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Concluye la Declaración Universal de los Derechos Humanos con el artículo 30, que afirma lo siguiente:
“Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración.”
El colofón de la Declaración pretende ser, por tanto, una garantía, una guía de interpretación. No es posible, viene a decirnos, arrebatar derecho alguno a los individuos basándose en interpretaciones espurias de los artículos de la misma, que en ningún caso otorgan derecho alguno al estado, a un grupo o a una persona. Es en cierta forma un artículo autorreferencial, dedicado a concretar cómo ha de interpretarse el resto de artículos. Derecho del derecho, hermenéutica de la declaración. Pero en la misma afirmación del artículo se viene a prevenir y reconocer un peligro: que los derechos humanos se puedan usar contra los derechos humanos. Que al final terminen siendo un arma más, en el terreno político o en el argumentario pseudofilosófico, para justificar acciones y decisiones que no deberían tomarse nunca.
Escribir este artículo 30 es casi tanto como reconocer que los derechos humanos, como tantas otras cosas, pueden ser objeto de la manipulación más obscena, y que puede haber países que enarbolen tal o cual artículo como justificación para abolir un tercero. Los ejemplos no faltan en la actualidad. Podríamos fijarnos en países en los que la desigualdad entre hombre mujeres es abismal, o en los que la homofobia campa a sus anchas, cuyos líderes políticos exigen ser tratados, en el plano internacional, con la igualdad que ellos mismos niegan a sus ciudadanos. O podemos mirar también a quienes pretenden ser la avanzadilla moral del planeta, y presumen de cumplir con la declaración pero no dudan lo más mínimo en tomar medidas en favor de la seguridad que pueden atentar contra la libertad individual, o en favorecer medidas económicas cuyo resultado ineludible va a ser una mayor exclusión social. En el comentario de cada uno de los artículos que hemos ido realizando por aquí hemos visto cómo algunos artículos pueden chocar frontalmente con otros, de manera que en situaciones bien concretas se hace imposible cumplirlos todos, además de las dificultades inherentes a situaciones sociales, políticas, económicas e incluso a la misma naturaleza humana que en algunos aspectos puede no guardar mucha relación con ese horizonte ético (y utópico) que propone la declaración.
En cualquier caso, no hemos de perder de vista el contenido esencial de este artículo 30: el sujeto de derecho, se nos viene a decir, es el individuo, y ningún otro individuo, grupo o estado puede arrogarse derecho alguno que vaya contra estos derechos individuales recogidos en la declaración. Como es lógico, por debajo de esta afirmación está latiendo la experiencia histórica del nazismo: si pensamos que hay sociedades con derechos superiores al resto, si pensamos que hay grupos enteros que deben ser eliminamos, la deshumanización llama a la puerta. Hay que garantizar la vida de cada uno, y a nadie se le pueden negar derechos esenciales por el mero hecho de pertenecer a tal o cual grupo. Proteger a cada ser humano fue, para los creadores de la declaración, el modo más seguro y fiable de proteger a todas las sociedades y las culturas. Nadie puede arrebatarnos lo que va de suyo con el hecho de pertenecer a la especie humana, diría la declaración, y no existe motivo alguno que justifique la eliminación de estos derechos. Las paradojas de la vida y de la historia nos han llevado a experiencias que podrían incluso cuestionar este artículo: cuando se habla de los derechos de las minorías, como un paso irrenunciable para su preservación y para que sus intereses puedan también estar presentes en la vida pública, estaríamos aceptando de forma tácita que los grupos pueden llegar a tener derechos sobre los individuos. Si del nazismo aprendimos que los derechos deberían ser individuales, de la experiencia multicultural nace la reivindicación de otorgar y reconocer derechos a las minorías culturales. ¿Existen soluciones intermedias? Puede que sí: los derechos fundamentales pertenecen a los invididuos, pero los grupos culturales minoritarios pueden gozar de ciertos derechos siempre que no entre en conflicto con los individuales. Pero he aquí el problema: hasta qué punto la interacción sociedad-individuo no termina afectando a derechos fundamentales.