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A partir del següent article i del vídeo:
Comencem el debat des d'aquesta qüestió inicial:
Què en penseu de tot el que està passant als EEUU?
CAPÍTULO SEXTO
Propaganda de guerra
Habituado a seguir con marcada atención el curso de los acontecimientos políticos, la actividad de la propaganda me había interesado siempre en grado extraordinario. Veía en ella un instrumento que justamente las organizaciones marxistas y socialistas dominaban y empleaban con maestría. Pronto debí darme cuenta de que la conveniente aplicación de recurso de la propaganda constituía realmente un arte, casi desconocido para los partidos burgueses de entonces.
Durante la gran guerra empezó a observarse a qué enormes resultados podía conducir la acción de una propaganda bien llevada. Aquello que nosotros habíamos descuidado, lo supo explotar el adversario con increíble habilidad y con un sentido de cálculo verdaderamente genial. Par mi vida política fue una gran enseñanza la propaganda de guerra del enemigo.
¿Existió en realidad una propaganda alemana de guerra?
Sensiblemente debo responder que no. Todo lo que se había hecho en este orden fue tan deficiente y erróneo desde un principio que no reportaba provecho alguno y que a veces llegaba a resultar incluso contraproducente.
Deficiente en la forma, psicológicamente errada en su carácter. Tal es la conclusión a que se llega examinando con detenimiento la propaganda alemana de guerra.
La propaganda es un medio y debe ser considerada desde el punto de vista del objetivo al cual sirve. Su forma, en consecuencia, tienen que estar acondicionada de modo que apoye al objetivo perseguido. La finalidad por la cual habíamos luchado en la guerra fue la más sublime y magna de cuantas se puede imaginar para el hombre. Se trataba de la libertad y de la independencia de nuestro pueblo, se trataba de asegurar nuestra subsistencia en el porvenir - se trataba del honor de la nación. El pueblo alemán luchó por el derecho a una humana existencia, y apoyar esa lucha debió haber sido el objetivo de nuestra propaganda de guerra.
Toda acción de propaganda tiene que ser necesariamente popular y adaptar su nivel intelectual a la capacidad receptiva del más limitado de aquellos a los cuales está destinada. De ahí que su grado netamente intelectual deberá regularse tanto más hacia abajo, cuanto más grande sea el conjunto de la masa humana que ha de abarcarse. Mas cuando se trata de atraer hacia el radio de influencia de la propaganda a toda una nación, como exigen las circunstancias en el caso del sostenimiento de una guerra, nunca se podrá ser lo suficientemente prudente en lo que concierte a cuidar que las formas intelectuales de la propaganda sean, en lo posible, simples.
La capacidad de asimilación de la gran masa es sumamente limitada y no menos pequeña su facultad de comprensión, en cambio es enorme su falta de memoria. Teniendo en cuenta estos antecedentes, toda propaganda eficaz debe concretarse sólo a muy pocos puntos y saberlos explotar como apotegmas hasta que el último hijo del pueblo pueda formarse una idea de aquello que se persigue. En el momento en que la propaganda sacrifique ese principio o quiera hacerse múltiple, quedará debilitada su eficacia por la sencilla razón de que la masa no es capaz de retener ni asimilar todo lo que se le ofrece. Y con esto sufre detrimento el éxito, para acabar a la larga por ser completamente nulo.
La masa del pueblo es incapaz de distinguir dónde acaba la injusticia de los demás y dónde comienza la suya propia.
Todo esto lo supo comprender y tomar en cuenta en forma realmente genial la propaganda inglesa. Allá no había en efecto razones de dos filos que condujesen a la duda. Una prueba del admirable conocimiento de la emotividad primitiva de la gran masa constituía su propaganda de las "atrocidades alemanas" perfectamente adaptada a las circunstancias y que aseguró, en forma tan inescrupulosa como genial, las condiciones necesarias para el mantenimiento de la moral en el teatro de la guerra, aún en el caso de las mayores derrotas. Otra prueba de la propaganda inglesa en este orden era la contundente sindicación que se hacía del enemigo alemán considerándole como el único culpable del estallido de la guerra. Una mentira que, sólo gracias a la parcializada e impúdica persistencia con que era difundida, pudo adaptarse al sentir apasionado y siempre extremista de las muchedumbres y por eso mereció su crédito.
Inglaterra se había percatado de algo más al considerar que el éxito del arma espiritual de la propaganda, dependía de la magnitud de su empleo y que ese éxito compensaba plenamente todo esfuerzo económico.
La propaganda era considerada allí como un arma de primer orden, en tanto que entre nosotros no significaba otra cosa que el último mendrugo para políticos sin situación o bien la posibilidad de un puestecillo de retaguardia para héroes modestos.
Por eso, en conjunto, el resultado de la propaganda alemana de guerra fue igual a cero.
Adolf Hitler, Mi lucha
La microbiota del hogar moderno no es la microbiota con la que evolucionamos, por lo que no necesitamos estar expuestos a ella. Evolucionamos en el entorno natural y vivíamos en refugios construidos a partir de materiales de ese entorno. Hasta hace muy poco incluso, nuestras casas eran construidas con madera natural y paja y revestidas con barro y estiércol animal. La casa moderna, construida con madera tratada con biocidas, placas de yeso y plástico, tiene una microbiota alógena que puede, si hay humedad, incluir organismos que nos resultan tóxicos, pues no estuvieron presentes en nuestra historia evolutiva. Todas las evidencias apuntan a que debemos limpiar nuestras casas modernas a conciencia. La microbiota que necesitaríamos encontrar, a fin de establecer la correcta regulación y aprendizaje del sistema inmune, es la del medio ambiente natural. La jardinería y los paseos en la naturaleza nos exponen a la microbiota para cuya anticipación evolucionó nuestra fisiología. Y las mascotas, especialmente los perros, son geniales porque nos traen la microbiota del medio ambiente natural al hogar y reducen notablemente la prevalencia de alergias infantiles.
Quizás el principal problema en este momento es la quiebra de los ecosistemas naturales con la agricultura (especialmente el monocultivo), la urbanización, los productos químicos agrícolas e industriales y el cambio climático provocado por el hombre.
Todos estos factores están cambiando los microorganismos a los que estamos expuestos y por los cuales estamos siendo colonizados. No sabemos hasta qué punto estas exposiciones podrían estar desviándose de forma razonablemente segura de aquellas que tuvimos en nuestro pasado evolutivo, con las cuales nos encontramos en un estado de dependencia evolutiva.
Debo añadir algo sobre SARS-COV-2. La microbiota intestinal modula fuertemente la respuesta inmune a los virus en los pulmones. Esto es relevante ya que, como decíamos antes, la naturaleza de la microbiota y la forma en que está regulada y "cultivada" dependen de la exposición a los microorganismos del medio ambiente.
Por tanto, debemos preguntarnos si la alta susceptibilidad al SARS-COV-2 de las minorías negras y otras minorías étnicas que viven en Europa o los EE.UU. ¿se deben en parte a las privaciones, a dietas deficientes y a malas viviendas que dan como resultado exposiciones insuficientes al medio natural y una regulación subóptima del sistema inmune? Estos efectos podrían verse exacerbados por el estrés, la falta de ejercicio y los niveles más bajos de vitamina D en las personas con piel pigmentada. Será importante comparar la susceptibilidad de tales poblaciones con las que vivan en los países africanos y asiáticos relevantes.
Mientras tanto, la desestabilización de los ecosistemas provocada por el hombre mencionada arriba, junto con la cría intensiva y en masa de animales, aumenta la probabilidad de que nuevos patógenos entren en nuestro ambiente, evolucionen y se adapten a nosotros.
Vamos a invitar a los tres a jugar a un juego. Se trata de adivinar cuál es el siguiente número de una serie. Esta empieza con el 1, ¿cuál es el siguiente? Los tres dicen que el 2. Aciertan. ¿Cuál es el siguiente? Los tres coinciden de nuevo: el 3. Y vuelven a acertar. Seguimos una tercera ronda. Ahora los tres se envalentonan. Simón dice 4 y además predice que el próximo será el 5. Aberrón dice que será el 5 y después el 7. Y Cremades apuesta por el 5 y el 8. En la 3ª ronda sale el 5: Simón ha fallado. Y en la 4ª ronda sale el 8: Cremades gana. ¿Qué ha pasado aquí? Resumamos lo que ha ido diciendo cada uno y el resultado:
Inicio | 1ª ronda | 2ª ronda | 3ª ronda | 4ª ronda | |
1 | 2 | 3 | 5 | 8 | |
Fernando Simón | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 |
Martínez Ron (Aberrón) | 1 | 2 | 3 | 5 | 7 |
Santiago Gª Cremades | 1 | 2 | 3 | 5 | 8 |
Lo que sucede es que cada uno ha estado trabajando con hipótesis y modelos distintos. Simón utiliza la serie de números naturales, Aberrón la de los números primos, y Cremades (matemático él) la sucesión de Fibonacci (cada número es la suma de los dos anteriores). La serie oculta era la de Fibonacci. Cremades ha acertado.
¿Qué nos muestra todo lo anterior? Pues el funcionamiento de la ciencia. El método científico consiste, muy simplificadamente, en recoger datos de forma ordenada, hacer hipótesis falsables, construir modelos, deducir predicciones y hacer experimentos para comprobar si la hipótesis resiste a la falsación (después se publica en una revista con revisión por pares y lo suyo es que todo se replique). Veamos algunas consecuencias.
La primera, de la que es fácil darse cuenta, es que la ciencia es lenta por su propio método, y el método es como es, precisamente, para garantizar el mejor conocimiento posible. Cumplir con todos esos pasos y con las debidas garantías y controles que exige, requiere de mucho tiempo (y dinero, no se nos olvide: urge financiar adecuadamente la investigación científica, también la básica).
Otro aspecto es que los resultados de la ciencia siempre son provisionales y nunca definitivos. La verdad científica es todo lo contrario de la “verdad” religiosa o dogma. Esta es absoluta, inmutable y eterna, mientras que la científica es todo lo contrario. La verdad científica es asintótica: nos acercamos a ella pero nunca del todo. Las hipótesis, modelos y teorías científicas tienden a esa verdad pero siempre serán provisionales y sujetas a cambios conforme aumente la información disponible, los nuevos descubrimientos y experimentos, las revisiones, etc. Eso explica que a veces parezca que la ciencia unas veces dice una cosa y luego la contraria. Para la mentalidad religiosa o dogmática eso es una aberración, pero para la ciencia es algo normal: la ciencia avanza, se autocorrige, falsa sus propias hipótesis y propone nuevas. En el ejemplo que poníamos: en las primeras rondas, las hipótesis de Simón, Cremades y Aberrón parecían correctas, hasta que en la 3ª ronda se comprobó que la de Simón era errónea (resultó falsada). Pero todavía quedaban dos teorías que cuadraban con los datos disponibles: la de Aberrón (números primos) y la de Cremades (sucesión de Fibonacci). Fue el aumento de la información disponible la que desempató: Cremades tenía razón.
Pero paremos a pensar un poco en esto: en ciertos momentos, cuando no hay suficiente información disponible, teorías científicas distintas pueden ser compatibles con los mismos hechos. Es más, según el principio de indeterminación de Quine, el número de teorías para explicar cualquier fenómeno es infinito (potencialmente). Eso es lo que lleva a los científicos a tener que elaborar criterios para decidir entre ellas: por ejemplo, la navaja de Ockham (si dos teorías son igual de explicativas, hay que escoger la más simple, la que lo hace con menos elementos). Pero a veces ni aun así: recordemos que los físicos no se ponen de acuerdo hoy día para lograr una teoría unificada y que hay varias buenas candidatas para ello. Y esto es algo habitual en ciencia y parte constitutiva suya. Con perspectiva histórica podemos recordar conceptos, hipótesis, modelos o teóricas que en su día se dieron por buenos y luego se han desechado: el éter, el flogisto, el geocentrismo, el fijismo en biología, la “mente” como tabula rasa en psicología, el homo oeconomicus en economía, etc.
Pero es que podría ser peor. ¡Todas las teorías podrían estar equivocadas! Volvamos al ejemplo y supongamos ahora que la serie a descubrir fuera una en la que cada número es la suma de todos los anteriores, en cuyo caso después del 3 vendría el 6 y luego el 12 (le hubiera seguido el 24).
Inicio | 1ª ronda | 2ª ronda | 3ª ronda | 4ª ronda | |
1 | 2 | 3 | 6 | 12 | |
Fernando Simón | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 |
Martínez Ron (Aberrón) | 1 | 2 | 3 | 5 | 7 |
Santiago Gª Cremades | 1 | 2 | 3 | 5 | 8 |
Los tres se hubieran equivocado en la 3ª ronda. El problema en ciencia es que esta posibilidad siempre está presente. De ahí que la ciencia nunca pueda dar por definitiva una conclusión, porque nunca se sabe si la realidad no dará un giro inesperado conforme aumente el conocimiento disponible. Los datos, hallazgos y experimentos pueden ir confirmando hipótesis, modelos y teorías, pero un día, de repente, algo lo descuadra todo. Es el conocido como problema del inductivismo: en ciencia, confirmar una teoría es imposible, solo podemos aspirar a falsar las teorías y, mientras tanto, trabajar con ellas como verdades siempre provisionales. Bertrand Russell explicó esto con su conocido ejemplo del pavo inductivista: el pavo observa que todos los días el granjero viene a la misma hora a darle de comer, y llega a la conclusión de que hay una ley en el universo por la que a esa hora el granjero siempre vendrá a darle de comer. Hasta que llega el Día de Acción de Gracias y el granjero viene ¡pero a cortarle el cuello! Nassim Taleb se refiere a estos casos como “cisnes negros”, en alusión a la sorpresa que produjo en los europeos descubrir que en Australia había cisnes negros (hasta entonces, “cisne negro” era un oxímoron y “cisne blanco” una redundancia). Para ser justos, hay que decir que los cisnes negros no son habituales (por definición) y que lo más normal en ciencia no es que se rechace una teoría de golpe a la primera anomalía que se detecta (como Lakatos apuntó a Popper), sino que más bien es la acumulación de anomalías lo que lleva a sustituir una teoría por otra (y raras veces se producen revoluciones científicas, aunque haberlas, haylas: Thomas Kuhn dixit).
Siempre será más lo que no sabemos que lo que sí sabemos. El gran Sócrates ya definió al sabio no como aquel que sabe mucho, sino quien es consciente de todo lo que no sabe y de la insignificancia de lo que sabe en comparación con lo que ignora. De ahí su “Solo sé que no sé nada”. Su contrario, el necio (el “cuñado”, en lenguaje actual) es quien no es consciente de lo que no sabe y cree que ya sabe suficiente (porque no es capaz de comparar lo que sabe con la inmensidad de lo que le queda por saber).
De ahí la diferencia en el lenguaje científico y el de los cuñados. Mientras aquellos dicen cosas del tipo “Según los datos disponibles”, “En virtud de lo que sabemos por ahora”, “Salvo que nuevos descubrimientos digan lo contrario”…, estos responden con los típicos: “Esto lo arreglaba yo en un momento”, “Está más claro que el agua”, “Esto es así y punto”… Por esto mismo el necio o cuñado no entiende que la ciencia diga una cosa y luego otra. No comprende por qué al principio los niños eran superpeligrosos contagiadores del coronavirus y ahora dejan de serlo. No le cabe en la cabeza que la ciencia avanza, que toda afirmación científica es provisional y sometida a revisión constante.
Y mucho menos le entra en la cabeza que la ciencia a veces no puede (ni debe) dar soluciones únicas ni definitivas a los problemas. La solución a la pandemia de COVID-19 vendrá de la mano de la ciencia, pero no solo de la ciencia sino necesariamente de la política. La urgencia para contener la pandemia y evitar a la vez los desastres económicos no nos permite claridad suficiente para entender cómo funciona la ciencia y nos lleva a pedirle lo que no puede darnos. El cuñado ve al científico como si fuera un sacerdote o un oráculo que tiene la verdad absoluta y soluciones mágicas, y luego se frustra cuando se da cuenta de que no es así. La ciencia es lenta y en situaciones urgentes no funciona de la mejor manera. Las primeras conclusiones científicas al comienzo de la pandemia no pueden ser las mismas que conforme va avanzando esta y el conocimiento que tenemos de ella. Y aun así, la ciencia puede ofrecer modelos distintos para los mismos hechos con predicciones distintas hacia el futuro. Y en ese contexto de urgencia e incertidumbre es difícil tomar decisiones. Y además, tampoco le corresponde a la ciencia hacerlo, sino a la política, o por lo menos a la política basada en ciencia. La ciencia aporta la mejor información disponible en el momento (revisable y que puede cambiar con el tiempo) y es sobre esa información con la que los políticos deben tomar las decisiones. Pero esa información (necesariamente incompleta) rara vez indica una única solución o alternativa. Lo normal es que ofrezcan varios modelos, con distintas predicciones y probabilidades. Y ahí es donde entra la prudencia (phronesis) política a la hora de decidir. La ciencia tiene autoridad, pero no poder: el poder es del pueblo en democracia (como indica su nombre, aunque lo ejerza a través de sus representantes).
Varios fenómenos están transformando nuestro planeta: las poblaciones humanas ocupan cada vez más los hábitats silvestres y provocan cambios sin precedentes en el uso de la tierra; la fauna salvaje y el ganado son transportados entre países, y sus productos, a lo largo y ancho del globo; y cada vez hay más viajes tanto domésticos como internacionales. Si se tienen en cuenta todos ellos, las pandemias de nuevas enfermedades son una certidumbre casi matemática.
El 24 de febrero, China anunció la prohibición permanente de consumir y comerciar con animales silvestres excepto para la investigación científica, el uso médico o la exhibición, lo que acabará con una industria que tiene un valor de 76.000 millones de dólares y que dejará sin trabajo a 14 millones de personas, según un informe de 2017 encargado por la Academia China de Ingeniería. Algunos lo vieron con buenos ojos, pero otros, como el ecólogo de enfermedades Peter Daszak presidente de Eco Health Alliance, están preocupados por el hecho de que una prohibición total pueda, simplemente, llevar a la clandestinidad el negocio si no hay un esfuerzo por cambiar las creencias tradicionales o por proporcionar un medio de vida alternativo. «El consumo de animales silvestres ha formado parte de la tradición cultural» de China desde hace miles de años, explica Daszak. «Eso no cambiará de un día para otro.»
En cualquier caso, «el comercio y el consumo de animales salvajes constituyen tan solo una parte del problema», comenta Shi Zhengli, la “mujer murciélago”, viróloga apodada así por sus colegas . A finales de 2016, los cerdos de cuatro granjas del condado de Qingyuan en Guandgdong (a 96 kilómetros del lugar en el que se originó el brote de SARS) sufrieron vómitos y diarreas graves, y casi 25.000 de esos animales murieron. Los veterinarios locales no lograron detectar ningún patógeno conocido y llamaron a Shi para que les echase una mano. La causa de la enfermedad, el síndrome de diarrea aguda porcina (SADS, por sus siglas en inglés), resultó ser provocada por un virus cuya secuencia del genoma era un 98 por ciento idéntica a la del coronavirus encontrado en los murciélagos de herradura de una cueva cercana.
La epidemia es la séptima causada por virus presentes en murciélagos en las tres últimas décadas, después de la del Hendra en 1994, la del Nipah en 1998, la del de Marburgo en 1999 (y varios episodios posteriores), la del SARS en 2002, la del MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio) en 2012 y la del Ébola en 2014. Pero «los animales [en sí mismos] no son el problema», indica Wang. De hecho, los murciélagos fomentan la biodiversidad y la salud del ecosistema al comer insectos y polinizar las plantas. «El problema es cuando entramos en contacto con ellos.»
Los científicos también están intentando desarrollar vacunas a toda prisa. A la larga, el equipo de Wuhan planea desarrollar vacunas y fármacos de amplio espectro contra los coronavirus considerados peligrosos para los humanos. «La epidemia de Wuhan es una llamada de atención», apunta Shi.
Muchos científicos opinan que el mundo debería hacer algo más que responder a los patógenos mortales cuando aparecen. «La mejor manera de proceder es la prevención», indica Daszak. Dado que el 70 por ciento de las enfermedades infecciosas emergentes de origen animal proceden de la fauna silvestre, nuestra máxima prioridad debería ser identificarlas y desarrollar mejores pruebas de diagnóstico, añade. Hacerlo significará continuar en una escala mucho mayor lo que investigadores como Daszak y Shi han estado haciendo antes de que sus proyectos se quedaran sin fondos este año.
Esos esfuerzos deberían centrase en los grupos víricos de alto riesgo presentes en mamíferos propensos a las infecciones por coronavirus, como murciélagos, roedores, tejones, civetas, pangolines y primates no humanos, explica Daszak. Añade que los países tropicales en vías de desarrollo en los que la diversidad de vida silvestre es enorme deberían ser la primera línea en esta guerra contra los virus.
Daszak y sus colaboradores han analizado unas 500 enfermedades infecciosas humanas del pasado siglo. Descubrieron que la aparición de nuevos patógenos suele ocurrir en lugares en los que una densa población ha estado cambiando el paisaje, con la construcción de carreteras y minas, la tala de bosques y la intensificación de la agricultura. «China no es la única zona conflictiva», y añade que otras economías emergentes importantes, como India, Nigeria y Brasil, también son zonas de gran riesgo.
Cuando los posibles patógenos hayan sido localizados, los científicos y los funcionarios de salud pública podrán comprobar con cierta regularidad si producen infecciones; para ello deberán analizar muestras de sangre y frotis del ganado, de los animales silvestres que se crían en granjas y con los que se comercia y de poblaciones humanas de alto riesgo, como granjeros, mineros, aldeanos que viven cerca de murciélagos y gente que caza o maneja animales salvajes, explica Gray. Este enfoque, conocido como «Una sola salud», intenta integrar la gestión sanitaria de los animales salvajes, el ganado y las personas. «Solo entonces podremos detectar un brote antes de que se convierta en epidemia», apunta, y añade que la estrategia podría salvar los cientos de miles de millones de dólares que puede costar una epidemia.
De nuevo en Wuhan, donde el aislamiento se levantó el 8 de abril, la mujer murciélago de China no está para celebraciones. Se siente angustiada porque tanto en Internet como en los principales medios de comunicación han sugerido repetidamente que el SARS-CoV-2 saltó accidentalmente de su laboratorio, a pesar de que la secuencia genética del virus no coincide con ninguna de las que estudiaban allí. Otros científicos han descartado rápidamente esa acusación. «Shi dirige un laboratorio de primera categoría mundial que cuenta con los más altos estándares», explica Daszak.
A pesar del enfado, Shi está decidida a continuar con su trabajo. «La misión debe seguir. Lo que hemos descubierto es solo la punta de un iceberg», comenta. Está planeando dirigir un proyecto nacional para analizar sistemáticamente virus presentes en las cuevas de murciélagos, con un ámbito mucho más amplio y con mucha más intensidad que los intentos anteriores. El equipo de Daszak ha calculado que, en los murciélagos, hay más de 5000 cepas de coronavirus esperando a ser descubiertas.
«Los coronavirus presentes en los murciélagos provocarán más brotes», indica Shi, con un tono de inquietante certeza. «Debemos encontrarlos antes de que ellos nos encuentren a nosotros.»
Los médicos lo saben, la biología no es una ciencia exacta. La vida no habla el lenguaje de las matemáticas. La vida puede ser tumultuosa, deforme y desordenada, y ser vida plena. La vida es contradicción. Que se lo pregunten a Heráclito o a Don Quijote. Cada cuerpo tiene su propio ritmo. Los médicos lo ven a diario en los hospitales. El virus es una enfermedad mortal para unos, y otros ni siquiera se inmutan. Un fármaco funciona en un paciente y no funciona en el de al lado. No hay enfermedades, sino tratamientos, que dependen de la vida contradictoria que los acoge. De nuevo lo interior y lo exterior.
Esa verdad de la medicina se conjuga con otra, no de la vida, sino del conocimiento. Según la visión dominante hoy, los científicos que asesoran a los Gobiernos en la lucha contra la pandemia, son zombis, máquinas teledirigidas por la electroquímica de sus cerebros. Tanto el neurocientífico como el jardinero gozan de una libertad aparente, carecen de libertad para elegir sus pensamientos. Lo crean o no, ese es el paradigma en que vivimos. Cabría preguntarse qué credibilidad merece un zombi o una comunidad de ellos. En una entrevista reciente a un especialista en pandemias (David Quammen, autor de Contagio), a la pregunta de si consideraba que lo que estaba ocurriendo era una“revancha de la naturaleza” respondía: “No lo diría así, porque soy un materialista darwiniano. No personalizo la naturaleza. No personalizo la naturaleza con N mayúscula capaz de revancha ni de emociones”. Pero, según su modelo, tampoco él las tiene, parece tenerlas, pero en realidad es un zombi teledirigido por impulsos cerebrales. Como si la vida fuera un cálculo exacto de causas y efectos, como si las contradicciones internas, las obsesiones o los sueños, no formaran parte de ella. De hecho, ni él ni cualquier otro humano es responsable de lo que está sucediendo. Simplemente son zombis que obedecen la mecánica neuronal. Y sin embargo, Quammen no tiene empacho en decir que nuestro modo de vida (comida, ropa, viajes, cacharros) nos hace responsables de lo que está sucediendo.
La exclusión de lo mental del ámbito de la física ha dado grandes resultados, pero el juego parece agotado. Seguimos pensando que el modelo físico-matemático es la verdad completa y esa verdad ser proyecta sobre lo humano, esa máquina compleja pero máquina al fin y al cabo. Sin embargo, quienes tienen estas ideas también tienen valores y toman decisiones no automáticas. Imaginan y proyectan líneas de investigación científica y logran desarrollarlas. No asumen que responsabilidad implica libertad y que, si somos zombis, no hay posibilidad de asumir responsabilidades. La libertad es intangible y no encaja en los moldes de lo cuantitativo. Es algo que todos, de algún modo, experimentamos. Ninguna ecuación podrá definirla porque una ecuación no es algo experimentable. La libertad, además, tiene poco que ver con la elección misma, sino con lo que nos ata y lo que nos libera, pero eso es ya otro asunto.
Los buenos médicos no se dejan confundir por el materialismo médico. La mejor crítica del mismo la formuló William James. El materialista médico, decía, es aquel que cree que la filosofía de cada cual depende de cómo filtre su hígado. Si filtra de un determinado modo, será idealista, si de otro distinto, fenomenólogo, si de un tercero, materialista médico. Algunos se niegan a ver la circularidad del razonamiento. James, que era médico, defendió la libertad y el indeterminismo en una época en la que el materialismo mecanicista amenazaba con someter a la filosofía.
Idolatrar las ciencias es tan irracional como negar sus logros. El fuego destruye y da calor. La investigación científica nos ha llevado a la Luna, a los antibióticos y las vacunas, pero también al Proyecto Manhattan, los experimentos de Mengele en Auschwitz y las armas bacteriológicas. Todo conocimiento tiene su lado oscuro y su lado luminoso. La pandemia podría haber sido una creación de la imaginación científica. Si ella hizo el nudo, ella lo deshará. En todo caso, hay fanáticos cientificistas y fanáticos creacionistas, y aunque los últimos nos resulten más recalcitrantes, no debemos olvidar a los primeros. Ante estos, lo mejor es cultivar un sano escepticismo. Contra lo que generalmente se cree, lo contrario del escepticismo no es la creencia, sino el dogmatismo. Los escépticos pueden ser grandes creyentes, simplemente no se atan a sus creencias. El griego Pirrón y el budista Nāgārjuna fueron dos buenos especímenes. Wittgenstein nos enseñó que aunque la experiencia significativa queda fuera del marco de lo cuantificable, negarla o suprimirla resultaría intolerable para ese ser complejo y contradictorio que es el hombre. La amenaza de la pandemia no es sólo la amenaza del virus, es también la amenaza a la libertad de pensamiento. La tentación totalitaria ya se ha dejado ver. Una sociedad de zombis prepara la llegada del tirano. No permitamos que los magnates de las grandes corporaciones, por muy filántropos que sean, nos impongan su vigilancia digital y represiva. El cálculo darwinista es tan peligroso como la regresión nacionalista. Quizá sean una misma cosa.
La primera excusa que ponen todos los autores de modelos es la calidad de los datos que usan para calibrar sus parámetros, que, efectivamente, tras casi tres meses de epidemia en España, siguen siendo un desastre y una vergüenza. Pero no, aunque tener buenos datos ciertamente ayudaría, ni así se iban a arreglar estas bolas de cristal. ¿Estamos diciendo que unos modelos probados y comprobados, como los SIR, no funcionan con la covid-19? Para nada. Estamos diciendo que un análisis superficial e ingenuo de estos modelos, limitados a curvas de predicciones, a adivinar fechas de picos o de fin de la epidemia, es engañoso e inútil. ¿Por qué? Esa es la cuestión. Las epidemias se caracterizan por dinámicas exponenciales (o casi), en las que hay fases de cambio rapidísimo. En este tipo de dinámicas, la capacidad de hacer predicciones está mermadísima, porque el más ligero error en el modelo (y es imposible hacer modelos sin errores) produce en pocos días un error gigantesco. Es un fenómeno con el que todos estamos familiarizados en un campo diferente: la meteorología. Hablamos del famoso “efecto mariposa” (ya se sabe, una mariposa bate sus alas en Madrid y se produce un tifón en Filipinas). Y la predicción del tiempo nos enseña el camino a seguir: predicciones probabilísticas, como esas a las que ya nos tiene acostumbrados el parte meteorológico cuando nos dice que este domingo habrá un 30% de probabilidad de lluvia. Información que no es certeza, pero que es extremadamente útil igualmente. ¿Y qué diferencia a la epidemiología de la meteorología? Ahora sí: los datos.
Para la previsión del tiempo contamos con redes extensas de observatorios, que recogen de forma sistemática multitud de variables y las comunican en tiempo real a los centros donde se calculan las previsiones. Con las epidemias, en España ni siquiera hemos sido capaces de establecer protocolos para que las 17 comunidades autónomas comuniquen sus datos de forma fiable y consistente (no hablemos ya del origen de esos datos en cada comunidad). Y con la posibilidad, muy real, de un segundo rebrote en cualquier momento, del que, de ocurrir, por la impredecibilidad inherente que hemos descrito, no sabemos cuándo será ni, una vez empezado, lo que durará, ni su intensidad, tenemos que ponernos las pilas en dos aspectos. El primero: ignorar a los chamanes de las curvas y entender que los profesionales de los modelos siempre nos van a presentar incertidumbres, probabilidades, barras de error; no intentarán dar la fecha del pico pero serán capaces de discernir el efecto de distintas actuaciones y ayudar de verdad a tomar decisiones. Todo esto, claro, si mejoramos en el segundo aspecto: regularizar ya protocolos eficientes para la recogida y publicación de los datos diarios de la epidemia. En lo peor de la crisis tal vez no fuese lo prioritario, pero ahora que hay un respiro, es inexcusable. Nos va la vida en ello.
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Era inevitable que la gestión de la crisis se convirtiera en objeto de polémica política, pero no deja de ser sorprendente que los argumentos de la derecha se hayan desplegado en torno a una peculiar defensa de la libertad individual. ¿Tiene sentido entender como una restricción injustificada de la libertad aquellas limitaciones impuestas para salvaguardar la salud pública? Hay quien está tratando de situar el confinamiento en el marco mental de una restricción de derechos individuales, como si la responsabilidad por la salud de los demás no tuviera nada que ver con las libertades.
La libertad puede ser entendida como la ausencia de impedimentos para hacer lo que uno quiera o como la capacidad real de hacer lo que uno quiera. Tal vez sea Thomas Hobbes quien mejor ha representado lo primero. En un debate con el obispo Bramhall a mediados del siglo XVII, la discusión se centraba en torno a si era libre o no quien hubiera decidido ir a jugar al tenis sin saber que la puerta estaba cerrada. Actualmente hay muchas puertas cerradas, tanto por la literalidad de nuestro confinamiento como debido a las condiciones estructurales que le impiden a uno hacer lo que desea, y el tipo de libertad que así se impide es muy diferente en cada caso. La tradición republicana defiende, frente a la liberal, que la libertad no consiste en que no haya interferencias, sino en que no haya dominación. La libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad. Pues bien: pongamos el caso de que hay una pandemia y todos queremos disfrutar al máximo de nuestra libertad. En ese caso, las autoridades políticas harían bien en impedir que la conducta irresponsable de unos ponga en peligro la vida de otros, sin la cual no habría libertad posible.
Del mismo modo que se ha producido una americanización de nuestros estilos de vida, en los productos culturales o en la configuración de nuestras ciudades, un sector de los conservadores europeos importa esquemas mentales de la cultura política norteamericana, promovidos por Steve Bannon, por determinados think tanks o por simple imitación. Su imagen más histriónica es la de aquellos hombres armados que irrumpieron en el Capitolio de Michigan, para mostrar su oposición al confinamiento, siguiendo así la instigación de Trump a rebelarse contra semejante imposición. Podemos sintetizar ese contraste entre las dos culturas políticas en torno al hecho de que los americanos no han realizado toda la transferencia de soberanía desde el individuo hacia el Estado que es una normalidad para los europeos (también a los conservadores europeos de viejo cuño). De ahí que tantos americanos sean contrarios a un seguro médico universal, defiendan la posesión de armas para la autodefensa y se opongan a unos impuestos elevados. El individuo debe poder cuidar de sí mismo; los instrumentos de protección resultan sospechosos de ejercer un paternalismo injustificado. La poderosa atracción que está ejerciendo sobre un cierto sector del electorado conservador este individuo soberano y sustraído de un espacio común podría explicar ese giro y algunas actitudes asociadas, como la segregación urbana, el veto parental, la oposición a las vacunas (de momento, muy minoritaria), la concepción de los impuestos como un saqueo o la propensión a entender la solidaridad en torno a la figura del donante y no del contribuyente. Este modelo de una sociedad de individuos autosuficientes se corresponde con una idea de la producción del bien común mediante la mera agregación a través del mercado y con una concepción de la nación en la que ha desaparecido, ahí sí, cualquier dimensión de voluntariedad.
Si volvemos al terreno de la discusión sobre la libertad en tiempos de pandemia, esta concepción individualista revela sus profundas contradicciones, mientras que su versión republicana se muestra más resistente a la hora de articular mi libertad y la de los demás. Existe una libertad para salir de casa, por supuesto, pero no hay libertad para infectar. ¿Hay un sentido de responsabilidad mayor que limitar la propia libertad de movimiento para no contribuir a la extensión de una pandemia?
Los Gobiernos que gestionan la crisis sanitaria tienen la obligación de justificar cualquier restricción de la libertad mostrando su utilidad a los efectos de contener la pandemia, del mismo modo que cualquier aspiración de recuperar espacios de libertad tiene la obligación de justificar que no es incompatible con el objetivo general de contener la pandemia. Al cuidar lo común no estamos rindiéndonos a una estructura neutra o ajena, sino a algo de lo que se nutre nuestra libertad personal. Jon Elster, uno de los más destacados pensadores republicanos, glosaba la figura de Ulises dejándose atar para no sucumbir a los cantos de las sirenas. Nos recordaba así que muchas veces la mejor manera de preservar la libertad es atarse, no tanto para respetar la de los demás, sino para protegerse de las torpezas que podría uno cometer si llama libertad a cualquier cosa.
No me hago ilusiones de que el colapso pandémico tenga efectos socialmente positivos en lo inmediato. Por el contrario, como escribe Arundhati Roy, «el coronavirus entró en los cuerpos humanos y amplificó patologías existentes, entró en los países y sociedades y amplificó sus enfermedades y patologías estructurales. Amplificó la injusticia, el sectarismo, el racismo, las castas y, sobre todo, la desigualdad». Según Arundhati, el virus detuvo la máquina; ahora se trata de parar el motor, para volver definitivamente inoperante a la economía orientada al lucro. Cueste lo que cueste.
El ciclo de acumulación no se reanudará, porque las articulaciones están desquiciadas: la sanitaria, la psíquica, la productiva, la distributiva… todo se ha ido a la mierda.
En las últimas décadas, la precarización del trabajo ha fragilizado a la sociedad y ha debilitado su resistencia. El Covid-19 fue el golpe final: la sociedad fue disgregada por el encierro obligatorio y el miedo, y hasta el momento no es posible resistir con la acción. Por más paradójico que parezca, es precisamente la pasividad la que vencerá al capitalismo conduciéndolo a la muerte por asfixia. La forma más subversiva de pasividad es la insolvencia, que consiste en hacer saltar todo no haciendo nada, y, más precisamente, limitándose a no pagar por la sencilla razón de que no podemos pagar.
La insolvencia no tiene necesidad de ser propagandizada, predicada, gritada: vendrá por sí sola como consecuencia natural del colapso de la economía. La insolvencia no es una culpa sino una necesidad universal. Y la sociedad tendrá que comenzar a experimentar formas locales y autónomas de producción y distribución destinadas a la supervivencia y al placer.
Mayo 14
Según Lorenzo Marsili, no debemos esperar demasiado del fin del mundo:
«Olvídense de los sueños silvestres de desaceleración. Basta pensar en esta paradoja: la aceleración vertiginosa del mundo y del tiempo que nos rodea se produce a través de una crisis que nos obliga a reducir la velocidad. Parece instaurarse un extraño mecanismo por el que, cuanto más nos detenemos, más la realidad es transformada por nuestro estar en casa. Lejos de desacelerar el mundo, el Covid-19 ha acelerado fuertemente los procesos de transformación personal, política y económica ya en marcha.
«Un deshilachamiento más que un colapso.
«Tampoco el Covid-19 hará saltar al mundo por los aires. Pero seguramente podrá llevar a su mayor deterioro: los negocios artesanales podrán cerrar cada vez más rápidamente en beneficio de la distribución organizada a gran escala; podrá haber un endurecimiento de las medidas de austeridad para expiar la culpa del endeudamiento necesario; podrá fortalecerse la tendencia de los más ricos a prepararse rutas de fuga, acelerando el proceso de separación de las élites de sus comunidades nacionales. El punto es que la crisis ya no es una interrupción de la normalidad. La normalidad es crisis. La crisis ya no es un momento decisivo, un divisor de aguas, un momento heroico. Y, por lo tanto, ya no es un concepto útil. Si tuviéramos que hacer una lista de las cosas que más extrañamos en esta cuarentena –ejercicio útil, aunque solo sea para darnos cuenta de la poca importancia que desempeña cierto consumismo en nuestras vidas–, las relaciones humanas sin duda estarían en los primeros puestos. Nos faltan los amigos. ¿Pero todos ellos? He aquí un ejemplo simple de lo que significa superar la elección binaria entre crecimiento y decrecimiento. Menos amigos y más amistad».
Mayo 16
Guido Viale me cae personalmente antipático desde que en julio de 1970 publicó en el periódico Lotta continua una extensa vituperación de mi primer libro llamado Contra el trabajo. Nunca se lo perdoné, pero admito que en los últimos tiempos escribe siempre cosas inteligentes. Hoy publica en Comune-info un artículo en el que habla sobre la normalidad «potenciada»: «Potenciada para recuperar el tiempo perdido: no el de Proust, sino el del PIB: más producción, más explotación, más precariedad –es decir, falta de perspectivas y de futuro– para todos, más deuda, más desigualdad entre ricos y pobres, más marginación de quienes se quedan atrás, más retrocesos para quienes no deben verse entre nosotros (para poder explotarlos mejor), más indiferencia en relación con las “vidas descartables”. Durante mucho tiempo, para los trabajos de reproducción o de cuidado –cuyo papel esencial en el funcionamiento de la sociedad, pero por mucho tiempo ocultado, fue sacado a la luz por los movimientos feministas– se ha reclamado “igual dignidad” y una remuneración proporcional a la de quienes eran reconocidos en el trabajo llamado “productivo”. En otras palabras, se trataba de empujar con la lucha el trabajo de cuidado dentro de la esfera del trabajo productivo. Hoy, sin embargo, aparece claro que el movimiento a promover es exactamente el opuesto: es necesario luchar para transformar todo el trabajo productivo en trabajo de cuidado de la Tierra, de lo viviente, de la convivencia humana, de la reproducción de la vida. Es el cuidado el que debe atraer, hospedar y transferir dentro de su esfera de sentido y revalorización al trabajo llamado “productivo”, realizando, dentro de esta transformación, ese equilibrio entre géneros y roles que el “desarrollo de las fuerzas productivas” no ha jamás sabido ni podía realizar: una inversión de campo para nada menor. Es desde esta perspectiva que la reivindicación de un ingreso incondicionado puede perder su carácter retributivo –“páguenme a cambio de algo”– para asumir las connotaciones de una reivindicación consustancial a la de una pertenencia común a un único género humano».
Mayo 17
Ciertamente no soy un fanático de la productividad, ni idolatro la libertad como un valor abstracto. Soy anarquista, pero no por esto creo que sea justo joder a los otros en nombre de la propia libertad. De hecho, realmente creo que el mito de la libertad (de algunos) a menudo se ha utilizado para imponer la esclavitud de la mayoría.
Pero cuando en marzo me enteré de la obligación de quedarse en casa, cuando vi los spots de celebridades publicitarias que nos invitaban a imitarlos quedándonos en casa, como si todos tuviéramos la piscina, la terraza y el mayordomo, inmediatamente pensé que había algo incorrecto allí. Pero aún más incorrecta era la invitación opuesta a reanudar a toda costa el trabajo en la línea de montaje. La Confindustria es peor que Fiorello.[11]
Dejémonos de historias: para evitar que el virus se propague, matando a millones de personas, era correcto detener todo. Pero ahora, dos meses después, tenemos que ir a ver los datos relacionados con la letalidad del virus y descubrir que son bastante bajos. Además, es interesante el dato relativo a la edad promedio de los muertos. 80 años en Austria, 80 en Gran Bretaña, 84 en Francia, 81 en Italia, 84 en Suiza y 80 en los Estados Unidos. En la medida que tengo setenta años no pienso que sea correcto dejar que los viejos mueran sin recibir los cuidados necesarios. Pero en fin…
¿Debemos quizás reconocer que la peligrosidad del virus ha sido de alguna manera sobrestimada? En estos casos es mejor sobrestimar que subestimar, no cabe la menor duda. Pero lo que es preciso explicar es por qué se ha desencadenado la más angustiosa tempestad informativa de todos los tiempos.
Repito que soy un encendido partidario del lockdown y detesto a los «libertarios» que quieren hacer trabajar a las personas con total desprecio por el peligro. Sin embargo, sin absolutamente ninguna intención polémica respecto de las medidas de prevención, me pregunto: ¿por qué?
Mi respuesta es compleja pero simple.
Mayo 18
Algunos se preguntaban si del confinamiento saldremos mejores o peores. Depende de qué quiere decir: el miedo, el distanciamiento, el chantaje económico ciertamente no nos volverán más solidarios, al menos por un tiempo. Los patrones usarán la desocupación como un chantaje; Los propietarios de la FIAT ya están chantajeando al Estado, pidiendo miles de millones de euros para su empresa apestosa, que después de haber explotado a los obreros y haberse aprovechado por décadas de los aportes del Estado italiano (no) paga los impuestos en los Países Bajos y despide en Turín y Pomigliano.
Sucederá, y sufriremos. Sufriremos muchas cosas en los próximos meses, sufriremos la violencia de los racistas contra los migrantes, sufriremos la arrogancia de los patrones y la de los fascistas. Pero no sufriremos para siempre, porque el poder no se consolidará, la máquina económica no se volverá a poner en marcha, está irreversiblemente desquiciada.
Todo será inestable, como una tripulación de borrachos en un barco en medio del mar en la tempestad. Es necesario prepararnos para un largo período de inestabilidad y de resistencia y es necesario hacerlo de inmediato. Resistencia querrá decir creación de espacios de autodefensa para la supervivencia, de producción de lo indispensable, de afecto y de solidaridad.
Existe al menos un ochenta y cinco, quizás un noventa y creo incluso creo que un noventa y uno por ciento de probabilidad de que la vida social empeore, de que las defensas sociales se desmoronen, de que las formas de control tecno-totalitario se encastren en el cuerpo enfermo de la sociedad, de que el nacionalismo belicista prevalezca. Es probable probable probable. Quizás inevitable.
Pero si en la víspera de Año Nuevo nos hubiéramos encontrado en la calle y les hubiera dicho que en tres meses habría treinta millones de desocupados en Estados Unidos, que el precio del petróleo caería a cero dólares por barril, que el transporte aéreo se detendría en todo el mundo y que, en comparación, el 11 de septiembre era una broma, me habrían hecho internar en el manicomio.
En cambio, aquí estamos.
¿Saben por qué? Bueno, ya se los dije no sé cuántas veces: porque lo inevitable generalmente no sucede; de hecho, es lo impredecible lo que siempre prevalece.
La ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo, en la que los hombres creen creer y, como en todas las religiones, el confín que la separa de la superstición es muy delgado. Si dije «creen creer» es porque lo que la gente común recibe de la ciencia es aún más vago y aproximativo que lo que los niños reciben del catecismo. Cualquiera que tenga alguna noción de epistemología no puede, por ejemplo, dejar de sorprenderse por la forma en que se dan las cifras de los decesos, no sólo sin relacionarlas con la mortalidad anual en el mismo período, sino incluso sin especificar las causas efectivas de la muerte. En cualquier caso, confiar las decisiones que en última instancia son políticas a médicos y científicos es extremadamente peligroso. Los científicos persiguen sus propios fines, justos o equivocados, y no están dispuestos a detenerse por consideraciones de orden ético, jurídico o político. ¿Debo recordar que científicos considerados absolutamente serios en ese momento se aprovecharon de los lager nazis para poder llevar a cabo experimentos letales que de otra manera no podrían llevarse a cabo en seres humanos y que consideraron que tenían que hacerlos en interés de la ciencia?
En realidad, estamos acostumbrados a vivir en un estado de emergencia perpetuo desde hace décadas. Como sabes, los decretos de emergencia, que el gobierno ha utilizado, son el sistema normal de legislación en nuestro país, a través del cual el poder ejecutivo ha reemplazado al poder legislativo, aboliendo de hecho aquella división de poderes que define la democracia. En este caso, el terror que difunden irresponsablemente los medios de comunicación ha sido uno de los factores determinantes. Otro es la transformación de la representación de nuestro cuerpo como resultado de la creciente medicalización. La ciencia nos ha acostumbrado desde hace tiempo a dividir la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre tanto corporal como espiritual, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva, cultural y social por el otro. Ésta es una abstracción, pero una abstracción que la ciencia moderna ha realizado a través de los dispositivos de resucitación, que, como es sabido, pueden mantener un cuerpo en un estado de pura vida vegetativa durante mucho tiempo. Lo que sucede hoy es que esta condición, que sólo tiene sentido si permanece dentro de sus propios límites espaciales y temporales, ha salido de la cámara de resucitación para imponerse como una especie de principio de organización social. En términos más generales, creo que lo que nos permite palpar la situación que estamos viviendo es que nuestra sociedad estaba enferma, no en un sentido médico, sino humana y políticamente, y que de alguna manera, sin darse cuenta, lo sabía. Sólo esto puede explicar por qué millones de hombres aceptaron sentirse apestados. Evidentemente, en otro sentido, realmente lo eran.
Desde hace tiempo la democracia se ha convertido en algo que los politólogos estadounidenses llaman el Security State, en el que cualquier existencia política se hace de hecho imposible y, a través de la omnipresente frase «por razones de seguridad», nos hemos acostumbrado gradualmente a renunciar a nuestras libertades. Una situación como ésta que estamos viviendo ahora sólo empuja al extremo los dispositivos de control que ya estaban presentes y que harán que nos parezcan inocentes los dispositivos de los Estados totalitarios, que, después de todo, como ocurrió con China, se señalan como modelo. La gente tiene que darse cuenta de que las medidas de control tal y como existen hoy en día no existían bajo el fascismo. Y es evidente que no se trata de una emergencia temporal, ya que las mismas autoridades que ahora nos impiden salir de casa, no se cansan de recordarnos que, incluso cuando la emergencia haya sido superada, habrá que seguir observando las mismas directrices y que el «distanciamiento social», como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Lo que se está preparando no es una sociedad, sino una masa disgregada cuyos miembros tendrán que mantenerse a distancia para evitar el contagio, pero de hecho para hacer imposible no sólo la amistad, el amor y las otras relaciones humanas, sino sobre todo lo que antes se llamaba la vida política. Pero no está claro con qué dispositivos jurídicos se pueden imponer estas medidas de manera estable. ¿Con un estado de excepción permanente?
Ahora bien, el reconocimiento de los límites de la libertad propia es imprescindible para hacer posible una convivencia democrática. En un Estado democrático es un elemento esencial del ejercicio de la libertad individual la responsabilidad. Libertad y responsabilidad son dos caras de una misma moneda de forma equivalente a cómo ocurre en el caso de los derechos y los deberes. La responsabilidad supone el compromiso (moral, jurídico o político) de responder ante las consecuencias de nuestras acciones llevadas a cabo en un contexto donde es real el ejercicio del libre albedrío, es decir, el poder elegir qué queremos hacer dentro de unas circunstancias dadas.
Es parte de esa responsabilidad no perder nunca de vista lo que en economía se conocen como externalidades o efectos secundarios, es decir, lo que se deriva de nuestras acciones que afecta a otros que no tienen la opción de evitar padecerlo. Quien decide cada mañana desplazarse a su trabajo distante no más de tres kilómetros en su SUV de alta gama polucionando el aire, cuando podría hacerlo por otros medios menos contaminantes, causa una innegable externalidad negativa. El ciudadano que así procede esgrimirá que es libre de decidir por qué medio se mueve de un lado a otro de la ciudad; pero es responsable de un perjuicio para la salud que se impone al resto de la sociedad de la que es parte integrante, lo quiera ver o no. Lo mismo si se sube a ese coche cargadito de unas cuantas copas de vino. Aquí se presenta una interesante cuestión filosófica ya apuntada, y que es una muestra más del fascinante y vasto catálogo de las paradojas humanas, porque si lo que motiva las conductas de ambos ejemplos es una voluntad débil (pereza para el esfuerzo físico o dificultad para decir basta cuando se bebe), una coerción del Estado que obligara a usar la bicicleta en un caso y a parar de beber tras la primera copa de vino en el otro, contribuiría a una ganancia de autonomía para el individuo. En ninguno de los dos supuestos la coerción normativa es muestra de paternalismo sino de garantía de justicia.
Esta es una de las obligaciones que justifican la existencia de un Estado democrático: garantizar una forma de interrelación entre sus diversos integrantes en la que todos ellos puedan vivir en circunstancias en las que sea real la práctica de su libre albedrío. En la comunidad cívica ideal todos sus miembros tienen conciencia del límite a la hora de ejercer su libertad individual; pero en la real existen los vecinos que ponen la música demasiado alta y los políticos que disponen demasiado libremente de recursos que son de todos. A quienes se conducen de este modo los que padecemos los efectos dañinos de sus acciones queremos que se les ponga límite. La cuestión neurálgica, en definitiva, en lo que a la libertad política se refiere, es dónde se traza ese límite a la hora de restringir las acciones de los individuos por parte de los gobiernos.
Como no hay vida sin muerte no hay libertad política sin límite si es que no queremos incurrir en el pecado de la injusticia. Y como fijar ese límite será siempre objeto de debate, ya que están en continuo conflicto las distintas formas de libertad, se necesita una autoridad. He aquí otro problema político derivado de todo lo anterior: el reconocimiento de la autoridad de las instituciones que ponen los límites a esa libertad. Es lo que refleja de modo insuperable la anécdota más arriba recordada: ¿y quién eres tú para restringirme el número de copas de vino que me puedo beber antes de conducir? En esta pregunta retórica queda patente la ausencia de reconocimiento de la autoridad; esto es, el sujeto no asume que esté legítimamente justificada su obligación de obedecer. Así la autoridad queda seriamente debilitada a efectos de su práctica.
En las manifestaciones que parecen ir en aumento estos días, sobre todo a partir de que se ha decretado el fin del ritual de los aplausos en los balcones, la propuesta política que late es el rechazo de la autoridad del actual Gobierno: ¿y quién eres tú para decirme que no puedo salir a la calle a concentrarme o que no puedo ir a mi casa de la playa o que no puedo convocar a mis amigos a una fiesta, etc.? Sería la adaptación al contexto del estado de alarma de la pregunta retórica de marras.
Desde el comienzo de la presente legislatura, voces autorizadas han tachado este ejecutivo de ilegítimo, de «Gobierno Frankenstein» (es decir, contra natura), en el que se incuba el huevo de la serpiente del totalitarismo, y que se sirve de la excusa de la epidemia para implantar un estado de alarma interminable que nos conduce a la ruina económica. Se ha llegado a denunciar incluso que el Jefe de Gobierno nos conduce a una «dictadura constitucional».
La libertad no es anterior a la justicia y a la igualdad. Si así lo creyésemos, cometeríamos el mismo error de Platón, pero a la inversa. ¿Puede haber libertad real (no como fetiche ideológico) si no es entre iguales? ¿Y no es una de las fuentes de legitimación de la democracia su arquitectura institucional, que sirve para erradicar el imperio de la ley del más fuerte, ayudando a que la ciudadanía pueda satisfacer sus necesidades básicas y aspiraciones legítimas sin dañar el bienestar que todos merecemos? La sociedad no es una colección de individuos a los que sólo unen los vínculos de los contratos (los laborales, los financieros...), los cuales en demasiadas ocasiones son suscritos por las partes en innegable situación de asimetría de poder. Libertad, igualdad y justicia son tres piezas lo mismo de esenciales en el invento ilustrado que es el Estado moderno, una ambiciosa utopía hace tres siglos; hoy, una realidad como tal perfectible.
En relación con los hechos que nos ocupan, a partir de estos conceptos se revela la lógica que lleva a una parte significativa de la ciudadanía, animada por los discursos de confrontación pronunciados en sede parlamentaria, a entender legítima su desobediencia a las normas dictadas por el Gobierno en el marco del estado de alarma, incluso a poner en cuestión la obligación de someterse a éste último.
La profusa exhibición de banderas demuestra ciertamente el ardor patriótico de quienes se visten con ellas. Justificación moral que eleva al altar de las más nobles motivaciones la conducta de quienes, en cierta parte, responden a un mensaje de miedo y sirven sabiéndolo o no a los intereses de los que no están dispuestos a que se limite su libertad en aras de la justicia. Son los mismos que quieren convencernos de que las libertades individuales sólo son reales cuando se sustraen de lo común. En esta protesta ciudadana patriotismo y patrimonialismo privado se encuentran astutamente confundidos.
El balance que el siglo XXI nos ofrece hasta el momento es de un siglo antiliberal. Uno tras otro, los golpes han impactado sobre la credibilidad de la democracia. El 11-S nos arrebató la seguridad y puso en marcha los populismos. La crisis de 2008 nos privó de la prosperidad y nos echó en brazos de los populistas. Y ahora la pandemia nos desprovee de la salud y nos arroja a los pies de un ciberleviatán que está en proceso de consumar un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad
La historiadora Selina Todd ha definido este momento decisivo de la construcción del Estado de bienestar como resultado de una “guerra del pueblo”. En 1945, al volver de la experiencia del frente, la clase trabajadora británica exigió, a cambio de sus sacrificios, un nuevo derecho al porvenir. La autoestima que había permitido vencer al enemigo se trocó en disconformidad con la desigualdad jerárquica existente, una dignidad en igualdad de oportunidades. El sacrificio en la “guerra del pueblo” obligó a abandonar la jerga de la lucha por la existencia por un “programa para la paz”. No es casualidad que el Informe Beveridge expresara la potencia del cambio histórico en el manifiesto laborista de 1945 con el título: Afrontemos el futuro: a la victoria en la guerra debe seguir una próspera paz.
Reparemos en el significado de este lema. No era el momento de reclamar a las élites dominantes una mera “compensación” por los sacrificios realizados; no se trataba de justificar que esta generosidad era merecedora de concesiones “desde arriba” o ensalzar simplemente la bandera nacional. No, la terrible lección bélica enseñaba que la dignidad dependía de derechos materiales para todos. Que esta fraternidad recobrara un nuevo significado ya no para tiempos de guerra sino de paz implicaba un giro copernicano: la nueva sociedad debía ser algo más, mucho más, que devolver a cada uno exactamente lo que se merecía por su trabajo. El espíritu del 45 no trocaba sacrificio por heroísmo, sino por dignidad efectiva. No deberíamos olvidar esto a la hora de discutir hoy, libres de nostalgias fordistas, el sentido de una renta básica universal.
Esta analogía entre nuestra “guerra contra la pandemia” y esa “guerra del pueblo” tiene límites. Entre ellos, que esa gran experiencia de autoestima colectiva poco tiene que ver con nuestro aislamiento tecnológico. Sin embargo, da que pensar acerca de nuestras épicas cotidianas: la que aplaude diariamente el enfrentamiento de la vida contra la muerte en las trincheras de la sanidad pública y la que se centra en la bandera y el luto. Ambas son legítimas, pero en la última no pocas veces se tiende a sublimar heroicamente el drama por arriba para descuidar el de abajo. ¿Todo este sacrificio para qué? ¿Para que ciertos políticos se muestren impúdicamente como pasionarias ?
El sentido que demos a este sacrificio será decisivo para nuestro futuro. Si algo define a la tradición emancipatoria, que se remonta a la rebelión prometeica contra los dioses, es que hay trampa en trocar dolor por sentido. El dolor por sí mismo no genera dignidad; el dolor, a lo sumo, solo puede servir como acicate para combatirlo y reducirlo, para prevenirlo y protegerse de él en la medida de lo posible. ¿No implica, por ejemplo, una autoflagelación rayana en lo religioso la idea de que la pandemia es una “revancha de la naturaleza”? ¿No es justo lo contrario: la consciencia global de nuestra dependencia por la posibilidad de un mundo interconectado técnicamente? Ojalá la vuelta a esta nueva “esencialidad” no sea un simple reconocimiento de nuestra vulnerabilidad, sino de nuestro sentido de la justicia y de nuestro intervencionismo en lo que es cruda necesidad. Lo que está revelando la pandemia no es tanto la coinmunidad del mundo globalizado como la funesta constatación de que hay vidas que importan menos que otras.
Quizá esta sea también la diferencia entre el aplauso en nuestros balcones a una sanidad pública “dejada morir” por políticas privatizadoras y una necesidad de duelo que se centra en intercambiar dolor por sentido. Si el espíritu del 45 cuestionó que las élites dominantes se limitaran a exaltar el “sangre, sudor y lágrimas” para esconder su particularismo, ¿no estamos hoy en condiciones de repetir ese ambicioso gesto a la altura de los nuevos desafíos?. “¡Ay del pueblo que no tiene héroes!”. “No, ¡ay del pueblo que necesita héroes!”, replicaba el Galileo de Brecht. No en vano era un científico.
[https:]]Después del confinamiento, no vamos a despertarnos en el mismo mundo de antes solo que un poco peor, como ha afirmado el provocador escritor francés Michel Houellebecq (que ha dicho que el virus es “banal” porque “ni siquiera se transmite sexualmente”; de hecho, algunos estudios recientes indican que quizá se transmita a través del semen).
Gran parte de nuestra forma de vida anterior al virus ya es irrecuperable. Seguramente se desarrollarán una vacuna y tratamientos que reducirán la letalidad del virus. Pero lo más probable es que se tarden años, y, mientras tanto, nuestras vidas habrán cambiado hasta ser irreconocibles. Incluso cuando lleguen, no servirán para disipar el miedo de la población a otra ola de infecciones o a un nuevo virus. Las actitudes de la gente, más que las medidas impuestas por los Gobiernos, impedirán que volvamos a las costumbres anteriores a la covid-19.
A la hora de comparar, lo más próximo no son pandemias históricas como la gripe española, sino el impacto del terrorismo en épocas más recientes. El número de víctimas asesinadas en atentados terroristas es pequeño. Pero se trata de una amenaza endémica, que ha alterado profundamente la vida cotidiana. Las cámaras de videovigilancia y los procedimientos de seguridad en los espacios públicos han pasado a ser parte de nuestras vidas.
El coronavirus de la covid-19 no es un patógeno excepcionalmente letal, pero es muy temible. Pronto habrá en todas partes controles de temperaturas y vigilancia a través de los teléfonos móviles. El distanciamiento físico será obligatorio nada más salir de casa. La repercusión en la economía será inconmensurable. A las empresas que se adapten enseguida les irá bien, pero los sectores que dependían del modo de vida anterior —por ejemplo, bares, restaurantes, acontecimientos deportivos, discotecas, viajes en avión— se contraerán o desaparecerán. La vieja vida de relaciones despreocupadas entre las personas se desvanecerá rápidamente de la memoria.
Algunos empleos quizá ganen más poder y prestigio. Los trabajadores asistenciales y sanitarios merecen algo más que el aplauso por sus esfuerzos. Exigirán mejores salarios y condiciones de trabajo, y es muy posible que los consigan. Probablemente, los que estén en otros puestos mal remunerados y con empleo esporádico saldrán peor parados que antes.
Los efectos sobre las “categorías del conocimiento” serán inmensos. La educación superior funciona con un modelo de presencia del alumno que el distanciamiento físico ha dejado obsoleto. Las artes, los museos, el periodismo y el mundo editorial se enfrentan a un vuelco similar. La automatización y la inteligencia artificial eliminarán franjas enteras de empleo para la clase media. La tendencia que está en marcha desde hace décadas se acelerará, y los restos de la vida burguesa desaparecerán.
A medida que la vida de antes de la covid-19 se desdibuje en la historia, grandes segmentos de las clases profesionales se encontrarán con una experiencia similar a la de los que pasaron a ser antiguas personas en los bruscos cambios históricos del siglo pasado. La burguesía apartada no tiene por qué temer a la hambruna ni a los campos de concentración, pero el mundo en el que han vivido está desvaneciéndose ante sus ojos. Lo que están experimentando no es nada nuevo. La historia es una sucesión de apocalipsis de este tipo y, de momento, este es más suave que la mayoría.
1. Los riesgos que se generan en el nivel más avanzado del desarrollo de las fuerzas productivas (con ello me refiero sobre todo a la radiactividad, que se sustrae por completo a la percepción humana inmediata, pero también a las sustancias nocivas y tóxicas presentes en el aire, en el agua y en los alimentos, con sus consecuencias a corto y largo plazo para las plantas, los animales y los seres humanos) se diferencian esencialmente de las riquezas. (28)
2. Con el reparto y el incremento de los riesgos surgen situaciones sociales de peligro. Ciertamente, en algunas dimensiones éstas siguen a la desigualdad de las situaciones de clases y de capas, pero hacen valer una lógica de reparto esencialmente diferente: los riesgos de la modernización afectan más tarde o más temprano también a quienes los producen o se benefician de ellos. Contienen un efecto bumerang que hace saltar por los aires el esquema de clases. Tampoco los ricos y poderosos están seguros ante ellos. (29)
3. ... la expansión de los riesgos no rompe en absolutocon la lógica del desarrollo capitalista, sino que más bien la eleva a un nuevo nivel. Los riesgos de la modernización son un big business. Son las necesidades insaciables que buscan los economistas. Se puede calmar el hambre y satisfacer las necesidades, pero los riesgos de la civilización son un barril de necesidades sin fondo, inacabable, infinito, autoinstaurable. (29)
4. Se puede poseer las riquezas, pero por los riesgos se está afectado; éstos son como asignados civilizatoriamente. Dicho de una manera rápida y esquemática: en las situaciones de clases y capas, el ser determina a la conciencia, mientras que en las situaciones de peligro la conciencia determina al ser. (29)
5. En la sociedad del riesgo surge así a impulsos pequeños y grandes (en la alarma por el smog, en el accidente tóxico, etc.) el potencial político de las catástrofes. La defensa y administración de las mismas puede incluir una reorganización del poder y de la competencia. La sociedad del riesgo es una sociedad catastrófica. En ella, el estado de excepción amenaza con convertirse en el estado de normalidad. (30)
Ulrich Beck, La sociedad del riesgo, Barcelona, Paidós 1998
Ahora todos tenemos el poder de matar. El poder de matar ha sido completamente democratizado. El aislamiento es precisamente una forma de regular ese poder.
… la lógica del sacrificio (…) siempre ha estado en el corazón del neoliberalismo, que deberíamos llamar necroliberalismo. Este sistema siempre ha funcionado con un aparato de cálculo. La idea de que alguien vale más que otros. Los que no tienen valor pueden ser descartados. La pregunta es qué hacer con aquellos que hemos decidido que no valen nada. Esta pregunta, por supuesto, siempre afecta a las mismas razas, las mismas clases sociales y los mismos géneros.
La humanidad está en juego. Lo que revela esta pandemia, si lo tomamos en serio, es que nuestra historia aquí en la tierra no está garantizada.
No hay garantía de que estaremos aquí para siempre. El hecho de que sea plausible que la vida continúe sin nosotros es el tema clave de este siglo.
La teoría estética tiene, por el contrario, funciones más importantes que las de vender cuadros o atraer masas a museos: está obligada a poner nombre a las nuevas sensibilidades que estructuran las experiencias históricas, en señalar normativamente aquellas que son capaces de discriminar posibilidades hasta entonces invisibles, de afinar los receptores humanos a los gozos y sufrimientos de los otros. “¿Qué ocurriría – se pregunta Merleau-Ponty en Lo visible y lo invisible— si yo considerara no solo mis visiones sobre mí, sino también las visiones de otro sobre sí y sobre mí?” De este tipo de preguntas se debe ocupar la estética, que a la vez que reflexiona sobre la experiencia ayuda a transformarla del mismo modo que está determinada por ella.
Con toda seguridad será en las poetas y artistas en quienes resuenen más rápidamente las transformaciones en la estructura de sentimiento que están produciendo a lo largo y ancho del planeta el acontecimiento histórico de una pandemia que ha mostrado una crisis civilizatoria, una crisis que habría de manifestarse de una u otra forma en algún momento. Tras las mareas emocionales de los últimos meses y los sufrimientos que se entrevén en el futuro cercano, se producirán alteraciones de las sensibilidades y atención a zonas oscuras de la realidad que serán representadas en las intuiciones poéticas del arte. Ocurrirán también en la vida cotidiana y en nuestras reacciones sentimentales, pero tal vez necesitemos aún muchos relatos, imágenes y sonidos para hacerlas visibles.
Nos faltan conceptos. Muchas de las reflexiones que hemos hecho estos días la gente de filosofía carecen de la sensibilidad suficiente para captar las transformaciones profundas. Estamos demasiados limitados por conceptos que fueron elaborados para experiencias muy diferentes. Demasiado determinados por las controversias del modernismo y posmodernismo, cuando se debatía sobre relatos que ya son historia. En qué medida las sensibilidades que constituyen la experiencia de un acontecimiento como este discriminan posibilidades de lo real que no habían sido notadas es algo que, por el momento se escapa a la filosofía, cuyo trabajo, como ya sabemos desde Hegel está en el turno de noche. La estética para después de una peste será quizás una de las tareas más urgentes en los tiempos que nos esperan.
Cada crisis, ya sea esta personal o colectiva, abre un agujero. Es la interrupción de los sentidos que, materializados en hábitos y estructuras, sostenían nuestras vidas hasta ese momento. Eso nos produce angustia, pero también abre el espacio potencial de una elaboración de preguntas radicales sobre la vida en común.
El agujero puede interrogarse para pensar a partir de él e incluso puede atravesarse para salir por otro lado. Es decir, los agujeros -todo lo que no encaja, lo fallido, la vacilación del sentido- son condición de pensamiento y de transformación (íntima y social).
Durante la crisis del coronavirus se han abierto (y reabierto) muchísimos agujeros en el tejido personal y social, a nivel planetario y simultáneamente. Si no nos hemos quedado anestesiados o indiferentes, si no hemos pensado que bastaba con tirar de los saberes previos, si nos hemos acercado a mirar a través de los agujeros y no sólo de las pantallas, habremos podido ver una cantidad de cosas.
Por ejemplo, la crudeza de la división social -por clase, género, raza o edad- que recorre nuestra sociedad como una inmensa grieta. La distinción radical entre los “inmunizados y los expuestos”, entre los que han podido protegerse y los que no, entre los que han podido confinarse y los que han sostenido el confinamiento de los demás, entre la importancia de los cuidados y su valor social, con los trabajadores sanitarios precarizados como símbolo por excelencia.
Por ejemplo, la negación y agresión constante a la naturaleza en que se basa nuestro sistema depredador. La percepción de la ciudad como ratonera, la celebración de las irrupciones de animales en medio del asfalto a través de los mil vídeos en circulación, la pura y simple escucha de los pájaros por las ventanas o los paseos masivos sin tráfico ni finalidad, también han supuesto estos días visiones de otras relaciones posibles con el mundo, deseos de otra cosa.
Por ejemplo, la locura mortificante de la vida sometida al régimen del “siempre más”: la necesidad constante de producir y consumir. La experiencia del confinamiento abre de repente la pregunta por las “actividades esenciales”, pudiendo experimentarse cierto gusto por una vivencia de retiro o retirada de las dinámicas cotidianas de ruido y estrés. Es lo que trata de estigmatizarse ahora como “síndrome de la cabaña”, como si no hubiese toda una lucidez en ese estado.
Y mil ejemplos más posibles, dependiendo de cómo y dónde nos haya tocado vivir esta experiencia tan extraña.
Pues bien, lo que pretende el discurso de la guerra es saturar ese espacio tachonado de agujeros. Que nada de lo ocurrido nos de que pensar, ni nos mueva a actuar.
La guerra de disuasión ya no es entre ejércitos, sino entre un orden agujereado y un pueblo por venir capaz de interrogar y atravesar los agujeros. Se trata de reducir la angustia de lo desconocido a terror paralizante, la interdependencia ante el peligro a factor de riesgo, el no saber a impotencia y delegación. Que todo cambie (la “nueva normalidad”) sin que nada cambie realmente.
La disuasión, como prolongación de la guerra por otros medios, es una militarización de la sociedad que busca producir un nosotros sin divisiones (“todos a una”), es decir, sin preguntas íntimas y colectivas que puedan ser fuente de una nueva politización. Una población homogénea de víctimas y supervivientes que sólo pide protección.
Imaginemos la aparición de otros brotes víricos, segundas y terceras oleadas de contagio, nuevas cuarentenas y escaladas en respuesta… ¿Podría entrar nuestro mundo en una especie de guerra fría permanente, de tiempos y geometrías variables, sin enemigo claro esta vez, sino potencial, difuso y ubicuo -en el fondo las distintas “intrusiones de Gaia” (Isabelle Stengers) en nuestro modo de vida basado en el dominio y la depredación del planeta?
La sombra del apocalipsis es el escenario ideal para la activación de una nueva estrategia de la disuasión: obediencia o fin del mundo. ¿Podemos anticiparla con el pensamiento? ¿En qué sentido sería algo distinto de lo que ya conocemos?
Proyectemos lo siguiente: la disuasión es un poder que no sabe, no puede y no quiere.
No sabe. Pocas veces hemos podido ver a los políticos confesar tanto su ignorancia como durante estos días. Ha sido realmente sorprendente escuchar salir de sus labios palabras como “no sabemos”. No sabemos con qué nos enfrentamos, qué es este virus, si puede mutar, si es posible una segunda oleada. Los poderes a los que estamos acostumbrados suelen cubrirse de la justificación de un saber total: ideología, discurso experto. Pero su nueva confesión de ignorancia no significa ninguna pérdida de control, ni autoriza una distribución del poder distinta. Todos somos ignorantes, pero unos menos que otros. Hay un saber, aunque sea de mínimos, que es el único capaz de prevenir la catástrofe total. Una garantía precaria, inestable, pero no queda otra. El poder disuasivo no impone certezas, sino que gestiona la incertidumbre.
No puede. Tampoco estamos habituados a escuchar a los políticos reconocer su impotencia. No podemos, no dominamos la situación, somos incapaces de asegurar nada, estamos trabajando por ensayo y error, sin planificación. Lo normal en ellos es exhibir la fuerza, prometer el control. Pero el poder disuasivo más bien nos da a elegir entre dos anarquías. Por un lado la anarquía inferior de la improvisación, el estado de excepción variable, la gestión just in time. Y por otro la anarquía superior de la catástrofe final, el colapso definitivo, la aniquilación total. Estado débil, a la defensiva, pero que funciona y gobierna así, presentándose como una “fortaleza asediada”, un frágil equilibrio amenazado por un poder desconocido. El poder disuasivo no postula un orden, sino que gestiona permanentemente el desorden (y no lo oculta).
No quiere. Sin horizonte positivo ni propuesta de paraíso, el poder disuasivo sólo nos ofrece una posibilidad de supervivencia. No una vida mejor, sino vivir a secas. Ninguna solución definitiva, sólo la contención del desastre, ganar tiempo. No alcanzar el Bien, sino evitar el Mal. Ningún sueño, sólo impedir la pesadilla. La esperanza queda borrada, lo posible es la catástrofe. Desaparece toda oferta seductora hacia el deseo y sólo queda el miedo. El poder disuasivo no promete nada, sólo exhibe la amenaza.
Nunca a favor, siempre en contra. La disuasión es una política que se sitúa al borde del abismo. No oculta la muerte sino que la sobreexpone, haciendo del peligro y su gestión el secreto del destino mundial. Todo aquel que no colabore le hace el juego al adversario. ¿El adversario, pero quién? ¡El virus, la catástrofe, el apocalipsis!
Achille Mbembe ha escrito que lo más característico de la pandemia es que “cada cual se ha vuelto un arma”. Todos detentamos en nuestro cuerpo la potencia de matar. El poder soberano de “hacer morir” se democratiza: cada uno somos ahora una pequeña bomba nuclear. La disuasión se vuelve entonces también horizontal.
Sería el lado oscuro de la interdependencia en la que se ha puesto tanto énfasis en los últimos tiempos: como todos podemos darnos la muerte, debemos disuadirnos unos a otros, vigilarnos y controlarnos, en la desconfianza de base, en la delación generalizada, en la interiorización colectiva y militante de las normas impuestas exteriormente.
El nuevo equilibrio del terror nos hace a todos protagonistas y no sólo espectadores. Disuasión distribuida, reticular, descentralizada, autogestionada. Una sociedad de sospechosos, con el Estado en la cabeza de cada cual.
No sabemos quién está contaminado, podría ser cualquiera. Aunque unos son más sospechosos que otros: los que no pueden quedarse en casa, los que viven dependientes de un vínculo social amplio, los que no tienen los hábitos necesarios de higiene, los pobres, los migrantes, los otros. ¡No tocar, peligro de muerte!
Este sería el llamado “elemento moral de la guerra”: la producción de subjetividades activamente obedientes, la educación de la especie por y para la guerra.
“Obediencia o fin del mundo” es un caso extremo de lo que Isabelle Stengers llama las “alternativas infernales”. ¿En qué consisten?
La alternativa infernal es un tipo de descripción de la situación que sólo propone resignación o muerte, un tipo de “realismo” que sólo plantea como opciones la sumisión o el desastre.
¿Cómo escapar? No se trata de “criticar” la alternativa infernal como si fuese una mentira, una ilusión, una manipulación. En el caso del virus, por ejemplo, denunciar una conspiración, la fabricación de un problema, etc. No es así, la alternativa infernal es una cuestión muy práctica que funciona concretamente, bloqueando toda alternativa, cortando las conexiones, inhibiendo el pensamiento.
De la alternativa infernal sólo puede salirse “por el medio”, a través de la apertura de “trayectos de aprendizaje” donde nos hacemos capaces de pensar y sentir de otro modo, de abrir e inventar una posibilidad inédita. Una descripción de la situación que nos requiera, no como víctimas o espectadores paralizados por el terror, sino como sujetos capaces de aprender algo nuevo y actuar. Inventar lo que era inconcebible, maneras de escapar por la tangente de los chantajes que nos convierten en rehenes. Como hicieron en su día, por ejemplo, los enfermos de SIDA atrapados en la alternativa infernal entre un poder médico que los negaba como sujetos y la muerte segura.
Una tangente entre confinamiento vertical-policial o colapso de la sanidad pública, entre vuelta a la normalidad o empobrecimiento general, entre paranoia o irresponsabilidad en el cuidado, etc. Esas tangentes no son nunca simplemente críticas, sino pragmáticas, experimentales, concretas, arriesgadas. Sí arriesgadas, porque no hay que olvidar que los límites de la alternativa infernal están fijados en nosotros por el terror.
El terror, como forma de gobierno, está profundamente inscrito en la cultura occidental, según analiza el pensador argentino León Rozitchner. En la primera inserción en el mundo de la psique a través de amenaza de castración del Edipo, en la violencia expropiadora que está siempre detrás de la economía capitalista, en la guerra como recurso de la política cuando los de abajo desafían abiertamente el poder (golpe de Estado)…
El terror penetra en los cuerpos, rompe los vínculos, inhibe las pulsiones colectivas de resistencia, nos disuade físicamente. Desplazar esos límites, librarse de la marca del terror en nuestra carne y nuestro pensamiento, implica en primer lugar un atravesamiento de la angustia, una reactivación del cuerpo singular y colectivo. Hacer de la interdependencia una fuerza, de la incertidumbre una potencia, del agujero un pasaje.