amb uns dispositius que li siguin útils per a la seva vida (laboral, professional, sobretot).
L’anomalia seria trobar-nos la filosofia dins d’aquest kit. Si fos així, ens trobaríem una filosofia especialment concebuda per guanyar-se la vida. Un tipus de filosofia que contradiu a Aristòtil, quan afirma que la primera condició per fer filosofia es quan notes que en cada acció o decisió no t’hi jugues la vida.
Manel Villar
Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es tan pequeña que no puede ser vista ni por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, la vacilación para creer en su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo ilustrado, o la del inquisidor en tiempos anteriores.
Bertrand Rusell