Hace días, conducidos por nuestra lectura del bello análisis que Hadot hizo de la filosofía estoica de Marco Aurelio y Epicteto, nos asimos a su aseveración de que dicha escuela se opuso frontalmente a una actitud trágica ante la existencia. Esta opinión se basaría en la presunción de que el estoico fue capaz de vivir reconciliado con su propia finitud, que siendo hondamente acatada lo habría llevado a resistir las vicisitudes de la vida sin traumas, como el junco de la muy nombrada metáfora oriental, que resiste al viento sin oponerse a su ímpetu. Así, sin los aspavientos histriónicos de un héroe trágico, se supone que acató su muerte Séneca y también Sócrates, por mucho que este último lo hiciera como víctima en un sacrificio que nada menos que fundaría la filosofía, en la aciaga tarde de la cicuta (otro sacrificio y otra tarde aciaga colocaría la segunda gran columna de Occidente, con forma de cruz, casi cinco siglos después).
Después, he releído a Epicteto, de nuevo todas sus disertaciones recogidas por Arriano, corroborando que carece de esa tensión que hallamos en las tragedias áticas del siglo V a. C. Sin embargo, nos quedó un resabio del que levantamos acta con una entrada posterior a nuestro comentario dedicado a las Meditaciones de Marco Aurelio.
Podemos fijar como con un emblema de oro el espíritu indeleble de lo trágico en la gran tragedia ática, es decir, las treinta y tres obras que conservamos de Esquilo, Sófocles y Eurípides que nunca se cansa uno de releer. Si queremos confrontar una filosofía o una literatura con eso que acabamos de llamar “lo trágico” lo más acertado es sin duda acudir a estas obras que Aristóteles consagró en su Poética como esencia de una forma de poesía representada en el teatro que, con una sola acción a la que se ajustan los caracteres (y no al revés, es decir, la prioridad es para la acción y no para los personajes, que la sufren) y un tipo determinado de verso, mediante el temor y la compasión produce la purgación de tales afecciones. Esto último, en la traducción que acabo de leer de Valentín García Yebra, en la edición trilingüe de Gredos, es el término que corresponde con la palabra griega kátharsis. A veces se dice también “purificación”. El espectador de las tragedias experimentaba en medio de la tormenta, zarandeado por el vendaval de las potencias encontradas, un alivio final por ser espectador y no víctima sufridora de las mismas, adquiriendo así una cierta experiencia o conocimiento. De este modo, el arte de la tragedia fue un modo de educación de los varios que hubo que inventar en la Atenas democrática e ilustrada del siglo V a. C., coincidente y relacionado con el surgimiento de la sofística, de las escuelas de retórica y de la filosofía socrática.
Traigo a colación la gran tragedia ática porque, si bien no hay mucho de su espíritu en Epicteto, decía, sí sentí algo de su pathos en Marco Aurelio y no digamos en Séneca, de quien, en su muy citado estudio sobre la filosofía estoica, Rist señaló que no es inmune a una soterrada pulsión de muerte y como bien sabemos es autor él mismo de tragedias. Es a partir del análisis de estas, por cierto, que Martha Nussbaum precisamente aborda este mismo tema que nos ocupa en la presente entrada, es decir, la relación del estoico con lo trágico o su manejo de las potencias que escapan a la capacidad de la razón para dotar de orden a nuestra accidentada circunstancia. Cabe preguntarse si el estoicismo, surgido aproximadamente un siglo y pico después de la composición de las grandes obras de la tragedia ática, en época helenística y autoproclamado seguidor de Sócrates (y de Platón en bastantes aspectos, como vimos en entradas anteriores), se desvincula realmente del género trágico como eficaz y potente remedio pedagógico pero, lo que es una cuestión mucho más perentoria y acuciante, si se ha despojado en lo más hondo del nervio de lo trágico. Porque contra la opinión de Aristóteles y contra toda buena intención pedagógica, lo que se debate en las tragedias no está en absoluto concluido ni resuelto. Queda una cuenta pendiente, una deuda, que la civilización, hoy con más vera, no encuentra modo de pagar. Pero debemos precisar de qué se trata, lo que me recuerda que todavía no he definido exactamente qué entendemos en estas líneas por “lo trágico”.
Lo trágico es invocado en el resistir. Y si el estoico resiste, si su filosofía es una filosofía de la resistencia, está claro que alberga en sí la huella de lo trágico que, digámoslo ya, lo podemos entender como el torbellino desatado de sobrehumanas fuerzas que en su juego ciego, incomprensible, vasto, amenazan con desmembrar y despojar a los seres humanos de toda unidad, identidad y medida. Se trata de un exceso, de una hybris que porta la propia existencia del hombre sabedor, que apenas puede sino asistir, dando fe en su indefensión, al despliegue de abismos a sus pies. Surge cuando el hombre padece en su prometeica lucidez la absoluta ausencia de sentido, fundamento y solidez, la carencia de humanidad, del lugar en donde está. Precisamente cuando conoce, por ejemplo en el caso de la tragedia Edipo rey de Sófocles o en Las Bacantes de Eurípides, se da en él la terrible revelación de la profunda inhumanidad, de la torcida respuesta del dios que no esperábamos. Quizás sea la tragedia más primitiva, por tratar del mito más antiguo y por su arcaísmo formal, que es, creo, Prometeo encadenado de Esquilo, donde se patentiza este despliegue de horrores, esta injusticia básica en un entorno que se siente como una profunda sima en la que el héroe se precipita para sufrir no merecido castigo por ser portador de luz y sabiduría. Así, el constante aviso a la moderación, a la regulación y a la mesura de la ética socrática, platónica y en general griega, que recogerá como eje de su hombre educado (virtuoso) el estoico, aún más, el esfuerzo por bastarse a sí mismo, por no depender del externo torbellino, por que lo exterior no afecte al reducto que se esculpe y fortifica como una ciudadela interior, es en sí mismo un énfasis, es decir, se contradice. La serenidad es una serenidad con la impronta de la tormenta contra la cual ha debido debatirse y forjarse. A esa serenidad ha precedido el estremecimiento.
Existir, el existir consciente del hombre, es saberse sometido a fuerzas incomprensibles que le abaten y padecer un sino ante el cual se siente impotente. Quizás sea el precio de pensar, o quizás sea el precio de pensar en este modo hostil de civilización que hemos creado. Hostil porque reserva un castigo para el pensador al tiempo que nuestra civilización se sabe fundada por el momento fatal en que emergió la autocrítica de la amalgama del mito. Pero el precio existe en el puro hecho en sí de tratar valientemente de sobrevolar la propia circunstancia, pues hay en el universo, en la experiencia que pronto empezamos a tener del mismo cuando lo meditamos, la impresión de que mucho de él nos desborda y rebasa cualquier pretensión de canalizarlo por los cauces que el lenguaje, la razón o el cálculo pueden hacerlo. La experiencia humana es estar entre estas dos aguas: la porción de universo que cabe en el rasero del logos, que puede ser materia de discurso y motivo cultural; y la desmesura de lo que resiste a todo entendimiento porque se halla como en fuga, porque se nos escapa de continuo y su naturaleza es evadirse, no tener esencia, no agotarse, ser siempre resto. Hay, pues, en toda acción humana, incluida la política tal como la inventaron los atenienses de la edad dorada, una parte de mesura y una parte de dramatismo, de sentirse en el riesgo y amenaza de lo inabarcable. Diálogo socrático y tragedia; solo que no cabe separarlos, sino que son dos inextricables caras de la misma moneda. Lo uno está en lo otro, como ambos están en la historiografía de Tucídides. En el siglo en que se discutía todo esgrimiendo razones, argumentando, con espíritu analítico, en asambleas populares, en banquetes cuya diversión consistía entre trago y trago en sopesar las palabras, también se combatía contra fuerzas descontroladas e insufribles: la guerra, la peste, la demagogia, la tiranía, la injusticia, el terror, el fracaso frente a Esparta. El siglo acudía, quiéranlo o no los meditativos comensales, a la mesa de la amistad y las letras compartidas, y lo hacía fieramente.
No se puede desterrar este gran drama fatal, que por su dimensión y potencia llamamos tragedia, de la experiencia humana. Toda ella lleva su impronta. La existencia consciente y la lucidez es saberse en medio de una agonía. Cualquier fenómeno de la Atenas del siglo V a. C. lo refleja, como, decíamos, el relato del historiador Tucídides que tan bella y equilibradamente alterna las razones y los muy bien compuestos discursos que idealmente inserta en su texto, por un lado, con un tenso dramatismo, por otro lado. Tucídides, los autores trágicos, más adelante en siglos posteriores los estoicos, representan distintos matices en el camino de la paideia que el hombre griego se crea ante sí para ir sintonizando su existencia con la problemática concreta de su época. Al ir pensando el griego se va modulando. Y lo hace en el contexto de una civilización en la que se había ya dado la emergencia de un nicho intelectual y “académico” en la sociedad portador de una “cultura” que debía cuidar, transmitir, justificar, sistematizar y sobre todo reconciliar con un mundo de la vida del que, como se detectará en las dinámicas propias de la modernidad y de nuestro siglo, se habrá escindido. La especificidad ateniense será tener que elegir si perpetuar la senda aristocrática de una casta sacerdotal o noble que acaparen virtud (areté) y saber o desbrozar la vereda de la naciente democracia que trata de abrir ambos al demos.