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Ricard Solé |
Comentábamos la semana pasada en clase un conocido fragmento de la Crítica de la razón pura:
“Tuve, pues, que suprimir el saber para dejar sitio a la fe, y el dogmatismo de la metafísica, es decir, el prejuicio de que se puede avanzar en ella sin una crítica de la razón pura, constituye la verdadera fuente de toda incredulidad, siempre muy dogmática, que se opone a la moralidad.”
Estas cosas pasan a veces: comentando el mismo texto, terminamos con cada una de las clases en un puerto bien distinto. En el primer grupo, retornamos al pasado: si al final Kant establece una frontera tan firme entre el “saber” y la “fe”, y concluye que hay que quitar sitio al saber para dejárselo a la fé, no estamos muy lejos, se comentaba de la edad media. Existiría entonces un parentesco, nada lejano, entre esta frase de Kant y la tesis de Guillermo de Ockham, según la cual razón y fe han de estar totalmente separadas y no deben mezclarse, perteneciendo las preguntas de la religión al terreno de la fe. Casi cuatro siglos separan a ambos autores, y sin embargo siguen latiendo unas mismas inquietudes. Con una diferencia fundamental: Kant, frente al empirismo, fundamenta la posibilidad de un conocimiento firme y universal. Matiz que no es ni mucho menos irrelevante. Kant sería, según decían algunos alumnos de ciencias, un medieval un poco evolucionado.
Distintos fueron los derroteros que tomó la discusión de la cita en grupo de ciencias sociales y humanas. Dando un paso más allá de la cita del propio Kant, o complementándola con otros pasajes de la misma obra, se comentaba que las cuestiones que resultan más personales no caen entonces del lado del saber, que se centra principalmente en la naturaleza, sino del lado de la fe. De manera que es imposible tener certeza alguna sobre cómo hemos de vivir, qué sentido hemos de dar a nuestras vidas, y demás preguntas circundantes. Sonaba el enfoque, sin duda, a una especie de anticipo del existencialismo: si nos quedáramos con la Crítica de la razón pura de Kant y nos cargamos su propuesta de Dios como un postulado de la razón práctica, desembocamos en una vida que está en proceso de construcción y sin un sentido definido. Nos quedamos, se decía, con un sufrimiento absurdo y un vacío insuperable en todo lo referente a la pregunta por el sentido. El deseo de saber sobre aquellas cuestiones en las que jamás alcanzaremos una respuesta definitiva nos convierte casi en seres trágicos, obligados a hacernos preguntas que nunca podremos resolver. En esta linea iba quizás Schopenhauer cuando, de la mano de Kant, calificó al hombre de “animal metafísico”. El interrogante como símbolo de la vida. Una imagen querida por los existencialistas que estaría ya anticipada en Kant, a través de esta separación entre el saber y la fe y de su postura ante la pretensión de la metafísica de convertirse en ciencia.
Es este uno de los ejercicios más característicos y propios, a mi entender, de una asignatura como la Historia de la filosofía: comprobar cómo los ilustrados, con todo su afán de progreso, y su estereotipada confianza en la razón, continúan afrontando problemas muy similares a los medievales, y están dando respuestas, desde situaciones históricas bien distintas, que después encontrarán cierto eco en corrientes muy posteriores. Es un hecho que la experiencia histórica del ser humano cambia cada cierto tiempo. En nada tiene que ver la vida y el mundo de Kant con el de Ockham o el de Sartre y Camus. Pero ciertos universales humanos perviven y estos son el combustible imprescindible para eso que malamente se llama ciencias humanas. Y digo malamente porque no son ciencias ni se las puede comparar con las ciencias. Pero sí son humanas, porque recogen precisamente ese caudal de experiencias e inquietudes que vienen acompañando al ser humano desde los inicios de su andadura sobre este planeta. La literatura, el arte o la filosofía, no pueden sustraerse de este doble proceso aparentemente contradictorio: zambuyéndose en el tiempo concreto, en la circunstancia que le toca vivir a cada cual, es capaz de extraer sin embargo constantes de la vida y el pensar, preocupaciones e interrogantes que siguen hoy tan vigentes como hace veintisiete siglos. Habrá puristas y expertos que calificarán de atrocidad el saltar de Kant al medievo o al existencialismo. Esto no impide que haya constantes de fondo que laten con vida propia independientemente de que las expresiones y los conceptos no sean ni mucho menos los mismos.